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La de Bringas

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XXIII

Rosalía oyó esto desde la puerta. Desconcertada al pronto, no tardó en recobrar su serenidad, y dijo riendo:

–¿Pues no dice que llevo bata de seda?… Sí, para batas de seda estamos… Ahí tienes lo que te vale asomarte a la ventanita. Todo lo ves cambiado, todo lo ves equivocado; el tartán se te antoja seda, y este color pardo sucio te parece grosella…

–Pues yo juraría…

–No jures, hijito, que es pecado… ¡Batas de seda…!, qué más quisiera yo…

Y salió prontamente. En el Camón mudó la bata que tenía puesta por otra muy vieja, que era la que generalmente usaba…

–¿Estás aquí?—preguntó Bringas después de aguardar un rato, durante el cual hubo de dudar si su esposa estaba presente o no.

–Aquí estoy… sí—respondió Rosalía contestando apresurada—. El panadero… hoy no he tomado más que tres libras…

–Pues yo juraría… ¿Será que todo lo veo trastornado?

–¿Todavía estás con lo de la bata?…—dijo Rosalía acercándose a él y haciéndole caricias…

El ciego tocó la tela, estrujándola entre sus dedos.

«Lo que es al tacto, lana es, y muy señora lana».

Y después de otra pausa, durante la cual ella no dijo nada, Bringas, azuzado por su ingénita suspicacia, añadió:

–Como no te la mudaras en el ratito que estuviste fuera… Me pareció haber sentido ruido y frotamiento de tela…

–¡Jesús!… Oír es. Puede que sí. Está ahí la modista arreglando los vestidos de Milagros…

Paquito, que acababa de entrar de la calle, se sentó junto a su padre para contarle algunas anécdotas de las que corrían y leerle sueltos de periódico. Aquella tarde fue Milagros, que también había ido las anteriores, demostrando por la salud del Sr. D. Francisco un interés verdaderamente fraternal. Algunos ratitos le acompañaba; pero pronto se dirigían ella y su colega al aposento más lejano, que era la Furriela.

Nunca explicó claramente la marquesa a su amiga cómo había sido aquel feliz arreglo de la famosa apretura del día 14; pero ello debió de ser un préstamo a cortísimo plazo, por lo que se verá más adelante. Lo cierto es que la cena fue esplendidísima, y un célebre cronista de salones, con aquel estilo eunuco que les es peculiar, la ponderó y ensalzó hasta las nubes, usando frases entre españolas y francesas que no repito por temor a que, leyéndolas, sientan mis buenos lectores en su estómago efectos parecidos a los del tártaro emético. Cuando le leyeron a don Francisco la relación de la lucida fiesta, el buen señor no cesaba de repetir: «¡Quién sería el bobo, quién sería el bobo…!».

Los primeros días después del sarao, Milagros parecía muy satisfecha. Paulatinamente su contento amenguaba, y hacia el 20 podríais notar en ella súbitos ataques de tristeza. No pasó el 22 sin que a ratos revelara con hondos suspiros una aprensión muy grave. Por San Juan ya los ratos de tranquilidad eran los menos, y la marquesa anunció a su amiga, confidencias muy desagradables. Esta se asustaba oyendo tales augurios, y veía venir una nube más negra y tempestuosa que la pasada. Entre tanto, los cariños de Milagros eran tan extremados, que Rosalía no sabía cómo agradecerlos. A menudo hablaban de trajes y modas, aunque la de Bringas no tenía gusto para nada, mientras su esposo estuviese enfermo. Por fortuna, el médico anunciaba una curación pronta, y con este pronóstico feliz tomaba tales alientos la dama, que su espíritu empezó a reservar un hueco no pequeño para todo lo concerniente al orden de la indumentaria elegante. Los regalitos de Milagros en aquella ocasión triste le llegaban al alma. Y cuenta que no eran bicoca estos obsequios. Una tarde, al despedirse, le dijo: «¿Sabe usted que el sombrero Florián no me va bien? A usted le caería perfectamente. Se lo voy a mandar».

Y se lo mandó. Otro día hablaron de vestidos, con más calor. «El de pelo de cabra, que tengo a medio hacer no me gusta. Se lo enviaré mañana… Como usted ha de ir forzosamente a baños con su marido, puede usarlo allá… No, no me lo agradezca usted. Si no me sirve… También le traeré el fichú con cinta de terciopelo verde y un casquete de fieltro para que usted se lo arregle fácilmente. Para baños, delicioso. Le mandaré igualmente flores, plumas, aigrettes… Tengo seis cajones llenos de estas cosas… Hoy me llevó la modista la bata grosella… ¿Sabe usted que no me va muy bien? Ese color sólo sienta bien a las gruesas, a las caras frescas… ¿La quiere usted? Puede hacerle algunas variaciones, ensancharla un poquito, y le servirá… La tela es riquísima».

He aquí cómo entraron en la casa todas estas ricas prendas. Rosalía, como hemos dicho, no tenía gusto para nada, y las iba almacenando en el Camón. Alguna vez, cuando su espíritu estaba sosegado, por las buenas esperanzas que daba el médico, solía encerrarse en la citada pieza para probarse la bata, el vestido, el sombrero… Sin poder resistir la tentación, dispuso con Emilia varios arreglos, alargando unas cosas, reformando completamente otras. A veces, dejándose llevar de su apasionado afán, salía del Camón y daba dos o tres vueltas por la casa con todos aquellos arreos sobre su cuerpo. Para esto esperaba a que la criada y los niños estuviesen fuera y D. Francisco encerrado en Gasparini con Paquito. Más de una vez se mostró engalanada a la admiración de Cándida, solicitando del criterio de esta una aprobación o censura juiciosas. La viuda siempre se sentía tocada del furor del aplauso, y para que no lo diese con aspavientos ruidosos, Rosalía se llegaba a ella con el dedo en la boca, incitándola a reprimir toda manifestación de pasmo y sorpresa, no fuera que algún sutil oído percibiese lo que en la Saleta ocurría. Luego tornaba melancólica al recatado Camón, y allí se despojaba de aquellas galas, diciendo con pena: «No tengo gusto para nada, no está mi espíritu para estas bromas».

El 26 fue cuando la de Tellería, no pudiendo ya contener la ola de tristeza que se desbordaba en su afligido pecho, la vertió sobre el de su buena amiga, previo este exordio patético que nos ha conservado la historia:

«También le mandaré a usted el vestido de muselina con visos violeta… y todos mis encajes de Valenciennes, punto de Alenzon y guipure. ¿Para qué quiero nada ya? Las pocas joyas que me quedan tal vez sean algún día para usted… Yo estoy perdida; no tengo más remedio que esconderme, entrar en un convento, huir, o qué sé yo… Si pudiera entrar en un convento, sería lo mejor… Y si Dios me quisiera llevar, ¡qué servicio me haría!… Pero no sé lo que me digo… Se pasmará usted de verme tan aturdida, tan trastornada, que no parezco la misma… ¡Cuándo usted sepa…! Es que llueven sobre mí las calamidades, como si el Señor quisiera probarme. Dicen que así se hacen méritos para la otra vida, y tiene que ser, tiene que ser, porque si no, amiga mía, ¿qué cosa más triste que penar aquí y penar allá?… Yo nací con mala estrella… Hasta ahora, los conflictos en que me ha puesto mi mariducho han sido tales, que los he ido sorteando con maña… Dios sabe el mérito grande, ¿qué digo mérito?, el heroísmo de estos últimos años. ¡Qué sofocaciones para sostener la dignidad de la casa, para que a los hijos no les faltase nada!… ¡Y algunos días, qué afán horroroso para que los criados pudieran decir: «La sopa está en la mesa!…» ¡Cuánta humillación, cuánto padecer, y qué lucha, amiguita, qué lucha con acreedores, con gente ordinaria y con toda clase de pedigüeños!… Pero cuando se van acumulando las dificultades, cuando se prolonga mucho el sistema de abrir un hueco para tapar otro y prorrogar y aplazar, llega un día en que todo se va de través; es como un barco ya muy viejo y remendado que de repente se abre… ¡plum!… y…».

Al llegar a esto del barco averiado, el lenguaje de la pobre señora, más que lenguaje, era un sollozo continuo. Rosalía, casi tan apenada como ella, la incitó a que explicara el motivo de tanta desdicha, para ver si, conocido de una manera clara y concreta, era fácil buscarle remedio. Mas la marquesa no supo o no quiso exponer su conflicto en términos categóricos. Ello era cosa de reunir para fin de mes una cantidad no pequeña. Si no la tenía, veríase en el mayor y más grave compromiso de su vida, y quizás, o sin quizás, expuesta al vilipendio de ser llevada a los tribunales de justicia. Pero ¿qué era…? ¿Tal vez que un amigo se había comprometido por sacarla del difícil paso y ella había puesto su malhadada firma…? ¡La muy tonta!, ¿por qué no se cortó la mano antes…? Es verdad que si se hubiera cortado la manecita, no habría tenido cena en la mil veces malhadada noche del 14.

Rosalía, que sabía de lógica más que la marquesa, díjole que por qué no escribía a su administrador de Almendralejo para que le anticipase la renta del trimestre, aunque fuera con descuento. A lo que Milagros contestó entre suspiros que ya esta probable solución se había tanteado y no podía contar con la renta hasta el 15 de Julio… Eso sí, la renta era segura, y a la persona que le hiciera el anticipo, le pagaría puntualmente en dicha fecha.

–Pero ¿no puede usted aplazar…?

–Imposible, hija, imposible… Tan imposible como que vuelen los bueyes o que mi marido tenga sentido común.

–¿Y su hermana de usted, Tula…?

–Más absurdo aún…

Rosalía alzó los hombros. No veía salvación. Pero Milagros, que iba tras el quid de que su amiga la sacase de aquel profundo atolladero en que estaba, echole los brazos al cuello y con ahogada voz le deletreó en el oído estas palabras, más lacrimosas que el cenotafio en que D. Francisco había trabajado con tan mala fortuna: «Usted… usted, amiga del alma, puede salvarme…».

Dicho esto, le entró una congoja y una convulsioncilla de estas que las mujeres llaman ataque de nervios, por llamarlo de alguna manera, seguida de un espasmo de los que reciben el bonito nombre de síncope.

XXIV

Fue preciso traerle un vasito de agua, desabrocharle el corsé, y no sé qué más.

 

–Pero yo… ¿cómo…?—exclamaba Rosalía, mucho después, espantada—, ¿cómo puedo yo…?

–Pidiéndolo a D. Francisco. Le daré interés, el rédito que quiera y un pagaré en toda regla… Traerá la carta de mi administrador para que la vea. Dice que cuente con la renta para el 15. No es mi administrador como el de doña Cándida, un vano fantasma, sino un ser de carne y hueso. Bien se conoce eso en que sus anticipos son siempre al veinte por ciento.

Rosalía denegaba enérgicamente con la cabeza y con la voz… «Hija mía, usted se hace ilusiones. Mi marido no tiene un cuarto. Y si lo tuviera, no lo daría. Usted no le conoce…».

A esta razón terminante opuso la angustiada señora otras que denotaban su perspicacia y los infinitos recursos de su ingenio. Que D. Francisco tenía era un punto inconcuso, superior a todas las dudas. Sentado este principio, la cuestión quedaba reducida a ver cómo se vaciaba el misterioso tesoro en las necesitadas manos de Milagros. Si una esposa fiel tomaba a su cargo esta empresa, que no era un arco de iglesia, bien podía efectuarse la trasferencia sin contar con Bringas para nada. La fiel esposa no debía tener escrúpulos de conciencia por esta acción un tanto incorrecta y temeraria, porque la cantidad sería repuesta antes de que el buen señor se hallara en estado de advertir la falta.

–Pues qué, ¿cree usted que D. Francisco verá antes del día 15 de Julio?

Esta pregunta, hecha por Milagros en el calor de la improvisación, lastimó bastante a Rosalía.

–Yo espero que sí, y si así no fuera, como lo deseo tanto, quiero suponer que no tardará en recobrar la vista.

–Perdóneme usted, amiga querida, si soy poco delicada. A veces digo unos disparates… Usted no sabe lo que es una situación como esta en que yo me veo. Vive usted en la gloria y no comprende cómo nos retorcemos y nos achicharramos y aun blasfemamos los condenados en este infierno de Madrid… ¡Las cosas que a mí se me ocurren…! En un caso como este, no se asuste usted y créame lo que le digo… en un caso como este, me figuro que sería capaz hasta de apropiarme lo ajeno… se entiende con propósito de devolver. ¡Ay! Cuando entro en mi casa y veo al portero en su cuartito bajo, comiéndose unas sopas de ajo con la portera, ¡me da una envidia…! Quisiera mandarle a mi principal y quedarme yo en la portería, aunque tuviera que barrer el portal todas las mañanas, limpiar los metales y lavar la escalera de arriba abajo… Si es lo que digo, me vendría bien encerrarme en un convento y no acordarme más del mundo. Pero mis hijos, mis pobres hijos… ¿Qué sería de ellos entonces?… Cuando case a María, ¡quién sabe…!, puede ser, puede ser que me decida a buscar descanso en la vida religiosa… Por lo menos, renunciaré al mundo y haré vida recogida en mi propia casa; no tendré más vestido que un hábito del Carmen, y aquí paz… Por las mañanas mi misa, por las tardes visitar a alguna amiga, y por la noche a casa… Acostarme tempranito, que es lo más saludable y… ¡Ay, qué rica vida!…

Después que volvió a insinuar su pretensión, no obteniendo de Rosalía sino frías negativas, dijo súbitamente:

«A ver cómo nos arreglamos para ir juntas a baños. Yo siento mucho retrasarme, pero antes de principios de Agosto creo que no podrá ser. ¿No ha dicho el médico aún qué aguas va a tomar Bringas? Yo iré a donde usted vaya, pues para mis males lo mismo son unas aguas que obras… Todo está en zarandearse un poco y salir de este horno».

En esto del viajecito a baños era Rosalía más comunicativa que en el anterior tema. Bien deseaba veranear pero aún no había dicho el médico nada terminante. Bringas no quería ir por no hacer gastos; pero si el médico se lo mandaba, ¿cómo negarse a ello…? A la señora misma no le sentaría mal un poco de expansión y movimiento, pues estaba delicadita y algo desmejorada… De este palique de los baños pasaron a los vestidos, y tras las observaciones vinieron las probaturas… Rosalía se puso el de mozambique, ya casi concluido, y su amiga la felicitó tan calurosamente por el buen aire que con él tenía, que a poco más revienta de vanidad la hija de cien Pipaones.

«Si es usted elegantísima… si cuanto usted se pone resulta maravilloso. La verdad, no es porque sea usted mi amiga… A todo el mundo lo digo: si usted quisiera, no tendría rival. ¡Qué cuerpo!, ¡qué caída de hombros! Francamente, usted, siempre que se quiere vestir, oscurece cuanto se le pone al lado».

–Que a Rosalía se le caía la baba con esta adulación, no hay para qué decirlo. Era una estupidez que persona de tal mérito tuviera que esconder su buena ropa, ponérsela a hurtadillas e inventar mil mentiras para justificar el uso de diversas prendas que parecían ajustadas a su hermoso cuerpo por los mismos ángeles de la moda. Al quitarse aquellas galas delante de su amiga, pensaba en el tremendo problema de explicar al marido la adquisición de ellas, cuando no tuviera más remedio que lucirlas ante sus ojos o no lucirlas.

Milagros no se despidió sin repetir con amaneramiento compungido sus ahogos y el remedio que solicitaba. Por fin, Rosalía confortó su espíritu con un veremos, y el rostro de la Tellería iluminose con un chispazo de alegría.

«Mañana—dijo ya en la puerta—, le mandaré aquella blonda que le gustaba a usted tanto… No, no me lo agradezca… Yo soy la que tiene que agradecer, y si usted me saca del pantano… (Estampándole dos sonoros y sentimentales besos.) gratitud eterna… Adiós».

Por aquellos días volvió de Archena D. Manuel Pez, contento de lo bien que le habían sentado las aguas, con buen color, mejor apetito y ánimos para todo. Su primera visita fue para Bringas, de cuya enfermedad había tenido noticia en los baños, y le animó mucho y se brindó a acompañarle por mañana, tarde y noche, dedicándole todo el tiempo que sus quehaceres le dejaban libre. Cumplió esto al pie de la letra, y su presencia en la casa llegó a ser tan reglamentaria, que cuando no iba parecía que faltaba algo. A ratos entretenía al enfermo con los sucesos políticos, contándole mil chuscadas; pero tenía cuidado de no ponderar los peligros del Trono ni el mal curso que tomaban las cosas, pues mi D. Francisco, en cuanto oía hablar de la llamada revolución, se ponía tristísimo y daba unos suspiros que partían el alma. Cuando había otros acompañantes en Gasparini, o cuando se consideraba perjudicial la conversación muy prolongada, Pez se iba a la Saleta o a Embajadores, donde Rosalía, hallándole al paso, cambiaba algunas palabras con él. Notaba la dama en su amigo un mudo y ceremonioso respeto, y las galanterías con que la obsequiaba eran siempre caballerescas y de estilo un tanto rebuscado. Ella le correspondía con sentimientos de admiración, de una pureza intachable, porque Pez se agigantaba más cada día a sus ojos, como tipo del personaje oficial, del alto empleado, fastuoso y cortesano. En la mente de la Pipaón, ningún ideal de hombre podía ser completo sin estar bañado en la dorada atmósfera de una nómina. Si Pez no hubiera sido empleado, habría perdido mucho a sus ojos, acostumbrados a ver el mundo como si todo él fuera una oficina y no se conocieran otros medios de vivir que los del presupuesto. Luego aquel aire elegante, aquella levita negra cerrada, sin una mota, planchada, estirada, cual si hubiera nacido en la misma piel del sujeto; aquellos cuellos como el ampo de la nieve, altos, tiesos; aquel pantalón que parecía estrenado el mismo día; ¡aquellas manos de mujer cuidadas con esmero…!

XXV

¡Y aquel modo de peinarse tan sencillo y tan señor al mismo tiempo, aquel discreto uso de finos perfumes, aquella olorosa cartera de cuero de Rusia, aquellos modales finos y aquel hablar pomposo, diciendo las cosas de dos o tres maneras para que fueran mejor comprendidas…! Ni una sola vez, siempre que le decía algo, dejaba de emplear alguna frase de sentido ingenioso y un poco doble. Rosalía no las hubiera oído quizás con gusto si no le inspirara indulgencia la consideración de que las merecía muy bien y de que en cierto modo la sociedad tenía con ella deudas de homenaje, que hasta entonces no le habían sido pagadas en ninguna forma. Venía a ser Pez, en buena ley, el desagraviador de ella, el que en nombre de la sociedad le pagaba olvidados tributos.

Como apretaba bastante el calor, principalmente por la tarde, a causa de estar la casa al Poniente, la familia buscaba desahogo en la terraza. Una tarde, con permiso del médico, salió el mismo D. Francisco, apoyado en el brazo de Pez, y dio un par de vueltas; mas no le sentó bien, y se dejaron los paseos hasta que el enfermo se hallase en mejores condiciones. Pero por verso privado de aquel esparcimiento, no gustaba que los demás se privasen, y con frecuencia instaba a su mujer para que saliese a tomar el aire. «Hijita, no sé qué me da de verte encerrada en esta cazuela. Yo no siento el calor; pero tú que no cesas de andar de aquí para allí, estarás abrasada. Salte a la terraza». Las más de las veces negábase Rosalía. «No estoy yo para paseos… déjame». Pero algunas tardes salía. El señor de Pez la acompañaba. Un día que él salió primero, porque verdaderamente se ahogaba en el caldeado gabinete, la vio aparecer con su bata grosella, adornada de encajes, abanicándose. Estaba elegantísima, algo estrepitosa, como diría Milagros; pero muy bien, muy bien. Contar los piropos que le echó Pez sería convertir este libro en un largo madrigal. Sin saber cómo, dejose ir la dama al impulso de una espontaneidad violenta que en su espíritu bullía, y contó a su amigo el incidente de la bata, sorprendida por el esposo en un momento en que se alzó la venda… «¡Pobrecito!, no le gusta ver en mí cosas que le parecen de un lujo excesivo… y quizás tenga razón…». De aquí pasó la Pipaón a consideraciones generales. Para Bringas no había más que los cuatro trapos de siempre, bien apañaditos, y las metamorfosis de un mismo vestido hasta lo infinito… Por cierto que ella no sabía cómo arreglarse. De una parte la solicitaba la obediencia que debía a su marido, de otra el deseo de presentarse decentemente, con dignidad… ¡por decoro de él mismo! «Si se tratara de mí sola, me importaría poco. Pero es por él, por él… para que no digan por ahí que me visto de tarasca».

Todo esto lo aprobaba Pez con frase no ya decidida sino vehemente, y llegó a indignarse, increpando duramente a su amigo por mezquindad tan contraria a las exigencias sociales… «Ese hombre no conoce que su propia dignidad, que su propio decoro, que su propio interés… ¿Cómo ha de hacer carrera un hombre semejante, un hombre que así discurre, un hombre que de este modo procede?…». Rosalía se extendió aún más en el terreno de las confidencias, no callando las agonías que pasaba para ocultar a Bringas las pequeñas compras que se veía obligada a hacer… «A veces, no sabe usted lo que padezco; tengo que mentir, tengo que inventar historias…». Tan caballero era Pez y tan noble, que después de compadecer a su amiga con toda el alma, se brindó a prestarle su desinteresada ayuda si por las incalificables sordideces de Bringas se veía ella en cualquier situación difícil… «O hay amistad entre los dos, o no la hay; o hay franqueza, o no. Ello quedaría entre usted y yo… ¡Cómo consentir que usted… con tanto valer, tanto mérito, con una figura como hay pocas, deje de lucir…!».

Y siguió tal diluvio de elogios, que Rosalía se abanicaba más para atenuar el vivísimo calor que a su epidermis salía. Su bonita nariz de facetas se hinchaba, se hinchaba hasta reventar… «Voy a darle el refresco… son las siete»—dijo de súbito. También ella debía tomarlo, que bien lo necesitaba.

Con las seguridades que dio el médico al siguiente día, se pusieron todos muy contentos. Oyéronse de nuevo risas en la casa, y el paciente mismo, recobrando sus ánimos, despedía chispas de impaciencia y vivacidad. «La semana que entra—había dicho el doctor—, le quitaremos a usted el trapo. Eso va muy bien. Para la otra semana no tendrá usted sino ligeras alteraciones en la visión, y podrá salir a la calle con espejuelos oscuros. Absteniéndose durante el verano de todo trabajo en que se canse la vista, para el otoño volverá usted a su oficina y a las ocupaciones ordinarias, renunciando para siempre a jugar con pelos… Los trabajos mecánicos que afectan al sistema muscular le sentarán bien, como la carpintería, por ejemplo, la tornería, labores campestres… Pero nada de menudencias». Muy mal gesto puso Bringas cuando el médico agregó a esto la indicación de tomar las aguas de Cestona. Hubo aquello de «patraña; en otros tiempos nadie tomaba baños y moría menos gente» y lo de que «los baños son un pretexto para gastar dinero y lucir las señoras sus arrumacos…». A lo que el viejo Galeno contestó con una apología vehemente de la medicación hidropática… «Sea lo que quiera, hijito—declaró Rosalía, con más elocuencia en las ventanillas de la nariz que en los labios—; el médico lo manda y basta… ¿Que es patraña?… Eso no es cuenta tuya. En estos casos debe hacerse todo para que no quede el desconsuelo de no haberlo hecho si te pones peor… El clima de las provincias en verano te acabará de reponer. ¡Oh!, lo que es por mí, aquí me quedaría, pues el viajar, más es molestia que otra cosa; pero los niños (Acentuando la afirmación con enfáticos ademanes.) no pueden pasarse un año más sin los baños de mar».

 

A pesar de que lastimaba su espíritu aquella perspectiva de viaje, con las molestias consiguientes, el mucho gastar, el pedir billetes gratuitos y demás chinchorrerías, D. Francisco estaba tan contento que le rebozaba la alegría en los labios, y no podía estar callado ni un minuto. «En cuanto me ponga bien, voy a emprender un trabajo de carpintería. Te voy a hacer un armario para la ropa, tan bueno y tan famoso, que la gente pedirá papeleta para verlo, como la Historia Natural, y Caballerizas. El arrendatario de las cortas de Balsaín me da cuanta madera de pino me haga falta… En los sótanos de esta casa hay un depósito de caobas que se están pudriendo, y Su Majestad me permitirá sacar una piececita… El contratista del panteón de Infantes del Escorial me ha ofrecido todo el mármol que quiera. Te haré un armario de mármol… digo un panteón para la ropa… no, haré un magnífico lavabo y una consola… Y a Candidita le voy a hacer también un mueble… De herramientas estoy tal cual… Pero me procuraré otras… o me las prestará el contratista de las obras de La Granja…». Hablando de esto, metió su cucharada la viuda, diciendo al artista que ella le podría suministrar para su trabajo los modelos más suntuosos y elegantes. Tenía una consola con incrustaciones que perteneció al mismísimo Grimaldi, y un ropero traído de París por la de los Ursinos. En cuanto al taller que D. Francisco necesitaba, fácil le sería conseguir de Su Majestad que le cediera un local de los muchos que estaban inhabitados y vacíos en el piso tercero. Precisamente junto al oratorio había una gran sala con excelentes luces, en otro tiempo palomar, que ni hecha adrede sería mejor para aquel objeto. Con tanto brío se restregaba las manos Bringas, que poco faltó sin duda para echar chispas de ellas. «Vamos bien, bien. Vea yo, y verán todos mis obras…» era lo que sin cesar decía.

Inútil creo decir que Rosalía estaba también muy alegre. Su querido esposo recobraría la salud, la vista, que es la mejor parte de ella y de la vida, y volvería a desempeñar en aquella casa sus funciones de soberanía paterna. Mas como ninguna dicha es completa en este detestable mundo, sino que los sucesos prósperos han de llevar siempre consigo su proyección triste, como llevan los cuerpos todos su sombra, aquel placer de la Bringas tenía por uno de sus lados una oscuridad desapacible. Era que por aquella región de su mente se extendía el recuerdo de los candelabros empeñados y del forzoso compromiso de redimirlos antes que Bringas recobrase la vista y, con ella, el mirar vigilante, la observación entrometida, la curiosidad implacable, policiaca, ratonil. Seguramente, si llegaba el día feliz y los candelabros no estaban en la consola ni los tornillos en las bonitas orejas de la dama, lo primero que notaría aquel lince sería la falta de estos objetos… ¡Horror daba el pensarlo!… Ved por dónde la propia felicidad engendraba una punzante pena, de tal suerte que la infeliz dama se hallaba en una perplejidad harto dolorosa. La expresaba diciéndose que tal vez se alegraría de no estar tan alegre.

La impaciencia y vivacidad de Bringas se manifestaban en una fiebre de intervención doméstica, en un como delirio de administración, vigilando sin ver y dirigiendo todo lo mismo que si viera. Ni un instante dejaba de promulgar disposiciones varias, y él mismo se contestaba a las preguntas que hacía. Su mujer, justo es decirlo, tenía la cabeza loca con tal tarabilla.