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Episodios Nacionales: Cádiz

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XXXIII

Un cuarto de hora después tropezaba en la muralla, frente al Carmen, con lord Gray, el cual, deteniendo la velocidad de su paso, me habló así:

– ¡Oh, Sr. de Araceli… gracias a Dios que viene alguien a hacerme compañía!… He dado siete vueltas a Cádiz corriendo todo lo largo de la muralla… ¡Aburrimiento y desesperación!… Mi destino es dar vueltas… dar vueltas a la noria.

– ¿Está usted triste?

– Mi alma está negra… más negra que la noche – repuso con alucinación. – Camino sin cesar buscando la claridad, y no hago más que dar vueltas recorriendo un círculo fatal. Cádiz es una cárcel redonda, cuya pared circular gira alrededor de nuestro cerebro… Me muero aquí.

– ¡Tan feliz ayer y tan desgraciado hoy! – le dije. – ¡Cuán limitada es la creación que está a nuestro alcance! ¡Cuán pobre es el universo!… El Omnipotente se ha reservado para sí lo mejor, dejándonos la escoria… No podemos salir de este maldito círculo… no hay escape por la tangente… El ansia de lo infinito quema nuestra alma, y no es posible dar un paso en busca de alivio… Vueltas y más vueltas… ¡Mula de noria… arre!… Otro circulito y otro y otro…

– Lord Gray, Dios le ha dado a usted todo y usted malgasta y arroja las riquezas de su alma haciéndose infortunado sin deber serlo.

– Amigo – me dijo apretándome la mano tan fuertemente que creí me la deshacía – soy muy desgraciado. Tenga usted lástima de mí.

– Si eso es desgracia, ¿qué nombre daremos a la horrenda agonía de una criatura, a quien usted acaba de precipitar en la mayor deshonra y vergüenza?

– ¿Usted la ha visto?… ¡Infeliz muchacha!… Le he rogado que vaya conmigo a Malta y no quiere.

– Y hace bien.

– ¡Pobre santita! Cuando la vi, más que su hermosura que es mucha, más que su talento que es grande, me cautivó su piedad… Todos decían que era perfecta, todos decían que merecía ser venerada en los altares… Esto me inflamaba más. Penetrar los misterios de aquella arca santa; ver lo que existía dentro de aquel venerable estuche de recogimiento, de piedad, de silencio, de modestia, de santa unción; acercarme y coger con mis manos aquella imagen celestial de mujer canonizable; alzarle el velo y mirar si había algo de humano tras los celajes místicos que la envolvían; coger para mí lo que no estaba destinado a ningún hombre y apropiarme lo que todos habían convenido en que fuese para Dios… ¡Qué inefable delicia, qué sublime encanto!… ¡Ay!, fingí, engañé, burlé… Maldita familia… Luchar con ella es luchar con toda una nación… Para atacarla toda la inteligencia y la astucia toda no bastan… Mil veces sea condenada la historia que crea estas fortalezas inexpugnables.

– La audacia y la despreocupación de un hombre son más fuertes que la historia.

– Pero cómo se desvanece todo… Aquello que ayer aún valía, hoy no vale nada y su encanto desaparece como el humo, como la nave, como la sombra… El hermoso misterio se disipó… La realidad todo lo mata… ¡Ay! Yo buscaba algo extraordinario, profundamente grandioso y sublime en aquella encarnación del principio religioso que caía en mis brazos; yo esperaba un tesoro de ideales delicias para mi alma, abrasada en sed inextinguible; yo esperaba recibir una impresión celeste que transportara mi alma a la esfera de las más altas concepciones; pero ¡maldita Naturaleza!, la criatura seráfica que yo soñaba rodeada de nubes y de angelitos en sobrenatural beatitud, se deshizo, se disipó, se descompuso, como una imagen de máquina óptica cuya luz sopla el bárbaro titiritero diciendo: «buenas noches…». Todo desapareció… Las alas de ángel agitándose zumbaban en mi oído, pero yo me desencajaba los ojos mirando y no veía nada, absolutamente nada más que una mujer… una mujer como otra cualquiera, como la de ayer, como la de anteayer…

– Hay que conformarse con lo que Dios nos ha dado y no aspirar a más. En resumen: usted sacó a Asunción de su casa, jurándole que abrazaría el catolicismo y se casaría con ella.

– Es verdad.

– Y lo cumplirá usted.

– No pienso casarme.

– Entonces…

– Ya le he dicho que venga conmigo a Malta.

– Ella no irá.

– Pues yo sí.

– Milord – dije dando a mis palabras toda la serenidad posible – usted debajo de ese humor melancólico, debajo de los oropeles de su imaginación tan brillante como loca, guarda sin duda un profundo sentido y un corazón de legítimo oro, no de vil metal sobredorado como sus acciones.

– ¿Qué quiere usted decirme?

– Que una persona honrada como usted sabrá reparar la más reciente y la más grave de sus faltas.

– Araceli – me dijo con mucha sequedad – es usted impertinente. ¿Acaso es usted hermano, esposo o cortejo de la persona ofendida?

– Lo mismo que si lo fuera – repuse, obligándole a detenerse en su marcha febril.

– ¿Qué sentimiento le impulsa a usted a meterse en lo que no le importa? Quijotismo, puro quijotismo.

– Un sentimiento que no sé definir y que me mueve a dar este paso con fuerza extraordinaria – repuse. – Un sentimiento que creo encierra algo de amor a la sociedad en que vivo y amor a la justicia que adoro… No le puedo contener ni sofocar. Quizás me equivoque; pero creo que usted es una peligrosa, aunque hermosa bestia, a quien es preciso perseguir y castigar.

– ¿Es usted doña María? – me dijo con los ojos extraviados y la faz descompuesta – ¿es usted doña María que toma forma varonil para ponérseme delante? Sólo a ella debo dar cuentas de mis acciones.

– Yo soy quien soy. Por lo demás, si parte de la responsabilidad corresponde a la madre de la víctima, eso no aminora la culpa de usted… Pero no es una sola víctima; las víctimas somos varias. La salvaje pasión de una furia loca y desenfrenada para quien no hay en el mundo ni ley, ni sentimiento, ni costumbre respetables, alcanza en sus estragos a cuanto la rodea. Por la acción de usted personas inocentes están expuestas a ser mortificadas y perseguidas, y yo mismo aparezco responsable de faltas que no he cometido.

– En fin, Araceli, ¿en qué viene a parar toda esa música? – dijo con tono y modales que me recordaban el día de la borrachera en casa de Poenco.

– Esto viene a parar – repuse con vehemencia – en que usted se me ha hecho profundamente aborrecible, en que me mortifica verle a usted delante de mí, en que le odio a usted, lord Gray, y no necesito decir más.

Yo sentía inusitado fuego circulando por mis venas. No me explicaba aquello. Deseaba sofocar aquel sentimiento exterminador y sanguinario; pero el recuerdo de la infeliz muchacha a quien poco antes había visto, me hacía crispar los nervios, apretar los puños, y el corazón se me quería saltar del pecho. No había cálculo en mí. Todo lo que determinaba mi existencia en aquel momento era pasión pura.

– Araceli – añadió respirando con fuerza, – esta noche no estoy para bromas. ¿Crees que soy Currito Báez?

– Lord Gray – repuse – tampoco yo estoy para bromas.

– Todavía – dijo con amargo desdén – no he gustado el placer de matar a un deshacedor de agravios propios y amparador de doncellas ajenas.

– Maldito sea yo, si no es noble y nuevo lo que inflama mi espíritu en este instante.

– ¡Araceli! – exclamó con súbita furia – ¿quieres que te mate? Deseo acabar con alguien.

– Estoy dispuesto a darle a usted ese gusto.

– ¿Cuándo?

– Ahora mismo.

– ¡Ah! – dijo riendo a carcajadas. – Tiene la preferencia el Sr. D. Quijote de la Mancha. España, me despido de ti luchando con tu héroe.

– No importa. Después de las burlas pueden venir las veras.

– Nos batiremos… ¿Quiere usted antes recibir las últimas lecciones de esgrima?

– Gracias, ya sé lo bastante.

– ¡Pobre niño!… ¡Le mataré a usted!… Pero son las diez y media… mis amigos me esperan…

– A la Caleta.

– ¿Nombramos padrinos?

– No nos faltarán amigos para elegir.

– Vamos pronto.

– Ahora mismo.

– Creí – dijo con espontánea fruición, – que no había en Cádiz más Quijote que D. Pedro del Congosto… ¡Oh, España! ¡Delicioso país!

XXXIV

La noche era oscura y serena. Al acercarnos a la puerta de la Caleta vimos de lejos la iluminación que había en la plazuela de las Barquillas, junto al teatro y en las barracas. Inmensa multitud se apiñaba en aquellos improvisados sitios de recreo, y oíanse los gritos y vivas con que se celebraba el gran suceso de la Albuera.

Aguardamos largo rato. Los amigos de lord Gray y D. Pedro esperaban en la muralla en dos grupos distintos.

– ¿Se han traído los garrotes? – preguntó sigilosamente uno de los de lord Gray.

– Sí… son vergajos de cuero para que pueda ser vapuleado sin recibir golpes mortales…

– ¿Y las hachas de viento?

– ¿Y los cohetes?

– Todo está – dijo uno sin poder disimular su gozo. – El figurón vestido de todas armas a la antigua que ha de presentarse en lugar de lord Gray aguarda en aquella casa. Mamarracho igual no le ha visto Cádiz.

– Pero D. Pedro no parece…

– Allá viene… sus amigos los cruzados le rodean.

– Todo ha de hacerse como lo he dispuesto yo… – indicó lord Gray – quiero despedirme de Cádiz con buen bromazo.

– Lástima que esto no pudiera hacerse en el escenario del teatro.

– Señores, se acerca la hora. ¿Baja usted… Araceli?

– Al instante voy.

Bajaron todos, y me detuve deseando aislarme por breve rato para recoger mi espíritu y dar alas a mi pensamiento. Habíame paseado un poco entre la puerta y la plataforma de Capuchinos, cuando vi en la muralla una persona, un bulto negro, cuya forma y figura no podía distinguirse bien, y que se volvía hacia la playa, siguiendo con la vista a los espectadores y héroes del burlesco desafío. Picábame la curiosidad por saber quién era; mas teniendo prisa, no me detuve y bajé al instante.

Dos grandes grupos se formaron en la playa, y los de uno y otro bando, excepto algunos bobalicones que vestían el traje de cruzados, estaban en el ajo. Entre los de lord Gray, vi un figurón armado de pies a cabeza, con peto y espaldar de latón, celada de encaje, rodela y con tantas plumas en la cabeza que más que guerrero parecía salvaje de América. Dábanle instrucciones los demás y él decía:

 

– Ya sé lo que tengo que hacer. Triste cosa es dejarse matar, manque sea de mentirijiyas… Yo le diré que me pongo en guardia, luego hablaré inglés así: «Pliquis miquis…», y después daré un berrido, cétera, cétera…

– Haz todo lo posible por imitar mis modales y mi voz – le dijo lord Gray.

– Descuide miloro.

Uno de los presentes acercose al otro grupo y dijo en voz alta:

– Su excelencia lord Gray, duque de Gray, está dispuesto. Vamos a partir el sol; pero como no hay sol, se partirán las estrellas… Hagamos una raya en la arena.

– Por mi parte, pronto estoy – dijo D. Pedro, viendo avanzar hacia el ruedo la espantable figura del caballero armado. – Me parece que tiembla usted, lord Gray.

Y en efecto, el supuesto lord temblaba.

– Dios venga en mi ayuda – exclamó huecamente Congosto – y que este brazo, pronto a defender la justicia y a vengar un vergonzoso ultraje, sea más fuerte que el del Cid… ¿Lord Gray, reconoce usted su error y se dispone a reparar la afrenta que ha causado?

El Sr. Poenco (pues no era otro) creyó prudente contestar en inglés de esta manera:

– Pliquis miquis… ¡ay!, ¡ooo!… Esperpentis Congosto… ¡Nooo!

– ¡Pues sea! – dijo D Pedro sacando la espada – y a quien Dios se la dé…

Cruzáronse los terribles aceros; daba don Pedro unos mandobles que habrían hendido en dos mitades al Sr. Poenco, si este con prudencia suma no se retirara dando saltos hacia atrás. Los presentes aguantaban con gran trabajo la risa, porque el desafío era una especie de baile, en el cual veíase a don Pedro saltando de aquí para allí para atrapar bajo el filo de su espada al supuesto lord Gray. Por fin, después de repetidas vueltas y revueltas, este exhaló un rugido y cayó en tierra, diciendo:

– Muerto soy.

Al punto D. Pedro viose rodeado por un lado y otro. Multitud de vergajos cayeron sobre sus lomos, y con loco estrépito repetían los circunstantes:

– ¡Viva el gran D. Pedro del Congosto, el más valiente caballero de España!

Las hachas de viento se encendieron y comenzó una especie de escena infernal. Este le empujaba de un lado, aquel del otro, querían llevarle en vilo; pero fue preciso arrastrarle, y en tanto llovían los palos sobre el infeliz caballero y los dos o tres cruzados que salieron en su defensa.

– ¡Viva el valiente, el invencible D. Pedro del Congosto, que ha matado a lord Gray!

– ¡Atrás canalla! – gritaba defendiéndose el estafermo. – Si le maté a él, haré lo mismo con vosotros, gentuza vengativa y desvergonzada.

Y apaleado, pinchado, empujado, arrastrado, fue conducido hacia la puerta como en grotesco triunfo, hasta que condolidos de tanta crueldad, le cargaron a cuestas, llevándole procesionalmente a la ciudad. Unos tocaban cuernos, otros golpeaban sartenes y cacharros, otros sonaban cencerros y esquilas, y con el ruido de tales instrumentos y el fulgor de las hachas, aquel cuadro parecía escena de brujas o fantástica asonada del tiempo en que había encantadores en el mundo. Ya en lo alto de la muralla, dejaron de mortificar al héroe, y llevado en hombros, su paseo por delante de las barracas fue un verdadero triunfo. La espada de D. Pedro quedó abandonada en el suelo. Era según antes he dicho, la espada de Francisco Pizarro. A tal estado habían venido a parar las grandezas heroicas de España.

Lord Gray y yo con otros dos, nos habíamos quedado en la playa.

– ¿Una segunda broma? – preguntó Figueroa, que era uno de los padrinos, sobre el terreno nombrados.

– Acabemos de una vez – dijo lord Gray con impaciencia. – Tengo que arreglar mi viaje.

– Dense explicaciones – dijo el otro – y se evitará un lance desagradable.

– Araceli es quien tiene que darlas, no yo – afirmó el inglés.

– A lord Gray corresponde hablar, sincerándose de su vil conducta.

– En guardia – exclamó él con frenesí. – Me despido de Cádiz matando a un amigo.

– En guardia – exclamé yo sacando la espada.

Los preliminares duraron poco y los dos aceros culebrearon con luz de plata en la oscuridad de la noche.

De pronto uno de los padrinos dijo:

– Alto, alguien nos ve… Por allí avanza una persona.

– Un bulto negro… Maldito sea el curioso.

– Si será Villavicencio, que ha tenido noticia de la broma y creyendo venir a impedirla, sorprende las veras…

– Parece una mujer.

– Más bien parece un hombre. Se detiene allí… nos observa.

– Adelante – dijo lord Gray. – Que venga el mundo entero a observarnos.

– Adelante.

Volvieron a cruzarse los aceros. Yo me sentía fuerte en la segunda embestida; lord Gray era habilísimo tirador; pero estaba agitado, mientras que yo conservaba bastante serenidad. De pronto mi mano avanzó con rápido empuje; sintiose el chirrido de un acero al resbalar contra el otro, y lord Gray articulando una exclamación, cayó en tierra.

– Muero – dijo, llevándose la mano al pecho. – Araceli… buen discípulo… honra a su maestro.

XXXV

Arrojando la espada, mi primer impulso fue correr hacia el herido y auxiliarle; pero Figueroa lleno de turbación, me dijo:

– Esto es hecho… Araceli, huye… no pierdas tiempo. El gobernador… la embajada… Wellesley.

Comprendiendo lo arriesgado de mi situación, corrí hacia la muralla. Turbado y hondamente impresionado y conmovido andaba hacia la puerta, cuando me detuvo una persona que avanzaba resueltamente hacia el lugar de la catástrofe.

– ¡El gobernador Villavicencio! – dije en el primer momento antes de distinguir con claridad el bulto de aquel extraño espectador del duelo.

Mas reconociendo a la persona al acercarme a ella, exclamé con asombro:

– Señora doña María… ¡Usted aquí a esta hora!

– Ha caído – dijo mirando con viva atención hacia donde estaba lord Gray. – Acertó la marquesa al asegurar que no era D. Pedro hombre a propósito para llevar adelante esta grande empresa. Usted…

– Señora – dije bruscamente – no alabe usted mi hazaña… Quiero olvidarla, quiera olvidar que esta mano…

– Ha castigado usted la infamia de un malvado, y el alto principio del honor ha quedado triunfante.

– Lo dudo mucho, señora. El orgullo de mi hazaña es una llama que me quema el corazón.

– Quiero verlo – dijo bruscamente la señora.

– ¿A quién?

– A lord Gray.

– Yo no – exclamé con espanto, deseando alejarme de allí.

Doña María se acercó al cuerpo y lo examinó.

– Una venda – dijo uno.

Doña María arrojó un pañuelo sobre el cuerpo, y quitándose luego un chal negro que bajo el manto traía, hízolo jirones y lo tiró sobre la arena.

Lord Gray abriendo los ojos, con voz débil habló así:

– ¡Doña María! ¿Por qué tomaste la figura de este amigo?… Si tu hija entra en el convento, la sacaré.

La condesa de Rumblar se alejó con presteza de allí.

Movido de un sentimiento compasivo, acerqueme a lord Gray. Aquella hermosa figura, arrojada en tierra, aquel semblante descolorido y cadavérico me inspiraba profundo dolor. El herido se incorporó al verme, y alzando su mano me dijo algunas palabras que resonaron en mi cerebro con eco que no pude nunca olvidar; ¡extrañas palabras!

Aparteme rápidamente de allí y entraba por la puerta de la Caleta, cuando la de Rumblar, andando a buen paso tras de mí, me detuvo.

– Lléveme usted a mi casa. Si es preciso ocultarle a usted, yo me encargo. Villavicencio quiere prenderle a usted; pero no permito que tan buen caballero caiga en manos de la justicia.

Ofrecile el brazo y anduvimos despacio. Yo no decía nada.

– Caballero – prosiguió. – ¡Oh, cuánto me complazco en dar a usted este nombre! La hermosa palabra rarísima vez tiene aplicación en esta corrompida sociedad.

No le contesté. Seguimos andando, y por dos o tres veces me prodigó los mismos elogios. Yo principiaba a cobrar aborrecimiento a mi estupenda caballerosidad. La sangre de lord Gray corría en surtidor espantoso delante de mis ojos.

– Desde hoy, valeroso joven, ha adquirido usted el último grado en mi estimación, y le daré una prueba de ello.

Tampoco dije nada.

– Cuando mi hija se presentó en casa en el lastimoso estado en que usted pudo verla, invoqué a Dios, pidiéndole el castigo de ese verdugo de nuestra honra. Me indignaba ver que de tantos hombres como en casa se reunieron, ni uno solo comprendió los deberes que el honor impone a un caballero… Cuando vi al buen Congosto dispuesto a vengar mi ultraje, creí firmemente que Dios le había hecho ejecutor de su justicia. Dicen que D. Pedro es ridículo; pero ¡ay!, como la hidalguía, la nobleza y la elevación de sentimientos son una excepción en esta sociedad, las gentes llaman ridículo al que discrepa de su nauseabunda vulgaridad… Yo, no sé por qué confiaba en el éxito del valor de Congosto… Anhelaba ser hombre, y me consumía en mi profundo dolor. Yo creía que la armonía del mundo no podía existir mientras lord Gray viviera, y una curiosidad intensa devoraba mi alma… No podía dormir, el velar me hacía daño… no se apartaba de mi pensamiento la escena que después he presenciado aquí, y cada minuto que pasaba sin saber el resultado de una contienda que yo creí seria, me parecía un siglo…

– Señora doña María – dije procurando echar fuera el gran peso que tenía sobre mi alma – el varonil espíritu de usted me asombra. Pero si vuelve usted a nacer y vuelve a tener hijas…

– Ya sé lo que me quiere usted decir, sí… que las tenga más sujetas, que no les permita ni siquiera mirar a un hombre. He sido demasiado tolerante… Pero apartémonos de aquí… el ruido de esa canalla me hace daño.

– Son los patriotas que celebran la victoria de Albuera y la Constitución que se ha leído hoy a las Cortes.

Detúvose un instante ante las barracas y al andar de nuevo, habló así lúgubremente:

– Yo he muerto, he muerto ya. El mundo acabó para mí. Le dejo entregado a los charlatanes. Al dirigirle la última mirada, mi espíritu se recoge en sí mismo, se alimenta de sí mismo, y no necesita más… Siento haber nacido en esta infame época. Yo no soy de esta época, no… Desde esta noche mi casa se cerrará como un sepulcro… Valeroso joven, al despedirme de usted para siempre, quiero darle una prueba de mi gratitud.

Tampoco dije nada… Lord Gray continuaba delante de mí.

– Usted – prosiguió – se presenta desde este instante a mis ojos rodeado de una aureola. Usted ha respondido a mis ideas como responde el brazo al pensamiento.

– Maldita aureola – exclamé para mí – maldito brazo y maldito pensamiento.

– Le premiaré a usted del modo siguiente. Ya sé que usted ama a la estudianta… me lo ha dicho la de Leiva.

– ¿Quién es la estudianta, señora?

– La estudianta es Inés, hija como usted sabe… dejémonos de misterios… hija de la buena pieza de mi parienta la condesa y de un estudiantillo llamado D. Luis. He querido sacar algún partido de esa infeliz; pero no es posible. Su liviana condición la hace incapaz de toda enmienda. Vale bien poco. ¿Es cierto que la sacó usted de casa?

– Sí, señora. La saqué para llevarla al lado de su madre. Me vanaglorio de esta acción más que de la que usted acaba de presenciar.

– ¿Y la ama usted?

– Sí, señora.

– Es una lástima. La estudianta es indigna de usted. Yo se la regalo. Puede usted divertirse con ella… Será como su madre… le han dado una educación lamentable, y criada entre gente humildísima, tuvo tiempo de aprender toda clase de malicias.

Oí tales palabras con indignación, pero callé.

– Me asombro de mi necedad. ¡Oh! Mi hijo no puede casarse con tal chiquilla… La condesa la reclama, la llama su hija, desbarata la admirable trama de la familia para asegurar el porvenir de la hija y poner un velo al deshonor de la madre. La condesa la reclama… ¿Qué nombre llevará? Desde este momento Inés es una desgraciada criatura espúrea, a quien ningún caballero podrá ofrecer dignamente su mano.

Continué en silencio. Mi entendimiento estaba como paralizado y entumecido por el estupor.

– Sí – prosiguió. – Todo ha concluido. Pleitearé… porque el mayorazgo me corresponde. La casa de Leiva no tiene sucesión… Supongo que usted no será capaz de dar su nombre a una… Llévesela usted, llévesela pronto. No quiero tener en casa esa deshonra… Una muchacha sin nombre… una infeliz espúrea. ¡Qué horrible espectáculo para mi pobrecita Presentación, para mi única hija!…

Doña María exhaló un suspiro en que parecía haberse desprendido de la mitad de su alma, y no dijo más por el camino. Yo tampoco hablé una palabra.

 

Llegamos a la casa, donde con impaciencia y zozobra esperaba a su ama D. Paco. Subimos en silencio, aguardé un instante en la sala, y doña María después de pequeña ausencia apareció trayendo a Inés de la mano, y me dijo:

– Ahí la tiene usted… Puede usted llevársela, huir de Cádiz… divertirse, sí, divertirse con ella. Le aseguro a usted que vale poco… Después de la declaración de su madre, yo aseguro que ni la marquesa de Leiva ni yo haremos nada por recobrarla.

– Vamos, Inés – exclamé – huyamos de aquí, huyamos para siempre de esta casa y de Cádiz.

– ¿Van ustedes a Malta? – me preguntó doña María con una sonrisa, de cuya expresión espantosa no puedo dar idea con las palabras de nuestra lengua.

– ¿No me deja usted – dijo Inés llorando – entrar en el cuarto donde está encerrada Asunción, para despedirme de ella?

Doña María por única contestación nos señaló la puerta. Salimos y bajamos. Cuando la condesa de Rumblar se apartó de nuestra vista; cuando la claridad de la lámpara que ella misma sostenía en alto, dejó de iluminar su rostro, me pareció que aquella figura se había borrado de un lienzo, que había desaparecido, como desaparece la viñeta pintada en la hoja, al cerrarse bruscamente el libro que la contiene.

– Huyamos, querida mía, huyamos de esta maldita casa y de Cádiz y de la Caleta – dije estrechando con mi brazo la mano de Inés.

– ¿Y lord Gray? – me preguntó.

– Calla… no me preguntes nada – exclamé con zozobra. – Apártate de mí. Mis manos están manchadas de sangre.

– Ya entiendo – dijo ella con viva emoción. – La infame conducta de ese hombre ha sido castigada… Ha muerto lord Gray.

– No me preguntes nada – repetí avivando el paso. – Lord Gray… Yo tuve más suerte que él en el duelo. Mañana dirán que el honor… pues… me pondrán por las nubes… ¡Infeliz de mí!… El desgraciado cayó bañado en sangre; acerqueme a él y me dijo: «¿Crees que he muerto? ¡Ilusión!… yo no muero… yo no puedo morir… yo soy inmortal…».

– ¿De modo que no ha muerto?

– Huyamos… no te detengas… yo estoy loco. ¿Esa figura que ha pasado delante de nosotros no es la de lord Gray?

Inés estrechándose más contra mí, añadió:

– Huyamos, sí… quizás te persigan… Mi madre y yo te esconderemos y huiremos contigo.

FIN

Septiembre-Octubre, 1874.