¡Escribirás y escribirás!

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En ese exacto secreto irrumpe la impotencia de la escritura. Todo parece comenzar como si se requiriese la escritura para desescribir, decir que no se puede decir, marcar sentido para exponer un hartazgo de su reinado y su afuera. Cuando de pronto, por momentos, ocurre una suspensión. Las letras aprendidas se agrandan, se tachan con saña (Larre Borges, 2013, p. 29), se dibujan los puntos de íes como círculos (Walsh, 2007, p. 96), se achican (Selz, 2010, pp. 55-56), se repiten (Pizarnik, 2007, p. 19), se colorean, comienzan a deformarse, a expandir su trazo hasta alcanzar el garabato, el dibujo, las marcas matizadas, las fotografías, los objetos, incluso el desgarramiento de una hoja. La materia. El sentido se extravía y una escritura potente, material, insignificante, performática de sí, tiene lugar.

Caligrafía, tipografía, intimidad10

Las historias del diario íntimo, tanto la genealogía de sus orígenes y la de los conceptos que lo delinean (por ejemplo, “autobiografía, “intimidad”, “escrituras del yo”) como los trabajos de los editores de diarios (que bosquejamos al final de este ensayo), no reparan lo suficiente en todo lo valioso y extraordinario que atesora la práctica de la escritura misma.

En Historia de la lectura en el mundo occidental, Cavallo y Chartier (1998) realizan una genealogía detallada de la práctica de la lectura y la escritura en Occidente, que tiene dos ideas como criterio de composición: una de ellas es que «la lectura no está previamente inscrita en el texto», y la otra es que «un texto no existe más que porque existe un lector para conferirle significado» (p. 11). Los autores resaltan que el texto tiene un «estatuto inédito cuando cambian los soportes que le proponen a la lectura» (p. 12)11:

La lectura no es solamente una operación intelectual abstracta: es una puesta a prueba del cuerpo, la inscripción en un espacio, la relación consigo mismo o con los demás. […] Una historia de la lectura no tiene que limitarse únicamente a la genealogía de nuestra manera contemporánea de leer, en silencio y con los ojos. Implica igualmente, y quizá sobre todo, la tarea de recobrar los gestos olvidados, los hábitos desaparecidos. El reto es considerable, ya que revela no solo la distante rareza de prácticas antiguamente comunes, sino también el estatuto primero y específico de textos que fueron compuestos para lecturas que ya no son las de sus lectores de hoy. (Cavallo y Chartier, 1998, p. 15)

Contra la representación elaborada por la propia literatura y recogida por la más cuantitativa de las historias del libro, según la cual el texto existe en sí, separado de toda materialidad, cabe recordar que no hay texto alguno fuera del soporte que permite leerlo (o escucharlo). Los autores no escriben libros: no, escriben textos que se transforman en objetos escritos —manuscritos, grabados, impresos y, hoy, informatizados—, que son manejados de diversa manera por unos lectores de carne y hueso cuyas maneras de leer varían con arreglo a los tiempos, los lugares y los ámbitos. (Cavallo y Chartier, 1998, p. 16)

Entre los diversos y múltiples cambios que tuvieron lugar durante la Antigüedad y la Edad Media en la práctica escrituraria, indicados tanto por Barthes (1989) como por Cavallo y Chartier (1998), existen tres acontecimientos —dejados de lado por las historias de los orígenes de los diarios— que por lejanos no dejan de habitar y trastocar la escritura diarística, ya que reinan en lo incumplido de esos «gestos olvidados» y resaltan su índole material e íntima. El primer acontecimiento sucedió entre los siglos XI y XIII, cuando la figura del copista, a quien también llamaban «pintor» (Saenger, 1998, p. 201), toma completa relevancia, y con esto la materialidad escrituraria, el trabajo manual, la postura corporal, los elementos y la imitación de las letras, que el copista no lee significativamente, se imponen por sobre el sentido. No solo esto, ambos fenómenos se ligan, por otra parte, a la aparición del espacio de la intimidad12.

La desconexión entre escritura y sentido, entre medio de expresión o comunicación y contenido se manifiesta en diferentes facetas. Por un lado, tiene lugar la transformación de la práctica de la escritura en una especie de actividad salvadora, «la fatiga de transcribir era de por sí “una oración realizada no con la boca sino con las manos”» (Pedro el Venerable, Epist. I, p. 20). Es decir, que más allá de su significado, toman relieve el acto somático de escribir mismo y una implicación performativa —como notaremos más adelante, tan claramente, en el diario de Pizarnik—, ya que el ejercicio caligráfico de copia tiene por efecto no la comprensión lectora, sino la salvación del alma.

El segundo acontecimiento, la separación de las palabras o la «palabra discontinua», dio lugar a una modificación clave que posibilitó otros tipos de lectura, y con estos una serie de compendios, como el espacio-página dividido en dos columnas, el texto, el comentario, la concordancia de términos e índices, las rubricaciones, los signos de párrafo y los sumarios. Dicha disposición visual, novedosa también, contiene performatividad, ya que, como indica Saenger (1998), ella se presenta como condición de posibilidad de una conciencia crítica de la elaboración del pensamiento13. La separación de las palabras dio lugar, por primera vez, a un vínculo de intimidad entre el autor y su manuscrito, «despertó el interés por la composición autógrafa». Los autores «expresaron sentimientos íntimos hasta entonces no reflejados en pergamino, debido a la ausencia de confidencialidad impuesta por el hecho de tener que dictar los textos a un secretario». Otros elementos que promovieron dicha intimidad fueron las anotaciones añadidas, tachaduras y correcciones que «formaban un nuevo género de testimonios literarios» (Saenger, 1998, p. 196). Algunos autores, como Guibert de Nogent, escribían sus sueños y otros sentimientos íntimos con la finalidad de mantenerlos en secreto (Saenger, 1998). Asimismo, la modificación en la letra fue decisiva para la construcción de ese espacio íntimo:

[…] escribir en gótica cursiva informal sobre folios y cuadernillos reunidos sin normas rígidas hacía el acto físico de escribir menos laborioso y más compatible con la actividad intelectual […] El autor representado en las miniaturas, solo en su estudio o a veces en un escenario pastoral idílico, empleando la gótica cursiva, se libraba al mismo tiempo de la fatiga de escribir y de la dependencia de los copistas. La nueva simplicidad de la escritura dio al autor una mayor sensación de intimidad y privacidad. (Saenger, 1998, p. 204)

Por último, el tercer acontecimiento que modificó la noción y la práctica de la escritura surge del hecho de que las eruditas aristocracias europeas hicieron hincapié en el libro considerándolo como objeto de adorno y de ostentación de riqueza. Así, se encargaban libros con encuadernaciones realizadas con pieles valiosas, telas finas y metales preciosos (Cavallo y Chartier, 1998). Esta característica también la encontraremos en Pizarnik a partir de las obsesivas acumulaciones de cuadernos, hojas, lapiceros especiales, colores y todo material que conforme un horizonte escriturario.

El diarista Benjamin exalta estos gestos repetidamente. El fervor coleccionista de libros y objetos se entreteje en una mezcla escrituraria con sus micrografías (escritura pequeña), con las notas sobre las palabras aprendidas por su hijo Stephen, sus paseos y los objetos postales y fotográficos en Moscú. El ornamento de la letra, el trabajo propio de los tesoros encontrados en lapiceros óptimos: «28 de septiembre: […]. Es como el lápiz mágico con el que soñaba de niña Pizarnik: que supiera, solo, multiplicar y dividir» (Pizarnik, 2007, p. 225); o la estilográfica que Benjamin describe como una «encantadora criatura con la que podré realizar todos mis sueños y desplegar una productividad que en tiempo de la antigua —pluma— hubiera sido imposible» (2010, p. 55).

Las posturas corporales, las máquinas de escribir, los papeles, los cuadernos y los colores conforman la escritura diarística como la semilla dentro de su fruta. Nuestra contemporánea manera de leer no repara en estas formas de escritura diarística, pero ellas conviven en la peculiar disciplina escrituraria llevada con tesón, muchas veces contra la voluntad, o sin comprender por qué se escribe eso que se escribe, ya sea un diario, un tamaño minúsculo de marcas, una descarga de incomodidad ilegible o unos dibujos.

Por ello, el garabato —trazo en el que nos detendremos en otro apartado— es una figura afín a la marca de la escritura diarística, antes que el dibujo significativo, porque en el garabato no hay un sentido que reduzca a las huellas en cuanto huellas, es una marca que no da forma, no escribe algo, no se actualiza en un sentido. Los garabatos son gestos amorfos, insignificantes (Freire, 2005)14. Las huellas están allí como potencia absoluta.

Ciertamente, las escrituras diarísticas significan, pero en eso se cuela la imparable insignificancia. Astutti identifica un matiz de esta insignificancia en la escritura diarística en El discurso vacío de Mario Levrero. Allí, lo que más se destaca es el trazo, el dibujo de la palabra, el trabajo de marcar, el modo, la fuerza de la mano, la velocidad con que se lleva a cabo la inscripción y la postura, antes que el sentido de lo que se escribe. La escritura se hace desde la materialidad de la letra, el bolígrafo, la tinta y de espaldas al querer decir, a las intenciones, imágenes y relaciones entre ellas (Astutti, 2007-8). Esto puede evidenciarse, por ejemplo, en la entrada del diario del poeta Pérez (2006): «Confieso que ahora estoy jugando a perder la personalidad y a hacer una caligrafía standard, porque pienso que concentrándome en la caligrafía podría olvidarme de mí» (p. 187); también en la entrada del 30 de abril de 1972 del diario de Rodolfo Walsh: «Este año hemos vuelto, on a retourné cet an, this year we’ve come back to the island, l’íle, la isla. Escribo con la punta de tres dedos de cada mano, lentamente, como si aprendiera dactilografía […]» (2007, p. 229); o las del 9 de julio de 1955 y el 29 de diciembre de 1956 del diario de Chacel: «Además, no sé por qué, la mano no me obedece. Todo lo que va escrito aquí es casi ininteligible» (2004, p. 67).

 

El discurso autobiográfico, según las definiciones canónicas apuntadas anteriormente, aparece como un relato posicionado entre los conceptos de historia, sentido, totalización, unidad, vida e identidad; mientras que la escritura diarística, en este aspecto material y potencial, operará una deconstrucción sobre ese discurso. La escritura como (im)potencia retira el fundamento a la concepción representativa expresiva de la escritura como órgano, como instrumento de comunicación y significación, y con esto restituye la pura (im)potencia como posibilidad entre ser y no ser, entre escribir y no escribir. Escribirse.

Como subraya Blanchot (1969), el diarista no escribe ni vive, pero escribe la reunión del no escribir y no vivir con la posibilidad de escribir y vivir. Es decir, que la escritura no es subsidiaria de la vida, ni de la vida vivida. No se encuentran estas instancias en el lugar de fundamento de la escritura, que diligente y útil da cuenta de ello. Antes bien, la escritura tendría lugar como el espacio inservible —no servil— donde todo ello se restituye a su ser y no ser, a su posibilidad.

Ausencia, marcas, contextos, iterabilidad

En “Políticas del nombre propio”, Derrida (1984) decía que escribir implica un ausentarse; el escritor es quien aparece como retirándose. La marca producida al escribir seguirá operando y produciendo una especie de máquina, y se la dará a leer y a reescribir tras la desaparición del escritor. Tal desaparición del escritor en la escritura, además, implica la no presencia del querer decir del escritor, de su intención, de su querer comunicar esto. Una escritura es aquello que sigue funcionando aun cuando el autor no responda por ello, en otras palabras, por aquello donde puso su firma. Su estructura radica en su iterabilidad, en su índole legible, a pesar de la desaparición absoluta de todo destinatario. Es decir, que la muerte o la posibilidad de muerte del escritor y del lector está inscrita en la estructura de la escritura; esto implica, como señalaba también Chartier, que se trata de la ruptura de la presencia, no de su expresión, ni de su restitución.

La escritura, asimismo, sigue Derrida (1984), encierra ausencia de contexto. Lo escrito no se agota en el presente de su inscripción, permanece, da lugar a una repetición más allá de la presencia del sujeto empíricamente determinado que ha producido la escritura en un contexto dado. Rompe con el contexto como conjunto de presencias que organizan el momento de su inscripción, tanto con lo que puede llamarse contexto real (el presente de la inscripción, del escritor, el medioambiente, el horizonte de su experiencia y la intención, el querer decir que impulsaría la escritura) como con lo que se conoce como contexto semiótico e interno (que, por su iterabilidad, es posible tomar un sintagma fuera del encadenamiento en el que está dado, así como inscribirlo e insertarlo en otras cadenas, y convertirlo en cita. Ningún contexto puede cerrarse sobre él, la escritura se convierte así en deriva).

De esta manera, Derrida socava la acepción de la escritura-vehículo, medio de expresión y comunicación que extiende muy lejos tal campo. Socava, así, la interpretación presente en toda la historia de la filosofía, la cual considera que los hombres escriben para comunicar algo, su pensamiento, sus ideas, sus representaciones:

La historia de la escritura estará de acuerdo con una ley de economía mecánica: ganar el mayor espacio y tiempo por medio de la más cómoda abreviación; esto no tendrá nunca el menor efecto sobre la estructura y el contenido de sentido (de las ideas) a que deberá servir de vehículo. El mismo contenido, antes comunicado por gestos y sonidos, será transmitido en lo sucesivo por la escritura, y sucesivamente por diferentes modos de notación, desde la escritura pictográfica, hasta la escritura alfabética, pasando por la escritura jeroglífica de los egipcios y por la escritura ideográfica de los chinos.

El carácter representativo de la comunicación escrita —la escritura como cuadro, reproducción, imitación de su contenido— será el rasgo invariante de todos los progresos subsiguientes. El concepto de representación es indisociable aquí de los de comunicación y de expresión que he subrayado en el texto de Condillac. La representación, ciertamente, se complicará, tendrá descansos y grados suplementarios, se convertirá en representación de representación en las escrituras jeroglíficas, ideográficas, luego fonéticas-alfabéticas, pero la estructura representativa que señala el primer grado de la comunicación expresiva, la relación idea/signo, nunca será relevada ni transformada. (Derrida, 1984, p. 350)

Como Barthes, en su interés no representativo de la escritura, Derrida deconstruye estos supuestos, puntualiza la posibilidad de la escritura de ser separada del referente o del significado, y con esto, de la comunicación y del contexto. Además, añade que esta es la estructura de toda marca, de todas las especies de signos y de la comunicación. Por ello, toda marca, aunque sea oral, será un grafema. De este modo, la escritura descansa en su servicio como vehículo de los conceptos, subordinada a ellos, y ellos mismos se mostrarán ahora como categorías acríticas destinadas a asegurar la autoridad de cierto discurso histórico. Por tanto, Derrida (1984) afirma que asistimos al despliegue histórico de una escritura general, cuyo efecto sería el sistema del habla, de la conciencia, del sentido, de la presencia, de la verdad. A esta escritura la llama raíz grafemática: «La permanencia no presente de una marca diferencial separada de su pretendida producción u origen». Y extiende esto a la experiencia en general «si aceptamos que no hay experiencia de presencia pura, sino solo cadenas de marcas diferenciales» (p. 372).

Yo quería insistir sobre esta posibilidad, posibilidad de sacar y de injertar en una cita que pertenece a la estructura de toda marca, hablada o escrita, y que constituye toda marca en escritura antes mismo y fuera de todo horizonte de comunicación semiolingüístico; en escritura, es decir, en posibilidad de funcionamiento separado, en un cierto punto, de su querer-decir «original» y de su pertenencia a un contexto saturable y obligatorio. Todo signo, lingüístico o no lingüístico, hablado o escrito (en el sentido ordinario de esta oposición), en una unidad pequeña o grande, puede ser citado, puesto entre comillas; por ello puede romper con todo contexto dado, engendrar al infinito nuevos contextos, de manera absolutamente no saturable. Esto no supone que la marca valga fuera de contexto, sino al contrario, que no hay más que contextos sin ningún centro de anclaje absoluto. Esta citacionalidad, esta duplicación o duplicidad, esta iterabilidad de la marca no es un accidente o una anomalía, es eso (normal/anormal) sin lo cual una marca no podría siquiera tener un funcionamiento llamado «normal» ¿Qué sería una marca que no se pudiera citar? ¿Y cuyo origen no pudiera perderse en el camino? (Derrida, 1984, p. 369)

La índole de suplemento, derivado, parásito, a partir de la cual se excluía a la escritura de los ámbitos fundamentales a los cuales ella servía como instrumento (los conceptos de identidad, sentido, vida, presencia, representación), encontraría ahora a la escritura en el lugar de condición de posibilidad de aquellos. La escritura, por cuanto raíz grafemática (cita, iterabilidad y ausencia) haría de estos conceptos sus efectos. Esto es muy claro en el diario de nuestra poeta: el “personaje” devendrá un efecto escriturario, trazado por cada letra autofigurativa. La escritura, así, sin que se trate de una reubicación de fundamentos, es puesta por Derrida en el «origen», pero sin que se transforme en una instancia fundante. No se la ubica en el lugar del habla, del logos. Lo que ocurre es que se deconstruye su ley, se deconstruyen sus jerarquías. Tocar el origen del lenguaje con un momento escritural viene a ser tachar el origen mismo. Se trata de no eliminarlo ni conquistar su puesto, su lugar, sino de dar al lugar el lugar del origen, y a este, una deriva (Santos, 2005)15.

Autorreferencialidad, pasión de la propia impotencia

Agamben, cuyos trabajos sobre la escritura cruzan a lo largo de su obra, realiza un rodeo en torno a los planteamientos derridianos, y nos da pistas sobre el vínculo que nos interesa: la escritura de la (im)potencia. En el ensayo “La idea de lenguaje”, del libro La potencia del pensamiento (2008), el autor se detiene en la idea de presuposición que anunciaba ya en “La cosa misma”. El pensamiento contemporáneo —como ya señalamos con Derrida fundamentalmente— propone una morada originaria del lenguaje de índole negativa, y pone a la escritura (como huella) en dicho origen, lo cual indica que el lenguaje es desde el principio una huella infinita.

Agamben retoma este concepto de huella y lo reúne con el de materia y autorreferencialidad, y, así, abre el horizonte de la perspectiva derridiana. En el ensayo que lleva el mismo título que la obra compilada, “La potencia del pensamiento”, Agamben se propone comprender el sintagma ‘yo puedo’. Considera que dicha expresión «más allá de toda facultad y de todo saber hacer, esta afirmación que no significa nada, pone al sujeto inmediatamente frente a la experiencia quizás más exigente —y no obstante ineludible— con que le es dado medirse: la experiencia de la potencia» (2008, p. 352).

Agamben referencia a autores como Hegel y Heidegger, pero se detiene en el De anima de Aristóteles. De este tratado se hizo famoso el pasaje donde se equipara el intelecto como acto con la tablilla de escribir que se encuentra vacía, que luego Locke denominará tabula rasa. Asimismo, allí se desarrollan los conceptos de dýnamis, ‘potencia’ y ‘posibilidad’, y el de héxis, ‘facultad’. Este último término se relaciona esencialmente con stéresis, ‘privación’, algo que atestigua la presencia de lo que le hace falta al acto: «Tener una potencia, tener una facultad significa tener una privación». La potencia es una facultad de privación. En Metafísica (1019b 5-8), Aristóteles (2008) dice: «A veces el potente es tal porque tiene algo, a veces porque algo le falta. Si la privación es de algún modo una héxis, el potente es tal o bien porque tiene una cierta héxis o porque tiene la stéresis de ella» (p. 355).

Agamben (2008) reafirmará la relación íntima, ya presente en obras anteriores, entre el hombre y la potencia, e intensificará su propuesta de pensar lo humano como potencia. El hombre, dice el filósofo italiano, es el señor de la privación, su ser está asignado, más que cualquier viviente (que tiene una potencia específica), a la potencia. «Esto significa que está, también, consignado y abandonado a ella, en el sentido de que todo su poder obrar es constitutivamente un poder no-obrar; todo su conocer un poder no-conocer» (p. 360); «el hombre es el animal que puede la propia impotencia» (p. 362). Por esto, toda potencia es una impotencia, «toda potencia es impotencia de lo mismo y con respecto a lo mismo» (Met. 1046ª, pp. 29-31, en Agamben, 2008, p. 361). Impotencia es la potencia de no pasar al acto. La potencia puede la propia impotencia.

Ahora bien, Agamben (2008) se pregunta qué sucede en la potencia del no cuando el acto se realiza, «cómo pensar el acto de una potencia de no». A partir de Aristóteles (De anima, 417b, en Agamben, 2008), concluye que la potencia no se destruye al pasar al acto, sino que su pasividad consiste en una conservación y acrecentamiento de sí misma. La potencia, dice, donándose a sí misma, se salva y acrecienta en el acto.

En “Pardes. La escritura de la potencia”, uno de los ensayos finales de La potencia del pensamiento, Agamben (2008) indica que existe hoy una «crisis terminológica», que consiste en la «situación del pensamiento» y que implica una «diferente y decisiva experiencia del lenguaje» (p. 443). La clave para comprenderla es la problemática de la autorreferencialidad. Esta experiencia consiste en que los términos se encuentran privados de su poder denotante, de su referencia a objetos, sin embargo, aún significan. El modo de esta significación es la autorreferencialidad.

La autorreferencialidad no tiene que ver con la referencia a una subjetividad, el autó no remite a una identidad, sino que consiste en que los términos se significan a sí mismos, pero tampoco a su índole acústica o gráfica, sino que significan solo por cuanto significan. Retomando los conceptos derridianos, dice Agamben (2008):

 

En el esquema semiótico aliquid stat pro aliquo, A está por B, la intención no debe tener como objeto ni el primer aliquid ni el segundo, sino ante todo el estar por. La aporía de la terminología derridiana es que, en ella, un estar por está por un estar por, sin que nada pueda constituirse en la presencia como un objeto denotado. Pero con esto, la noción misma de sentido (del «estar por») entra en crisis. (p. 452)

El «estar por» solo puede ser nombrado por la noción de «huella». Pero la huella derridiana es leída por Agamben (2008) como materia, aquello «entre» algo y nada:

Entre el padecer algo y el padecer nada está la pasión de la propia pasividad. La huella (týpos, íchnos) es desde el principio el nombre de esta pasión de sí y eso de lo que en ella se hace experiencia es el acontecimiento de una materia. (2008, p. 462)

El nombre puede ser nombrado, dice Agamben, el lenguaje puede advenir a la palabra, y la escritura, a la escritura:

[…] porque la autorreferencia se desplaza sobre el plano de la potencia: lo referido no es ni la palabra como objeto, ni la palabra en cuanto denota en acto una cosa, sino una pura potencia de significar (y no significar), la tábula para escribir sobre la que nada está escrito. Pero esta no es la autorreferencia de un sentido, el significarse a sí mismo de un signo, sino el hacerse materia de una potencia, su mantenerse en la propia posibilidad […] la materia puede existir como tal porque ella es la materialización de una potencia a través de la pasión (el týpos, la huella) de la propia impotencia. (2008, p. 462)

La materia es un puro tener-lugar. La escritura como materia es, justamente, la escritura de la «potencia».

La potencia, que se dirige a sí misma, es una escritura absoluta, que nadie escribe: una potencia que se escribe por su misma potencia de no ser escrita, una tabula rasa que es impresionada por su misma receptividad y puede, así, no-escribirse. Según la genial intuición del comentario de Alberto Magno al De Anima: «Hoc simile est, sicut diceremus, quo litterae scribent se ipsas in tabula», «esto es como si dijéramos que las letras se escriben a sí mismas sobre la tabla» (2008, p. 461).

Por ello, como el mismo Agamben (2008) considera, el elemento clave en este asunto es la materia. La huella derridiana, pura deriva, es repensada, así, como escritura de la potencia, «una potencia que puede y padece a sí misma, una tabula para escribir que padece no la impresión de una forma, sino la impronta de la propia pasividad, de la propia amorfia» (p. 460). Esta escritura es el acontecer de la materia, el padecer la propia pasividad y el mantenerse en su misma posibilidad y así, darse lugar.

Grafomanía lúdica de la fecha

Entre estas improntas se articula la escritura diarística que proponemos. No obstante, existe un resto en estas constelaciones de escritura diarística. Al traspapeleo, la selva, lo insignificante, la disposición visual, la copia y la pintura, los múltiples contextos subrayados; a la performatividad ética, a la pasividad amorfa, la iterabilidad y lo incumplido de los “gestos olvidados”, al puro tener lugar, en fin, a todo lo anterior se le enfrenta, como un reproche, una temeridad y un temor, lo diarístico, que se juega en la palabra diario, journal, diary, tagebuch, etcétera. El día. La fecha.

Independientemente de los contenidos de los diarios, Catelli (2007) considera que la identificación del diario como un «género» radica en la fecha, dado que la «presencia de la fecha (o su posibilidad editorial) en el encabezado de la entrada es un requisito ineludible, incluso si está ausente», o si existen «cortes de meses», o de años, «discontinuidades y desajustes flagrantes» (p. 109).

Creemos que en la manía de la escritura y en la compulsión por la inscripción se encuentran las pistas de este acontecimiento, como un refuerzo más, como una repetición inaudita. Es decir, que, al anotar los días, más allá de responder a la sucesión rigurosa del tiempo vivido —a la «cláusula de apariencia liviana pero temible: debe respetar el calendario» (Blanchot, 1992, p. 207)—, lo que se revela es que lo diarístico de la escritura exalta la precipitación maniaca de la práctica. Escribir la fecha es poner en forma de título, a manera de exageración, la insistencia arrolladora de la marca, su imposibilidad de no escribirse y la inscripción de esa impotencia. Mattoni (2007-8) se pregunta sobre el diario de Charles Du Bos: «¿Qué hay en un “diario”, qué extraña fascinación ejerce ese género donde se suceden las entradas con fechas o con indicios de ingresar a los días de una vida?» (p. 13).

Lo diarístico en su condición de calendario es interpretado por Blanchot (1969) como el demonio inspirador, compositor, provocador y guardia del escritor de diarios16: «Escribir su diario íntimo significa ponerse momentáneamente bajo el amparo de los días comunes, poner al escritor bajo esa misma protección, y significa protegerse contra la escritura sometiéndola a esa regularidad feliz que uno se compromete en mantener» (p. 207). Fechar es meter los pensamientos más lejanos y aberrantes en «la telaraña de los ajetreos cotidianos» (pp. 206, 208). El día anotado es garantía del recuerdo de sí mismo, y una manera de «escapar al silencio, como a lo que la palabra tiene de extremo […]. Así, uno se cuida del olvido y de la desesperación de no tener nada que decir» (p. 209). Lo singular, sigue Blanchot, de esta complacencia y desagradable ensimismamiento proviene de una trampa.

Uno escribe para salvar los días, pero confía su salvación a la escritura que altera el día. Uno escribe para salvarse de la esterilidad, pero se convierte en un Amiel que, considerando las catorce mil páginas en que se disolvió su vida, reconoce que ello lo arruinó «artística y científicamente», con «una afanosa ociosidad y un fantasma de actividad intelectual». Uno escribe para recordarse a sí mismo, no obstante, no hay garantía de que así sea. Al respecto, Julien Green (en Blanchot 1969) dice: «Pensaba que todo cuanto anotaba resucitaría en mí el recuerdo de los demás… pero hoy no queda nada sino algunas frases apresuradas e insuficientes que solo dan un reflejo ilusorio a mi vida» (p. 210). Finalmente, pues ni se ha vivido, ni se ha escrito: doble fracaso a partir del cual recupera el diario su tensión y su gravedad17.

En consonancia con esto, Blanchot (1969) indica que la inscripción de la fecha como un rito se ve teñida de la misma trampa. El rito de las fechas —que, según la definición de Lévi-Strauss, «transforma los acontecimientos en estructuras» (Agamben, 2007, p. 106), y, para Blanchot (2007), da orden cotidiano a lo extraño e ilusiona con una vida y una obra— se cruza con otra práctica que siempre va de la mano: el juego. El juego, contracara del rito, «transforma las estructuras en acontecimientos» (p. 107). Las fechas como rito chocan con la destrucción del calendario que es operado por el juego de la escritura del diario.

Cuando abrimos un diario nos encontramos, antes que con un libro (y más si tratamos con los originales traspapeleos de cofres objetos-letras), con un conjunto de ritos y misterios, como señala Agamben (2007) en “El país de los juguetes”:

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