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La de Bringas

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XVII

Cuando la conversación recayó en estas filosofías, iban saliendo por la puerta de la Glorieta. Ya estaban descuajadas las famosas alamedas de castaños de Indias, quitada la verja y puestos a la venta los terrenos, operación que se llamó rasgo. Esta palabra fue muy funesta para la Monarquía, árbol a quien no le valió ser más antiguo que los castaños, porque también me le descuajaron e hicieron leña de él.

Al pasar del Retiro a las calles, los paseantes recobraban su compostura. Iban delante los niños dándose las manos. Los mayores, a la vista de la población regular, cesaban en aquellas confidencias que parecían fruto sabroso de la amenidad campesina. Era como pasar de un país libre a otro donde todo es correcto y reglamentario. En su casa, cuando trabajaba en el Camón sola o con Emilia, la Bringas solía rumiar las expansiones de la mañana, añadiéndoles conceptillos que no se atrevían a traspasar las fronteras del pensamiento. Sin desatender los trapos, la soñadora dama se iba por esos mundos, ejercitando el derecho de revisión y rectificación de las cosas sociales, concedido en el reino de la mente a todos los que se creen fuera de su lugar o mal apareados.

«Ese Pez sí que es un hombre. Al lado suyo sí que podría lucir cualquier mujer de entendimiento, de buena presencia, de aristocrático porte. Pero como todo anda trocado le tocó esa mula rezona de Carolina… ¡Todo al revés! ¿Qué mujer de mérito no se empequeñece y anula al lado de este poquita-cosa de Bringas, que no ve más que menudencias, y es incapaz de hacer una brillante carrera y de calzarse una posición ilustre?… Ya, ¿qué se puede esperar de un hombre que, cuando le ofrecen un gobierno, en vez de saltar de gozo se pone a dar suspiros y a decir: «más que el bastón me gustan mis herramientas?…» ¡Oh, Pez, aquel sí que es hombre! Ya sé yo qué mujer le correspondería si las cosas del mundo estuvieran al derecho y cada persona en su sitio. Para tal hombre, una mujer de principios, de mucha labia, señora de finísimos modales, y que supiera honrar a su marido honrándose a sí propia; que supiera darle lucimiento luciéndose ella misma; una dama que se creciera cada día haciéndole crecer, porque el secreto de las brillantes carreras de algunos hombres está en el talento de sus mujeres. Paquito decía ayer que Napoleón no hubiera sido nada sin Josefina. Si en vez de esa beata viviera al lado de Pez una dama que reuniera en sus salones lo más selecto de la política, ya Pez sería ministro… De veras… ¡si yo tuviera a mi lado un sujeto semejante…! Pero vaya usted a hacer ministro a Bringas, un hombre que se pone de mal humor cuando hay que dar agua con azucarillo a cualquiera que viene a casa; un hombre que quiere que me vista de hábito y lleve a los niños con alpargatas. ¡Ah!, roñoso, menguado, nunca serás nada… ¡Oh Pez!, si tuvieras por esposa a la mujer que te corresponde, ¿cómo habías de consentir que saliera a la calle hecha un adefesio para ponerte en ridículo?… Aprende tú, bobo, de quien con cincuenta mil reales de sueldo vive con la apariencia de doce mil duros de renta y paga veinticuatro mil reales de casa. Y no es que tenga deudas, es que sabe agenciarse y saca partido de su posición. Esto no lo sabrá nunca un poca-cosa, un pisa-hormigas que me está predicando tres horas porque puse o no puse siete garbanzos más en el cocido; esto no lo entiende quien no ve más allá de su sueldo mezquino, y está temblando de que le den una cruz por no comprar las insignias; quien no quiere ser gobernador de una provincia; quien se opone a que el aguador me suba dos cubas más de agua, porque, según él, con mojarse el palmito ya basta; quien sostiene que no necesito más que diez y ocho varas de tela para un vestido, y me recomienda que adorne los sombreros de los niños con cinta damascada de la que usan los licenciados del ejército para colgarse el canuto; quien sostiene que el pelo de cabra es más bonito que el gro, y llama cargazón a las capotas sólo porque no son baratas; quien no me deja arreglar la bata con cintas otomanas y se atrevió a proponerme que utilizara las cintas amarillas de los mazos de cigarros del primo Agustín…».

Algunas tardes, cuando Pez y Rosalía no podían salir a la terraza a causa del mal tiempo, los tres tertuliaban en Gasparini. Tenían que oír los elogios que D. Manuel hacía de la estupenda obra de su amigo. De pie junto a él, con la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, mascándose el bigote, dejaba caer miradas de crítico sobre el maravilloso cristal tan poblado de pelos como humana cabeza, en algunas partes cabelludo, en otras claro, en todas como recién afeitado, gomoso, pegajoso, con brillo semejante al de las perfumadas pringues de tocador.

«Es una maravilla… ¡Qué manos!, ¡qué paciencia! Esta obra debiera ir a un Museo».

Y para sí, mascando más fuerte y metiendo más la mano en el bolsillo:

«Vaya una mamarrachada… Es como salida de esa cabeza de corcho. Sólo tú, grandísimo tonto, haces tales esperpentos, y sólo a mi mujer le gustan… Sois el uno para el otro».

Retirose aquel día del trabajo D. Francisco más fatigado que nunca. Veía los objetos dobles y tenía la cabeza tan mareada como si estuviese a bordo de un buque. Pero él confiaba en que tal desazón sería pasajera, y se felicitaba del adelanto y bonito efecto de la obra. El ángel estaba completamente modelado ya con aquellos increíbles puntos de pelo. El sauce protegía con sus llorosas ramas la tumba, y era lástima que no hubiese cabellos verdes, pues si tal existiera la ilusión sería completa. Al fondo nada le faltaba ya; era un modelo de perspectiva melancólica, hasta tal punto, que sólo quien tuviese corazón de peña podía verlo sin sentir gana de hacer pucheros. Faltaban aún las flores del piso y todo el primer término, donde Bringas discurrió a última hora poner unas columnas rotas y caídas, así como de templo en ruinas, con lo cual la idea de la desolación era representada del modo más perfecto.

A principios de Junio vimos parte de este trabajo concluido; pero aún restaban varias cosillas, girasoles chiquitos, pensamientos grandes, amén de unas cuantas mariposas sentimentales de negras alas, posadas aquí y allí, libando el dulce macassar en los cálices de aquella flora piliforme. Por los mismos días ocurrieron sucesos a los cuales el digno artista era completamente extraño; mas por este motivo mismo no deben ser aquí olvidados. Y fue que cuando se aproximaba el día señalado para devolver a Torres su dinero, estaba Rosalía tan cabizbaja, que se podría creer, viéndola, que le habían robado algo o inferido alguna descomunal ofensa. Cálculos y más cálculos hizo, desbaratándose el seso, sin llegar a la solución del temido problema, y los números negábanse a complacerla, dándole la cifra que necesitaba… ¡Qué idea! ¿Acudiría al Sr. de Pez? ¡Oh!, si llamara a esta puerta seguramente sería oída, pero no se atrevía. Además, D. Manuel se marchaba a la sazón para los baños de Archena, (pues sin un par de carenas anuales era hombre perdido), y no volvería hasta el 20. El 12 se presentó Torres con sus ojos de huevos duros impregnados de una dulzura atónita. Era la imagen de la amabilidad, en el supuesto de que le están dando garrote. Su sonreír empalagoso hizo a Rosalía el efecto de un fluido miasmático que se filtraba en ella y la ponía enferma. ¡Y cuán impertinente su nariz chica, y cuán cargante la maña de resobarse la barba, como si quisiera extraer de ella alguna sustancia! Aquel hombre guapín, que siempre fue a Rosalía indiferente, pareciole entonces un bonito verdugo que se le presentaba con la cuerda y la hopa.

XVIII

¡Y que no venía poco apremiante el tal!… ¡Vaya un apunte! Para el día 14 sin falta necesitaba eso. Pero sin que pudiera retrasarse ni un día, ni una hora, porque su honor estaba comprometido en casa de Mompous, y en caso de que Rosalía no pudiera cumplir, se vería precisado a pedir el dinero a D. Francisco.

«Por Dios… no diga usted tal disparate. ¡Jesús!… Usted se ha vuelto loco-tartamudeó la de Bringas con temblor y sobresalto».

Volvió a echar sus cuentas por centésima vez. Ni aun vendiendo cosas que no deseaba vender, podría reunir la suma. La prendera le había traído algunas cantidades; pero parte de ellas las había gastado mi buena señora en comprar cuatro fruslerías para componer a sus niños. ¡Si Milagros le hubiera devuelto aquellos seiscientos reales que le anticipó para pagar al joyero…! Pues sí, era preciso que se los devolviera. Se los pediría terminantemente. Si por arte del Demonio, o más bien por milagro de Su Divina Majestad, tuviera Cándida algún dinero…! Cándida le debía cinco duros que Rosalía le prestó para dar la vuelta de un billete de cien escudos. También aquellos extraviados reales debían volver al redil. Haciendo propósitos de energía, fue a ver a la marquesa. ¡Casualidad funesta! La marquesa estaba en una función religiosa, que costeaba con otras señoras. Era una Novena dedicada a no sé qué santo titular, con Manifiesto, Estación, Rosario, Sermón, Novena, Gozos del Santo, Santo Dios y Reserva. Acudió allá Rosalía, deseosa de ver a su amiga aquella misma tarde. La calle estaba llena de coches elegantes. En la iglesia, hecha un ascua de oro, con cortinas de terciopelo del barato, cenefas de papel dorado, candilejas mil, enormes ramilletes de trapo y unos pabellones que parecían de teatro de tercer orden, había tal concurrencia, que era muy difícil penetrar en ella. Rosalía logró abrirse camino por entre el elegante gentío; pero no pudo llegar hasta donde estaba la marquesa, que se había encaramado en el presbiterio, cerca de los curas. Pasó tiempo, mucho tiempo, durante el cual Rosalía oyó medio sermón patético, aflautado, un guisote de lugares comunes con salsa de gestos de teatro; oyó cantorrios más o menos gangosos, y por último se hizo tan tarde, pero tan tarde, que desesperando ver el fin de la dilatada función, tuvo que marcharse sin hablar con Milagros. La pobre señora era una mártir de los insufribles métodos de su marido, y no podía retrasar su vuelta a la casa, porque si la comida no estaba puesta en la mesa a la hora precisa, D. Francisco bufaba y decía cosas muy desagradables, como por ejemplo: «Hijita, me tienes muerto de debilidad. Otra vez avisa, y comeremos solos».

 

La noche la pasó muy intranquila, y al día siguiente, 13 de Junio, a eso de las doce, cuando se disponía a visitar a su amiga, he aquí que se presenta esta, sobresaltada, manifestando en la expresión de su rostro que algo extraordinario le ocurría; y lo declaraban así, no sólo el descuido plástico del mismo, sino la turbación de la voz y otros síntomas espasmódicos. Rosalía participó de aquel sobresalto cuando le oyó decir:

«¡Ay!, ¡amiga de mi alma, en qué conflicto me veo! Si usted no me saca en bien…».

–¿Yo?—dijo la Bringas apartándose, pues comprendió que se trataba de un problema monetario como el suyo—. Precisamente viene usted a buena hora… Si usted supiera… Allá iba yo.

–¿A casa?… Le diré a usted lo que sucede para que me tenga lástima, mucha lástima. Mañana tengo baile y cena, una solemnidad de familia, absolutamente indispensable. Ya he repartido las invitaciones… ¡verá usted qué chasco! Hija, deme usted por Dios un vaso de agua, porque no puedo hablar. Tengo algo aquí que me corta la respiración…(Después de tragar algunos buches de agua.) Para evitarme quebraderos de cabeza, encargo la cena a Bonelli. Ayer le mando llamar. Creo arreglarlo fácilmente; pero el tal, con todo su descaro, me exige que le he de pagar las tres cenas que se le deben. Yo bien quisiera; figúrese usted si me gustará deber… ¡Ay!, créalo usted, mi mariducho tiene la culpa de que vivamos de esta manera… Pero vamos a lo que decía. ¿Qué estaba yo diciendo? No sabe usted cómo está mi cabeza. ¡Ah! En vista de la exigencia de Bonelli, mando llamar esta mañana a Trouchín, el de la calle del Arenal, que nunca me ha servido nada; le propongo servirme la cena de mañana, la ajusto, nos convenimos; pero el condenado ¿creerá usted?, con muchas cortesías y mucha labia me dice que si no le pago anticipadamente no hay cena… Esto ya es un insulto. Jamás me ha pasado cosa igual… Le diré a usted. Es que los reposteros todos son unos. Sin duda Bonelli fue a prevenir a Trouchín y a llevarle el cuento de que yo le debía tres cenas. Es una conspiración contra mí, un complot… Si bien se mira, no les falta razón, querida; ¿pero yo qué culpa tengo? ¡Ese hombre incapaz, mi maridillo…! Cuanto se diga de él es poco. Es propiamente incalumniable… He tenido que pagarle ayer una cuenta de su sastre, que se había colgado de la campanilla de la puerta de casa… Con que ya ve usted mi situación; aconséjeme, indíqueme alguna salida.

Rosalía, con humildes razones, se declaró incapaz de brujulear a su amiga por aquel laberinto, mayormente cuando ella estaba en un aprieto semejante, y contaba con recobrar aquel día los… aquellos seiscientos reales…

«¡Oh!, sí; me acuerdo perfectamente… Anteayer me los eché en el portamonedas para traérselos a usted… dispénseme… pero antes de salir de casa, se presentó el cobrador de la Congregación con el recibo de mi cuota para la función de ayer y… hija de mi alma, no tuve más remedio que aflojar… Por cierto que ayer la vi a usted en la iglesia, y sentí que no estuviera a mi lado para hacerle observar algunas cosas. La función bonitísima; pero ¿no vio usted cuánto mamarracho? La de Cucúrbitas se fue a la iglesia con aquel estrepitoso vestido color de tabaco que parece un hábito de la orden de Estancadas. El uniforme de la casa. La de San Salomó estaba también muy estrepitosa. No he visto en mi vida mayor pouff, y aunque dicen que la tendencia de la moda es aumentarlo, creo que la iglesia pide moderación en esto. Nada quiero decir del bullonado tan estupendo que llevaba… ¿pues y la cola?… En cuanto a mí… ¿usted me miró bien? No se podía pedir más sencillez… Pero vuelvo a mi pleito, querida mía. ¿No me aconseja usted algo? Discurra por mí; pues yo me he vuelto como tonta. Si de aquí a mañana no resuelvo la cuestión, estoy perdida… Crea usted que es para suicidarse».

Por curiosidad preguntó Rosalía a su amiga lo que necesitaba, y oyéndole decir que unos nueve o más bien diez mil reales, puso una cara de mal humor que aumentó la tribulación de la ya tan atribulada Milagros.

«¡Ay!, qué pocos alientos me da usted… Y para colmo de desdicha, ayer tarde me hizo Eponina un escándalo. Si lo que a mí me pasa no le pasa a nadie… Me ha puesto unas cuentas… de lo más estrepitoso… Por una hechura ¡dos mil reales!, por avíos de aquella bata, sólo por avíos, ¡mil quinientos!… Es para matarla…».

«¡Diez mil reales!—murmuró Rosalía mirando al suelo y contando las sílabas como si fueran monedas—. Con la quinta parte tendría yo bastante».

–Diga usted; D. Francisco…—indicó Milagros con animación, dando a entender que el bendito Bringas debía de tener ahorros.

–¡Cállese usted por Dios! Si mi marido supiera…—replicó la otra aterrorizada—. Estas cosas le sacan de quicio.

–¿Y Cándida?…

–¡Ave María Purísima!

–Podía darse el caso… Olvidé decirle a usted que, empeñando tres o cuatro cosillas, podré reunir cuatro mil reales. Sólo necesito seis.

–Imposible de toda imposibilidad.

–Ese Torres…—murmuró Milagros con la boca tan seca, que la lengua se le pegaba al paladar.

–¡Jesús! ¡Torres!… ¡qué disparate!…—exclamó Rosalía viendo alzarse ante ella, como una aparición fantástica, la imagen de su acreedor—. No sé si he dicho a usted que mañana antes de las doce… ¡Ay!, fue una locura la compra de aquella manteleta. Ya ve usted… ¿qué necesidad tenía yo de estos ahogos?

–Es una bicoca, hija—manifestó la marquesa con aquel tono y aire de superioridad indulgente que sabía tomar cuando le convenía—. Si salgo de mi conflicto, esa futesa por que usted se apura tanto, corre de mi cuenta. (Acercándose más a su amiga y oprimiéndole el brazo.) Don Francisco debe de tener mucho parné guardado, dinero improductivo, onza sobre onza, a estilo de paleto. ¡Qué atraso tan grande! Así está el país como está, porque el capital no circula, porque todo el metálico está en las arcas, sin beneficio para nadie, ni para el que lo posee. D. Francisco es de los que piensan que el dinero debe criar telarañas. En esto su apreciable marido de usted es como los lugareños ricos. ¿Por qué no le propone usted una cosa? Que me preste lo que necesito… se entiende, con el interés debido, y mediante una obligación formal. ¡Yo no quiero…!

–Dudo yo que Bringas…

(Con calor.) Pues hija, alguna influencia ha de tener usted sobre él… Pues no faltaba más. ¿Es usted tonta? Con decirle: «hombre, por amor de Dios, ese dinero no nos produce nada». Y duro, duro, para que aprenda. ¿O es que no tenemos carácter…? Yo creí que él le consultaba a usted todo, y se dejaba dominar por quien le gana en inteligencia y gobierno… A ver, decídase a proponérselo. Lo dicho dicho: en caso de que nos arreglemos, el piquillo de usted corre de mi cuenta. (Riendo.) Lo consideraremos como corretaje.

–Dudo yo que mi marido… ¡Quia, imposible..!

Pero, aun creyendo imposible lo que se le había ocurrido a su ingeniosa amiga, Rosalía meditaba sobre ello. La misma dificultad insuperable del asunto atraía su espíritu, como los grandes problemas embelesan y fascinan los entendimientos superiores. Durante un rato no se oyó en Gasparini más ruido que los suspiros de la Pipaón y algunas tosecillas de la marquesa, que no tenía sus bronquios en el mejor estado. Como las dos amigas estaban solas en la casa, pues Bringas no había vuelto de la oficina, ni del colegio los niños, podían hablar con toda libertad de sus cuitas sin hacer misterio de ellas. Volvió la de Tellería a explanar su proposición, robusteciéndola con razones de gran peso (¡oh!, ¡el dinero de manos muertas es la causa del atraso de la nación!) y con zalamerías muy cucas; mas la Bringas persistía en considerar la propuesta como una de las cuestiones más arduas y escabrosas que podían ofrecerse a la voluntad humana. Acometerla sólo era como encaramarse a las cimas del heroísmo. En el propio estado seguían las dos cuando se les apareció Cándida, muy risueña y oronda. Venía de ver a Su Majestad y a doña Tula, y después había estado en las cocinas, donde el cocinero jefe se empeñó en hacerle aceptar tres entrecotes y un par de perdices. «Cosas de Galland…». Era un hombre que no se cansaba de obsequiarla, y por no desairarle, ella había dicho: «Pues que me lo suban a casa».

«Luego le mandaré a usted una perdiz y dos entrecotes—dijo a Rosalía azotándola con su abanico—. No, no me lo agradezca… Si yo no lo he de probar. A mí me sobra carne… Ayer he repartido entre los vecinos un solomillo magnífico que mandé traer de la plaza del Carmen, esperando tener convidados… ¡Si viera usted aquella pobre gente qué agradecida…! Mi casa es la Beneficencia. El día que yo me mude de aquel cuarto han de correr por allí muchas lágrimas».

XIX

Y luego, llevando sus ideas a un terreno muy distinto del de la caridad, aunque también muy interesante, se dejó decir lo que a la letra se copia:

«¿Me podrán decir ustedes dónde y cómo y de qué manera podría yo colocar un poco de dinero, una cantidad que me sobra?… Que sea cosa segura y con un producto moderado…».

El efecto que estas cláusulas hicieron en las dos amigas no fue tan grande como debía esperarse. En la cara de Rosalía se pintaba una incredulidad indiferente, que poco después se resolvió en alarma, recordando que el préstamo de cinco duros solicitado un mes antes por Cándida, había tenido un preámbulo parecido al que acababa de oír. Milagros, sin tener confianza en lo que la García Grande decía, sospechaba que hubiese algo de verdad en ello, o lo que es lo mismo, se amparaba a lo absurdo como el desesperado que se agarra al clavo ardiendo.

«Pero diga usted, Cándida… ¿Ese dinero lo tiene usted?».

–Hija mía, no sea usted material… No lo tengo precisamente en el bolsillo, pero como si lo tuviera… Un día de estos me lo ha de traer Muñoz y Sones…

(Con desaliento.) Un día de estos… ya.

–Y acostumbro pensar las cosas con tiempo… Francamente, no me gusta tener gruesas sumas en casa, porque aun en esta vecindad palaciega hay mala gente…

Sin dar importancia a los proyectos rentísticos de Cándida, Milagros observaba el vestido. Por aquella época, la ilustre viuda empezaba a declinar ostensiblemente en su porte y en la limpieza y compostura de su vestimenta, si bien no había llegado, ni con mucho, al lastimoso extremo de abandono en que la hemos conocido más tarde.

Los niños entraron del colegio, y Rosalía fue a darles la merienda.

«¡Qué mona está Isabelita!»—dijo Cándida a Milagros; y a poco de decirlo, se dirigió hacia Columnas, dejando sola con su acerba pena a mi señora la marquesa. Esta oyó el gorjear de los pequeños, la voz de la mamá riñéndoles por su impaciencia y el chasquido de los besos que Cándida les daba. Al poco rato apareció Rosalía en Gasparini, y Milagros la vio ceñuda y risueña a un tiempo mismo, como cuando no podemos sustraernos a los efectos de uno de esos lances cómicos que suelen ocurrir en las ocasiones más tristes.

«Vea usted qué gracia—dijo Rosalía al oído de su amiga—. Me ha dicho en el comedor, con mucho secreto, que le haga el favor de adelantarle otros cinco duros».

Milagros se sonrió, como un enfermo que hace esfuerzos por distraerse. Pronto volvió a caer en aquella honda tristeza que la aplanaba como una fiebre consuntiva. Por su mente pasaba el terrible lance de la noche próxima, los convidados que llegaban, los salones llenándose, ella vestida con su gran falda de raso rosa, de enorme pouff y larguísima cola, afectando alegría, y el problema de la cena sin resolver aún. Porque en tal noche no podía salir del paso con cuatro frioleras… ¡Qué bochorno!… Rosalía vio los ojos de su amiga humedecidos por las lágrimas, y quiso consolarla.

«Ese perdulario sin conciencia, esa inutilidad…»—fue lo único que se le ocurrió.

D. Francisco entró al poco rato, menos vivaracho y humorístico de lo que solía. Milagros le saludó de la manera más afectuosa, quejándose luego de su desgraciada suerte y de lo inexorable que Dios era con ella, no dándole más que penas sobre penas. Bringas la confortaba con razones cristianas, aunque le tenía cierta ojeriza, ya inveterada, por no haber recibido de ella el regalo de Pascua que creyera merecer cuando le compuso la arqueta de marfil. Pero casi casi había llegado mi amigo al perdón de la ofensa, aunque sin olvidarla; y si se ha de decir verdad, no le agradaban mucho las intimidades de su mujer con aquella señora, aun considerándolas puramente circunscritas a lo concerniente al ramo de vestidos.

 

«¿No tendré el gusto de verle a usted mañana en mi casa?»—dijo la marquesa.

D. Francisco se excusó con galantería, aprestándose a poner las manos en su magna obra. Empezaba a notar que le eran perjudiciales las salidas de noche… Su cabeza no estaba buena. Él lo atribuía a los nervios, y quizás fuese efecto del tiempo, del nublado, pues parecía como si quisiera desgajarse el cielo en agua, y nunca acababa de romper. Aquella mañana se había sentido muy mal en la oficina… El jefe opinaba que todo era cosa del estómago, recomendándole una pildorita de acíbar en cada comida. Pero él era tan poco amigo de las botiquerías, que no se determinaba a tomar nada… Por esta desazón se privaba de asistir a la soirée de Milagros, y se contentaría con leer la relación que trajeran los periódicos.

«Todavía, todavía—dijo la cuitada con lúgubre tristeza—, no sé, no sé… Quizás no haya nada… Me pasan cosas horrorosas… No me pregunte usted. Eso se queda para mí, para mí sola. Permítame usted que no diga una palabra más. Mi buen maridito es una alhaja… pero no me corresponde a mí contar sus proezas… Demasiado públicas son por desgracia… No se ría usted de mí si me ve llorar. Ciertas cosas…».

Bringas no sabía qué decirle. Despidiose ella con un fuerte apretón de manos, y un afectuoso Hasta mañana.

En la sala y en el pasillo las dos amigas se secretearon un ratito.

«He preparado el terreno—dijo Milagros con agonía—. Ahora aventúrese usted… sin miedo. De seguro…».

–¡Ay!, hija mía, usted delira, usted sueña despierta. Sí sabré yo…

–Entonces… quiere decir que no hay solución para mí—murmuró la afligida señora abrazando a su amiga, y apretándose contra ella.

Rosalía, conmovidísima, no le dijo nada.

«Al menos—tartamudeó la marquesa—, cuéntele usted lo que me pasa… Puede ser que Dios le toque al corazón».

–Se lo contaré en cuanto se vaya Cándida. ¡Pero si viera usted qué pocas esperanzas tengo!… Mejor dicho, no tongo ninguna… ¡Y yo!, ¿y yo, que me veo en un conflicto igual? ¿Qué inventaré yo de aquí a mañana?… Y ahora que me ocurre, ¿por qué no acude usted a su hermana?

–Por Dios, hija, no sé cómo dice usted eso. ¡Mi hermana!… ¡Me ha salvado ya tantas veces! ¡He abusado tanto! No puede ser. No nos hablamos ahora. Hace días tuvimos una cuestión. En fin, antes que acudir a mi hermana, iré a Su Majestad, me echaré a sus pies…

–Sí, sí, seguramente… es lo mejor.

–No, no, no… Creo que de aquí a mañana me moriré de dolor. ¿Está abierta la capilla? Voy a rezar un rato, a ver si el Señor me ilumina… Adiós, adiós… Volveré mañana, a ver, a ver si hay alguna esperanza.

El abatido rostro de Rosalía revelaba bien que tal esperanza no era más que un sueño de aquella mente arbitrista. Deba hacerse constar que la pena de nuestra muy alta señora de Bringas era motivada por sus propias dificultades, no por las de su apreciable amiga. Confiaba tanto en las peregrinas dotes de Milagros, que decía para sí: «No sé cómo será, pero ella saldrá del paso». Cuando la marquesa le dio el último apretón de manos, Rosalía le dijo:

«Ya me contará usted mañana cómo lo ha arreglado».

Y cuando fue hacia el nicho de Bringas para contarle el caso, él le tomó la delantera con estas acerbas palabras:

«¿Qué enredos trae ahora la Tellería? Lo de siempre, apuritos. Ya no hay incautos que fíen a esa gente el valor de dos reales. La casta de bobos se va acabando a fuerza de recibir chascos».

La boca de Rosalía tenía un sello. No osaba pronunciar una sola palabra. Clavados en su mente, como un Inri, tenía la imagen de Torres y los funestos guarismos de la suma que era indispensable pagarle. Confesar a su marido el aprieto en que se veía era declarar una serie de atentados clandestinos contra la economía doméstica, que era la segunda religión de Bringas. Pero si Dios no le deparaba una solución, érale forzoso apechugar con aquel doloroso remedio de confesarse y con sus consecuencias, que debían de ser muy malas. No, Cristo Padre; era preciso inventar algo, buscar, revolver medio mundo, ahondar en las entrañas oscurísimas del problema para dar con la clave de él. Antes que vender al economista el secreto de sus compras, que eran tal vez el principal hechizo de su vida sosa y rutinaria, optaba por hacer el sacrificio de sus galas, por arrancarse aquellos pedazos de su corazón que se manifestaban en el mundo real en forma de telas, encajes y cintas, y arrojarlos a la voracidad de la prendera para que se los vendiese por poco más de nada. Heroísmo hacía falta, no lágrimas.

Pensando en esto, retirose al Camón para pensar mejor, pues allí tenían siempre sus ideas más claridad. Cándida, después de enredar un rato con los niños, fue a dar conversación a Bringas. Rosalía la oía desde su taller, sin distinguir más palabras que administrador y papel del Estado… consolidado… revolución… generales Canarias… Montpensier… Dios nos asista… Hablaban de negocios altos y de política baja. De repente la dama oyó violentísimo estrépito, como de un mueble que viene a tierra y de loza que se rompe. Al fuerte golpe siguió un grito de Bringas, mas tan agudo y doloroso, que Rosalía se quedó sin aliento, fría, parada… ¿Qué era? ¿Se había caído la bóveda y cogido debajo al mejor de los maridos?