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Episodios Nacionales: La Segunda Casaca

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– Le cogeré, le encerraré, le mataré, le descuartizaré.



– Le entrego a usted la ratonera – dijo riendo, – y aparto la cara y me tapo los oídos. Mi rencor acaba donde empieza el verdugo.



– Muy bien; en el otro asuntillo yo hablaré mañana mismo al ministro.



– No diga usted que es cosa mía. Si Carlos lo supiera…



– No, lo haré por mi cuenta. Dudo mucho que consiga nada…



– Insista usted. Ponga usted ese favor por condición ineludible para la entrega del conspirador más atrevido de estos tiempos.



– No es mala idea. ¿Y no se nos escapará de aquí a mañana?



– ¿Cree usted que he gastado en balde mi dinero y mi tiempo? – dijo en tono de seguridad. – Esté usted tranquilo.



– Pues no hay más que hablar.



– Nada más.



Y nos despedimos para retirarnos.



X

Al día siguiente, cuando me disponía a salir, entró un amigo, y me dijo que corría por Madrid la noticia de que dejaba el Ministerio de Gracia y Justicia el Sr. Lozano de Torres. Esto varió de improviso el curso de mis ideas, obligándome a apresurar mi visita al mencionado señor, y quitándome al mismo tiempo las pocas esperanzas que tenía de conseguir de él lo que a solicitar iba, por ser muy difícil tocar la fibra de la piedad en un ministro sentenciado. Pero no había dado veinte pasos por la calle Ancha, cuando otro amigo, oficial en el Ministerio de Gracia y Justicia, me detuvo, diciéndome:



– En la casa se asegura que sucederá a D. Juan Esteban el señor marqués de M***.



Nuevas confusiones en mi cabeza. Poco después estaba en el despacho de Su Excelencia. Cuando yo entraba entró también el Sr. D. Ignacio Martínez Villela, circunstancia que no carecía de significación para mí. El Sr. Lozano estaba meditabundo y como acongojado, sin duda porque veía encima el palo con que la Majestad de Fernando recompensaría pronto un amor desmedido. A nuestras preguntas, no obstante, contestó que nada sabía de destitución, y que el Rey se había mostrado la noche anterior más cariñoso que nunca, lo cual, en puridad, no quería decir nada. Pero lo que más me sorprendió desde el principio de mi visita, causándome mucho gusto, fue que el ministro recibió a Villela con extraordinarias muestras de aprecio.



– Ya le he dicho a usted – manifestó este, – que ha tiempo que el marqués le mina a usted el terreno. Usted no quiere hacer caso de mí, no quiere seguir mis consejos…



El Zorro no contestó nada, y seguía muy taciturno.



– Ya nos cayó que hacer – dijo jovialmente Villela, sacando su caja de tabaco, – porque el Sr. D. Buenaventura va a entregarse a la persecución de masones con un celo lamentable, y ahora… ya se sabe… vamos a ser masones y jacobinos todos los que no pensamos como él. Seré masón yo, será masón usted…



– ¡Yo!… – dijo el ministro.



– Sí, ahora, amigo mío, todo aquel que no tenga la suerte de agradar al señor marqués… ya se sabe.



– Pues que no me busque el señor marqués – exclamó Lozano, súbitamente arrebatado de ira, – porque me encontrará.



Villela rompió a reír. Su doble barba temblaba al compás de la risa.



– Pero hombre, si se lo estoy diciendo… —gruñó D. Ignacio, – y usted no quiere creerme; y usted cada vez más condescendiente con el señor marqués; y usted erre que erre, creyendo que el señor marqués es el brazo derecho de la nación. Hace tiempo que en esta casa somos tratados como perros todos los que tenemos esa acendrada admiración y culto por el ínclito marqués de M***.



– ¿Como perros?



– O como masones. Hace tiempo que aquí le niegan a uno hasta los favores más insignificantes, si no obtienen la venia del Sr. D. Buenaventura, de esa lumbrera, sin cuyos resplandores parece que los de esta casa no se ven la punta de la nariz…



– Pues qué, ¿no he accedido a todas las peticiones de usted? – dijo el ministro con pena.



– A ninguna, Sr. D. Juan Esteban. En cambio el señor marqués, a quien se indica para sucesor de usted, y que tanto trabaja para conseguirlo, no ha tenido más que boquear para ver realizados toda suerte de antojillos. Ya se cobrará los favores que ha recibido, descuide usted. Ahora, es corriente, todos somos masones. Preparémonos, Sr. D. Juan Esteban, a que caiga sobre nosotros la familiaridad del familiar.



– ¿Qué dice a esto, Pipaón? – me preguntó el ministro.



– Sólo sé que en Madrid no se habla de otra cosa que de la entrada del Sr. D. Buenaventura en este Ministerio – dije con gran aplomo.



– No se habla de otra cosa… – repitió Lozano, sin poder disimular que tenía traspasado el corazón.



– Y un amigo mío que ahora venía de Palacio me lo dijo también – añadí. – Si aquí nadie está seguro… ¿De qué sirven una lealtad acrisolada, una disposición extraordinaria y una experiencia no común?… Pero consuélese usted, Sr. Lozano de Torres, con saber que quedarán en el país excelentes recuerdos de la paternal administración de usted…



– ¿Sí, eh?



– Es evidente. El hombre honrado, el hombre inteligente, el hombre que cumple con su deber, tiene por premio la admiración y el respeto de los pueblos, ¿qué más quiere?… Goza usted de fama además de hombre benigno y que aborrece las crueldades…



– Lo que es eso…



– Hasta cierto punto – dijo Villela sonriendo.



– Hasta donde se ha podido – dije yo. – El Sr. Lozano no abandonará esta casa sin dar la última prueba de su caritativo corazón y sentimientos cristianos. Sí, ¿por qué no he de decirlo de una vez? Hoy vengo aquí con una pretensión de generosidad que proporcionará a usted, amigo mío, ocasión de mostrar la bondad de su alma.



– Para pedirme una obra de caridad no se necesita tanto aparato – dijo el ministro. – Si no es más que eso…



– Vengo a solicitar, en nombre y a petición de varios paisanos míos, que la Inquisición de Logroño ponga en libertad a Fermina Monsalud, inicuamente atormentada.



Lozano de Torres frunció el ceño.



– Aquí te quiero ver – dijo Villela, echando hacia atrás el inmenso cuerpo, y riendo como un ídolo asiático. – Si esa es la petición que yo hice el otro día… pero no, no agrada al Sr. D. Buenaventura… ¡Pues no faltaba más, sino que se fuera a poner en libertad a una mujer inocente!… ¡Duro en ella, señor ministro! La religión y el Estado exigen que esa mártir perezca.



Sus risas atronaban la sala.



Aquí hay una madre presa y un hijo que conspira – dijo el ministro.



– Eso es – gruñó Villela. – ¿No se puede coger al hijo?… pues descoyuntar a la madre. ¿Hay nada más lógico?



– Es una iniquidad – dijo Lozano con movimiento repentino. – Esa pobre señora debe ser puesta en libertad.



Alargó la mano para tomar pluma y papel.



– Tate, tate – exclamó con toda la fuerza de su mordaz ironía el Elefante. – ¿Qué va usted a hacer? Cuidadito; se enojará D. Buenaventura…



– Es una obra de caridad.



– Masónico, eso es masónico puro – gritó Villela, dejándose caer en el sillón.



– Mandaremos al Consejo Supremo que disponga inmediatamente la libertad de esa mujer – dijo Lozano escribiendo.



– Hombre de Dios – manifestó el Consejero variando al fin de tono y hablando seriamente, – ¿no solicité lo mismo hace tres días? Ha necesitado usted que otro lo recomendara para hacerlo…



– Mis paisanos… – indiqué yo.



– Sr. Pipaón – dijo Villela, volviendo a las burlas. – Usted es masón.



– ¿Por qué?



– Porque ha pedido que se pusiera en libertad a una víctima de la Santa… y también yo soy masón, porque lo pedí antes, y también es masón el Sr. Lozano, porque lo concede. Preparémonos a que los espías del marqués se metan en nuestras casas.



Lozano escribía.



– ¿Usted manda a la Suprema que dé las órdenes? – preguntó el Consejero, mirando por encima del hombro de Lozano lo que este escribía.



– ¡A raja tabla! – respondió Torres, echando una rúbrica que parecía una puñalada.



Estaba furioso. Parecía un gatillo contrariado, y cuando tiró de la campanilla para llamar a un oficial, sus ojuelos azules despedían un fulgor vengativo.



– Ya está hecho – dijo con placer de quien ve el éxito de su primer rasguño.



– Ha hecho usted una obra admirable – afirmó Villela, alargando sus brazos hacia el ministro; – permítame que le abrace. Y ahora me toca a mí. Tenemos que hablar mucho. Si Pipaón tuviera la bondad de dejarnos solos…



– Precisamente tengo que hacer…



Di las gracias a Lozano, que me reiteró verbalmente su estimación. Villela me dijo al despedirme:



– El ministro y yo vamos a hablar de masonería. Si ve usted a D. Buenaventura, denúnciele esta logia.



– Pues hablemos de masonería – repitió Lozano sentándose junto a la corpulenta humanidad de su amigo. – Pipaón, adiós.



Yo estaba tan sorprendido como satisfecho. Presentábanse aquel día las cosas a pedir de boca, pues después de conseguir del ministro amenazado lo que poco antes me resultara imposible o al menos dificilísimo, me quedaba ancho y expedito el camino para congraciarme con el ministro sucesor, proporcionándole uno de los más vivos goces que pudiera anhelar. La Providencia, que jamás me abandonó, disponía en aquella ocasión que quedase bien con todos, bien con Lozano de Torres, y mejor aún con el marqués, principal imán de mis complacencias a la sazón, porque los servicios que yo le prestara habían de influir mucho en la provisión de la primer vacante en el Consejo.



Recibiome D. Buenaventura gozoso, aunque con modestas razones aseguró no tener noticia de su proximidad al sillón de Gracia y Justicia. Cuando le comuniqué las verídicas noticias que llevaba, púsose más alegre y al punto se vistió para ir en busca del Gobernador de la Sala de Alcaldes y el señor Alguacil Mayor de la Inquisición de Corte. El Estado y la Iglesia estaban de enhorabuena. Tomáronse desde por la mañana con el mayor sigilo todas las precauciones imaginables, porque el Sr. D. Buenaventura era uno de los esbirros más celosos y más diligentes que por entonces tenía el absolutismo. Para que se vea qué vehemencia acostumbraba poner aquel piadoso varón en sus gestiones inquisitoriales, dejaré hablar por un momento a un célebre cronista de aquellos tiempos.

 



«El marqués de M***, familiar del Santo Oficio, hombre fanático por la Inquisición, y oficioso por ella con delirio, había por sí y ante sí organizado una tropa de espías, que él pagaba a sus propias expensas y en la que figuraba con distinción un antiguo oficial suizo, que conociendo el flaco de este corifeo, lo embaucaba y hacía creer mil maravillas. Nadie osó ofrecer al Rey mi nueva captura con la decisión que este digno caballero».



D. Buenaventura, aunque marqués, vivía en una casa de huéspedes de la calle de la Abada. Amigo de la casa y obsequiador de las tres hermosas niñas de la patrona era un tal Núñez, compinche de los conspiradores, el cual se había dado muy buenas trazas para espiar a los espías del marqués y al marqués mismo de un modo tan seguro como ingenioso. Y fue que las niñas habían practicado un agujero en el tabique de la estancia del familiar, el cual huequecillo, cubierto con un mapa, les permitía oír desde la pieza inmediata cuanto en aquella se decía. Desde que iba el suizo a dar parte de sus pesquisas o a recibir órdenes de D. Buenaventura, ya estaban las niñas con el oído pegado a la pared, y junto a ellas el travieso Núñez. Véase por esto si daría resultados la policía del marqués.



Cuando todo quedó concertado, después de mis revelaciones para dar el golpe seguro contra el astuto agitador, aquella misma noche, mi ilustre amigo y protector me dijo:



– Querido Pipaón, no puedes figurarte cuánto hemos penado al señor Alguacil Mayor y yo, noches pasadas. Recorrimos toda una manzana de casas, saltando de tejado en tejado, más parecidos ambos a gatos que a grandes de España. El señor duque se destrozó una pierna contra la reja de una bohardilla, y yo resbalé por las tejas… ¡ay!, poco me faltó para rodar hasta el alero y caer a la calle… Y por fin de fiesta, no cogimos nada… por todas partes gente honrada y piadosa. Madrid, y sobre todo los pisos altos, desvanes, sotabancos y chiribitiles, están atestados de modelos de virtud… Los espías que pago son perros jóvenes que apenas tienen olfato… se equivocan siempre. Denuncian un conspirador hereje en tal o cual bohardilla, vamos allá, y resulta un ex-abate hambriento que compone villancicos y romances para los ciegos… Nos hablan de una logia; corremos a ella, y después de rompernos las piernas contra las chimeneas, hallamos un altar donde se adora entre flores y velas a la Santísima Virgen… O los espías no sirven para el oficio, o la sociedad toda es una mentira, pura hipocresía y enredo… En fin, si es verdad lo que me has dicho, esta noche haremos algo de provecho, mayormente si Su Majestad se digna nombrarme ministro. Como supongo que estás impaciente por saber el resultado del golpe, en cuanto todo esté hecho te mandaré un recado con Perico.



Yo dejé a D. Buenaventura entregado a sus dulces proyectos, y después de despachar varios asuntos, me retiré ya de noche a mi casa, donde encontré a D. Antonio Ugarte, que pocos días antes había llegado de Andalucía y me estaba esperando para hablar conmigo, según dijo, de un negocio interesante.



Desde que le vi, diome un vuelco el corazón, anunciándome con su ignoto lenguaje que algo grave iba a tratar conmigo el tal sujeto. Era Ugarte el hombre a quien yo más respetaba en aquella época. Su suprema inteligencia y tino me subyugaban de tal modo, que no podía dejar de obedecerle ciegamente. Sus presunciones, sus barruntos, eran leyes para mí; y a pesar de mi amistad con diversas personas, sólo aquella influía de un modo poderoso en mis ideas y en mi conducta. Al mismo tiempo él me tenía por auxiliar tan poderoso de sus planes, que me podía llamar su brazo derecho. Ugarte no podía ir a mi casa para una tontería. Advertí que traía un paquete bajo la capa; algo estupendo iba a salir de sus sibilíticos labios. El coloquio que ambos sostuvimos encerrados en mi cuarto y sentados frente a frente es tan útil para la perfecta inteligencia de estas Memorias mías, que no puedo pasarlo en silencio.



XI

– Pipaón – me dijo con el tono reprensivo que empleaba siempre para echarme en cara mi conducta, cuando esta no le convenía, – de algún tiempo a esta parte estás haciendo tantas y tan grandes tonterías, que apenas te conozco. No sólo te haces daño a ti mismo, sino que me lo haces a mí.



– Ya me dijo usted, Sr. D. Antonio – le respondí con humildad, – que encontraba censurable mi empeño en ser consejero; pero también he dicho a usted que no es por el huevo sino por el fuero; que es para mí un caso de honra, de dignidad.



– Nada de eso hace al caso. Importa poco lo que pretendas por esta o la otra razón; lo que encuentro perjudicial y aun soberanamente necio es que lo solicites, cualquiera que sea el motivo. Llevas trazas de no conseguirlo nunca, y aun de perder lo que has adelantado en tu carrera.



Como no podía penetrar el sentido de aquellas razones, esperé sin decir nada a que el gran Antonio I me las explicara.



– Mi situación en la Corte no es hoy lo que hace un par de años – dijo muy preocupado, – ni la tuya tampoco.



– Desde la compra de los malhadados barcos rusos – respondí, – nos hemos averiado un tanto, y navegamos mal. Demos gracias a Dios por no habernos estrellado ya.



– ¡La compra de los barcos rusos! – exclamó, fija la vista en el suelo y moviendo la cabeza. – Ahí tienes un servicio eminentemente prestado a nuestro país, y sin embargo, nadie nos lo ha agradecido.



Hice un esfuerzo supremo para no reírme.



– Verdaderamente – añadió D. Antonio, – los barcos no valían ni para leña. Hablando aquí en confianza, amigo Pipaón, yo no creí que fueran tan malos. El Sr. Bailío me aseguró que podían hacer un viaje.



– No creo que sea posible un negocio peor, Sr. D. Antonio; dígolo con referencia al país. Si las quinientas mil libras que nos dieron los ingleses para indemnizar a los perjudicados por la abolición de la trata se hubieran repartido equitativamente entre los españoles pobres…



– No te hagas eco tú también de las vulgaridades que corren a propósito de los cinco navíos y la fragata que compramos al Emperador de Rusia – dijo con cierto enfado. – Si ha resultado que esos buques están podridos, la culpa no es mía. ¿Entiendo yo de barcos? Además aquí no quieren sino gangas. ¿Pues qué, con quinientas mil libras, o sean cincuenta millones de reales, se podían comprar seis buques acabaditos de salir del astillero?



– Sr. D. Antonio, si el gran Alejandro sigue con tan buen ojo para los negocios, pronto no cabrá el dinero en todas las Rusias de Europa y de Asia.



– ¿Y a mí que me cuentas? – dijo amostazándose más. – El tratado secreto que se celebró para comprarlos, firmelo yo como secretario íntimo; pero fue el Rey quien lo hizo. Era tal su impaciencia por cerrar el trato de una vez, que estaba el hombre desasosegado y fuera de sí. Yo quise ir con tiento, yo quise establecer alguna garantía; pero amigo Pipaón, si vieras cómo estaba, cómo se puso ese hombre… Parecía sediento, ávido; parecíale que si no se compraban pronto los barcos, se iban a convertir en humo las quinientas mil libras de los ingleses. ¿Qué dices a esto?



– Parece mentira que tal haga y de tal modo se apure un hombre que tiene a su disposición más de cien millones del Tesoro público y otras gangas…



– Si es un saco roto. ¡Y el vulgo necio cree que de la compra de los cachuchos podridos me he aprovechado yo!… – dijo Ugarte con cierta expresión que indicaba como lástima de sí mismo, – ¡yo, Pipaón!… No me ha tocado sino una miseria, un bocado, indigno de mí y de los muchos afanes que pasé. Pero querido, los revolucionarios se valen de todos los medios… Ni los barcos son tan malos como dicen, ni es absolutamente imposible que se den a la vela.



– Los marinos han dicho que no se embarcan en ellos.



– ¡Los marinos! ¿Ignoras que todos están vendidos a la masonería?… Pero es preciso desplegar gran energía contra esa gente; sino… Al capitán de navío D. Roque Gruzeta se le ha puesto preso por haber dado un informe desfavorable a los cinco buques.



– Es que no quieren embarcarse, Sr. D. Antonio; es que nadie quiere ir a América.



– Exactamente; ese es el mal primero y más grave, y ayer se lo he dicho claramente a Su Majestad. Ni militares ni marinos quieren correr los riesgos de una navegación larga, ni exponerse a las epidemias de América, ni menos entrar en campaña con los rebeldes en un país tan vasto como aquel. Los que vuelven, escuálidos y moribundos, quitan a los expedicionarios las pocas ganas que tienen de embarcarse. Con esta cobardía general, toda guerra ultramarina es imposible, y las Américas se perderán, amigo Pipaón.



– Claro es que se pierden. Si este último esfuerzo no da algún resultado…



– ¿Qué esfuerzo ni qué niño muerto? ¿Pero tú crees que las tropas del ejército expedicionario que yo dispuse llegarán a embarcarse? ¡Necedad! Fui a Cádiz hace poco y pude ver por mí mismo cómo está aquella gente. Hay que oírles, amigo. Con decirte que no hay un solo oficial que no esté afiliado en alguna sociedad secreta, está dicho todo; hablan con el mayor desparpajo del mundo de ideas liberales, de constituciones, de democracia, de soberanía nacional y aun de república. En los círculos de oficiales y en los cuerpos de guardia no se oye otra cosa que versitos, pullas y chascarrillos contra el absolutismo, contra el Rey absoluto y contra todas las personas que le rodean. Hay allí una atmósfera que marea; al llegar a la Isla se respira revolución, como al acercarse a un incendio se respira humo.



– No estaba yo muy seguro de las aficiones absolutistas de los oficiales del ejército, especialmente de los pertenecientes a cuerpos facultativos – dije participando de las inquietudes de D. Antonio, – pero no creí que las sociedades secretas estuvieran tan extendidas.



D. Antonio dio una especie de silbido, que indicaba la plenitud de su creencia en punto a la enorme extensión de las sociedades secretas.



– Estás en Babia, Pipaón – me dijo sonriendo. – Las sociedades secretas, llámalas masonería, clubs, orientes, o como quieras, ofrecen hoy una ramificación inmensa y completa dentro de la sociedad. En ellas está comprometida toda clase de gente. ¿Crees que sólo los perdidos son masones? ¡Error, amigo mío; vulgaridad supina! Altos personajes…



– Eso lo sé también. Podría citar aquí media docena…



– ¡Media docena! Yo te citaré centenares. De algunos no tengo seguridad completa; pero de muchos no puedo dudarlo, porque tengo datos irrecusables. ¡Y qué hombres, y qué nombres! Precisamente los que mejor suenan en los oídos del absolutismo son los que más se pronuncian hoy en las logias. Ministros, tenientes generales y algún capitán general, vicealmirantes, infinidad de brigadieres, consejeros de Estado, alcaldes de Casa y Corte, familiares de la Inquisición, hasta inquisidores, hasta canónigos, hasta frailes hay en la masonería. No me asombraré de ver en ella a un señor obispo el mejor día… Por de contado, el núcleo, la base, el amasijo fundamental de este gran pastel que se está cociendo y que pronto fermentará, si Dios no lo remedia, lo forman los oficiales de todos los cuerpos que guarnecen la Corte y las principales ciudades y plazas del Reino.



– Vamos, es para volverse loco.



– No; hay que tomarlo con calma, con mucha calma y sangre fría – repuso D. Antonio mostrando gran dosis de ellas en su voz y semblante.



– Pero entonces, ¿qué va a pasar aquí?



– Qué sé yo… allá veremos – dijo alzando los hombros; – pero cualesquiera que sean los acontecimientos que han de venir, Pipaón, es preciso estar preparado para ellos.



– ¿Y cómo?



– Todo será según y como venga lo que ha de venir – dijo con aplomo. – Ninguna cosa, ni aun la revolución, es mala de por sí Todo depende del procedimiento, de la conducta.



– Si mal no recuerdo, Sr. D. Antonio, he oído decir que frente a las sociedades masónicas se ha formado también una especie de masonería absolutista que se llama La Contramina, y cuyo objeto es atajar la revolución, o ahogarla antes de nacer.



– Ríete de contraminas – repuso. – Conozco a los principales individuos de ella, y con decirte que esa anti-conjuración la ideó el marqués de M*** está dicho todo. Nada, nada, Pipaón, es preciso huir siempre de los necios y no tener nada común con ellos. Todo lo que hoy intenta el Gobierno contra las sociedades secretas; su tardía diligencia contra ellas es pura necedad. No se lucha contra todas o casi todas las capacidades del Reino, en milicia, en dinero, en talento.



– ¿Esas tenemos? – exclamé asombrado al ver cómo iba creciendo el fantasma masónico que Ugarte ponía ante mis ojos

 



– Esas tenemos, sí; y todo lo contrario es tontería y ridiculez. Por ejemplo: tú, poniéndote al servicio de Lozano de Torres, haciéndote lugarteniente del marqués de M***, llevando mensajes al primero y ayudando al segundo en sus espionajes grotescos por tejados gatunos y casas de huéspedes, eres tan soberanamente necio, que al saberlo me he visto en la precisión de venir a atajarte, a salvarte, a salvar tu porvenir y tu carrera, comprometidos con la amistad de esos hombres.



Sin acertar a decir nada, miré a D. Antonio lleno de asombro. El punto grave de nuestra conferencia había llegado.



– ¿Piensas tú que vas a sacar algún provecho de tu servilismo? ¿Piensas atrapar de ese modo la plaza de consejero? – prosiguió. – ¡Cuán equivocado estás! Lozano y el marqués de M***, a pesar de todos sus humos, y aunque el uno suceda al otro en el Ministerio, son hoy dos fantasmas de la Corte. Su valimiento es pura farsa y engaño. Agárrate a sus faldones y te hundirás con ellos.



– Verdaderamente, Sr. D. Antonio – dije, – después que he dejado de frecuentar la cámara de Su Majestad, vivo a oscuras de todo.



– Se conoce. Estás con una venda en los ojos; marchas a tientas y te estrellarás sin remedio. Yo también estoy apartado de Palacio; ignoro lo que allí pasa; he perdido relaciones muy útiles allí; y ando como tú, algo desorientado; pero hace tiempo que empiezo a ver claro, y de resultas de mis recientes observaciones, he sacado en limpio que es un suicidio tratar de oponerse al creciente poder de las sociedades secretas.



Abrí los ojos con espanto.



– Durante algún tiempo – continuó D. Antonio, – me he dedicado a observar esta sociedad, como observa el médico a su enfermo: le he tomado el pulso y le he mirado la lengua, Pipaón; me he fijado escrupulosamente en todos los síntomas, y he comprendido que el enfermo va a dar un estallido.



– ¡Un estallido!… ¡una revolución!…



– Pues qué, ¿lo dudas tú?… Por mi parte no moveré la mano para impulsarla, ni tampoco para contenerla – dijo mirando al techo. – Soy agente de negocios: yo no soy hombre político. Si los grandes errores cometidos traen una conmoción popular, casi, casi… les está bien merecido. Lo que ahora me preocupa es que cuando esa revolución venga (y ten por seguro que vendrá), no me incluya a mí entre los absolutistas rabiosos… ¡Pues no faltaba más! Yo no soy amigo del despotismo puro; yo he aconsejado la templanza.



– Y yo también.



– Mi plan – continuó, – es el que debe servir de norma a todo español honrado: ni impulsar ni perseguir la revolución. ¿Que viene?, pues muy señora mía. ¿Que no viene? Pues lo mismo que antes. Yo no daré un céntimo para sediciones militares; pero tampoco reñiré ni me enemistaré con la flor y nata del Reino en talentos, armas y riquezas… porque te lo repito, Pipaón, lo más granado está hoy en las sociedades secretas.



– Vamos, que a usted, Sr. D. Antonio, se le están pasando las ganas de hacer una visita a las logias y codearse con lo más granado.



– No; en eso te equivocas. Jamás iré a las logias. Yo soy agente de negocios; yo no soy hombre político… Pero debo ser franco contigo. Si personalmente no quiero ir, no me disgustaría tener algún contacto con esa gente.



Yo empezaba a comprender.



– Esa idea me parece admirable, Sr. D. Antonio – dije. – Nunca está de más poner una vela al diablo.



Ugarte se sonrió, y luego en tono resuelto continuó de este modo:



– En una palabra, Pipaón, cuando se me ocurre un asunto delicado, una dificultad de esas que requieren tacto, cordura y mucha discreción para ser resueltas, miro a todos lados y no veo más que un hombre, tú.



– Dígamelo usted de una vez, ¿a qué andar con rodeos?



– Pues bien, amigo querido, hazte masón.



No pude menos de soltar la risa, y D. Antonio me acompañó festivamente en mi desahogo.



– Para ti y