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Un Rastro de Muerte: Un Misterio Keri Locke – Libro #1

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From the series: Un Misterio Keri Locke #1
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CAPÍTULO QUINCE

Martes

De madrugada

Cuando Keri ingresó a la habitación de concreto sin ventanas en las Twin Towers, miró al hombre que había sido sacado de su celda y traído hasta allí a media noche. Estaba sentado así que ella no podía apreciar su estatura, pero parecía estar a  principios de la cincuentena. Aun así, ella estaba más que feliz de que tuviera las muñecas esposadas a la silla de acero. Incluso vestido con las holgadas ropas de prisión, el Fantasma proyectaba una fuerza calmada y potente.

Cada parte visible de su lado derecho estaba cubierto con tatuajes, desde la punta de los dedos hasta el cuello y el lóbulo de su oreja. En el lado izquierdo no tenía ninguno. Llevaba su espeso cabello negro cuidadosamente peinado con una raya. Sus ojos oscuros brillaban por la curiosidad. La esperaba pacientemente, sin decir palabra.

Keri se sentó en el asiento de la banca fija al otro lado de la mesa e hizo lo que pudo para ocultar su ansiedad. Sopesó cómo proceder antes de decidirse a empezar con más miel que vinagre.

–Buenos días —dijo ella—. Siento haberle sacado de su cama a estas horas, pero esperaba que pudiera ayudarme. Soy la detective Keri Locke de Personas Desaparecidas, Departamento de Policía de Los Ángeles.

–¿Qué puedo hacer por usted, detective? —ronroneó, como si hubiera estado despierto, esperándola todo ese tiempo.

–Usted raptó a una niña coreana para una pareja de Seattle —dijo ella—. Era un trabajo por contrato.

–Por eso me encerraron —dijo él fríamente.

Keri se inclinó hacia delante.

–Lo que quiero saber es cómo le encontró esa gente.

–Pregúnteles.

Keri insistió, diciendo:

–Lo que quiero decir es, los tenemos a ellos, unas personas aparentemente acomodadas, pero que de alguna manera pudieron encontrarle. ¿Cómo se hace la conexión?

–¿Por qué lo pregunta?

Keri debatió consigo misma lo directa que debía ser con este sujeto. Tenía la sensación de que si jugaba el típico juego del gato y el ratón, él se encerraría en sí mismo. Y ella no tenía tiempo para eso.

–Estoy trabajando en un caso. Una quinceañera fue secuestrada ayer después de la escuela. Cada segundo cuenta. Hay una posibilidad de que el hombre que lo hizo fuese contratado, al igual que usted lo fue. ¿Cómo habría sido él contratado? ¿Cómo lo encontraron?

El Fantasma pensó por un momento.

–¿Puedo pedir una taza de té verde? Lo encuentro muy relajante.

–¿Leche o azúcar? —preguntó Keri.

–Nada —contestó él, reclinándose todo lo que se lo permitían las esposas.

Keri hizo un gesto al guardia, que musitó algo ininteligible en su transmisor.

–Me esta pidiendo que revele un secreto, detective Locke. Eso es algo muy grande en un lugar como este. Si se sabe, podría estar en riesgo.

–De alguna manera, creo que usted sabe cómo defenderse.

–Aunque así sea, necesito alguna seguridad de que mi ayuda será correspondida por usted.

–Sr. Anderson, si su información es útil en el caso, voy a escribir una bonita y extensa carta a la comisión de libertad bajo palabra a favor suyo, explicando lo cooperativo que fue conmigo esta noche. Por lo que sé, ahora mismo, no tendrá una audiencia hasta dentro de cuatro años. ¿Es eso correcto?

–Ha estado investigando —observó él, con los ojos destellando de deleite.

–¿Por qué creo que no soy la única? —dijo ella. Trajeron el té en una triste tacita blanca de Styrofoam. Mientras él lo sorbía, Keri no pudo contener la pregunta que la había estado recomiendo.

–Usted parece un hombre astuto, Sr. Anderson. ¿Cómo es que fue capturado con tantas pruebas, que incluso con sus poderes de persuasión, terminó condenado?

El Fantasma paladeó con placer su bebida antes de responder. Algo en la manera de comportarse hizo que Keri se preguntase sobre los orígenes de este sujeto. Estaba tan concentrada en la tarea que tenía entre manos, que no se le había ocurrido ver más allá del expediente. Pero él no tenía el aspecto de ningún criminal que hubiese conocido antes. Tomó nota mental para revisarlo cuando el tiempo se lo permitiera.

–Eso es sospechoso, ¿verdad? ¿Cómo puede tener la certeza, detective, de que las cosas no se desarrollaron exactamente como yo las había anticipado? ¿O de que yo no estoy exactamente donde quiero estar ahora mismo?

–Eso parece que venga de un sujeto que está tratando de cubrir un plan que se fue a pique.

–Lo parece, ¿verdad que sí? —dijo él, sonriendo y mostrando una dentadura perfectamente blanca.

–Entonces ¿nos ponemos manos a la obra? —dijo Keri metiéndole prisa.

–Una última cosa antes de que empecemos. Si yo la ayudo y usted no cumple su parte del trato, ese sería el tipo de cosa que un hombre como yo recordaría por largo tiempo. Es el tipo de cosa que podría mantenerme despierto por la noche.

–Espero que no me esté amenazando, Sr. Anderson —dijo ella con más seguridad de la que sentía.

–Por supuesto que no. Solo estoy diciendo que eso me entristecería.

–He tomado nota. Tiene mi palabra —dijo Keri de manera enfática—, pero estoy trabajando contrarreloj y ya es hora de que usted sea de ayuda.

–Muy bien. ¿Cómo se hacen las conexiones? Algunas veces es tan simple como Craiglist o las ediciones en línea de los semanarios locales. Pero principalmente es a través de la red oscura. ¿La conoce, supongo?

Keri asintió. La red oscura era un mercado clandestino en línea donde compradores y vendedores de distintas ramas criminales podían encontrarse. Anderson continuó:

–Si la gente sabe lo que hace, estas transacciones son casi imposibles de rastrear. Cada pulsación de tecla es encriptada con la última tecnología. Una vez que estás en la comunidad, puedes comunicarte libremente. Uno puede ser tan directo como para decir: «Necesito que mi tío desaparezca, Glendale, en dos semanas». Sin una clave de encriptación, nadie puede identificarte, incluyendo la gente que responda a tu publicación. Ese anonimato funciona en ambas vías. Una vez que alguien se interesa, las comunicaciones adicionales en el mundo real se hacen por medio de correos electrónicos anónimos o móviles prepago, usando un código preestablecido.

Keri no estaba impresionada.

–Ya sé bastante sobre eso —dijo ella—. Lo que necesito de usted son cosas específicas: los nombres de colegas que podrían hacer un trabajo como el que estoy investigando. Necesito una pista.

–No puedo ofrecerle nombres de pila, detective Locke. Esto no funciona así. Todos tienen un apodo como el mío.

–¿El Fantasma?

–Sí. Puede parecer tonto pero nos referimos los unos a los otros de esa manera. Nuestros nombres propios solo salen a relucir si nos pillan.

–Entonces, ¿cómo es que un cliente potencial se conecta con alguno de ustedes?

–De mucho de eso se encargan los abogados defensores —dijo él—. Terminan defendiendo a la gente a la que pillan. Sus clientes les dicen quiénes están en el juego, esas comunicaciones están protegidas por el privilegio abogado-cliente. Los abogados hablan con otros abogados, obviamente para ayudarlos en sus casos, así que el privilegio se mantiene y los nombres se divulgan. Mientras hablamos, hay abogados por toda California que podrían nombrar a un montón de personas disponibles para un contrato de secuestro o asesinato. Por supuesto, todo es confidencial.

Tenía sentido desde un punto de vista logístico, pero parecía demasiado estrambótico para ser cierto.

–No, si ellos establecen las conexiones —dijo Keri—. Entonces ellos también son criminales y la confidencialidad desaparece.

El hombre se encogió de hombros.

–¿Cómo podría usted enterarse?

–¿Su abogado hace tratos?

El hombre sonrió.

–Contestar esa pregunta iría contra mis intereses. Lo único que puedo decir es que mi abogado está bien conectado, como cualquier abogado que se respete debe serlo.

«Este tío es una buena pieza».

–Deme algunos apodos, Sr. Anderson.

–No se puede.

Las palabras eran claras pero había algo de vacilación en ellas. Claramente estaba pensando en esa carta para obtener la libertad bajo palabra.

–Vale, olvídese de los nombres. ¿Conoce a un sujeto que trabajó en eso hace cinco años? Conducía una furgoneta negra, rubio, con un tatuaje en el lado izquierdo del cuello.

–Esa descripción física coincide con la mitad de los tipos en este lugar. Yo mismo tengo una afinidad con el arte corporal —dijo, inclinándose para que ella pudiera ver mejor el tatuaje de su propio cuello.

–¿Qué hay de la furgoneta?

–Eso lo reduce un poco. No hay forma de estar seguro, pero el hombre que describió podría ser alguien al que llaman el Coleccionista. No conozco su nombre verdadero y, sinceramente, no quiero saberlo. Nunca me he encontrado personalmente con él ni lo he visto para ese tipo de asuntos.

–¿Qué sabe de él?

–Dicen que se le puede contratar como asesino. Sin embargo, ese no es su principal negocio. Su trabajo principal es el secuestro y venta de personas, por lo general, niños.

«Para la venta».

Keri sintió que un frío bajaba por su columna al escuchar esas palabras. ¿Robaron a Evie solo para venderla al mejor postor? De alguna extraña forma, era casi consolador. Al menos entonces había la posibilidad de que alguien en verdad quisiera que ella fuese parte de su familia, como esa niña coreana en Seattle. Pero si había sido raptada al azar y puesta en venta, nadie podría decir quién la había comprado, y por qué razón.

Keri se obligó a concentrarse y a salir del trance. ¿Cuánto tiempo había estado ausente? ¿Dos segundos? ¿Veinte? Miró a Anderson, que sonreía pacientemente. ¿Había notado algo? El guardia estaba distraído, leyendo un mensaje en su teléfono.

Intentó recuperar la concentración.

–¿Cómo me pongo en contacto con él, con este Coleccionista?

 

–No se entra en contacto.

–¿Cómo averiguo sus próximas transacciones?

–Alguien como usted no puede.

–¿Dónde opera? ¿En qué ciudad?

–No sabría decir. Sé que le han atribuido trabajos en California, Arizona y Nevada. Estoy seguro de que hay más.

–¿Cuál es el nombre de su abogado, el que le defendió en el juicio?

–Está en el archivo del tribunal.

–Sé que está en el archivo del tribunal. Ahórreme tiempo. Le ayudará con su carta de recomendación.

Anderson vaciló un instante. A Keri le recordaba un jugador de ajedrez que ha previsto los siguientes diez movimientos.

–Jackson Cave —dijo finalmente.

El nombre no era desconocido para Keri.

Jackson Cave era uno de los más famosos abogados defensores de la ciudad. Su empresa propia en el centro estaba ubicada cerca de la azotea de la Torre US Bank, próxima al centro de convenciones. Era una bonita ubicación pero también estaba, de manera muy práctica, a tan solo diez minutos en coche de esta penitenciaría.

Keri se levantó.

–Gracias por su tiempo, Sr. Anderson. Me pondré a escribir esa carta cuando tenga un descanso.

–Lo agradezco, detective.

–Disfrute el resto de la noche —dijo ella al dirigirse a la puerta.

–Lo intentaré —replicó él, luego añadió antes de que ella se fuera—: Una cosa más.

–¿Sí?

–Le pediría que no contacte al Sr. Cave pero sé que sería inútil. Estoy seguro de que lo hará. Sin embargo, le pediría que deje mi nombre fuera de esto. Tengo buena memoria para los pequeños descuidos, pero la de él me supera.

–Buenas noches —dijo ella, sin comprometerse a nada. Mientras caminaba por el pasillo, aunque los separaba una pared, Keri podía jurar que el Fantasma tenía la mirada fijada en ella.

*

De regreso al coche, mientras se dirigía hacia la estación, Keri trató de sacar de su mente la imagen de Thomas Anderson y pensar en lo que él había dicho.

«El Coleccionista. ¿Era ese el hombre que se había llevado a Evie? ¿Se había llevado a Ashley también?»

Introdujo el sobrenombre en el ordenador de su vehículo mientras esperaba que cambiara el semáforo. Aparecieron más de treinta casos, solo en California. ¿Era realmente responsable de tantos secuestros o eran detectives vagos que decidían usarlo como chivo expiatorio cuando no hallaban un autor para sus casos? Se dio cuenta de que en ninguna parte del sistema se registraba un nombre propio, una fotografía, o un arresto.

Estaba casi segura que había alguien que podía identificarlo, pero dudaba que fuera muy comunicativo. Su nombre era Jackson Cave. Keri quería desesperadamente conducir hasta la casa de él, llamar a la puerta y comenzar a interrogarlo. Pero sabía que no podía y que no haría ningún bien.

Cuando llegara hasta Jackson Cave, custodio de los secretos de los secuestradores de niños, ella quería llevar la ventaja en el juego. Pero ahora mismo, estaba exhausta y desorientada. Eso no solo no era bueno para una confrontación con Cave, tampoco era de ayuda para Ashley Penn.

Keri puso al máximo el aire acondicionado con la esperanza de que le despejaría la cabeza. Incluso siendo casi la una de la mañana, el termómetro marcaba los treinta y un grados afuera. ¿Cuándo cedería este calor?

Y si ella estaba sudando su blusa, Keri podía imaginar por lo que estaría pasando Ashley. ¿Estaba ella todavía en la parte trasera de una asfixiante furgoneta? ¿Atada en algún sitio, dentro de un armario? ¿Estaría siendo objeto de abusos en algún maloliente cuarto trasero?

Dondequiera que estuviera, era responsabilidad de Keri encontrarla. Habían pasado casi diez horas desde que ella había desaparecido. La experiencia le había enseñado que cada segundo desaparecida era un segundo más cerca de la muerte. Tenía que encontrar una nueva pista —o quizás una anterior. ¿Quién le había mentido desde que este caso empezó? ¿Quién había escondido más cosas?

Y entonces lo supo. Había alguien. No volvería directa a comisaría. Keri haría primero una parada técnica.

CAPÍTULO DIECISÉIS

Martes

De madrugada

El sudor resbalaba por el rostro de Ashley mientras recorría las paredes con un pánico controlado. Dentro de este tubo de metal estaría a tres grados más de calor que allá afuera.

Levantó la vista. Metro o metro y medio por encima de su cabeza, en el tope del silo, había una gran escotilla de metal, uno por dos metros, cerrada. Las bisagras estaban hacia afuera. Se dio cuenta de que a ella la habían traído hasta allí a través de la escotilla. Eso significaba que debía haber algún tipo de escalera fija, que subía por un lado del silo hasta esa puerta. Si ella podía alcanzarla, entonces habría una vía por donde bajar hasta el suelo.

Saltó y apenas pudo rozarla con la punta de los dedos.

Subió al contenedor de plástico y la alcanzó, pero el contenedor cedió con su peso.

Se levantó de nuevo, frustrada. Lo que necesitaba era un palo largo. Quizás se abriría si aplicaba algo de presión sobre él.

Aunque, pensándolo bien, quizás tenía un candado por fuera.

Un palo largo…

Miró a su alrededor. Los tablones de madera del suelo podrían ser lo suficientemente largos si ella lograba soltar alguno.

¿Cómo?

Estaban atornillados.

No había nada en el cubo de comida que pudiera usarse como destornillador.

Entonces lo vio: las latas de sopa tenían anillas de apertura. Saco la tapa de una, apartó la sopa y dobló para atrás y para adelante la anilla hasta que se desprendió de la lata.

Observó que todos los tornillos estaban hundidos como medio centímetro, no demasiado adentro como para que la anilla no pudiera alcanzar la cabeza del tornillo.

Se le ocurrió una idea. Después de comerse la sopa (¿por qué dejar que se perdiera?) raspó la madera de alrededor del tornillo con el borde de la lata. El trabajo era arduo pero al final logró que la cabeza del tornillo quedara lo suficientemente expuesta como para que le introducirle la anilla. Apretando todo lo que podía la anilla y presionando hacia abajo con fuerza, pudo hacer que el tornillo se moviera.

Llevó un largo tiempo, quince minutos al menos, para sacarlo por completo. Había diez tornillos en esa tabla.

El proyecto le tomaría dos horas y media si los músculos de la mano aguantaban, más si hacía descansos. En realidad, si dejaba los dos tornillos al final del tablón, podría levantarlo y sacarlo a la fuerza. Eso reduciría el tiempo a dos horas. La linterna debería durar ese tiempo.

Ella no iba a usar el marcador en las paredes.

«¡Ya estoy saliendo de este infierno!»

*

Ignorando el silencioso y sofocante aire del silo por lo que pareció una eternidad, Ashley lentamente sacó un tornillo tras otro. Se imaginaba abriendo a la fuerza la puerta del techo, saltando y agarrando el borde, impulsándose hacia arriba y hacia fuera, bajando después por la escalera, corriendo e adentrándose en la noche donde no podrían encontrarla.

El momento de la verdad había llegado.

Alzó el tablón y lo soltó de un tirón de los últimos tornillos, lo levantó hasta hacerlo descansar contra el borde de la escotilla y empujó.

No pasó nada.

Empujó todo lo que pudo; nada. Embistió con la plancha la escotilla con toda la fuerza que fue capaz de reunir. No se movió ni un centímetro. Estaba sólidamente asegurada desde fuera.

Ashley se desplomó en el suelo, agotada y abatida. Se acurrucó en posición fetal y cerró los ojos, lista para enfrentarse a cualquier cosa que el destino le deparara. Pero entonces un recuerdo surgió en su mente, de otro momento en el que se había sentido derrotada.

Surfeando en Hawái dos años atrás, una ola más grande que cualquiera que hubiera encontrado en el Sur de California la sorprendió. Con al menos seis metros de altura, la había lanzado contra un lecho de coral a cinco metros de profundidad. Su traje de surf se había enganchado en una afilada saliente del coral. No podía escapar.

Luchaba pero sabía que se estaba quedando sin aliento. Entonces vino una segunda ola, que la empujó más hacia el coral. Sintió entonces cómo este le cortaba la carne. Pero esta vez, cuando la ola pasó, descubrió que de alguna forma la había liberado del coral donde había quedado atrapada.

Con su último gramo de fuerza se impulsó hacia la superficie, sus ojos apuntaban al creciente punto de luz solar que cada vez se hacía más cercano. Su primera bocanada de aire al salir a la superficie quedó como el momento más poderoso de su vida. Fue mejor que cualquier droga que hubiese tomado, que cualquier sujeto con el que hubiese dormido. Era su verdadero norte.

Y si lo había hallado una vez, Ashley sabía que lo encontraría de nuevo.

Se incorporó.

Rebuscó y encontró la linterna, alumbrando la abertura donde había colocado el tablón. Bajo la plataforma de madera en la que estaba, había una especie de embudo gigantesco y oxidado. Las paredes inclinadas terminaban en un pico que mediría alrededor de medio metro de diámetro.

¿Podría su cuerpo pasar por allí? Estaría cerrado. Podría deslizarse. Podría quedar atorada y atrapada. Era difícil saberlo.

Parecía como si algo estuviera atorado en parte del caño, a más de un metro. ¿Qué era? ¿Telarañas? ¿Viejos puñados de grano podridos? No era un obstáculo sólido y sin duda tampoco formaba parte de la estructura. Se veía frágil, como si el peso de su cuerpo pudiera aplastarlo. Aun así, no podía estar segura y no podía ver más allá de él.

Dejó caer la lata de sopa vacía.

Repicó las paredes del tubo al chocar con el obstáculo, pasó por él y cayó al suelo. Tardó un rato en llegar al fondo. La caída fue larga.

El sudor corría por la cara de Ashley.

Si sacaba otro tablón, habría suficiente espacio para dejarse caer por el embudo. Era posible, quizá, que ella pasara por el embudo sin quedarse atascada y que luego cayera al suelo sin romperse la espalda y sin matarse, y que encontrase alguna puerta o abertura por donde poder escapar.

Igualmente era posible que ella quedara atascada en el tubo, atrapada sin remedio e incapaz de moverse. Su propio peso la haría deslizarse hasta quedar más atorada y su pecho quedaría constreñido. Entonces, podría asfixiarse o algo peor, quedarse al borde la asfixia sin morir del todo.

No podría darse muerte. Moriría de forma horrible, inmóvil.

Gritó a todo pulmón y golpeó el lado del silo con la tabla. Era demasiada su frustración.

–¡Ayúdenme! ¡Que alguien me ayude! ¡Yo no he hecho nada!

Introdujo la tabla en la boca y con ella fue capaz de alcanzar la obstrucción. Al mover la tabla hacia los lados y asomarse por el orificio, descubrió, con horror, lo que era.

Huesos.

Huesos cubiertos por años de polvo, telarañas y aire viciado. Alguien ya había intentado su idea de dejarse caer y había quedado atascado.

Ashley se arrastró lejos de esa vista hasta que la pared la detuvo. Ella no quería morir así. Era demasiado horrible.

Los ojos se le llenaron de lágrimas. No había salida, ni hacia arriba, ni hacia abajo. Estaba atrapada. El miedo se apoderó de ella de nuevo.

–¡Mami! —gritó— ¡Ayúdame!