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La de Bringas

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XXXII

No hay felicidad que no tenga su pero, y el de la felicidad de la marquesa era que para completar la suma hacían falta unos cinco mil… Porque sí; estaba pendiente una cuentecilla… Esto no venía al caso. En lo relativo a interés, lo mismo le daba dos, que cuatro, que seis. «Esto es material, hija, y mientras más provecho para usted, mayor será mi satisfacción». Dudó Rosalía un ratito; pero al fin todo fue arreglado a gusto de entrambas, y aquella misma tarde se extendió y firmó el contrato en la Furriela, con todas las precauciones necesarias para que Isabelita, que andaba husmeando por allí, no se enterase de nada.

Milagros se despidió de D. Francisco con las frases más cordiales y caramelosas que había pronunciado en su vida. «¡Oh!, ¡qué mujer tiene usted! Dios le ha mandado uno de sus arcángeles predilectos. No se queje usted de su mal, querido amigo, pues eso no vale nada, y pronto sanará. Dé gracias a Dios, pues los que tienen a su lado personas como Rosalía, ya pueden recibir calamidades y soportarlas con valor…». Don Francisco le alargó la mano conmovidísimo, mientras oía el chasquido de los frenéticos besos que la marquesa daba al ángel predilecto.

A diferentes impulsos había obedecido este al hacer lo que hizo. Primero, el deseo de complacer a su amiga la estimulaba grandemente. En segundo lugar, la idea, tantas veces expresada por Bringas, de que ella podía disponer de todo se había posesionado de su entendimiento, engendrando en él otras ideas de dominio y autoridad. Era preciso mostrar con hechos, aunque traspasaran algo los límites de la prudencia, que había dejado de ser esclava y que asumía su parte de soberanía en la distribución de la fortuna conyugal. No sólo con esto se tranquilizaba su conciencia, sino con la consideración de que el disponer del dinero lo hacía para colocarlo a rédito. El poquita-cosa no tendría razón para quejarse si los cinco mil volvían a la caja con el aumento correspondiente. Y por último, todo lo expuesto no habría bastado quizás a determinar en ella la temeraria acción del préstamo, si no contara con la retirada segura en el caso extremo de que Bringas lo descubriera y lo desaprobase; si no contara con los ofrecimientos que la tarde anterior le había hecho el amigo de la casa. El cual, llevándola a la ventana, a la hora del crepúsculo, para admirar la gala y melancolía del horizonte, habíale dicho en términos muy claros lo que a la letra se copia:

«Si por algún motivo, sea por los gastos de la enfermedad de este señor, o porque usted no pueda nivelar bien su presupuesto; si por algún motivo, digo, se ve usted envuelta en dificultades, no tiene más que hacerme una indicación, bien verbalmente, bien por medio de una esquela, y al instante yo… No, si esto no tiene nada de particular… Perdone usted que lo manifieste de una manera cruda, de una manera brutal, de una manera quizás poco delicada. Tales cosas no pueden tratarse de otro modo. Esto queda de usted para mí, y el primero que lo ha de ignorar es Bringas… En el seno de la confianza, de la amistad honrada y pura, yo puedo ofrecer lo que me sobra y usted aceptar lo que le falta sin menoscabo de la dignidad de ninguno de los dos».

Siguieron a esto frases de un orden más romántico que financiero, en las cuales el desgraciado señor expresó una vez más el consuelo que experimentaba su alma dolorida respirando la atmósfera de aquella casa, y descargando el fardo de sus penas en la indulgente persona que ocupaba ya el primer lugar en su corazón y en sus pensamientos. Rosalía se retiró de la ventana con la cabeza trastornada. De buena gana se habría estado allí un par de horas más oyendo aquellas retóricas que, a su juicio, eran como atrasadas deudas de homenaje que el mundo tenía que saldar con ella.

Algunos días trascurrieron sin que Bringas advirtiera mudanza sensible en su dolencia. Golfín le martirizaba cruelmente tres veces por semana, pasándole por los párpados un pincel mojado en nitrato de plata, después otro pincel humedecido en una solución de sal común. Nuestro amigo veía las estrellas con esto, y necesitaba de todas las fuerzas de su espíritu y de toda su dignidad de hombre para no ponerse a berrear como un chiquillo. Con la aplicación de unas compresas de agua fría, su dolor se calmaba. Algún tiempo después de la quema sentía relativo bienestar, y se creía mejor y alababa a Golfín ampulosamente. Pasados diez o doce días con este sistema, el sabio oculista aseguraba que en todo Agosto estaría el buen señor muy mejorado, y que en Setiembre la curación sería completa y radical. Tanta fe tenía el enfermo en las palabras de aquel insigne maestro, que no dudaba de la veracidad del pronóstico. Después del 20, la cauterización, que se hacía ya con sulfato de cobre, era menos dolorosa, y el enfermo podía estar algunos ratos sin venda en la habitación más oscura, pero sin fijar la atención en objeto alguno.

Las hiperbólicas alabanzas que D. Francisco hacía de Golfín la llevaban como por la mano a otro orden de ideas, y arrugando el ceño, ponía cara de pocos amigos. «Cuando pienso en la cuentecita que me va a poner esta Santa Lucía con gabán—decía—, me tiemblan las carnes. Él me curará los de la cara, pero me sacará un ojo del bolsillo… No es que yo escatime, tratándose del precioso tesoro de la vista; no es que yo sienta dar todos mis ahorros, si preciso fuera; pero ello es, hijita, que este portento nos va a dejar sin camisa».

Bien se les alcanzaba a entrambos, marido y mujer, que los especialistas célebres tienen siempre en cuenta, al pedir sus honorarios, la fortuna del enfermo. A un rico, a un potentado le abren en canal, eso sí; pero cuando se trata de un triste empleado o de cualquier persona de humilde posición, se humanizan y saben adaptarse a la realidad. Rosalía supo de una familia (las de la Caña precisamente), a quien Golfín había llevado muy poco por la extirpación de un quiste, seguida de una cura lenta y difícil. Firme en estas ideas de justicia distributiva, aplicada a la humanidad dolorida, el gran Thiers, cuando Golfín estaba presente, no cesaba de aturdirle con bien estudiadas lamentaciones de su suerte. El buen señor se lloraba tanto, que casi casi era como pedir una limosna: «¡Ay, Sr. D. Teodoro, toda mi vida le bendeciré a usted por el bien que me hace, y más le bendigo a usted por mis hijos que por mí, pues los pobrecitos no tendrán que comer si yo no tengo ojos con que ver!… ¡Ay, D. Teodoro de mi alma… cúreme pronto para que pueda ponerme a trabajar, pues si esto dura, adiós familia!… Estamos en un atraso horrible a causa de mi enfermedad. En la Intendencia me han rebajado el sueldo a la mitad, y como yo no vea pronto… ¡qué porvenir!… Y no lo digo por mí. Poco me importa acabar mis días en un hospital; pero estos pobres niños… estos pedazos de mi corazón…».

XXXIII

Mal concordaban estas ideas con las que Golfín tenía de la posición y arraigo de los señores de Bringas, pues como había visto tantas veces a la feliz pareja en los teatros, en los paseos y sitios públicos, muy bien vestidos uno y otra; como además había visto a Rosalía paseando en coche en la Castellana con la marquesa de Tellería, la de Fúcar o la de Santa Bárbara, y aun creía haberla encontrado en alguna reunión elegante, compitiendo en galas y en tiesura con las personas de más alta alcurnia, suponía, dando valor a estos signos sociales, que D. Francisco era hombre de rentas, o por lo menos, uno de esos funcionarios que saben extraer de la política el jugo que en vano quieren otros sacar de la dura y seca materia del trabajo. Pero aquel Golfín era un poco inocente en cosas del mundo, y como había pasado la mayor parte de su vida en el extranjero, conocía mal nuestras costumbres y esta especialidad del vivir madrileño, que en otra parte se llamarían Misterios, pero que aquí no son misterio para nadie.

A medida que Bringas iba entrando en caja, advertía su mujer que se debilitaban aquellos raptos de cariño conyugal que tan vivamente le atacaron en los días lúgubres de su enfermedad. Observaba ella que tales exageraciones de cariño se avenían mal con la esperanza de remedio, y que cuando esta llevaba la ventaja sobre el desánimo, el niño senil, llorón y soboncito recobraba las condiciones viriles de su carácter real. Por de contado, aquello de tú serás la señora de la casa y yo el esclavo resultó ser jarabe de pico, mimitos de enfermo impertinente. Desde que mi hombre pudo gobernarse solo y pasar las horas sin sufrimiento, aunque privado de la vista, en su sillón de Gasparini, ya le había entrado como una hormiguilla de inspeccionar todo y de disponer y enterarse de las menudencias de la casa… Rosalía, por no oírle, le dejaba solo con Paquito o con Isabelita la mayor parte del día, y pretextando ocupaciones, se daba largas encerronas en el Camón, donde nuevamente empezó a funcionar Emilia en medio de un mar de trapos y cintas, cuyas encrespadas olas llegaban hasta la puerta.

Pero el economista, impaciente por mostrar a cada instante su autoridad, mandábala venir a su presencia, y allí, con ademanes ya que no con miradas de juez inexorable, hacía pública ostentación (solía estar presente Torres o algún otro amigo) de su soberanía doméstica.

«Me huele a guisote de azúcar. ¿Qué es esto? La niña me ha dicho que vio esta mañana un gran paquete traído de la tienda… ¿Por qué no se me ha dado cuenta de esto?…».

Rosalía contestaba torpemente que aquel día comería en la casa el Sr. de Pez y que este huésped no debía ser tratado como Candidita, a quien se le daba de postre medio bollo y dos higos pasados.

«Pero, hija, tú debes haber echado al fuego una arroba de canela… Está la casa apestada… Si yo estuviera bueno, no se harían estas cosas así. Seguramente habrás hecho natillas para un ejército… No se te ocurre nada. Con preguntar al cocinero cómo se hacía tal o cual cosa, él te lo hubiera mandado hecho… Y vamos a ver: ¿Qué ruido de tijeretazos es ese que he sentido hoy todo el día?… Quisiera yo ver eso, y qué faenas trae aquí esa holgazana de Emilia… ¿De qué se trata, de vestidos para la marquesa? Es mucho cuento este que tengamos aquí taller de modista para su señoría… Y dime una cosa, ¿qué vestidos le has hecho a los niños, que ayer llamaban la atención en la plaza de Oriente?».

 

–¡Llamando la atención!

–Sí, llamando la atención… por bien vestidos… Menos mal que sea por eso. Golfín me dijo esta mañana: «He visto ayer en el Prado a sus niños de usted tan elegantes…». Fíjate bien, ¡tan elegantes! Créelo, hija mía, esta palabrilla me ha sabido muy mal y la tengo atravesada. ¿Qué pensará de nosotros ese buen señor, cuando ve que nuestros hijos salen por ahí hechos unos corderos de rifa, como los de las personas más ricas?… Pensará cualquier disparate… Algo de esto me figuraba yo, porque ayer, en un ratito que desvendado estuve, vi que la niña tenía puestas unas medias encarnadas muy finas. ¿De dónde ha salido eso?… Y ya que las tiene, ¿por qué no se las quita al entrar en casa?… ¿Qué es esto? ¿Qué pasa aquí?… De ello nos ocuparemos cuando yo vea claro y sin dolor, que Dios quiera sea muy pronto.

Con estas andróminas, Rosalía estaba, fácil es suponerlo, dada a los demonios. Procuraba apaciguarle con sutiles explicaciones de todo; mas su ingenio no llegaba a alcanzar por completo el deseado fin, por ser extraordinaria la suspicacia del buen economista y muy grande su saber en cosas y artes domésticas. A solas desahogaba la dama su oprimido corazón, pronunciando mudamente alguna frase iracunda, rencorosa: «Maldito cominero, ¿cuándo te probaré yo que no me mereces?… ¿No comprenderás nunca que una mujer como yo ha de costar algo más que un ama de llaves?… ¿No lo comprendes, bobito, ñoñito, ratoncito Pérez? Pues yo te lo haré comprender».

Hacía planes de emancipación gradual, y estudiaba frases con que pronto debía manifestar su firme intento de romper aquella tonta y ridícula esclavitud; pero todos sus ánimos venían a tierra cuando consideraba el gran bochorno que caería sobre ella, si el bobito descubría la exploración hecha en el doble fondo del arca del tesoro. ¡Cristo Padre, cómo se iba a poner!… Grandísima falta había ella cometido al sustraer aquella porción de la fortuna conyugal, pues aunque la conceptuaba muy suya, no debió tomarla sin consentimiento del propio ratoncito Pérez… Pero mayor había sido su yerro al creer que con semejante hombre se podían tener bromas de tal naturaleza. Las disculpas que en la ocasión del acto había conceptuado tan razonables, parecíanle ya vanas e impropias de una persona seria. Los móviles a que obedeció antojáronsele sin fundamento alguno, y su conciencia le arguyó poderosamente. No, no podía esperar a que su marido advirtiese la falta. Dábale una fuerte congoja sólo de pensar que la descubría; y era indispensable reponer en su sitio la malhadada cantidad, seis mil reales, pues había tomado cinco mil para Milagros y mil para desempeñar los candelabros y otras menudencias.

La necesidad de esta devolución se impuso de tal modo a su espíritu, que ya no pensaba en otra cosa. Contaba con la fuerza del pagaré y con la palabra de la marquesa. Esta la tranquilizó el día 22, diciéndole: «Todo está arreglado. Puede usted descuidar». Pero entre tanto, Rosalía pasaba la pena negra, temiendo a cada instante una catástrofe y discurriendo toda clase de industrias y maquinaciones para evitarla. Hasta entonces el bobito persistía en la buena costumbre de dar a su mujer las llaves para que ella sacase de la arqueta el dinero. Pero una tarde antójasele volver a las andadas y sacar el funesto cajoncillo, y lo abre y empieza a manosear lo que dentro había… ¡Ay, Dios, mío qué trance, qué momento! A la Pipaón un color se le iba y otro se le venía. Estaba lela y su terror impedíale tomar una resolución.

«Tú… siempre enredando… No haces caso de lo que dice D. Teodoro… ¡Qué hombre!… Dame acá la caja».

–Quita allá, calamidad—dijo Bringas defendiendo su tesoro con ademán enérgico.

Contó los centenes de oro uno por uno; tocó las dos onzas, el reloj viejo que había sido de su padre, una cadena y medallón antiquísimos… Como no faltaba nada, no había peligro mientras no fuese alzado el doble fondo… Rosalía sintió impulsos de gritar «¡que se quema la casa!», u otra barbaridad semejante; pero no se atrevió porque estaba presente Paquito. Ya las flexibles manos del cominero acariciaban la parte por donde la tapa del doble fondo se levantaba. Rosalía invocó a todos los santos, a todas las Vírgenes, a la Santísima Trinidad, y aun se cree que hizo alguna promesa a Santa Rita si la sacaba en bien de aquel apuro. Pero cuando ya D. Francisco metía la uña en el huequecillo de la madera, hubo en su espíritu un cambio de intención que debió de ser milagroso… Retirando sus dedos cerró la arqueta. A Rosalía le volvió el alma al cuerpo, y sus pulmones respiraron de nuevo. Había estado en un tris… Sin duda no le pasaba por la imaginación a su marido la idea ni aun la sospecha del desfalco, y aunque solía repasar los billetes sólo por gusto, en aquella ocasión no lo hizo sabe Dios por qué. Quizás todas aquellas invocaciones que la señora hizo a los santos obtuvieron buena acogida, y algún ángel inspiró al ratoncito Pérez la idea de dejar para otra vez el recuento de sus ahorros.

XXXIV

Pero la Pipaón no las tuvo todas consigo hasta que no le vio guardar la arqueta, ponerla en su sitio cuidadosamente, como se pone en la cuna un niño dormido, y echar la llave a la gaveta. Sólo entonces elevó su mente al Cielo en acción de gracias por el gran favor que acababa de otorgarle. Pero lo que no sucedió aquel día por especial intervención de la divinidad, podía muy bien ocurrir en otro. No siempre están los santos del mismo humor. Por si segunda vez se le antojaba registrar el doble fondo, discurrió la industriosa señora un arbitrio que, a su parecer, aplazaría el conflicto mientras llegaba el momento de conjurarlo resueltamente reponiendo el dinero. Imaginó, pues, colocar en la caja unos pedacitos de papel del tamaño de los billetes, y si lograba encontrar papel igual en la calidad de la pasta, de modo que no resultase diferencia al tacto, el engaño era fácil, porque su marido no había de verlos sino con los dedos… Púsose a la obra, y rebuscó y examinó cuanto papel había en la casa. Por fin, en la mesa de Paquito halló uno que pareciole muy semejante, por su flexibilidad y consistencia, al que empleaba el Banco en sus billetes. Obtuvo esta certidumbre después de un detenido trabajo de comparación entra las distintas clases de papel y un billete de doscientos reales que conservaba. Para refinar la imitación, faltaba darle la pátina del uso, aquella suavidad pegajosa que resulta del paso por tantas manos de cajeros y cobradores, por las de los pródigos así como por las de los avaros. Rosalía sometió los trozos a una serie de operaciones equivalentes al traqueteo de los billetes en la circulación pública.

–¿Qué buscas aquí, niña?—dijo con enfado a Isabelita que iba, como de costumbre, a meter su hocico en todo—. Vete a acompañar a papá, que está solito.

Encerrose en el Camón para evitar indiscreciones, y allí arrugaba el papel, dejándolo como una bola. Luego lo estiraba, lo planchaba con la palma de la mano, hasta que los repetidos estrujones le daban la deseada flexibilidad. Echaba de menos aquella epidermis pringosa que los verdaderos billetes tienen; ¿pero cómo obtener esto? Pareciole imposible, aunque sus manos estaban muy bien preparadas para el objeto. Acababa de hacer unas croquetas en la cocina, y había tenido cuidado de no lavarse las manos para que pudieran imprimir sobre el papel algo de aquella suciedad a la cual ningún idealista, que yo sepa, ha hecho ascos todavía.

Cuando creyó haber trabajado bastante, quiso hacer prueba de su obra. Entrábale desconfianza y decía: «No sé qué tiene este papel que ningún otro se le iguala. Me parece que no le engaño». Y sus dedos hacían un estudio de tacto sobre el billete verdadero y los fingidos. «Supongamos que no veo… Supongamos que me ponen este delante y que trato de diferenciar el legítimo de los… ¡Oh!, no hay duda posible. Se conoce en seguida…». Y dando un suspiro se desanimaba tanto, que casi casi hubo de renunciar a la superchería… «No, no—pensó después—. Cuando se está en el secreto, se nota más la diferencia; pero no estando en el secreto… Los pondré en el doble fondo, y Dios dirá. Allá veremos».

Al anochecer de aquel día, cuando Bringas sacó la arqueta, la dama tenía sus papeles preparados para hacerlos actuar convenientemente en caso de que el cominero abriese el doble fondo. Pero no lo abrió. Entonces Rosalía, como para impedirle la molestia de ir a la mesa, le quitó de las manos el cajoncillo, y en el breve tiempo que empleara para colocarlo en su sitio, supo introducir los papeluchos que, cuando se pasase revista de presente, debían responder por los que se habían ido a otra parte. Por supuesto, aquella solución provisional era muy peligrosa, y convenía acelerar la definitiva exigiendo de Milagros el pago del préstamo.

Al día siguiente, que fue el 25 de Julio, día de Santiago, apretó el calor de una manera horrible. Bringas estaba en mangas de camisa y Rosalía, con una bata de percal muy ligero, no cesaba de abanicarse, renegando a cada instante del clima de Madrid y de aquella exposición a Poniente que había elegido Bringas para su vivienda. ¡Y el cominero tenía la desfachatez de decir que el calor le gustaba, que era muy sano y que compadecía a los tontos que se iban fuera! Aquel mismo día de Santiago el gran economista había anunciado solemne y decididamente a toda la familia que no irían a baños, con lo cual estaba Rosalía más sulfurada que con el calor. ¡Prisionera en Madrid durante la canícula, cuando todas sus relaciones habían emigrado! La alta ciudad palatina estaba ya casi desierta. La Reina se había ido a Lequeitio, y con ella doña Tula, doña Antonia, la mayor y más lucida parte de la alta servidumbre. Milagros y el señor de Pez también estaban preparando su viaje. Se quedaría, pues, sola la pobrecita, sin más amistad que Torres, Cándida y los empleadillos y gente menuda que vivían en el piso tercero… Su excitación era tal, que en todo el día no dijo una palabra sosegada, y todas las que de su augusta boca salían eran ásperas, desapacibles, amenazadoras. Paquito estaba tendido sobre una estera leyendo novelas y periódicos. Alfonsín enredaba como de costumbre, insensible al calor, mas con los calzones abiertos por delante y por detrás, mostrando la carne sonrosada y sacando al fresco todo lo que quisiera salir. Isabelita no soportaba la temperatura tan bien como su hermano. Pálida, ojerosa y sin fuerzas para nada, se arrojaba sobre las sillas y en el suelo, con una modorra calenturienta, desperezándose sin cesar buscando los cuerpos duros y fríos para restregarse contra ellos. Olvidada de sus muñecas, no tenía gusto para nada; no hacía más que observar lo que en su casa pasaba, que fue bastante singular aquel día. Don Francisco dispuso que se hiciera un gazpacho para la cena. Él lo sabía hacer mejor que nadie, y en otros tiempos se personaba en la cocina con las mangas de la camisa recogidas, y hacía un gazpacho tal que era cosa de chuparse los dedos. Mas no pudiendo en aquella ocasión ir a la cocina, daba sus disposiciones desde el gabinete. Isabelita era el telégrafo que las trasmitía, perezosa, y a cada instante iba y venía con estos partes culinarios: «Dice que piquéis dos cebollas en la ensaladera… que no pongáis más que un tomate, bien limpio de sus pepitas… Dice que cortéis bien los pedacitos de pan… y que pongáis poco ajo… Dice que no echéis mucha agua y que haya más vinagre que aceite… Que pongáis dos pepinos si son pequeños, y que le echéis también pimienta… así como medio dedal».

Por la noche la pobre niña tenía un apetito voraz, y aunque su papá decía que el gazpacho no había quedado bien, a ella le gustó mucho, y tomose la ración más grande que pudo. Cuando se acostó, la pesadez del sueño infantil impedíale sentir las dificultades de la digestión de aquel fárrago que había introducido en su estómago. Sus nervios se insubordinaron y su cerebro, cual si estuviera comprimido entre dos fuerzas, la acción congestiva del sueño y la acción nerviosa, empezó a funcionar con extravagante viveza, reproduciendo todo lo que durante el día había actuado en él por conducto directo de los sentidos. En su horrorosa pesadilla, Isabel vio entrar a Milagros y hablar en secreto con su mamá. Las dos se metieron en el Camón, y allí estuvieron un ratito contando dinero y charlando. Después vino el Sr. de Pez, que era un señor antipático, así como un diablo, con patillas de azafrán y unos calzones verdes. Él y su papá hablaron de política diciendo que unos pícaros muy grandes iban a cortarles la cabeza a todas las personas, y que correría por Madrid un río de sangre. El mismo río de sangre envolvía poco después en ondas rojas, a su mamá y al propio Sr. de Pez, cuando hablaban en la Saleta, ella diciendo que no iban ya a los baños, y él: «yo no puedo ya detenerme más, porque mis chicas están muy impacientes». Después el Sr. de Pez se ponía todo azul y echaba llamas por los ojos, y al darle a la niña un beso la quemaba. Luego había cogido a Alfonsín y puéstole sobre sus rodillas diciéndole: «Pero hombre, no te da vergüenza de ir enseñando…». A lo que Alfonsín contestara pidiendo cuartos según su costumbre… Más tarde, cuando ningún extraño quedaba en la casa, su papá se había puesto furioso por unas cosas que le contestó su mamá. Su papá le había dicho: «eres una gastadora», y ella, muy enfadada se había metido en el Camón… Después había entrado otra visita. Era el Sr. de Vargas, el cajero de la Intendencia, la oficina de su papá. Hablando, hablando, Vargas había dicho a su papá: «Mi querido D. Francisco, el intendente ha mandado que desde el mes que entra no se le abone a usted más que la mitad del sueldo». Al oír esto, su papaíto se había quedado más blanco que el papel, más blanco que la leche, más blanco todavía, ¡y daba unos suspiros…! Hablando hablando, Vargas y su papá dijeron también que iban a correr ríos de sangre, y que la llamada revolución venía sin remedio. Su mamá entró en el gabinete cuando se despedía el tal Vargas, que era un señor pequeño, tan pequeño como una pulga, y parecía que andaba a saltitos. Su mamá y su papá habían vuelto a decirse cosas así como de enfado y a ponerse de vuelta media… Él daba golpes en los brazos del sillón, y ella daba vueltas por Gasparini. Nunca había visto ella a sus papás tan enfurruñados. «Eres una gastadora…». «Y tú un mezquino». «Contigo no es posible la economía ni el orden…». «Pues contigo no se puede vivir…». «Qué sería de ti sin mí…». «Pues a mí no me mereces tú…». ¡Válganos Dios! Su mamá se había metido en el Camón llorando. Ella fue detrás y entró también para consolarla; quería subírsele a las rodillas, pero no podía. Su mamá era tan grande como todo el Palacio Real, más grande aún. Su mamá le había dado besos. Después, desenfadándose, había sacado un vestido, y luego otro, y otro, y muchas telas y cintas. En esto entra su papá de repente en el Camón, sin venda, y su mamá da un grito de miedo.

 

«Ya veo, señora, ya veo—dice su papá muy atufado—, que me ha traído usted aquí una tienda de trapos…». Y su mamá, azorada con la cara muy encendida, no decía más que: «yo… yo… verás…».

En esto, la pobre niña, llegando al período culminante de su delirio, sintió que dentro de su cuerpo se oprimían extraños objetos y personas. Todo lo tenía ella en sí misma, cual si se hubiera tragado medio mundo. En su estómago chiquito se asentaban, teñidos de repugnantes y espesos colores, obstruyéndola y apretándole horriblemente las entrañas, su papá, su mamá, los vestidos de su mamá, el Camón, el Palacio, el Sr. de Pez, Milagros, Alfonsito, Vargas, Torres… Retorciose doloridamente su cuerpo para desocuparse de aquella carga de cosas y personas que lo oprimía, y ¡bruumm…!, allá fue todo fuera como un torrente.