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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca

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XII

Contesté excusándome, y me quedé en casa. Necesitaba meditar.

Poco después de anochecido entró Jenara a decirme que la cena estaba preparada, y le di la carta para que la leyese.

– Ya ve usted – le dije – que la justicia oficial, cuando quiere tener ojo de lince y brazo de hierro…

La señora no hizo ademán alguno de alegría. Tampoco se entusiasmó cuando le dije que estaba conseguida la libertad de Doña Fermina Monsalud, aunque me dio las gracias, asegurándome que había librado su alma de un gran peso. La cena pasó triste y grave, hablando Jenara y yo de asuntos indiferentes. Como le preguntase los motivos de su melancolía, me dijo:

– Hace muchos días que Carlos no me escribe, y estoy con cuidado.

– Se habrá puesto en camino.

– ¿Sin avisármelo? – dijo vivamente y como enojada.

Poco después dimos tertulia al Sr. de Baraona, que no salía de su habitación, y para alegrarle un poco el espíritu le notifiqué la prisión de su enemigo.

– Tengo poca fe – respondió – en el rigor de estos señores. ¿Quién me asegura que el criminal recién aprehendido no se paseará mañana por las calles de Madrid? Ya te he dicho, querido Pipaón, que la justicia está minada. Es como un doble edificio: en sus magníficas salas se sientan jueces de cartón que sentencian y discuten y condenan, asistidos de miserables ministriles. Ve esto el necio vulgo, creyéndolo justicia; pero no ve el laberinto de entradas y salidas que en lo macizo de sus paredes y cimientos tiene el tal edificio, por los cuales pasos secretos se escurren los criminales, a ciencia y paciencia de aquellos señores jueces de figurón. Desengáñate, hijo, los hombres del Gobierno, los jueces, los consejeros, los ministros, forman hoy una especie de retablo, donde mil vistosos personajes accionan y se mueven con las apariencias de la vida. Acércate, mira bien, y verás que todo es cartón puro: cartón el cetro del Monarca; cartón la espada de los generales; cartón la vara del alcalde; cartón la cuchilla del verdugo.

Trajéronle las sopas y calló.

Poco después Jenara y yo, luego que dejamos al viejo dormido, nos reunimos en el comedor, junto al brasero. Soltaba ella la labor para tomar un libro, y luego el libro para coger la labor, demostrando en esto que su espíritu se hallaba atormentado por ideas contrarias y en un estado de obsesión inquieta que no podía vencer, variando a cada paso el entretenimiento con que quería darle reposo. Púseme yo a leer el Diario, papel mucho más entretenido entonces que su único compañero de publicidad la Gaceta, y de repente Jenara hizo una pregunta que me heló la sangre en las venas.

– ¿En dónde ahorcan aquí? – dijo.

– En la plazuela de la Cebada – repuse. – Se alquilan balcones, como en Corpus.

Jenara, tomando la labor, empezó a dar terribles pinchazos con la aguja. Sus dedos parecían el pico de un pájaro hambriento. Torné yo a mi lectura del Diario, y de nuevo me distrajo súbitamente, diciéndome:

– En verdad, Pipaón, merece usted una corona por la diligencia que ha mostrado en este negocio.

– ¿Servir al Estado y servirle a usted no es estímulo bastante para un hombre?

Jenara, dejando la labor, tomó otra vez el libro, pero al poco rato apartolo con hastío.

– No abro el libro una sola vez esta noche – dijo, – sin que mis ojos encuentren alguna idea triste. Oiga usted:

 
Donde antes rosas y placer, ahora
Cadáveres y horror huella la planta,
Y en olor de sepulcro, en vez de rosas,
El aire tiñe sus funestas alas.
 

– ¿Qué poeta es ese?

– Cienfuegos.

– Un majadero. Siga usted mi consejo y mi ejemplo, Jenara. La mejor lectura es el Diario. Oiga usted: «El lunes fue ahorcado en Valencia…».

– Basta, basta – exclamó interrumpiéndome. – Es particular… Me salen horcas y muertos por todas partes.

– Es usted a veces más valerosa que un águila, y a veces más tímida que un pajarillo. ¿La idea de la muerte de un hombre, de un malvado, le causa a usted tanto temor?

– No, señor de Pipaón; ni me asusta ni me aterra la idea de que un gran criminal expíe sus crímenes; lo que me causa pavor y más que pavor repugnancia, es la horca, esa herramienta vil… Las justicias de la tierra debieran hacerlas siempre los agraviados en el momento de recibir la ofensa… qué quiere usted… yo soy así… tengo esas ideas y no lo puedo remediar.

– Extraña justicia sería esa, Jenara.

– La mejor. Justicia rápida y por la mano del ofendido. Yo no la concibo de otra manera. Esa que está en manos de hombres pagados, vestidos de negro, amarillos y casi siempre sucios; esa que da tormento al reo, y antes de matarlo lo envuelve en una mortaja de papel escrito, me da tanta tristeza como repugnancia. Detesto al criminal y sería capaz de matarle yo misma, sí señor, yo misma; pero compadezco al encausado.

No quise seguir tratando aquella cuestión, y los dos permanecimos largo rato en silencio, que sólo se interrumpió para dar órdenes al nuevo criado que me servía. Doña Fe se hallaba otra vez en cama, molestada de sus pertinaces dolores. A pesar de ser ya un poco tarde, ni Jenara ni yo teníamos ganas de dormir; sin duda una y otro llevábamos tantas ideas en la cabeza, que el sueño no podía entrar en ella. Aquella respectiva situación nuestra, nuestro desvelo, el silencio que reinaba en la casa, las moribundas ascuas del brasero, que servían como de intermediario a nuestra melancolía meditabunda, trajeron a mi memoria el recuerdo de la noche en que recibí el singular escrito. No pude reprimir un repentino acceso de miedo, el cual se apoderó de mi alma y corrió por dentro de mí y pasó como una influencia eléctrica… Pero mi razón se esforzó en serenarse, diciendo: «ahora no hay cuidado».

De pronto sonaron no sé qué extraños ruidos en lo interior de la casa. Yo di un grito y Jenara se puso a temblar.

– No es nada – dije. – Una puerta que se ha cerrado a impulsos del viento… ¿Qué es eso, Jenara, tiene usted miedo?

Tengo frío – me contestó arropándose en su mantón.

– ¿No se acuesta usted?

– Sí… ahora – dijo mirando a todos lados con el recelo propio de quien busca, y al mismo tiempo teme ver algún objeto desagradable.

Llamé a la doncella, que acudió al punto; acompañelas a las dos hasta su habitación, y cuando di a la señora las buenas noches, respondiome con tristeza:

– Muchas gracias… pero ya sé que esta noche no he de dormir.

Dirigime pensativo y no completamente libre de susto a mi cuarto. Cuando abrí la puerta de él, y la luz que yo llevaba iluminó el interior de la pieza… ¡terror incomparable!… lancé un grito de espanto y no quedó gota de sangre en mi cuerpo… ¡Jesús mil veces! En mi cuarto había un hombre.

Un hombre, sí, que tranquilamente sentado en mi propio sillón, clavaba en mí una mirada fulgurante y burlona a la vez.

¡Cielos divinos!, ¡socorro!… ¡Un hombre en mi cuarto!

¿Quién? Salvador Monsalud.

XIII

Salvador Monsalud en persona.

Largo rato estuve sin habla, sin movimiento, paralizado por el espanto. Yo no era Pipaón; yo era el miedo mismo. Mi espíritu era incapaz de reflexión, de comparación, de juicio… Las piernas me flaqueaban, la voz, muerta en la garganta, no podía ni sabía pedir auxilio.

Creí ver un fantasma. Por un instante, perdiendo mi buen sentido, creí en brujas, en duendes, en almas del otro mundo, en todos los disparates de los cuentos de viejas.

Pero el fantasma se reía de mi turbación, y alargando un brazo hacia mí, me dijo:

– No te asustes, Juan. Soy yo, tu amigo Salvador.

– ¡Tú, Salvador, Salvadorcillo!… – exclamé con voz ahogada. – ¿Por dónde entraste?… Esto es una alevosía.

– Calla, calla – me dijo levantándose, al ver que yo, recobrando el aliento, iba a alborotar la casa. – Soy tu amigo. No me tengas miedo. Hablaremos un rato. Vengo a darte las gracias.

– ¡Las gracias!… ¡a mí!

– Sí, me has hecho un favor, un beneficio inmenso que te agradeceré toda mi vida. Siéntate.

Imperiosamente me ofreció una silla. Los dos nos sentamos. El miedo y no sé qué fascinación extraña me subordinaban al intruso visitante.

– Sí – añadió sonriendo y pasando cariñosamente su mano por mi hombro, – un beneficio inmenso. A ti te debo que se hayan dado hoy las órdenes para poner en libertad a mi pobre madre.

– ¡A mí!… es verdad… sí, yo… – repuse tratando de sacar una idea de la confusión espantosa que había en mi cerebro. – Yo fui quien supliqué al ministro…

– Cediste a mi ruego…

– Como me lo pedías en aquella hoja… – dije viendo un poco más claro, y determinando sacar partido de la situación. – Me pareció justo lo que me pedías… Pero dime, ¿con quien mandaste aquel papel?

– Lo traje yo mismo.

– ¡Tú!… bien puede ser, puesto que ahora estás aquí… ¿Y por dónde has entrado?

Monsalud rompió a reír.

– ¿No has caído en ello? Por el agujero de la llave.

– Estas bromas no me gustan. Ya veo que no hay casa segura para la masonería.

– Ni para el absolutismo. Si yo entro en la tuya, no falta quien entre en la mía.

– Eso no me lo cuentes a mí. Nunca he sido espía.

– Pero sí amigo del marqués de M***. Escúchame, Juan; esta noche han querido prenderme. He sospechado que anduvieras tú en este negocio.

Dominome de nuevo el miedo, y haciéndome el sorprendido, repuse:

– ¡Prenderte!… ¿y qué tengo yo que ver con eso?

– No es más que sospecha… – dijo seriamente. – Te he creído autor al mismo tiempo de un beneficio y de un agravio. Me ha parecido inverosímil que me salvaras y me perdieras en un solo día, y he querido apelar a tu franqueza y lealtad para que me digas la verdad.

– El beneficio, obra mía es; pero el agravio…

Salvador me clavaba los ojos con tal fijeza escrutadora, que sus rayos parecían penetrar en mi alma. Yo también le observé a él. Lejos de parecerme siniestro y terrible, como decía Jenara, Monsalud tenía aspecto en extremo agradable y había ganado mucho desde que no nos veíamos. Su fisonomía era inteligencia y fuerza; la expresión de sus ojos ejercía inexplicable dominio sobre mí, y toda su persona tenía un sello de superioridad y nobleza que cautivaba. Vestía bien.

 

– Esta noche han intentado prenderme con un lujo de precauciones y de habilidad que me han llamado la atención – dijo. – Gracias a la lealtad de un hombre, he podido escapar a tiempo, y el señor marqués ha cogido tan sólo a unos pobres aguadores que dormían en el sótano de la casa. Sé que una señora desconocida sobornó a la pobre mujer del guarda; sé que tu amigo el marqués dio las órdenes para sorprenderme; pero desconozco la trama y los móviles de todo esto. Tú lo sabes y me lo has de decir.

– ¡Yo!… ¡Yo no sé una palabra! Todo lo que me dices es nuevo para mí.

– Dime la verdad… ¡tú lo sabes todo! – dijo apretándome el brazo. – Dímelo, Bragas, o te acordarás de mí.

– ¡Por mi nombre, por Dios que nos oye; te juro que nada sé! – repliqué temblando de susto. – A fe que tienes buen modo de agradecerme lo que he hecho por tu madre.

– Tú eres amigo y confidente íntimo del señor familiar – añadió Salvador aplacándose.

Fingí gran sorpresa.

– ¡Yo!… ¡yo amigo de ese majadero!… Pero tú no sabes lo que dices. ¿En qué país vives?

– ¿No eres tú de la pandilla de Lozano y del marqués de M***? – preguntó algo desconcertado por mi aplomo.

– Vaya, vaya… veo que no estás enterado de nada… ¡Ya esos tiempos pasaron, Salvador!

– Entonces has variado de ideas y de conducta.

– Sí señor, he cambiado de ideas, de conducta, de todo. Mi ruptura con toda esa caterva absolutista es completa desde hace tiempo. Les trato y nada más.

Salvador manifestaba el mayor asombro.

– ¡Pues ya!… – continué, cada vez más dueño de mí mismo. – Si así no fuera, ¿crees que hubiera intercedido por tu madre?… ¿crees que me hubiera expuesto a pasar por cómplice de los conspiradores?

– Juan, por favor, ya seas mi amigo, ya seas mi enemigo, te ruego que me digas lo que sabes respecto a mi persecución de esta noche.

– Te juro que no sé una palabra, ni tengo parte en ello – respondí con tanta seguridad, que no se me traslucía en la cara ni la más ligera turbación.

– Para que seas franco, voy a darte un ejemplo de franqueza. Escúchame bien: en esta azarosa vida mía, consagrada a un afán que devora a una pasión que lentamente consume y postra las fuerzas del alma, me he dejado dominar por vanos caprichos o veleidades amorosas. Mi carácter, en el cual hay ansiedades que nunca se han satisfecho ni se satisfarán jamás, me ha impulsado a esto. Me he tolerado yo mismo estas distracciones, como se tolera el soldado, en medio de la pelea, descansos cobardes para fortalecer su ánimo. Pues bien, últimamente amaba a una mujer con más vehemencia de la que suelo poner de algún tiempo a esta parte en asuntos de amor. Pero no sé qué fatalidad me persigue: con mi exaltación vino una inexplicable frialdad en la persona amada: tuve primero celos y luego sospechas de que me vendía. No quiero entrar en detalles inútiles. Lo principal es esto: al saber hace poco que una señora había comprado con dinero el secreto de mi morada, se han aumentado mis sospechas. Herido en lo más delicado de mi alma, he sentido un furor y deseo de venganza que no puedo expresarte con palabras; me he vuelto loco a fuerza de discurrir buscando antecedentes e indicios que confirmaran mi sospecha; he vagado como un insensato por las calles, jurando muertes y venganza; he prometido no descansar mientras no aclarase este enigma que me atormenta y me abrasa las entrañas.

Mi amigo apoyó la cabeza entre las manos. Su hermoso y noble semblante expresaba viva cólera.

– En esta confusión – prosiguió, – discurrí que tú, como amigo del familiar, podrías sacarme de dudas.

– No sé una palabra. En un tiempo conocí a todas las familias que tenían relaciones con D. Buenaventura. ¿Cómo se llama esa señora?

– Andrea.

– No puedo darte ninguna luz, amigo.

– Al mismo tiempo que tal traición infame suponía, otra idea, otra sospecha aumentaba mi confusión, amigo Juan; idea sobre la cual espero que puedas darme más luz que sobre la otra.

– A ver.

– Existe otra mujer, a quien también puedo atribuir mi persecución; una mujer que vive en tu misma casa, y de cuyas acciones, por reservadas que sean, puedes tener noticias.

– ¿Jenara?

– La misma. Esa tiene motivos para aborrecerme. Cuanto haga contra mí no me sorprenderá. Nada pienso hacer en contra suya. Dejaré que caiga su mano implacable y pediré a Dios que nos perdone a mí y a ella.

– Pues tampoco puedo sacarte de confusiones. No tengo ni el más leve indicio de que Jenara…

– ¿De veras?

– Te lo juro por mi salvación.

– Está de Dios que yo me consuma en el fuego de esta duda espantosa – exclamó Salvador con imponente afán.

Durante las últimas palabras, así como en diversos momentos de nuestro diálogo, yo me preocupaba de un rumor que fuera de la alcoba sentía, rumor como de leves pasos y faldas de mujer, y la idea de que un oído importuno nos escuchase, empezó a mortificarme. No quise, sin embargo, llamar sobre esto la atención de mi amigo, y me propuse no decir cosa alguna que pudiera ser desagradable a la persona que, según mi presunción, aplicaba su curioso oído a la puerta.

– Creo que puedes tener seguridad completa en ese particular – dije a mi amigo. – Jenara es incapaz de hacer el indigno papel de inquisidor.

– También lo creo así – me respondió Monsalud.

Diciendo esto, ambos nos quedamos absortos, porque la puerta se abrió suavemente y apareció ante nuestra vista una magnífica figura blanca, cuya presencia repentina unida a la belleza y emoción de su rostro, tenía todo el carácter de las misteriosas apariciones de la poesía y de la noche.

– Es un error – dijo con voz tan turbada que no parecía la suya. – La inquisidora he sido yo.

Salvador se levantó; dio indeciso algunos pasos como quien no sabe si mostrarse cortés o enojado, y habló de este modo:

– ¡Que Dios nos perdone a ti y a mí, Jenara!… Por esta vez has errado el golpe.

– En otra ocasión seré más afortunada – dijo la dama dando un paso atrás y atrayendo la hoja de la puerta hacia sí.

– Aguarda un instante – exclamó Monsalud, corriendo a detenerla. – En pago de tu crueldad, quiero darte una mala noticia.

Jenara se detuvo.

– Carlos, tu pobre marido, llega mañana… Como hace tiempo que has dejado de quererle, según él dice, por eso llamo a esto mala noticia.

Salvador acentuaba sus palabras con punzante ironía.

– Pues no ha anunciado su viaje – dije yo, advirtiendo en Jenara una gran perplejidad y deseando sugerirle una idea para que saliese de ella.

Pero Jenara no dijo nada. En su semblante, que poco antes parecía de mármol, distinguí una alteración súbita. Leves llamaradas de rubor tiñeron sus mejillas.

– No ha anunciado su viaje – añadió Monsalud, – porque viene a lo celoso, callandito… Quiere sorprender, acechar, vigilar. ¿Sabes que está celoso, Jenara?… El pobre Carlos no será nunca feliz.

Vi moverse los labios de Jenara y replegarse en torva conjunción sus cejas. Difícil es conocer lo que pasó entonces en su mente y en su conciencia (¿nos lo dirá ella misma algún día?), porque en vez de hablar, cerró con estrépito la puerta, y desapareció como una visión de teatro. Fui tras ella… huía como la corza herida. Creeríase que tras su fugitiva persona, semejante a la sombra de una diosa ofendida, había quedado en la atmósfera un suspiro que por breve instante reprodujo su emoción.

Cuando volví al lado de Monsalud, este reía.

XIV

– Gran bien me ha hecho tu huéspeda sacándome de dudas. Al fin veo que no he perdido el tiempo con venir aquí.

– ¡Con que era ella!

– ¡Esta! – exclamó con júbilo. – ¡Oh!, amigo Juan, qué dulce es ver que sólo nos hacen daño nuestros enemigos… Sospechar de un amigo, de una persona amada, es el mayor de los martirios.

– Quién lo había de decir – indiqué yo, haciendo un esfuerzo para que no me cogiese en mentira. – Cómo había de figurarme yo que Jenarita…

– ¿Y no sospechabas nada?

– Ni una palabra.

– ¿Y no te había confiado nada?

– ¿A mí? Si no nos podemos ver… si somos el perro y el gato. ¡Cuánto me alegro de que venga Carlos, a ver si esta gente se marcha de una vez de mi casa!

Antes de pronunciar estas palabras me cercioré de que el espionaje había concluido. Nadie nos oía. Cerradas cuidadosamente todas las puertas, me senté junto a mi amigo, resuelto a poner en ejecución el hábil plan que había concebido.

– ¿Pero es cierto que no os lleváis bien los Baraonas y tú? – me preguntó Salvador en tono que indicaba alguna desconfianza.

– No nos podemos ver, te he dicho. Ya conoces las ideas del abuelo. Es un hombre insolente. Respecto a la implacable soberbia y a los rencorosos sentimientos de Jenarita, ¿qué puedo decirte que tú no sepas?… Pues digo, si llegan a saber que yo he intercedido por tu infeliz madre… Cuando se les habla de tal asunto, son fieras el abuelo y la nieta.

– No me hables de esto – dijo Salvador pálido de ira, – porque me olvidaré de que estoy en casa ajena y en situación poco a propósito para pedir cuentas a nadie… Los Baraonas y los Garrotes son autores de la prisión y del martirio de mi pobre madre. ¡Venganza miserable! Todo porque le herí en un duelo leal, provocado por él… ¡Si vieras cuánto he luchado aquí para conseguir la libertad de la pobre mártir!… Diferentes veces se ha logrado lo que hoy te concedió el ministro; diferentes veces, por empeño de poderosos amigos míos, ha dado órdenes generosas al Consejo Supremo. Mientras Carlos ha estado en la Rioja, todo ha sido inútil. Yo no sé cómo se las compone el maldito, que puede allá más que el Consejo Supremo aquí.

– Tiene amigos y parientes en la Inquisición de Logroño, y es familiar de ella.

– Mi madre será puesta en libertad pronto gracias a que Carlos ha salido de allí, a que las órdenes de ahora son muy enérgicas, y sobre todo a la revolución que se aproxima… Pero sálvese o no la infeliz señora, la infamia de esa gente rencorosa y vengativa como las furias antiguas no quedará sin pago… ¡Me parece mentira que Carlos Garrote viene a Madrid y que le he de ver delante de mí!

Diciendo esto, eran tan enérgicas la expresión y los ademanes de mi amigo, que me aparté de su lado, temeroso de alcanzar alguna señal dolorosa de su indignación.

– Esta gente es atroz – dije. – No veo la hora de que se marchen de mi casa. Estamos riñendo todo el día. ¡Cuántas veces les he echado en cara ese furor inútil contra Doña Fermina, por no poder cebarse en ti!

– Por eso te llamará tanto la atención verme en esta casa, albergue de mis implacables enemigos, y que al mismo tiempo lo es de un rabioso absolutista.

– ¡Absolutista yo! – exclamé comenzando a desarrollar mi plan. – No me insultes.

– Yo vacilé largo rato antes de presentarme a ti, pero el deseo de que me sacaras de una cruel duda me decidió. Por un lado, sospechaba que tú, como familiar del familiar, no dejarías de tener parte en mi persecución; por otro, el saber que habías implorado la libertad de mi madre me inspiraba cierta confianza hacia ti, a pesar de tu absolutismo.

– ¡Absolutista yo! Vuelvo a decirte que no me insultes. Bien sabes tú que no soy servil. Si lo creyeras así, no te atreverías a venir a mi casa.

– ¿Por qué no?

– Porque temerías que te detuviese y te entregase a la justicia. Monsalud se echó a reír, burlándose descaradamente de mí.

– Pues qué, ¿si yo fuera absolutista de los de D. Buenaventura, estarías tú tan tranquilo delante de mí?

– Dices eso, pobre hombre, porque ignoras que aunque seas absolutista de los de D. Buenaventura, no puedes nada contra mí dentro de tu propia casa.

– ¡Cómo que no!

– Mírame – añadió desembozándose. – No traigo armas. Esto prueba mi confianza.

– Y si yo quisiera… – dije lleno de confusión. – Verdad es que algunos de mis criados está vendido a la masonería.

– Lo están todos.

– ¡Todos! De modo que en mi propia casa…

– Estoy yo más seguro que lo estuve esta noche en la mía me contestó riendo. – No te alarmes por eso. Además, el mal es irreparable, porque si despides a tus criados y tomas otros, sucederá lo mismo… ¿Sabes que me encuentro bien aquí? Si me lo permites, descansaré un poco – añadió, acomodándose holgadamente en el canapé.

Volvió de nuevo el miedo a apoderarse de mí; pero yo había resuelto seguir la corriente a que me impulsaban mis nuevos propósitos y las ideas de mi amigo, y le hablé de este modo con amabilidad.

 

– Por supuesto, Salvador, la traición de mis criados es perfectamente inútil, porque has de saber que no sólo soy incapaz de perseguirte, sino que te ocultaré y protegeré en caso de que otros te persigan.

– Vamos – dijo sonriendo amistosamente, – no me confundas más de lo que estoy. Di que eres mi amigo, di que conservas algo del afecto que hace años nos teníamos. Lo creeré, no sólo porque mi corazón es crédulo en materias de amistad, sino porque has dado pruebas de ello hoy mismo intercediendo por mi madre, lo cual te agradezco en el alma. Dime eso, querido Juan; dime que eres leal y honrado y generoso conmigo; pero no me digas que no eres absolutista, porque me echaré a reír.

– Pues te lo repito. Vamos, me enojaré de veras si insistes en tal absurdo. Ven acá – añadí mostrando el paquete de folletos que me había dejado D. Antonio Ugarte. – ¿Es absolutista el hombre que se ocupa en repartir estos papeles?

– ¡El folleto de Flórez Estrada!

– He repartido ya más de cien. Asómbrate, Salvadorillo: he hecho llegar este cuaderno a las manos de Su Majestad y de los Infantes.

– Esto es algo – dijo con formalidad; – pero no es una prueba completa de enemistad con el absolutismo. Quizás tu entendimiento se incline a otras ideas; pero ya estás muy amoldado, Bragas, estás endurecido en la forma de los Lozanos de Torres, de los Buenaventura, de los Eguía, de los Elío… Necesitarías que te derritieran y que de nuevo te fundiesen en otro crisol.

– Tonto – repliqué con brío, – ¿y quién te ha dicho que no me he puesto ya al fuego?

– ¡Tú!, el covachuelo, el oficial de Paja y Utensilios, el director de la Caja de Amortización, el amigo del Sr. Chamorro, el brazo derecho del Sr. Ugarte, el tertulio de Palacio, el mandadero de Su Majestad…

– ¡Yo, yo, yo, sí! – afirmé con enfado. – ¿Quieres que te convenza de una vez con dos palabras, Salvador?… Pues para que comprendas mi decidida ruptura con todos esos deplorables antecedentes y personas, óyeme lo que voy a decirte. Quiero ser masón.

Monsalud manifestó el mayor asombro.

– Ser masón es no ser nada, si no se conspira – me dijo.

– ¡Quiero conspirar! – exclamé dando fuerte puñetazo sobre la mesa y metiéndome después las manos en los bolsillos.

– Pero no se conspira para aumentar la autoridad de la Corona, sino para disminuirla. No se conspira en pro del Rey, sino en pro de la Nación.

– Pues en pro de la Nación.

– Se conspira para restablecer el Gobierno liberal y la Constitución, es decir, lo que tú llamabas la mamancia cuando escribías en La Atalaya.

– Para restablecer el Gobierno liberal y la mamancia – repetí frunciendo el ceño y con los ojos fijos en el suelo.

– Y para dar al traste con la infame polilla de España que mina el Trono y el País, y al mismo tiempo se los está comiendo.

– ¡Para eso, para eso!

– Debo añadirte que hoy se hila un poco delgado debajo de Madrid.

– ¡Debajo de Madrid!

– ¿No me entiendes? En las logias y reuniones secretas, quiero decir. Hoy se toman precauciones. Cuando un señorón de categoría elevada, sea quien fuere, ofrece su ayuda a la revolución, lo cual ocurre todos los días, queda ligado por compromiso solemne; y las veleidades, querido Bragas, los arrepentimientos, suelen costar caros a quien los padece.

– Sí, ya sé… – dije, inspeccionando otra vez la puerta, para cerciorarme de que nadie nos oía. – Hay pruebas rigurosas, palabras enigmáticas, juramentos que hielan la sangre en las venas… y el que hace traición muere sin remedio.

– No hay nada de eso – me dijo riendo. – Huye de esas reuniones formularias que establecen el sainete en los sótanos. Ahora no se trata de eso. Cuando los pueblos padecen y luchan por su emancipación, obran seriamente y van a su objeto sin necedades de teatro. Ahora, amigo Bragas, las cosas han llegado a un punto tal, que se trabaja por la libertad a toda prisa, con la avidez del náufrago que entre las olas lucha con la muerte y por la vida… Fuera misterios y ritos anticuados y palabras vacías. Todo es acción: las tinieblas y el misterio han dejado de ser vano velo de las chocarrerías de los holgazanes. Yo lo he visto todo desde el principio: he visto las jimias haciendo muecas entre dos calaveras en la ahumada atmósfera de una cueva; y hoy veo a los hombres inteligentes y formales labrando en silencio y sin aparato las palancas poderosas con que pronto ha de moverse lo de arriba. Sólo en las épocas en que no hay nada que hacer existen esas vanidades y espantajos ridículos de que habla el vulgo. Ahora la inmensidad de la tarea une las manos de todos los hombres en una obra común, y desaparecen las máscaras convencionales y las fórmulas aparatosas, que más bien eran entretenimiento que utilidad. Eso no quita que en plena luz, y a la faz del mundo oficial y de la tiranía, se empleen ciertos signos para reconocerse y obrar de acuerdo; pero allá dentro, amigo, en nuestro reino escondido, en aquella vida de catacumbas donde se prepara la nueva vida libre y pública, todo es claridad y sencillez. Se trabaja, se extiende la acción con arte y fuerza; se prepara el golpe con la destreza y habilidad necesarias para que no se malogre como otras veces. Ahora bien, Bragas de Pipaón; tú, servidor declarado de los poderosos de hoy, ¿quieres servir a la revolución?

– Sí quiero – respondí. – Pero dime antes una cosa: ¿esa revolución vendrá?

– ¡Vendrá! Para ti es condición indispensable que la revolución venga. Adoras el hecho, no la idea… No puedo responderte. Puede venir y no puede venir. Eso dependerá de este, del otro, de mí, de los demás, de ti mismo, de todos reunidos. Si hacemos tonterías, ¡cómo ha de venir la revolución!

– Lo preguntaba porque eso es muy importante. D. Antonio Ugarte, uno de los hombres más listos y de mejor ojo que hay en España, me ha asegurado que la revolución vendrá.

Al decir esto, la idea del puesto que me habían negado en el Consejo estaba fija en mi cerebro como la marca de un hierro encendido. Me quemaba.

– ¡La revolución viene, la revolución viene! – proseguí sintiendo en mí una especie de voz interior que así me lo decía. – Lo conozco, lo adivino, lo veo, amigo Monsalud, en la atmósfera que nos rodea, lo veo en la cara misma de los palaciegos. Es un hecho inevitable, lógico. La revolución viene, como viene el día después de la noche. Todo lo anuncia, ilustre amigo. Hasta los pájaros cuando cantan dicen «revolución».

– Esto te infundirá valor y aliento. La revolución no suprimirá los destinos… por eso tu acción tiene poco mérito. Pero en fin, quieres ser de los buenos, y el sistema adoptado es recibir a todo el mundo, venga de donde viniere. Ahora voy a cogerte por la palabra, para que no te arrepientas de aquí a una hora. ¿Puedes salir conmigo esta noche?

– ¿Por qué no? Vamos a donde quieras.

– Es muy cerca; no andaremos mucho.

– Mi capa, mi sombrero… ¡Blas!… pero ¿es posible que este sencillote criado mío esté también vendido a la masonería?

– En cuerpo y alma. Ahora, ciudadano Robespierre – me dijo con donaire, – convendría que tomásemos algo. Quizás tengamos que estar en vela toda la noche. Has de saber que no carezco de apetito: es imposible que en la casa de un hombre que ha servido en tan altos puestos no haya a estas horas excelentes fiambres.

– Todo lo que quieras. ¡Blas, Blas!… Este tunante masón no viene.

Al fin apareció mi criado, al cual no pude mirar sin rencorosa prevención, considerándole traidor, y nos sirvió un bocado confortativo. Mientras comía, meditaba yo sobre aquel nuevo giro que tomaban mis ideas, sobre aquel nuevo camino que emprendía mi actividad.

– Es preciso – me dije para mí – que en este mundo desconocido en que ahora entro procure desde el primer instante disipar los recelos que mi presencia pudiera despertar. Cuidadito, Pipaón, con mostrar tibieza o indiferencia, aunque veas toda clase de extravagancias y locuras. Un celo excesivo y un entusiasmo demasiado ardoroso, no serán tampoco el mejor sistema. Tomemos por modelo al maestro D. Antonio Ugarte. Conviene, pues, adoptar una actitud intermedia, poner cara en cuyas facciones se asocien artística y noblemente el entusiasmo y la dignidad, la templanza del gobierno y la energía revolucionaria… Mi papel es el de un honrado repúblico que, comprendiendo con dolor la incapacidad del absolutismo para gobernar a los pueblos, se acerca grave y triste, pero resuelto a la revolución y le ofrece sus servicios, porque sería lamentable que la revolución, si algo hace, lo hiciera sin él… Animo y disimulo. Seguro estoy de que al poco tiempo de estar en la conspiración, me encontraré tan a mis anchas como en la camarilla de Su Majestad a los dos días de ingreso…; seguro estoy de que mi sutil travesura volverá lo de arriba abajo y lo de abajo arriba, en esas escondidas sociedades que voy a visitar… seguro estoy de que al poco tiempo de mi feliz iniciación, armaré más líos y enredos que vio Creta en su famoso laberinto, y de que no pasarán muchos meses sin que traduzca en provecho propio las tenebrosas artimañas de estos caballeros y mi novel liberalismo. ¡Lo haré sin remedio lo haré! ¡Ay!, me conozco como si me hubiera parido.