Las Cruzadas

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En primer lugar era necesario, en la medida de lo posible, liberar el uso de las armas del tabú de impureza que recaía sobre ellas, en otras palabras, era preciso santificar el oficio de la guerra haciendo extensiva la militia Dei no solo a los que se consagraban a Dios mediante la oración, sino también a quienes defendían su causa mediante el uso de las armas, es decir, a los caballeros.

Pero naturalmente no todo uso de las armas resultaba moralmente aceptable y mucho menos digno de ejemplaridad edificante. La violencia contraria a los valores defendidos por la Iglesia debía ser literalmente extirpada de la sociedad. A ello va destinado el complejo movimiento de la paz y tregua de Dios, y a ello también va dirigido el esfuerzo eclesiástico por arrogarse, en último término, el monopolio de la violencia legítima y su capacidad de administrarlo en beneficio de la defensa de la expansión de la cristiandad y de cuantos príncipes fieles a ella contribuyeran al mantenimiento de la fe.

Sacralización de la caballería

Una manera efectiva de sacralizar el uso de las armas fue, sin duda, el de atribuirlo a esos modelos de vida cristiana que eran los santos. El desarrollo y la difusión del culto a viejos y nuevos santos guerreros era un buen mecanismo legitimador; lo sería aún mayor la santificación de ciertos personajes como consecuencia precisamente de su actividad militar.

La tipología de los santos guerreros es de lo más variado. Algunos eran antiguos soldados romanos que, en época de persecución, sufrieron martirio por negarse a sacrificar a los dioses y, sobre todo, a levantar sus armas contra los cristianos. Uno de los más conocidos por la extraordinaria difusión de su culto tanto en Oriente como en Occidente es san Jorge. Desde el siglo VIII era el protector del Imperio bizantino y algún tiempo después santo patrono de su ejército. Para entonces era ya conocido en Occidente, concretamente en el sur de Italia, antiguo territorio bizantino, donde, según la tradición, en 1063, en Cerami, ayudaba a los normandos en su ocupación de Sicilia frente a los musulmanes, y lo hacía en persona, vestido de blanco sobre un caballo del mismo color, que también era el del estandarte que enarbolaba.

Otros santos constituyen estrictas creaciones legendarias de cuño bíblico. Es el caso de san Miguel, el arcángel que acaudilla las legiones celestiales y cuya imagen ya decoraba el estandarte de los reyes germánicos en sus campañas contra los magiares de la primera mitad del siglo X: a su ayuda atribuye la tradición la espectacular y decisiva victoria frente a ellos que Otón I obtuvo en Lechfeld en 955. Años más tarde, a mediados del siglo XI, un cronista benedictino, Andrés de Fleury, contaba una curiosa historia de intervenciones celestiales con motivo de una incursión contra musulmanes llevada a cabo por cuatro condes catalanes. Según el monje, uno de esos condes, Bernardo de Besalù, prometió a sus compañeros de campaña que sus exiguas fuerzas –500 guerreros– obtendrían la victoria frente a los 20.000 hombres con los que habrían de enfrentarse gracias a la intervención de san Miguel, ya que él solo se encargaría de derribar a 5.000 enemigos, pero es que, además, en aquella ocasión no actuaría en solitario: la Virgen María en persona se encargaría de eliminar otros 5.000, e igual número sería neutralizado por el apóstol san Pedro. Ante tal coalición, la victoria cristiana estaba garantizada y, de hecho, así le fue comunicado a un clérigo del santuario siciliano de San Miguel, en Monte Gargano, por la propia Virgen María.


Miniatura con un enfrentamiento entre caballeros cristianos y el ejército musulman. Destacan las imponentes armaduras de los cristianos frente a la pobreza del armamento musulmán

Santiago, el apóstol de España, es otra figura celestial de fundamento bíblico que podría encuadrarse en la categoría de santos guerreros a la que pertenece san Miguel. Su “actividad militar” es, sin embargo, algo posterior a la de este último, escapando en parte a la cronología que estamos ahora estimando. Es cierto que desde muy antiguo –pensemos en el himno de Mauregato de finales del siglo VIII– se le invocaba como santo protector de la monarquía asturiana, pero esas invocaciones no se transforman hasta comienzos del siglo XII en milagrosas apariciones sobre blanco corcel para apoyar la acción de los monarcas. Así ocurre, por vez primera, en la Crónica Silense, que al narrar la toma de Coimbra por Fernando I en 1064, informa de los ruegos del monarca al apóstol –al que el texto define ya como miles Christi– y de su aparición sobre caballo blanco anunciando la caída de la ciudad en manos cristianas. Con todo, todavía entonces Santiago no hacía patentes sus cualidades guerreras. Habrá que esperar a la conocida falsificación del Privilegio de los Votos, no anterior a mediados del siglo XII, para que aparezca la clásica y combativa evocación de Santiago junto a las fuerzas del rey Ramiro I en la legendaria batalla de Clavijo. A partir de entonces comenzaría su representación iconográfica, como la pionera del relieve de la catedral compostelana, en ningún caso fechable con anterioridad a la segunda mitad del siglo XII.

Un tercer grupo de santos guerreros lo constituyen esforzados y belicosos príncipes que no tardarían en ser canonizados tras su desaparición. Es cierto que algunos de ellos no murieron con las armas en la mano, pero en vida fueron indiscutibles campeones armados de la fe. Como tal, la hagiografía de finales del siglo X nos presenta al joven y valeroso rey anglosajón Edmundo, que en 870 murió martirizado a manos de los daneses paganos por no renegar de su fe. Otros monarcas, en cambio, no solo habrían hecho de su vida militar un testimonio de fe cristiana, sino que alcanzaron la muerte precisamente guerreando contra el infiel, constituyendo este acto en sí mismo la prueba martirial que confirma su subida a los altares. Es un paso más en el proceso de sacralización del uso de las armas, que con anterioridad a 1050 cuenta ya con algún interesante ejemplo. Paradigmático es el caso de Olav II de Noruega; miembro de la familia real, se hizo con el trono de su reino tras recibir el bautismo hacia 1015 y contribuyó de manera decisiva a la cristianización de su país, lo cual unido a la fuerte centralización política que llevó a cabo, favoreció un amplio movimiento opositor liderado por la aristocracia pagana y animado por el rey danés Knut el Grande, que acabó destronándolo en 1028. Fue precisamente al intentar recuperar su trono cuando Olav pereció en la batalla de Stiklarstajir en 1030: la iglesia noruega lo proclamó santo, en medio de una creciente fama milagrera, apenas transcurrido un año.

En efecto, a mediados del siglo XI el uso de las armas, lejos de ser un serio obstáculo para alcanzar la perfección cristiana, podía en determinados supuestos ser un mérito para ello. En este sentido, y precisamente en las décadas centrales de aquella centuria, el cronista francés Raúl Glaber nos narra un curioso episodio sobre el que pocos autores han reparado y que se sitúa cronológicamente muy poco antes del año 1000, en el momento en que la amenaza de Almanzor sumía en el desconcierto a la España cristiana y generaba intentos de desesperada reacción entre sus reyes. Uno de ellos, Bermudo II de León (984-999), procuró neutralizar la amenaza incrementando sus efectivos con milicias de fuera del reino, incluso de más allá de los Pirineos. Pues bien, el cronista nos dice que entre los participantes extrapeninsulares presentes en el ejército del rey leonés se pudo observar la presencia en cierta ocasión de unos monjes gascones que, respondiendo no tanto a la llamada de la gloria militar como al amor hacia sus hermanos cristianos, empuñaron las armas y murieron en el combate; más tarde una milagrosa aparición en su monasterio de procedencia certificaba el carácter de mártires santos que habían adquirido dadas las circunstancias de su muerte. No cabe mayor identificación entre uso de las armas y consagración religiosa. Estamos ante un temprano ejemplo, ciertamente aún anacrónico, de “monje-guerrero” que el espíritu cruzado tardará aún más de setenta años en “inventar”, pero que nos descubre ya cómo el divorcio entre protagonismo militar activo y edificante vida religiosa comienza claramente a superarse ante el nacimiento de una nueva espiritualidad que no excluye el uso de las armas.

El conocimiento y la generalización del culto a santos guerreros fue un medio efectivo, sin duda el más contundente, para afianzar esa nueva espiritualidad. Pero cabe aludir a un segundo cauce, en realidad íntimamente ligado al anterior. Nos referimos a las ceremonias litúrgicas de bendición de armas y de los estandartes –vexilla– bajo los que eran desplegadas. El tema es más complejo de lo que parece a simple vista y se relaciona con el problema de la protección de las iglesias y monasterios en un contexto de clara desarticulación social y desorden público como es precisamente el del período del que ahora nos estamos ocupando, es decir, los más de 150 años que transcurren entre finales del siglo IX y mediados del XI. Lo que algunos han llamado la “anarquía feudal”, fruto del paulatino deterioro de las pocas instituciones públicas que sobrevivieron en Occidente a la desaparición del Imperio Carolingio, es un período de extraordinaria violencia en el que la depredación y obtención de botín se convierten en forma y medio de vida para quienes estaban en posesión de un mínimo equipo militar de caballero. La sociedad se vio, de este modo, sometida a la extorsión y la violencia por parte de esa militia mundi que, en ciertos medios eclesiásticos, llegaría a ser identificada como la militia diaboli. No hace falta decir que nos hallamos ante el reverso de los santos guerreros, aquellos que precisamente debían servir de modelo alternativo para el desarrollo de una militia Christi secular y, por consiguiente, desvinculada de la heroicidad contemplativa del monje y de la vida de sus claustros.

 

Pues bien, son dependencias monásticas, iglesias y los bienes que unas y otras atesoraban el objetivo prioritario de los violentos y su mundanizada caballería. Clérigos y monjes acudieron entonces a sus santos patronos para que les protegieran, unos santos que cada vez más coincidían con las advocaciones belicosas a las que hemos aludido un poco más arriba. Pero las intervenciones milagrosas de los santos no siempre se producían, y desde iglesias y monasterios surgió la idea de crear pequeños ejércitos con que proteger sus bienes y, naturalmente, a ellos mismos. Quienes ingresaban en estos grupos armados lo hacían, a su vez, bajo la protección del titular de la correspondiente iglesia, y sus armas, así como el estandarte que los identificaba, eran bendecidas de modo que su uso no solo se convertía en legítimo sino incluso en santo, porque santo era el fin que lo determinaba, el de la defensa de personas y bienes eclesiásticos. A cambio, estos milites ecclesiae recibían tierras y otras retribuciones temporales por parte de sus protegidos. Con cierta frecuencia esas “mesnadas sacralizadas” no eran sino los hombres dependientes de ciertos caballeros especialmente destacados cuyos señoríos se hallaban ubicados en las cercanías de la institución que debían proteger. Se trataba de los advocati, una especie de representantes judiciales de los intereses de la institución protegida a la que, naturalmente, defendían con el uso de las armas. Estos advocati, cuando ellos mismos no acababan convirtiéndose en los primeros extorsionadores de los bienes que debían preservar, se erigían en auténticos milites Christi de reconocida ejemplaridad.

A través de esta vía, la del loable oficio de quienes defendían con las armas bendecidas los santuarios de Dios, la sociedad empezó a acostumbrarse a no ver en cualquier acción militar un hecho cuanto menos impuro que exigía compensación satisfactoria: aplicar la violencia a la causa justa de Dios podía ser un ejercicio de santificación.

De entre todas las iglesias de Occidente, sin duda era la de Roma la que encerraba mayores riquezas y por tanto la más codiciada para los depredadores. También ella quiso organizar su propia militia bajo la advocación y el estandarte de san Pedro. En realidad, desde mediados del siglo X, Roma poseía ya un advocatus en la persona del titular del Sacro Imperio Romano Germánico, pero no siempre la armonía presidía las relaciones entre ambas entidades y más aun cuando, conforme avanza el siglo XI, las ansias reformistas del pontificado se empiezan a mostrar incompatibles con el intervencionismo cesaropapista de los emperadores. Por ello, los papas, sin prescindir mientras pudieron hacerlo de tropas germánicas, procuraron ir organizando su propio ejército, al que acudían voluntarios pero también, y sobre todo, mercenarios. Con una tropa de estas características el papa León IX intentó en 1053 neutralizar la amenazadora anarquía en que se había convertido la presencia normanda en el sur de Italia. La campaña, dirigida por el propio pontífice, fue un fracaso y los milites sancti Petri fueron literalmente barridos junto a Cività-al-Mare y el papa “retenido” durante nueve meses en sus posesiones de Benevento. Los cronistas no tardarían en designar a las víctimas de la derrota como milites Christi inmolados en el martirio de una causa justa y santa.

Monopolio eclesiástico de la violencia legítima

La Iglesia, además de arbitrar medidas concretas que, en determinados supuestos, permitiesen convertir la guerra en un loable ejercicio de santificación, estuvo profundamente interesada en evitar la violencia que consideraba ilegítima, y para ello procuró dosificar, en la medida de lo posible, una actividad que, desde luego en los siglos X y XI, era imposible de erradicar por completo. En efecto, en el ambiente de anarquía que hemos descrito un poco más arriba, y que de modo particular afectaba a extensas áreas de la Francia meridional y Cataluña, surge el llamado movimiento de la Paz de Dios. Obispos de estas regiones, normalmente conectados con las tendencias renovadoras del monacato cluniacense, son sus protagonistas. Entre 990 y 1020 convocaron y presidieron concilios provinciales constituidos en auténticas asambleas de paz en las que se exigía de nobles armados y caballeros que respetasen las personas y bienes de las iglesias y que se abstuvieran de cualquier extorsión contra campesinos o pacíficos comerciantes. La violencia de los señores de la guerra era moralmente inaceptable y debía ser castigada no solo con las penas espirituales del anatema sino también con una legítima defensa que, en ocasiones, adoptó la inquietante forma de tumultuosas acciones de campesinos armados y dirigidos por clérigos y monjes comprometidos con el movimiento de la Paz de Dios. Algunos denunciaron a la Iglesia como responsable moral de iniciativas subversivas que harían peligrar la paz social tanto o más que la violencia señorial. Pero lo cierto es que la Iglesia estaba decidida a imponer, de un modo u otro, su propio criterio a la hora de valorar tipos de violencia y de impedir todo aquel brote que no contara con su bendición. Por ello, entre 1037 y 1041, y a través de sendos concilios celebrados en Arlés, los responsables del movimiento de la paz de Dios dieron con otra fórmula aun más drástica: ningún caballero podría practicar la violencia de su oficio entre la tarde del miércoles y la madrugada del lunes. Es lo que se conoce como tregua de Dios, un período que se correspondía con los días de la semana especialmente vinculados a las prácticas devocionales de la fe cristiana y que, bajo ningún concepto, podía verse turbado por la insensata violencia de la militia mundi.

Es evidente que las instituciones eclesiásticas de paz y tregua no fueron siempre respetadas, pero es cierto, sin embargo, que ayudaron a generar un clima social que demandaba como deseable el nuevo orden que la Iglesia se esforzaba en imponer. Fijémonos solo en un ejemplo cercano: entre 1064 y 1068 son los propios condes de Barcelona, Ramón Berenguer I y Almodis, los que convocan y presiden en Barcelona y Gerona sendas asambleas de paz en que adoptan forma jurídica algunos de estos planteamientos eclesiásticos; es más, en opinión de Pierre Bonassie, el hecho de que los acuerdos de entonces fueran más adelante agregados al corpus jurídico de los Usatges de Barcelona muestra a las claras que recibieron la consideración de auténticas “leyes de la tierra”.

¿Qué perseguía realmente la Iglesia con todo ello? Evidentemente hay un deseo sincero de garantizar el orden social y la paz pública: todos sufrían los efectos de su ruptura, aunque de modo especial los más desfavorecidos y, por supuesto también, los propios establecimientos religiosos. Hay asimismo una firme voluntad de hacer del discernimiento de los distintos tipos de violencia un monopolio eclesiástico, de inestimable valor a la hora de imponer un controlado programa de sacralización en el uso de las armas. Y hay también, y quizá de manera especial, toda una pedagogía de la conversión que, privando al caballero de su mundanizado oficio, lo llegara a transformar en válido instrumento de la Iglesia. En efecto, no se insistirá bastante en que el “movimieto de la paz y tregua de Dios” constituye una suerte de redentora purificación penitencial: privándoles del uso de la violencia, los caballeros se veían impedidos de practicar algo que no solo les proporcionaba placer sino que, en cierto modo, era su cauce de subsistencia; la abstención de hacer la guerra se sitúa en el plano de la penitencia colectiva que alejando el pecado permite atisbar la imposición de un orden justo, pero es también el procedimiento que, mediante el ahorro de energía bélica, posibilitaría su ulterior canalización hacia los propios objetivos de la Iglesia. Estamos en la antesala –una más– de la cruzada. No conviene olvidar que la asamblea de Clermont de 1095 en que Urbano II predicaría la primera de ellas no fue más que un concilio reformador cuyo primer capítulo fue consagrado a la ratificación formal de la tregua de Dios.

GUERRAS SANTAS PONTIFICIAS

Como hemos visto, la guerra santa no fue ajena al ideario del cristianismo en su primer milenio de existencia, incluso, y sobre todo a partir del siglo X, arbitrará las justificaciones necesarias para hacer de ella un adecuado medio de salvación personal. Sin embargo, con anterioridad al siglo XI, no son muy abundantes las ocasiones en que encontramos al frente de concretas manifestaciones de guerra santa a la jerarquía eclesiástica, y menos todavía al papa de Roma. Sin duda había obispos que colaboraban en ellas, y lo hicieron muy activamente, pero con frecuencia sosteniendo acciones cuyo liderazgo último correspondía a los poderes seculares. También es verdad que algunos papas de la segunda mitad del siglo IX, en torno al impulso centralizador del gran pontificado de Nicolás I (858-867), hicieron llamamientos en defensa de una Roma que se adivinaba ya como concreción sintetizadora de la cristiandad; estamos, ciertamente, ante una excepción, y, pese a todo, esos llamamientos meramente defensivos se dirigían sobre todo a las autoridades carolingias responsables últimas de la defensa del Patrimonium Petri.

Y es que eran los poderes seculares, y no los eclesiásticos, los que por regla general venían asumiendo el liderazgo de la guerra santa y sus diversas manifestaciones, todas ellas, hasta por lo menos el siglo XI, cinceladas en modelos de guerra religiosa no totalmente clericalizados. Es decir, no es la Iglesia la que impone las pautas para su convocatoria y desarrollo, sino que son los poderes civiles los que se encargan de hacerlo. Éstos se hallan envueltos en un aura sacral que los legitima para el ejercicio del poder y para desarrollar su labor protectora sobre la Iglesia. Ésta se encuentra sometida a ellos, asumiendo un papel subsidiario que la convierte en mera entidad sancionadora de las iniciativas regias y que, ante todo, pone de manifiesto su extraordinaria debilidad.

La situación cambia de manera radical a partir del siglo XI. Es el momento de la reforma gregoriana, cuando la Iglesia consigue emanciparse del poder secular creando un modelo propio de sociedad a cuyo frente se sitúa el pontificado romano. Es un modelo lógicamente clericalizado en el que la fuente última de autoridad corresponde al papa. “Sólo él puede usar las insignias imperiales”, según reza el Dictatus Papae de 1075, y por consiguiente solo él puede convocar y dirigir la guerra santa. Ésta, expresión de su poder y materialización de su renovado programa expansivo, es arrebatada a reyes y emperadores y esencialmente eclesializada. Por eso, cuando en 1074 el papa Gregorio VII decide intervenir a favor del Imperio Bizantino, seriamente amenazado por los turcos, y lo quiere hacer poniéndose personalmente al frente de un ejército de 50.000 hombres, se dirige al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Enrique IV, para que, en su ausencia, se encargue de la defensa de la Iglesia occidental. Se han invertido totalmente los términos.

Desarrollo de la doctrina de la retribución

Esta eclesialización de la guerra santa la aparta de la espontaneidad con que se había manifestado hasta entonces y la comienza a perfeccionar mediante su formalización canónica. A ella aludiremos un poco más adelante. Baste recordar ahora que comienzan a recogerse elementos hasta entonces solo parcial o esporádicamente presentes en las anteriores guerras santas, entre ellos, el más importante el de su carácter retributivo y salvífico: a quien participe en ella, respondiendo de este modo al llamamiento papal, y tenga la suerte de sobrevivir, se le concede la indulgencia, es decir la remisión de todos sus pecados –o mejor dicho, de las penas temporales por la comisión de sus pecados–, pero si muere, se le garantiza la inmediata entrada en la vida eterna, reservada a mártires y santos.

En realidad la compleja doctrina sobre las indulgencias no empezará a tomar forma jurídica hasta fechas tardías –no antes de mediados del siglo XII–, pero el carácter retributivo de la guerra santa no es ciertamente una novedad. Lo hallamos, aunque de manera incompleta y solo embrionariamente apuntado, en tardíos textos bíblicos de influjo helenístico como el Segundo Libro de los Macabeos (2 Mac 12,45), y de forma mucho más explícita y acabada en el libro sagrado de los musulmanes: “Borraré las malas acciones de quienes emigraron y fueron expulsados de sus hogares, de quienes padecieron por causa mía, de quienes combatieron y fueron muertos, y, a título de recompensa de Dios, les introduciré en jardines por donde corren arroyos” (Corán 3,195). El Imperio Bizantino tampoco desconocía la doctrina de la retribución martirial como consecuencia de la guerra, aunque su iglesia fue reacia a consagrarla cuando así lo solicitó el emperador Nicéforo Focas (963-969), empeñado como estaba en la reconquista de los Santos Lugares que ocupaban los musulmanes. Por lo demás, poco antes, y si hemos de creer al obispo Thietmar de Merseburgo, cuya crónica data de los primeros años del siglo XI, el rey alemán Otón I habría prometido recompensas celestiales a los caballeros que murieran en la batalla de Lechfeld de 955.

 

El problema es saber cuándo la Iglesia romana asumió en plenitud la doctrina de la retribución porque, en buena medida, la guerra santa pontificia habrá de descansar sobre ella. Y no es fácil determinarlo. El antecedente del papa Juan VIII que ya conocemos es digno de consideración, pero conviene también tener presentes las matizaciones a las que en su momento aludíamos. No parece digno de crédito, en cambio, el llamamiento que en 1010 habría hecho el papa Sergio IV (1009-1012) para vengar el ultraje cometido poco antes por el califa fatimí al-Hakam contra el Santo Sepulcro, un llamamiento que habría incluido la concesión de indulgencia para quienes murieran en la loable empresa de su recuperación. La mayor parte de los especialistas atribuye la presunta iniciativa papal a una tardía elaboración contemporánea a la convocatoria de la primera cruzada, es decir, no anterior a 1095.

Sin embargo, sí son anteriores a esa fecha otros episodios que no pueden ser vinculados con la figura del obispo de Roma. Pensemos en el que nos narra Raúl Glaber a propósito de unos monjes guerreros muertos como mártires en España, y al que ya hemos aludido; también es previo el que, antes de 1020, recoge el cronista Bernado de Angers en relación con un prior de Conques que consideraba aun más digna de recompensa martirial la muerte en defensa de su monasterio frente a los depredadores que la que pudiera producirse en combate con los infieles. Más interés tiene para nosotros un conocido y temprano texto literario que recoge con mayor fidelidad que muchos otros la doctrina de la retribución. Nos referimos a la Chanson de Roland. Su autor muy posiblemente es un clérigo de origen normando, Turoldo de Fécamp, un hombre vinculado a Guillermo el Conquistador, que combatió junto a él en la batalla de Hastings de 1066 y se estableció definitivamente en Inglaterra tras la conquista; allí probablemente escribió la Chanson siendo ya titular de la abadía-fortaleza de Peterborough después de 1070. Pues bien, en dicha obra Turoldo pone en boca del belicoso arzobispo Turpín, el fiel colaborador del emperador Carlos y proyección de la propia personalidad del autor, una soflama cruzadista que no tiene desperdicio:

“Señores barones, Carlos nos ha dejado aquí, debemos morir por nuestro señor. ¡Ayudad a mantener la cristiandad!; sabed que habrá una batalla, pues teneis a los sarracenos ante vuestros ojos. Proclamad vuestros pecados, pedid perdón a Dios. Os daré la absolución para salvar vuestras almas. Si morís, sereís santos mártires y tendréis un sitio en lo más alto del paraíso”.

Los franceses desmontan y se ponen en tierra y el arzobispo les bendice [en nombre] de Dios; como penitencia les ordena atacar [vv. 1124-1138].

Estamos lejos ya, aunque desde luego no en el tiempo, de las imposiciones de penitencia por haber participado en una guerra por justa y santa que fuera. Para el clérigo normando autor de la Chanson está claro que la participación en la guerra santa era en sí penitencia purificadora. Ya se había pronunciado con anterioridad el papado cuando Alejandro II en 1064 promulgó indulgencia para los participantes de la cruzada que, en España, devolvería Barbastro por poco tiempo al poder de los cristianos. Así ocurriría también cuando el papa Víctor III (1086-1087) decidiese perdonar sus pecados a cuantos italianos acudieran bajo el vexillum sancti Petri a combatir a los sarracenos en Tunicia. De modo no muy distinto a como lo hicieron el novelado arzobispo Turpín o los papas Alejandro II y Víctor III, harán expresarse a Urbano II los cronistas que a principios del siglo XII ponen en su boca el discurso de convocatoria de la primera cruzada, un discurso que, si no fue pronunciado en estos términos, bien lo podría haber sido:

“Quien sucumbiere en esa expedición por amor de Dios y de sus hermanos, no dude en modo alguno de que hallará perdón de sus pecados, y participará de la vida eterna, gracias a la clementísima misericordia de nuestro Dios”.

Se puede afirmar, por tanto, que, aunque desde luego no por primera vez, es con motivo de la primera cruzada cuando el pontificado asume plena y definitivamente la doctrina de la retribución, una doctrina que supone legitimación potenciadora de las guerras santas convocadas o animadas por él. Ahora bien, no pensemos que se halla claramente explicitada en todas ellas. Y aunque no sea éste el criterio que nos permite hacer una distinción entre unas y otras, conviene advertir que la guerra santa pontificia adoptó dos modelos distintos de presentación, ambos formulados consecutivamente en la segunda mitad del siglo XI. El primero fue el de la reconquista cristiana y el segundo el de la cruzada propiamente dicha; como en seguida veremos, será en esta última donde las connotaciones específicas de la guerra santa pontificia llegarán a su más explícita manifestación.

Reconquista cristiana: características y modalidades

La reconquista pontificia, como forma de guerra santa, fue una realidad concebida por el papa Alejandro II (1061-1073) y puesta en práctica fundamentalmente por él y por sus sucesores Gregorio VII (1073-1085) y, en menor medida, Víctor III (1086-1087). Sus características esenciales son básicamente tres:

Se trata, en primer lugar, de una guerra promovida por el papa, en cuanto obispo de Roma y responsable del Patrimonium Petri, para la restauración de la soberanía pontificia sobre todos los dominios que le habían sido arrebatados en Occidente o en los que se desoía la voz de su autoridad. El origen último de esa soberanía hay que situarlo en la Donación de Constantino, en virtud de la cual el papa accedía, por presunta cesión del primer emperador cristiano, a la titularidad del imperio y al directo control de sus provincias occidentales. Éstas se hallaban parceladas en reinos cuyos titulares debían vasallaje, por este motivo, a la sede de san Pedro. Aunque la Donación de Constantino era un documento espurio elaborado en medios curiales en torno al año 800, su falsedad no fue demostrada hasta el siglo XV, por lo que en el momento que analizamos tenía plena vigencia.

Estamos, en segundo lugar, ante una guerra dirigida contra los infieles que hayan podido ocupar estos territorios supuestamente pontificios, y también contra aquellos cristianos que no reconozcan la soberanía papal o la autoridad del obispo de Roma. En cualquier caso, se trata de operaciones parciales, no concebidas como defensa del conjunto de la cristiandad.

Finalmente, en tercer lugar, hablamos de movilizaciones realizadas a base de convocatorias dirigidas a los milites sancti Petri, es decir, a aquellos que se encuentran formalmente ligados al papa mediante lazos de vasallaje o expresos compromisos de dependencia. La guerra así entendida tiene, por tanto, connotaciones claramente feudales.