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Episodios Nacionales: Cádiz

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XXV

Yo no corría, volaba, y en poco tiempo llegué a la calle de la Amargura, mortificado por el recelo de acudir tarde. Un hombre que se lanza desesperado al crimen no experimenta en el instante de perpetrar su primer robo, su primer asesinato, emoción tan viva como la que yo experimenté cuando introduje la llave, cuando le di vueltas poco a poco para evitar todo ruido, cuando empujando la puerta ya abierta, esta cedió ante mí sin rechinar, merced a las precauciones que con este fin había tomado D. Diego. Entré, y por un rato halleme desorientado en la profunda oscuridad del zaguán; pero a tientas y cuidadosamente pude llegar al patio, donde la claridad del cielo que por la cubierta de vidrios entraba, me permitió marchar con pie más seguro. Abriendo la segunda puerta que daba paso a la escalera, subí muy despacio asido al barandal.

El corazón me latía con loca presteza, pareciéndome tan desmesuradamente ensanchado, que experimenté la sensación de llevar dentro del pecho un objeto mayor que la casa en que estaba. Me tenté la espada, por ver si estaba en mi cintura, y probé si salía con holgura de la vaina. En las sombras que me rodeaban, creía ver a cada instante la imagen de lord Gray y otra imagen, corriendo ambas fuera de la casa profanada. Verdaderamente, señores, discurriendo con serenidad, no podía darme cuenta del objeto de mi arriesgada expedición allí dentro. ¿Iba a satisfacer en la persona de lord Gray mi anhelo de venganza, iba a gozarme en mi propio desaire o a impedir la violenta determinación de los locos amantes? Yo no lo sabía. En mi pecho bullían ardientes furores, y se quemaba mi frente circundada por anillo de candente hierro. Los celos me llevaban en sus alas negras llenas de agudas uñas que desgarran el pecho, y dejándome arrastrar, no podía prever cuál sería el término de mi viaje.

Al llegar al corredor de cristales que daba vuelta a todo el patio, percibí con claridad los objetos, por la mucha luz de la luna que allí penetraba. Entonces medité, y formulando vagamente un plan, dije:

– Aquí buscaré un sitio donde ocultarme. Lord Gray no puede haber llegado todavía. Le espero, y cuando venga le saldré al paso.

Puse atento el oído, y creí sentir un rumor vago. Parecíame ruido de faldas y pasos muy tenues. Aguardando un rato, al cabo distinguí una forma de mujer que salía al corredor por la puerta menos próxima al sitio donde yo me encontraba. Había allí un alto, pesado y negro ropero que proyectaba sombra muy oscura sobre sus costados, y junto a él me guarecí. Atisbé la figura que se acercaba, y al punto la reconocí. Era Inés. Acercábase más, y al fin pasó por delante de mí. Yo me aplasté contra la pared: hubiera querido ser de papel para ocupar el menor espacio posible.

A la escasa luz pude advertir en ella una gran confusión. Inés iba hacia la escalera, volvía, tornaba a adelantar, retrocediendo después. Sus ademanes indicaban zozobra vivísima, más que zozobra, desesperación. Exhalaba hondos suspiros, miraba al cielo como implorando misericordia, reflexionaba después con la barba apoyada en la mano, y al fin volvía a sus anteriores inquietudes.

– Es que le espera – dije para mí. – Lord Gray no ha venido.

Inés entró de repente en las habitaciones y salió al poco rato con un largo mantón negro sobre la cabeza. Andaba con gran cautela, y sus delicados pies parecía que apenas esfloraban los ladrillos del piso. Volvió a pasar junto a mí, dirigiéndose a la escalera, pero retrocedió otra vez.

– Está loca – pensé – se dispone a salir sola. Sin duda él le espera en la calle.

La muchacha descendió dos o tres peldaños, y tornó a subir. Entonces observé claramente su rostro; estaba muy inmutada. Balbucía o ceceaba, y su soliloquio, en que se le escapaban voces articuladas, era de los que indican una gran agitación del alma. Algunas voces tenues y confusas que salían de sus labios, llegaron a mi oído y percibí con toda claridad estas dos palabras: «Tengo miedo».

Al pasar cerca de mí, no sé si sintió mi respiración o el roce de mi cuerpo contra la pared, porque me era imposible permanecer en absoluta quietud. Estremeciose toda, miró al rincón, y de seguro me vio, es decir, vio un bulto, un fantasma, un ladrón, cualquiera de esos vestigios o imaginarios duendes de la noche, que asustan a los niños y a las muchachas tímidas. En el paroxismo de su miedo, tuvo, sin embargo, bastante presencia de ánimo para no gritar; quiso correr, mas le faltaron las fuerzas. Maquinalmente salí de mi escondite, dando algunos pasos hacia ella, la vi temblorosa con los ojos desencajados y las manos abiertas, acerqueme más, y le dije en voz muy baja:

– Soy yo; ¿no me conoces?

– Gabriel – dijo como quien despierta de un mal sueño. – ¿Cómo has entrado aquí? ¿Qué buscas?

– No me esperabas sin duda.

Su acento de profunda sorpresa no indicaba pesadumbre ni contrariedad. Después añadió:

– No parece sino que te ha enviado Dios en socorro mío. Acompáñame: tengo que salir a la calle.

– ¡A la calle! – exclamé más desconcertado aún.

– Sí – dijo recobrando la zozobra que al principio había advertido en ella; – quiero traerla aunque sea arrastrada por los cabellos… ¡Ay! Gabriel, estoy tan angustiada que no sé cómo contarte lo que me pasa. Pero vamos, acompáñame. No me atrevía a salir sola a estas horas.

Diciendo esto tomaba mi brazo, y con impulso convulsivo me empujaba hacia la escalera.

– Esta casa está deshonrada… ¡Qué vergüenza! Si mañana despierta doña María y no la encuentra aquí… Vamos, vamos. Yo espero que me obedecerá.

– ¿Quién?

– Asunción. Voy a buscarla.

– ¿En dónde está?

– Se ha marchado… Ha huido… Vino lord Gray… En la calle te contaré…

Hablábamos tan bajo que nos decíamos las palabras en el oído. En un instante y andando con toda la prisa que permitía la oscuridad de la casa, bajamos, abrimos las puertas y nos encontramos en la calle.

– ¡Ay! – exclamó al ver cerrar por fuera la puerta. – En mi atolondramiento se me olvidaba, al querer salir, que no tenía llaves para abrir la puerta.

– Pero ¿a dónde vas tú, a dónde vamos?

– Corramos – dijo aferrándose a mi brazo.

– ¿A dónde?

– A la casa de lord Gray.

Aquel nombre encendió de nuevo mi sangre, y pregunté con desabrimiento:

– ¿Y a qué?

– A buscar a Asunción. Tal vez lleguemos a tiempo para impedir su fuga de Cádiz… Está loca esa muchacha, loca, loca, loca… Gabriel, ¿con qué objeto entrabas esta noche en la casa? ¿Ibas a buscarme?… ¿Ibas de parte de mi prima?

– Pero lord Gray… Explícame eso.

– Lord Gray entró esta noche. Asunción le esperaba… levantose callandito de su cama y se vistió. Yo desperté también… Asunción se llega a mi cama cuando iba a partir, y besándome, en voz muy bajita me dijo: «Inés de mi corazón, adiós, me voy de esta casa». Yo salté de mi cama, quise detenerla, pero la pícara lo tenía todo muy bien dispuesto y salió con gran ligereza. Quise gritar, pero tuve miedo… La idea de que despertase doña María en aquel instante me hacía temblar… Se fueron muy despacito, y cuando me quedé sola… ¡Ay! La insensatez de esa muchacha, a quien todos tienen por santa, me enardecía la sangre. Lord Gray la ha engañado; lord Gray la abandonará… Vamos, vamos pronto.

– ¡Me parece que estoy soñando! De modo que Asunción… ¿Pero qué vamos a hacer, qué vamos a decir a Asunción y a lord Gray?

– ¿Y eso dice un hombre, un caballero, un militar que lleva una espada? Cuando les vi salir sentí un impulso de cólera… quise correr tras ellos… luego me ocurrió llamar a los de la casa… pero después, pensando que lo mejor sería impedir la fuga de Asunción, discurrí si podría traerla de nuevo a casa, con lo cual la condesa no se enterará de nada… Yo pedí auxilio al cielo y dije: «Dios mío, ¿qué puede hacer una mujer, una pobre y desvalida mujer, contra la perfidia, la astucia y la fuerza de ese maldito inglés? Dios poderoso, ayúdame en esta empresa». Cuando yo decía esto te me presentaste tú.

– ¿Y cuál es tu intención?

– Yo dudaba si salir o no. Era una locura salir… ¿Qué hubiera podido lograr sola? Nada. Ahora es distinto. Me presentaré en casa de ese bandido; procuraré convencer a esa desgraciada de la miserable suerte que le espera. ¡Oh!, nunca la creí capaz de acto tan abominable… Haré lo posible por traérmela conmigo. Un hombre me acompaña, no temo a lord Gray, y veremos si persiste en sus viles proyectos delante de mí.

– No persistirá. Lo que está pasando es un plan admirable de la Providencia.

– La pobre Asunción es una tonta. Su fondo es bueno, pero con la santidad, con el encierro y con lord Gray se le ha convertido la imaginación en un hervidero. Nos queremos mucho. Varias veces he conseguido de ella con mis cariñosas amonestaciones más que su madre con el rigor y toda la Iglesia católica con sus santidades… Volverá, volverá con nosotros… ¡Qué peligroso paso!… ¡Ella y yo fuera de casa!… Corramos, corramos. La casa de ese hombre está en el fin del mundo.

– Lord Gray abandonará su presa. Ya pronto llegamos. Lord Gray tendrá el castigo que merece.

– ¡Así te oyera Dios! ¡Pobre Asunción! ¡Pobre amiga! ¡Tan buena y tan loca! Se me parte el corazón al considerarla deshonrada y perdida para siempre. La arrancaremos de manos de su seductor… No, no huirá de Cádiz… Aún faltan muchas horas para el día… Vamos, corramos pronto.

XXVI

Por fin llegamos a casa de lord Gray. Toqué fuertemente a la puerta y un criado soñoliento y malhumorado bajó a abrirnos.

– El señor no está – nos dijo.

Creyendo que nos engañaba, empujé puerta y portero para abrir paso, y entramos diciendo:

– Sí está. Me consta que está.

Como la casa de lord Gray era centro de aventuras, y allí entraban con frecuencia hombres y mujeres a distintas horas del día y de la noche, el criado no puso obstáculo a que invadiéramos imperiosamente la casa, y guiándonos a la sala, encendió luces, sin cesar de repetir:

 

– El señor no está, el señor no ha venido esta noche.

Inés, desfallecida, dejose caer en un sillón. Yo recorrí la casa toda, y en efecto, lord Gray no estaba. Después de mis pesquisas Inés y yo nos miramos con angustiosa perplejidad, confundidos ante la inutilidad del arriesgado paso que habíamos dado.

– No están, Inés. Lord Gray ha tomado sus precauciones y es inútil pensar en impedir la fuga.

– ¡Inútil! – exclamó con dolor. – No sé qué pensar. Llévame otra vez a mi casa. ¡Dios mío santísimo, si me sienten llegar contigo!… ¡Si doña María se levanta y ve que Asunción y yo no estamos allí!… ¡Esto ha sido una locura! ¡Desgraciada Asunción! ¡Tan buena y tan loca!

Inés lloraba con vivo dolor la pérdida de su amiga.

– Para mí es como si hubiera muerto – añadió. – ¡Que Dios la perdone!

– Engañado por su aparente santidad, jamás creí que tuviera tan ciega pasión por un hombre.

– Su hipocresía es superior a todo lo que puede concebirse. Ha aprendido a disimular con tal arte sus sentimientos, que todos se engañan respecto a ella.

– Para decírtelo todo de una vez, Inés, yo creí que la que amaba a lord Gray eras tú. Todos, incluso Amaranta, creían lo mismo.

– Ya lo sé. Yo misma tengo la culpa de esto, porque deseando evitar a mi amiga las crueles reprensiones y castigos de su madre, callaba y sufría siempre, y las sospechas caían sobre mí. Conmigo tenían cierta tolerancia, y como sólo se trataba de cartitas y tonterías, dejé correr el engaño, pasando por casquivana… Algunas veces me apropiaba deliberadamente las faltas de Asunción, por el beneficio que me traían… ¿no entiendes? Mi mayor gusto era ver rabiar a D. Diego, diciendo que no se casaría nunca conmigo.

– Él espera que pronto le darás tu mano.

Por primera vez en aquella noche la vi reír.

– Yo sabía – añadió después – que todas las sospechas caían sobre mí, y callaba. Jamás hubiera delatado a la pobre Asunción. Esperaba arrancarle de la cabeza esa locura, y en una ocasión creí conseguirlo. Lord Gray ponía en juego mil ingeniosas estratagemas… ¿Tú sabes todo lo que pasó el día que fuimos a las Cortes?… ¡Hombre más original!… Yo esperaba que siguieras yendo a casa por la noche… te hubiera informado de todo… Pasaron días y meses, y entretanto, sola y abandonada de todos, necesitaba valerme de mis propios esfuerzos para ir prolongando, prolongando mi situación, con la esperanza de verme libre algún día… Pero marchemos al punto de aquí. ¡Dios mío, qué tarde!

– Inés, te he recobrado, te he reconquistado después de creerte perdida para siempre – afirmé olvidando la situación en que nos encontrábamos. – Has resucitado para mí. ¡Querida mía, imitemos la conducta de Asunción y lord Gray, y vámonos por esos mundos!

Me miró con severidad.

– ¿Deseas volver a aquella horrible prisión, más cerrada y más sombría que la casa de los Requejos? – le dije con exaltación, estrujando sus manecitas entre las mías.

– Más vale esperar – me contestó. – Llévame a mi casa.

– ¡Otra vez allá! – exclamé deteniéndola en su marcha con la barrera de mis brazos, que hubieran querido ser muralla indestructible para separarla del resto del mundo. – ¡Otra vez allá! Ya no te volveré a ver más. Se cerrarán las puertas de ese purgatorio presidido por doña María, y adiós para siempre. Querida mía, vamos a casa de la condesa; allí te convenceremos. Sabrás lo que importa más que nada en el mundo.

Inés demostraba gran impaciencia.

– ¡Pero un momento más, un momento! Pasan meses sin verte. Sabe Dios hasta cuándo no nos veremos. ¿No sabes lo que me pasa? El gobierno ha dispuesto que salga una expedición para desembarcar en Cartagena y socorrer a las partidas de Castilla. Me han designado para formar parte de ella. Pobre soldado, tengo que obedecer. ¿Cuándo nos volveremos a ver? Nunca. No te separes de mí esta noche. Salgamos de aquí, y te llevaré al lado de la condesa, tu prima.

– ¡No, a casa, a casa!

– La puerta de aquella mansión me parece que es la losa de tu sepulcro. Cuando se cierre, dejándote dentro, todo se acabó.

– No, yo no quiero salir como Asunción, acechando el sueño de su madre para escapar. Yo no quiero salir así de mi encierro, sino en pleno día, con las puertas abiertas y a la vista de todos. Vámonos. ¡Qué locura he hecho esta noche, Dios mío! Asunción, ¿dónde estás? ¿Has muerto ya para mí y para los demás?… No puedo estar aquí ni un instante más. Me parece que siento la voz de doña María llamándome, y los cabellos se me erizan de espanto.

Inés se dirigió a la salida. En el mismo instante oímos ruido de un coche en la calle. Aguardamos, sintiendo que alguien subía, y por fin abriose la puerta de la sala, y apareció lord Gray. Estaba sombrío, fosco, agitado, nervioso.

Nos miró con asombro, quiso reír, pero su colérico semblante no echaba de sí más que rayos. Temblaba de ira, iba de un lado para otro de la sala, como un tigre en su jaula, nos miraba, nos decía algo inconexo, risible, estúpido, y luego hablaba consigo mismo en monosílabos incomprensibles, mezclando la lengua inglesa con la española.

– Sr. de Araceli, buenas noches… Y usted, niña, ¿qué hace aquí? ¡Ah!, ya… Mi casa sirve de refugio a los amantes… Son ustedes más afortunados que yo… ¡Condenación eterna para las niñas mojigatas!… Un hombre como yo… No debí acceder… ¡Por San Jorge y San Patricio!…

– Lord Gray – dije – hemos venido a esta casa con móvil muy distinto del que usted supone.

– ¿En dónde está Asunción? – exclamó Inés con vehemencia. – No, no saldrán ustedes de Cádiz. Voy a alborotar toda la ciudad.

– ¿Asunción? – repuso el inglés pateando con cólera y elevando el puño. – He sido un necio… pero mañana veremos… El demonio me lleve si cedo… ¿Qué decía usted? Asunción… es una niña honradita y formalita… ¡Maldito bigotism!… Mucho lloro, mucho hipo, mucho suspirito… ¡Mala peste!… ¿Qué decía usted?… Perdone usted… Estoy nervioso… despido fuego y electricidad… Pues como decía, Asunción…

– ¡Sí!, ¿dónde está? Es usted un malvado.

– La pobrecita niña está ya de vuelta en casa rezando el Confiteor con las manecitas cruzadas delante del altarejo… ¡Malditas sean las niñas piadosas!… Parece que su voluntad ha de ser de roca, y es cera de iglesia. Están buenas para sacristanes… Pues sí. En su casa está ya de vuelta. El seráfico arcangelillo se asustó al verse solo conmigo en lugar extraño… ¡No les gusta más que la sacristía!… Lloró, rabió, quiso matarse, escandalizó la casa de aquella ilustre doña Mónica a donde la llevé… Jamás me ha pasado otra como esta… ¡Pobre gatita, cómo mayaba! ¡Qué lastimeros ayes! ¡Qué gritos para clamar por su honor!… Nada; es preciso ser fraile o sacristán… En fin, ya está otra vez en su casa, a donde acabo de llevarla sigilosamente, lo mismo que la saqué… Señora doña Inesita, veo que es usted mujer resuelta… Usted se ha echado a la calle con este insigne mancebo… No hay que hacer aspavientos de honor y demás bambolla… La señora condesa me lo ha contado todo esta tarde desde la cruz a la fecha… Ella quería que yo me comprometiese a librarla a usted de su cautiverio, y convine en ello… Pero ustedes lo han sabido arreglar. Así se hace… Esta noche las contrariedades y las desdichas son para mí… Pero mañana… tomaré precauciones… O hizo Lucifer a las mojigatas para reírse de los enamorados, o las hizo Dios para castigarlos… Recapacitemos; ¡las hizo Dios, Dios, Dios!…

– Salgamos al instante de aquí – dijo Inés. – Este hombre está loco. Si es cierto que la infeliz ha vuelto a casa, pronto lo sabremos.

Impulsado por una determinación súbita, dije al inglés:

– Milord, ¿me presta usted su coche?

– Está a la puerta.

– Pues vamos.

Bajamos. Cogí a Inés en mis brazos, y subiéndola en la alta carroza (una de las singularidades del Cádiz de entonces, introducida por lord Gray) dije al cochero:

– A casa de la señora de Cisniega, en la calle de la Verónica.

XXVII

– ¿A dónde me llevas? – exclamó Inés con espanto cuando me senté junto a ella dentro del coche que empezó a rodar pesadamente.

– Ya lo has oído. No me preguntes por qué. Allá lo sabrás. He tomado esta resolución y no hay fuerza humana que me aparte de ella. No es una calaverada; es un deber.

– ¡Qué dices! Yo salí para salvar a mi amiga de la deshonra, y la deshonrada soy yo.

– Inés, oye lo que te digo. ¿Estás decidida a casarte con D. Diego?

– Déjate de simplezas.

– Pues entonces calla y resígnate a ir a donde yo te lleve. Una serie de acontecimientos providenciales te ha puesto en mi poder y creería cometer un crimen si te llevara de nuevo a aquel aborrecido encierro, donde al fin serías víctima del egoísmo fanático y de la insoportable autoridad de quien no tiene ningún derecho a martirizarte… Pobrecilla, graba en tu memoria lo que te estoy diciendo y más tarde bendecirás esta locura mía. No, no volverás allá. No pienses más en doña María. Confía en mí. Dime: ¿te he engañado alguna vez? Desde que nos conocimos ¿no has sido para mí una criatura venerada a quien de ningún modo se puede ofender? ¿No has visto siempre en mí, junto con el cariño más vivo que jamas se tuvo hacia persona alguna, un respeto, un culto superior a todas las debilidades humanas? Inés, tú eres víctima de un gran error. ¿Temes a doña María, temes a la de Leiva, temes a esas siniestras y medrosas figuras que constantemente te están vigilando con sus ojos terribles? Pues bien; esas dos personas no son para ti otra cosa que dos figurones como los que asustan a los chicos. Acércate, tócalos y verás cómo son cartón puro.

– No sé qué quieres decir.

– Quiero decir – continué hablando con tanta vehemencia como rapidez – que te has forjado respetos de familia, consideraciones e ideas que son hijas de un error. Te han engañado, están abusando de tu bondad, de tu dulzura para fines execrables, y no pudiendo amoldar tu hermosa condición a la suya, te corrompen por grados, falsificándote, querida mía, con la escuela del disimulo. No hagas caso, no pienses en ellas, considérate libre. Vivirás al amparo de la única persona que tiene derecho a mandar en ti; serás libre, disfrutarás de los goces inocentes, de los nobles placeres de la Naturaleza; podrás mirar al cielo, admirar las obras de Dios, podrás ser buena sin hipocresía, alegre sin desenfado, vivir rodeada de personas que te adoren, y con la conciencia en paz y tranquila. No interrumpirá tu sueño la cavilación de los fingimientos que tendrás que hacer al día siguiente para que no te castiguen. No te verás en el doloroso caso de mentir; no te aterrará la idea de desposarte con un hombre aborrecido; no estarás expuesta a la alternativa de que peligre tu virtud o seas desgraciada, desgraciadísima y digna de lástima en esta breve vida y luego condenada en la eternidad de la otra.

– Gabriel – me dijo ella bañado el rostro en lágrimas – no entiendo lo que me dices. No puedo creer que tú seas capaz de engañarme. ¿Lo que dices es una locura o qué es…? ¿A dónde me llevas…? Por Dios, no hagas una locura. Cochero, cochero, a la calle de la Amargura.

– El cochero irá donde yo le mande – exclamé alzando la voz, porque el ruido del carruaje nos obligaba a hablar a gritos. – Regocíjate, Inés, alégrate, amiguita. El aspecto de tu existencia va a cambiar desde esta noche. ¡Cuántas penas, pobrecita, cuántas alternativas y vaivenes en tan pocos años! Por un lado tú, por otro yo. Ambos sujetos a mil fatigas, mecidos y arrastrados por este oleaje terrible que ya nos sube, ya nos baja, ya nos junta, ya nos separa…

– Es verdad, es verdad.

– ¡Pobre amiga mía! ¡Quién había de decirte que en tu grandeza serías tan desgraciada como en tu miseria!

– Sí, es verdad, es verdad… Pero me dejo arrastrar por tu demencia. ¡Llévame a mi casa, por Dios! Después concertaremos…

– Ya está concertado…

– Pero mi familia… Yo tengo nombre y familia…

– A eso voy.

– No, no puedo consentirlo. Es imposible que me engañes… ¡A casa, a casa! ¡Qué dirán de mí! ¡Virgen Santísima!

– No dirán nada.

– Yo tengo imaginado un gran plan…

– Este plan es el mejor… Tu prima acabará de dártelo a conocer. Al diablo doña María y la de Leiva.

– Es el jefe de la familia. Ella manda.

– Ahora mando yo, Inés. Obedece y calla. ¿No recuerdas que en todos los instantes supremos de tu vida has necesitado de mi ayuda? Ahora es lo mismo. Hace tiempo que buscaba esta ocasión… te atisbaba con vigilante mirada… quería robarte, como te robé en casa de los Requejos, y al fin lo he conseguido… Que venga acá doña María a arrancarte de mi poder. Lo demás te lo dirá tu prima. Ya llegamos.

 

Fuera que confiaba en mí entonces como en otras ocasiones de su vida, abandonándose a aquel destino suyo, de que yo había sido tantas veces celoso ejecutor; fuera que un vago presentimiento la inclinaba a aprobar mi conducta, lo cierto es que no hizo esfuerzo para resistir cuando entré con ella en la casa y la conduje arriba, despertando con el estruendo de mi llegada a todos los habitantes de la casa. Gran susto tuvo Amaranta al sentir tan a deshora los golpes y voces con que yo me anuncié. Al salir a mi encuentro, doña Flora y la condesa estaban aturdidas de puro asombradas.

– ¿Qué es esto? ¿Cómo has salido de la casa? – exclamó la condesa, besándola con ternura. – A Gabriel debemos sin duda esta buena obra.

– Qué placer es estar junto a usted, querida primita – dijo Inés sentándose en el sofá de la sala tan cerca de Amaranta, que casi estaba sobre sus rodillas. – Me olvido de la falta que he cometido huyendo de mi casa, y los gritos de mi conciencia son ahogados por la gran felicidad que ahora siento. Estaré un ratito, un ratito nada más.

– Gabriel – dijo Amaranta con el rostro inundado de lágrimas – ¿cuándo sale la expedición? Yo pediré permiso para marchar en ella y nos llevaremos a Inés.

– ¡Huir! – exclamó la muchacha con terror. – Yo apareceré a los ojos de todos como una criatura sin pudor que deshonra y envilece a su familia… Volveré a casa de doña María.

– ¡Fuera engañosas apariencias! – grité yo. – Por más que vuelvas a todos lados la vista, no encontrarás más familia que la que en estos momentos te rodea.

La condesa con su mirada penetrante quiso imponerme silencio; pero yo no podía callar, y los pensamientos que se agitaban con febril empuje en mi cerebro, afluían precipitadamente a mis labios, dándome una locuacidad que no podía contener.

– El entrañable amor que te ha manifestado siempre la persona en cuyos brazos estás, ¿no te dice nada, Inés? Cuando pasaste de la humildad de tu niñez a la grandeza de tu juventud, ¿qué brazos te estrecharon con cariño? ¿Qué voz te consoló? ¿Qué corazón respondió al tuyo? ¿Quién te hizo llevadera la soledad de tu nobleza? Seguramente has comprendido que entre ella y tú existían lazos de parentesco más estrechos que los que reconoce el mundo. Tú lo conoces, tú lo sabes, tu corazón no puede haberse engañado en esto. ¿Necesito decírtelo más claro? La voz de la Naturaleza antes de ahora, en todas ocasiones, y más que nunca ahora mismo clamará dentro de ti para declarártelo. Señora condesa, abrácela usted, porque nadie vendrá a arrancarla de manos de su verdadero dueño. Inés, descansa tranquila en ese seno, que no encierra egoísmo ni intrigas contra ti, sino sólo amor. Ella es para ti lo más santo, lo más noble, lo más querido, porque es tu madre.

Diciendo esto callé; descansé como Dios después de haber hecho el mundo. Estaba tan satisfecho de haber hablado, que las lágrimas, la turbación, la emoción silenciosa y profunda de las dos mujeres, abrazadas y oprimidas una contra otra como queriendo formar una sola persona, me halagaban más que al orador elocuente los aplausos de la multitud y el delirio del triunfo. Las últimas palabras las solté como se echa fuera algo que nos ahoga.