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Episodios Nacionales: La batalla de los Arapiles

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XXV

Seguro de que los franceses habían tomado la dirección de Toro, me encaminé yo hacia el Mediodía buscando el Valmuza, riachuelo que corre a cuatro o cinco leguas de la capital. Marchaba a pie con toda la prisa que me permitían el mucho cansancio corporal y las fatigas del alma, y a las ocho de la mañana entré en Aldea Tejada, después de vadear el Tormes y recorrer un terreno áspero y desigual desde Tejares. Unos aldeanos dijéronme antes de llegar allí que no había franceses en los alrededores ni en el pueblo, y en este oí decir que por Siete Carreras y Tornadizos se habían visto en la noche anterior muchísimos ingleses.

– Cerca están los míos – dije para mí, y tomando algo de lo necesario para sustentarme seguí adelante.

Nada me aconteció digno de notarse hasta Tornadizos, donde encontré la vanguardia inglesa y varias partidas de D. Julián Sánchez. Eran las diez de la mañana.

– Un caballo, señores, préstenme un caballo – les dije. – Si no, prepárense a oír al señor duque… ¿Dónde está el cuartel general? Creo que en Bernuy. Un caballo pronto.

Al fin me lo dieron, y lanzándolo a toda carrera primero por el camino y después por trochas y veredas, a las doce menos cuarto estaba en el cuartel general. Vestí a toda prisa mi uniforme, informándome al mismo tiempo de la residencia de lord Wellington, para presentarme a él al instante.

– El duque ha pasado por aquí hace un momento – me dijo Tribaldos. – Recorre el pueblo a pie.

Un momento después encontré en la plaza al señor duque, que volvía de su paseo; conociome al punto, y acercándome a él le dije:

– Tengo el honor de manifestar a vuecencia que he estado en Salamanca y que traigo todos los datos y noticias que vuecencia desea.

– ¿Todos? – dijo Wellington sin hacer demostración alguna de benevolencia ni de desagrado.

– Todos, mi general.

– ¿Están decididos a defenderse?

– El ejército francés ha evacuado ayer tarde la ciudad, dejando sólo ochocientos hombres.

Wellington miró al general portugués Troncoso que a su lado venía. Sin comprender las palabras inglesas que se cruzaron, me pareció que el segundo afirmaba:

– Lo ha adivinado vuecencia.

– Este es el plano de las fortificaciones que defienden el paso del puente – dije, alargando el croquis que había sacado.

Tomolo Wellington, después de examinarlo con profundísima atención, preguntó:

– ¿Está usted seguro de que hay piezas giratorias en el rebellín, y ocho piezas comunes en el baluarte?

– Las he contado, mi general. El dibujo será imperfecto; pero no hay en él una sola línea que no sea representación de una obra enemiga.

– ¡Oh, oh! Un foso desde San Vicente al Milagro – exclamó con asombro.

– Y un parapeto en San Vicente.

– San Cayetano parece fortificación importante.

– Terrible, mi general.

– Y estas otras en la cabecera del puente…

– Que se unen a los fuertes por medio de estacadas en zig-zag.

– Está bien – dijo con complacencia, guardando el croquis. – Ha desempeñado usted su comisión satisfactoriamente a lo que parece.

– Estoy a las órdenes de mi general.

Y luego, volviendo en derredor la perspicaz mirada, añadió:

– Me dijeron que miss Fly cometió la temeridad de ir también a Salamanca a ver los edificios. No la veo.

– No ha vuelto – dijo un inglés de los de la comitiva.

Interrogáronme todos con alarmantes miradas y sentí cierto embarazo. Hubiera dado cualquier cosa porque la señorita Fly se presentase en aquel momento.

– ¿Que no ha vuelto? – dijo el duque con expresión de alarma y clavando en mí sus ojos. – ¿Dónde está?

– Mi general, no lo sé – respondí bastante contrariado. – Miss Fly no fue conmigo a Salamanca. Allí la encontré y después… Nos separamos al salir de la ciudad, porque me era preciso estar en Bernuy antes de las doce.

– Está bien – dijo lord Wellington como si creyese haber dado excesiva importancia a un asunto que en sí no lo tenía. – Suba usted al instante a mi alojamiento para completar los informes que necesito.

No había dado dos pasos, puesto humildemente a la cola de la comitiva del señor duque, cuando detúvome un oficial inglés, algo viejo, pequeño de rostro, no menos encarnado que su uniforme, y cuya carilla arrugada y diminuta se distinguía por cierta vivacidad impertinente, de que eran signos principales una nariz picuda y unos espejuelos de oro. Acostumbrados los españoles a considerar ciertas formas personales como inherentes al oficio militar, nos causaban sorpresa y aun risa aquellos oficiales de artillería y estado mayor que parecían catedráticos, escribanos, vistas de aduanas o procuradores.

Mirome el coronel Simpson, pues no era otro, con altanería; mirele yo a él del mismo modo, y una vez que nos hubimos mirado a sabor de entrambos, dijo él:

– Caballero, ¿dónde está miss Fly?

– Caballero, ¿lo sé yo acaso? ¿Me ha constituido el duque en custodio de esa hermosa mujer?

– Se esperaba que miss Fly regresase con usted de su visita a los monumentos arquitectónicos de Salamanca.

– Pues no ha regresado, caballero Simpson. Yo tenía entendido que miss Fly podía ir y venir y partir y tornar cuando mejor le conviniese.

– Así debiera ser y así lo ha hecho siempre – dijo el inglés; – pero estamos en una tierra donde los hombres no respetan a las señoras, y pudiera suceder que Athenais, a pesar de su alcurnia, no tuviese completa seguridad de ser respetada.

– Miss Fly es dueña de sus acciones – le contesté. – Respecto a su tardanza o extravío, ella sola podrá informar a usted cuando parezca.

Era ciertamente grotesco exigirme la responsabilidad de los pasos malos o buenos de la antojadiza y volandera inglesa, cuando ella no conocía freno alguno a su libertad, ni tenía más salvaguardia de su honor que su honor mismo.

– Esas explicaciones no me satisfacen, caballero Araceli – me dijo Simpson, dignándose dirigir sobre mí una mirada de enojo, que adquiría importancia al pasar por el cristal de sus espejuelos. – El insigne lord Fly, conde de Chichester, me ha encargado que cuide de su hija…

– ¡Cuidar de su hija! ¿Y usted lo ha hecho?… Cuando estuvo a punto de perecer en Santi Spíritus, no le vi a su lado… ¡Cuidar de ella! ¿De qué modo se cuida a las señoritas en Inglaterra? ¿Dejando que los españoles les ofrezcan alojamiento, que las acompañen a visitar abadías y castillos?

– Siempre han acompañado a esa señorita dignos caballeros que no abusaron de su confianza. No se temen debilidades de miss Fly, que tiene el mejor de los guardianes en su propio decoro; se temen, caballero Araceli, las violencias, los crímenes que son comunes en las naturalezas apasionadas de esta tierra. En suma, no me satisfacen las explicaciones que usted ha dado.

– No tengo que añadir, respecto al paradero de miss Fly, ni una palabra más a lo que ya tuve honor de manifestar a lord Wellington.

– Basta, caballero – repuso Simpson poniéndome como un pimiento. – Ya hablaremos de esto en ocasión más oportuna. He manifestado mis recelos a D. Carlos España, el cual me ha dicho que no era usted de fiar… Hasta la vista.

Apartose de mí vivamente para unirse a la comitiva que estaba muy distante, y dejome en verdad pensativo el venerable y estudioso oficial. Poco después D. Carlos España me decía riendo con aquella expresión franca y un tanto brutal que le era propia:

– Picarón redomado, ¿dónde demonios has metido a la amazona? ¿Qué has hecho de ella? Ya te tenía yo por buena alhaja. Cuando el coronel Simpson me dijo que estaba sobre ascuas, le contesté: «No tenga usted duda, amigo mío; los españoles miran a todas las mujeres como cosa propia».

Traté de convencer al general de mi inocencia en aquel delicado asunto; pero él reía, antes impulsado por móviles de alabanza que de vituperio, porque los españoles somos así. Luego le conté cómo habiendo necesitado del auxilio de los masones para salir de Salamanca, nos acompañamos de ellos hasta salir a buen trecho de la ciudad; mas cuando indiqué que miss Fly les había seguido, ni España ni ninguno de los que me escuchaban quisieron creerme.

Cuando fui al alojamiento del general en jefe para informarle de mil particularidades que él quería conocer relativas a los conventos destruidos, a municiones, a víveres, al espíritu de la guarnición y del vecindario, hallé al duque, con quien conferencié más de hora y media, tan frío, tan severo conmigo, que se me llenó el alma de tristeza. Recogía mis noticias, harto preciosas para el ejército aliado, sin darme claras y vehementes señales, cual yo esperaba, de que mi servicio fuese estimado, o como si estimando el hecho, menospreciara la persona. Hizo elogios del croquis; pero me pareció advertir en él cierta desconfianza y hasta la duda de que aquel minucioso dibujo fuese exacto.

Consternado yo, mas lleno de respeto hacia aquel grave personaje, a quien todos los españoles considerábamos entonces poco menos que un Dios, no osé desplegar los labios en materia alguna distinta de las respuestas que tenía que dar: y cuando el héroe de Talavera me despidió con una cortesía rígida y fría como el movimiento de una estatua que se dobla por la cintura, salí lleno de confusiones y sobresaltos, mas también de ira porque yo comprendía que alguna sospecha tan grave como injusta deslustraba mi buen concepto. ¡Después de tantos trabajos y fatigas por prestar servicio tan grande al ejército aliado, no se me trataba con mayor estima que a un vulgar y mercenario espía! ¡Yo no quería grados ni dinero en pago de mis servicios! Quería consideración, aprecio, y que el lord me llamase su amigo, o que desde lo alto de su celebridad y de su genio, dejase caer sobre mi pequeñez cualquier frase afectuosa y conmovedora, como la caricia que se hace al perro leal; pero nada de esto había logrado. Trayendo a mi memoria a un mismo tiempo y en tropel confuso las sofocaciones del día anterior, mi croquis, mis servicios, y mis apuros, los horrendos peligros, y después la fisonomía severa y un tanto ceñuda de lord Wellington, el despecho me inspiraba frases íntimas como la siguiente:

 

– Quisiera que hubieses estado en poder de Jean-Jean y de Tourlourou, a ver si ponías esa cara… Una cosa es mandar desde la tienda de campaña, y otra obedecer en la muralla… Una cosa es la orden y otra el peligro… Expóngase uno cien veces a morir por un…

XXVI

Esta y otras cosas peores que callo decía yo aquella tarde cuando partimos hacia Salamanca, a cuyas inmediaciones llegamos antes de anochecido, alejándonos después de la ciudad para pasar el Tormes por los vados del Canto y San Martín. Por todas partes oía decir:

– Mañana atacaremos los fuertes.

Yo que los había visto, que los había examinado, conocía que esto no podía ser.

– ¡Si creerán ustedes que esos fuertes son juguetes como los que se hicieron en Madrid el 3 de Diciembre! – decía yo a mis amigos, dándome cierta importancia. – ¡Si creerán ustedes que la artillería que los defiende es alguna batería de cocina!

Y aquí encajaba descripciones ampulosas, que concluían siempre así:

– Cuando se han visto las cosas, cuando se las ha medido palmo a palmo, cuando se las ha puesto en dibujo con más o menos arte, es cuando puede formarse idea acabada de ellas.

– Di, ¿y a miss Fly también la has visto, la has medido palmo a palmo y la has puesto en dibujo con más o menos arte? – me preguntaban.

Esto me volvía a mis melancolías y saudades (hablando en portugués) ocasionadas por] el disfavor de lord Wellington y el ningún motivo e injusticia de su frialdad y desabrimiento con un servidor leal y obediente soldado.

Lord Wellington mandó atacar los fuertes por mera conveniencia moral y por infundir aliento a los soldados, que no habían combatido desde Arroyo Molinos. Harto conocía el señor duque que aquellas obras formadas sobre las robustísimas paredes de los conventos no caerían sino ante un poderoso tren de batir, y al efecto hizo venir de Almeida piezas de gran calibre. Esperando, pues, el socorro, y simulando ataques pasaron dos o tres días, en los cuales nada histórico ni particular ocurrió digno de ser contado, pues ni adquirió lord Wellington nuevos títulos nobiliarios, ni pareció miss Fly, ni tuve noticias del rumbo que tomaron los traviesos y mil veces malditos masones.

De lo ocurrido entonces únicamente merecen lugar, y por cierto muy preferente, en estas verídicas relaciones, las miradas que me echaba de vez en cuando el coronel Simpson y sus palabras agresivas, a que yo le contestaba siempre con las peores disposiciones del mundo. Y francamente, señores, yo estaba inquieto, casi tan inquieto como el sabio coronel Simpson, porque pasaban días y continuaba el eclipse de miss Fly. Creí entender que se hacían averiguaciones minuciosas; creí entender ¡oh cielos! que me amenazaba un interrogatorio severo, al cual seguirían rigurosas medidas penales contra mí; pero Dios, para salvarme sin duda de castigos que no merecía, permitió que el día 20 muy de mañana apareciese en los cerros del Norte… no la romancesca e interesante inglesa, sino el mariscal Marmont con 40.000 hombres.

El mismo día en que se nos presentó el francés por el mismo camino de Toro, se suspendió el ataque de los fuertes e hicimos varios movimientos para tomar posiciones si el enemigo nos provocaba a trabar batalla. Mas pronto se conoció que Marmont no tenía ganas de lanzar su ejército contra nosotros, siendo su intento al aproximarse, distraer las fuerzas sitiadoras y tal vez introducir algún socorro en los fuertes. Pero Wellington, aunque no había recibido la artillería de Almeida, persistía con tenacidad sajona en apoderarse de San Vicente y de San Cayetano, los dos formidables conventos arreglados para castillos por una irrisión de la historia. ¡Me parecía estar viéndolos aún desde la torre de la Merced!

La tenacidad, que a veces es en la guerra una virtud, también suele ser una falta, y el asalto de los conventos lo fue manifiestamente, cosa rara en Wellington, que no acostumbraba cometer faltas. La división española se hallaba en Castellanos de los Moriscos, observando al francés que ya se corría a la derecha, ya a la izquierda, cuando nos dijeron que en el asalto infructuoso de San Cayetano habían perecido 120 ingleses y el general Rowes, distinguidísimo en el ejército aliado.

– Ahora se ve cómo también los grandes hombres cometen errores – dije a mis amigos. – A cualquiera se le alcanzaba que San Vicente y San Cayetano no eran corrales de gallinas; pero respetemos las equivocaciones de los de arriba.

– ¡Ya está! ¡ya está ahí… albricias! ¡ya la tenemos ahí! – exclamó D. Carlos España que a la sazón, de improviso, se había presentado.

– ¿Quién, miss Fly? – pregunté con vivo gozo.

– La artillería, señores, la artillería gruesa que se mandó traer de Almeida. Ya ha llegado a Pericalbo, esta tarde estará en las paralelas, se montará mañana y veremos lo que valen esos fuertes que fueron conventos.

– ¡Ah, bien venida sea!… creí que hablaba usted de miss Fly, por cuya aparición daría las dos manos que tengo…

Vino efectivamente, no miss Fly, que acerca de esta ni alma viviente sabía palabra, sino la artillería de sitio, y Marmont, que lo adivinó, quiso pasar el río para distraer fuerzas a la izquierda del Tormes. Le vimos correrse a nuestra derecha, hacia Huerta, y al punto recibimos orden de ocupar a Aldealuenga. Como los franceses cruzaron el Tormes, lo pasó también el general Graham, y en vista de este movimiento pusieron los pies en polvorosa. Marmont, que no tenía bastantes fuerzas, careciendo principalmente de caballería, no osaba empeñar ninguna acción formal.

Por lo demás, ante la artillería de sitio, San Vicente y San Cayetano no ofrecieron gran resistencia. Los ingleses (y esto lo digo de referencia, pues nada vi) abrieron brecha el 27 e incendiaron con bala roja los almacenes de San Vicente. Pidieron capitulación los sitiados; mas Wellington, no queriendo admitir condiciones ventajosas para ellos, mandó asaltar la Merced y San Cayetano, escalando el uno y penetrando en el otro por las brechas. Quedó prisionera la guarnición.

Este suceso colmó de alegría a todo el ejército, mayormente cuando vimos que Marmont se alejaba a buen paso hacia el Norte, ignorábamos si en dirección a Toro o a Tordesillas, porque nuestras descubiertas no pudieron determinarlo a causa de la oscuridad de la noche. Pero he aquí que pronto debíamos saberlo, porque la división española y las guerrillas de D. Julián Sánchez recibieron orden de dar caza a la retaguardia francesa, mientras todo el ejército aliado, una vez asegurada Salamanca, marchaba también hacia las líneas del Duero.

Era la mañana del 28 de Junio, cuando nos encontrábamos cerca de Sanmorales, en el camino de Valladolid a Tordesillas. Según nos dijeron, la retaguardia enemiga y su impedimenta habían salido de dicho lugar pocas horas antes, llevándose, según la inveterada e infalible costumbre, todo cuanto pudieron haber a la mano. Pusiéronse al frente de la división el conde de España y D. Julián Sánchez con sus intrépidos guerrilleros que conocían el país como la propia casa, y se mandó forzar la marcha para poder pescar algo del pesado convoy de los franchutes. Sin reparar las fuerzas después del largo caminar de la noche, corrió nuestra vanguardia hacia Babilafuente, mientras los demás rebuscábamos en Sanmorales lo que hubiese sobrado de la reciente limpia y rapiña del enemigo. Provistos, al fin, de algo confortativo, seguimos también hacia aquel punto, y al cabo de dos horas de penosa jornada, cuando calculábamos que nos faltarían apenas otras dos para llegar a Babilafuente, distinguimos este lugar en lontananza, mas no lo determinaba la perspectiva de las lejanas casas, ni ninguna alta torre ni castillete, ni menos colina o bosquecillo, sino una columna de negro y espeso humo, que partiendo de un punto del horizonte, subía y se enroscaba hasta confundirse con la blanca masa de las nubes.

– Los franceses han pegado fuego a Babilafuente – gritó un guerrillero.

– Apretar el paso… en marcha… ¡Pobre Babilafuente!

– Queman para detenernos… creen que nos estorba la tizne… ¡Adelante!

– Pero D. Carlos y Sánchez les deben de haber alcanzado – dijo otro. – Parece que se oyen tiros.

– Adelante, amigos. ¿Cuánto podemos tardar en ponernos allá?

– Una hora y minutos.

Viose luego otra negra columna de humo que salía de paraje más lejano, y que en las alturas del cielo parecía abrazarse con la primera.

– Es Villorio que arde también – dijeron. – Esos ladrones queman las trojes después de llevarse el trigo.

Y más cerca, divisamos las rojas llamas oscilando sobre las techumbres, y una multitud de mujeres despavoridas, ancianos y niños corrían por los campos huyendo con espanto de aquella maldición de los hombres, más terrible que las del cielo. Por lo que aquellos infelices nos pudieron decir entre lágrimas y gritos de angustia, supimos que los de España y Sánchez entraban a punto que salían los franceses después de incendiar el pueblo; que se habían cruzado algunos tiros entre unos y otros; pero sin consecuencias, porque los nuestros no se ocuparon más que de cortar el fuego.

Estábamos como a doscientos pasos de las primeras casas de la infortunada aldea, cuando una figura extraña, hermosa, una verdadera y agraciada obra de la fantasía, una gentil persona, tan distinta de las comunes imágenes terrestres como lo son de la vulgar vida las admirables creaciones de la poesía del Norte; una mujer ideal llevada por arrogante y veloz caballo, pasó allá lejos ante la vista, semejante a los gallardos jinetes que cruzan por los rosados espacios de un sueño artístico, sin tocar la tierra, dando al viento cabellera y crin, y modificando según los cambiantes de la luz su majestuosa carrera. Era una figura de amazona, vestida no sé si de negro o de blanco, pero igual a aquellas mujeres galopantes con cuya apostura y arranque ligero, se representa al aire, al fuego, lo que vuela y lo que quema, y que corrían en verdad, animando al corcel con varoniles exclamaciones. Iba la gentil persona fuera del camino, en dirección contraria a la nuestra, por un extenso llano cruzado de zanjas y charcos, que el corcel saltaba con airoso brincar, asociando de tal modo su empuje y brío a la voluntad del jinete, que hembra y caballo parecían una sola persona. Tan pronto se alejaba como volvía la fantástica figura; pero a pesar de su carrera y de la distancia, al punto que la vi, diome un vuelco el corazón, subióseme la sangre con violento golpe al cerebro, y temblé de sorpresa y alegría. ¿Necesito decir quién era?

Lanzando mi caballo fuera del camino, grité:

– Miss Fly, señorita Mariposa… señora Pajarita… señora Mosquita… ¡Carísima Athenais… Athenais!

Pero la Pajarita no me oía y seguía corriendo, mejor dicho, revoloteando, yendo, viniendo, tornando a partir y a volver, y trazando sobre el suelo y en la claridad del espacio caprichosos círculos, ángulos, curvas y espirales.

– ¡Miss Fly, miss Fly!

El viento impedía que mi voz llegase hasta ella. Avivé el paso, sin apartar los ojos de la hermosa aparición, la cual creeríase iba a desvanecerse cual caprichosa hechura de la luz o del viento… Pero no: era la misma miss Fly; y buscaba una senda en aquella engañosa planicie, surcada por zanjas y charcos de inmóvil agua verdosa.

– ¡Eh… señora Mosquita!… ¡que soy yo!… Por aquí… por este lado.