Free

Episodios Nacionales: Cádiz

Text
iOSAndroidWindows Phone
Where should the link to the app be sent?
Do not close this window until you have entered the code on your mobile device
RetryLink sent

At the request of the copyright holder, this book is not available to be downloaded as a file.

However, you can read it in our mobile apps (even offline) and online on the LitRes website

Mark as finished
Font:Smaller АаLarger Aa

XXI

Pasaron días y San Lorenzo de Puntales me vio ocupado en su defensa durante un mes, en compañía de los valientes canarios de Alburquerque. Allí ni un instante de reposo, allí ni siquiera noticias de Cádiz, allí ni la compañía de lord Gray, ni cartas de Amaranta, ni mimos de doña Flora, ni amenazas de D. Pedro del Congosto.

Dentro de Cádiz, el sitio era una broma y los gaditanos se reían de las bombas. La alegre ciudad, cuyo aspecto es el de una perpetua sonrisa, miraba desde sus murallas el vuelo de aquellos mosquitos, y aunque picaran, los recibía con coplas donosas, como los bilbaínos de la presente época. Cuando el bombardeo hizo verdaderos estragos, los llantos y lágrimas perdiéronse en el bullicioso rumor de aquel hervidero de chistes. Pero eran contadas las desgracias. Una bomba mató a un inglés, y estuvo a punto de ser víctima de otra en los mismos brazos de su nodriza D. Dionisio Alcalá Galiano, hijo de D. Antonio. Fuera de estos casos y otros que no recuerdo, los efectos de la artillería enemiga eran risibles. Un proyectil penetró en cierta iglesia, arrancando las narices a un ángel de madera que sostenía la lámpara; otro destrozó el lecho de un fraile de San Juan de Dios que afortunadamente se hallaba fuera en el instante crítico.

Cuando, después de ausencia tan larga, fui a visitar a Amaranta, la encontré desesperada, porque el aislamiento de Inés en la casa de la calle de la Amargura, había tomado el carácter de una esclavitud horrorosa. Cerrada la puerta a los extraños con rigor inquisitorial, era locura aspirar ya a burlar vigilancias, y engañar suspicacias y menos a romper la fatal clausura. La desgraciada condesa me expresó con estas palabras sus pensamientos:

– Gabriel, no puedo vivir más tiempo en esta triste soledad. La ausencia de lo que más amo en el mundo, y más que su ausencia, la consideración de su desgracia, me causan un dolor inmenso. Estoy decidida a intentar, por cualquier medio, una entrevista con mi hija, en la cual, revelándole lo que ignora, espero conseguir que ella misma rompa espontáneamente los hierros de su esclavitud y se decida a vivir, a huir conmigo. No me queda ya más recurso que el de la violencia. Yo esperé que tú me sirvieras en este negocio; pero con la necedad de tus celos no has hecho nada. ¿No sabes cuál es mi proyecto ahora? Confiarme a lord Gray, revelarle todo, suplicándole que me facilite lo que tanto deseo. Ese inglés tiene una audacia sin límites, en nada repara y será capaz de traerme aquí la casa entera con doña María dentro, cual una cotorra en su jaula. ¿No le crees tú capaz de eso?

– De eso y de mucho más.

– Pero lord Gray no parece. Nadie sabe su paradero. Fue a la expedición del Condado, y aunque se cree que regresó a Cádiz, no se le ve por ninguna parte. Búscamele por Dios, Gabriel, tráemele aquí o dile de mi parte que me interesa hablar con él de un asunto que es de vida o muerte para mí.

Efectivamente, nadie sabía el paradero del noble inglés, aunque se suponía que estuviese en Cádiz. Había tomado parte en la expedición que fue al condado de Niebla con objeto de hostilizar a los franceses por su ala derecha, y que, si menos célebre, no fue menos lastimosa que la de Chiclana, con su célebre batallón del Cerro de la cabeza del Puerco. Acaeció en la jornada del Condado un suceso digno de pasar a la historia, y fue que en ella descalabraron del modo más lamentable a nuestro heroico y por tantos títulos famoso D. Pedro del Congosto, quien en lo más recio de un combate que cerca de San Juan del Puerto trabaron con los nuestros los franceses, metiose denodadamente, llevando en pos a sus cruzados de rojo y amarillo, con lo cual dicen hubo gran risa en el campo francés. Trajéronlo todo molido y quebrantado a Cádiz, donde decía que por haber perdido una herradura su caballo no se ganó la batalla, pues cuando el maldito jaco tropezó, ya empezaban a huir cual bandadas de conejos los batallones franceses; y fija esta idea en su acalorada mente, no cesaba de repetir: «¡Si no me hubiese faltado la herradura!…».

Lord Gray también fue al Condado, y se contaban de él maravillas; pero a su regreso desapareció su persona de todos los sitios públicos, y aun hubo quien le creyese muerto. Fui a su casa y el criado me dijo:

– Milord está vivo y sano, aunque no del juicio. Estuvo encerrado quince días sin querer ver a nadie. Después me mandó que reuniese a todos los mendigos de Cádiz, y cuando lo hice, juntolos en el comedor, y allí les obsequió con un banquete como para reyes. Dioles a beber los mejores vinos; los pobres, se reían unos y lloraban otros; pero todos se emborracharon. Luego fue preciso echarles a puntapiés de la casa, y trabajamos tres días para limpiarla, porque dejaron por fanegas las pulgas y otra cosa peor.

– Pero ¿dónde está en este momento milord?

– Debe andar ahora allá por el Carmen.

Dirigime hacia el Carmen Calzado, cuyo gran pórtico frontero a la Alameda, llama la atención del forastero. No es una obra maestra de los buenos tiempos de nuestra arquitectura aquella fachada, pero los mil accidentes con que lujosamente la adornó la imaginación del artista, le dan cierta belleza que el mar allí cercano parece que fantasea a su antojo. No sé por qué se me ha parecido siempre dicho frontispicio a las popas de los grandes navíos antiguos; hasta parece que se mece gallardamente impulsado por el viento y las olas. Los santos que lo adornan semejan farolones gigantescos; las hornacinas troneras, los barandajes, los nichos, las mórbidas roscas de las columnas salomónicas, todo se me antoja como perteneciente al dominio de la antigua arquitectura naval.

Caía la tarde. Entraban mansamente los buenos frailes, como ovejas que vuelven al aprisco; los pobres árboles de la Alameda apenas sombreaban el espacio que media entre el edificio y la muralla, y el sol iluminaba el frontis, dorándolo completamente. En línea recta se extendía la pequeña pared del convento; y en su extremo una puertecilla estrecha, que servía de ingreso al claustro, estaba completamente obstruida por un regular gentío que hormigueaba allí en formas oscuras y movedizas, acompañadas de un rumor sordo o gruñido chillón, como de plebe menuda que se impacienta. Eran los pobres que esperaban la sopa boba.

En Cádiz no han abundado tanto como en otros lugares los mendigos haraposos y medio desnudos, esos escuadrones de gente llagada, sarnosa e inválida que aún hoy nos sale al encuentro en ciudades de Aragón y Castilla. Pueblo comercial de gran riqueza y cultura, Cádiz carecía de esa lastimosa hez; pero en aquellos tiempos de guerra muchos pedigüeños que pululaban en los caminos de Andalucía, refugiáronse en la improvisada corte. Para que nada faltase y fuese Cádiz en tales días compendio de la nacionalidad española, puso allí sus reales hasta la hermandad de pan y piojos, que tanto ha figurado en nuestra historia social, y tanto, tantísimo ha dado que hablar a propios y extranjeros.

Acerqueme a los infelices y los vi de todas clases; unos mutilados, otros entecos, demacrados y andrajosos los más, y todos chillones, desenfadados, resueltos, como si la mendicidad, más que la desgracia, fuese en ellos un oficio y gozasen a falta de rentas, del fuero inalienable y sagrado de pedir al resto del humano linaje. Salió el lego con el calderón de bazofia, y allí era de ver cómo se empujaban y revolvían unos contra otros, disputándose la vez, y con qué bríos y con qué altivo lenguaje alargaban el cazuelillo. Repartía el cogulla a diestro y siniestro golpes de cuchara, y ellos se aporreaban para quitarse la ración, y entre manotadas y coces iban logrando la parte correspondiente, para retirarse después a un rincón, donde pacíficamente se lo comían.

Yo les miraba con lástima, cuando divisé en el hueco de una puerta una figura que me hizo quedar perplejo y aturdido. No creyendo a mis ojos la miré y remiré, sin convencerme de que era realidad lo que ante mí tenía. El mendigo que así llamaba mi atención (pues mendigo era) vestía con los andrajos más desgarrados, más rotos, más desordenados y extravagantes que puede darse. Aquel vestido no era vestido, sino una informe hilacha que se deshacía al compás de los movimientos del individuo. La capa no era capa sino un mosaico de diversas y descoloridas telas; pero tan mal hilvanadas que el aire se entraba por las mil puertas, ventanas y rejas, obra de la tosca aguja. Su sombrero no era sombrero, sino un mueble indefinido, una cosa entre plato y fuelle, entre forro y cojín vacío; y por este estilo las demás prendas de su cuerpo anunciaban el último grado de la miseria y abandono, cual si todas hubiesen sido recogidas entre aquello que la misma mendicidad arroja de sí, materias que se devuelven a la masa general de lo inorgánico, para que de nuevo tomen forma en las revoluciones del universo.

También me causó sorpresa ver el garbo con que el hi de mala mujer se terciaba la capita y echaba sobre la ceja el sombrerete y guiñaba el ojo a los compañeros, y decía donaires al buen lego. Pero ¡ay!, lo que más que traje y sombrero me asombró, dejándome lelo delante de tan esclarecido concurso, fue la cara del mendigo, sí señores, su cara; porque sepan ustedes que era la del mismísimo lord Gray.

XXII

Creí soñar, le miré mejor, y hasta que no me llamó saludándome, no me atreví a hablarle, temiendo padecer una equivocación.

– No sé, milord – le dije – si debo reírme o enfadarme de ver a un hombre como usted, con ese traje, y llenando su escudilla en la puerta de un convento.

– El mundo es así – me respondió. – Un día arriba y otro abajo. El hombre debe recorrer toda la escala. Muchas veces paseando por estos sitios, me detenía a contemplar con envidia la pobre gente que me rodea. Su tranquilidad de espíritu, su carencia absoluta de cuidados, de necesidades, de relaciones, de compromisos; despertaron en mí el deseo de cambiar de estado, probando por algún tiempo la inefable satisfacción que proporciona este eclipse de la personalidad, este verdadero sueño social.

 

– Es verdad, milord, que tan descomunal extravagancia no la he visto jamás en ningún inglés, ni en hombre nacido.

– Parece esto una aberración – me dijo. – La aberración está en usted y en los que de ese modo piensan. Amigo, aunque parezca contradictorio, es cierto que para ponerse encima de todo lo creado, lo mejor es bajar aquí donde yo estoy… Lo explicaré mejor. Yo tenía la cabeza loca del ruido de los martillos de Londres, y venía maldiciendo la ingrata tierra en que el hombre para poder vivir necesita hacer clavos, bisagras y cacerolas. ¡Bendita tierra esta, donde el sol alimenta y donde lleva la atmósfera en su inmensa masa ignoradas sustancias!…

Mi cuerpo se rebela hace tiempo contra los repugnantes bodrios de nuestros cocineros, inmundos envenenadores del humano linaje. Yo sentía ha tiempo profundo rencor hacia los sastres, que serían capaces de ponerle casaquín, chupa y corbata al Apolo de Fidias si se lo permitieran. Yo experimentaba profunda aversión hacia las casas y ciudades, que, según vamos viendo en nuestra graciosa época, sólo sirven para que se luzcan y diviertan los artilleros destruyéndolas. Yo detestaba cordialmente la sociedad de los hombres de hoy compuesta de multitud de casacas que hacen cortesías, y dentro de las cuales suele haber la persona de un hombre. Me horrorizaba al oír hablar de naciones, de políticas, de diferencias religiosas, de guerras, de congresos; invenciones todas de la necedad humana que al mismo tiempo que ha establecido leyes, estados, privilegios, dogmas, ha inventado cañones y fusiles para destruirlo todo. Yo detestaba los libros que se han creado para muestra de que no hay en todo el mundo dos hombres que piensen de la misma manera, y que nacieron en manos de un artesano, como en manos de un fraile la pólvora, otra especie de libro que habla más alto, pero que tampoco dice nada que no sea confusión.

Lord Gray se expresaba con exaltado acento. Tomé su mano y advertí que quemaba.

– Vi luego este país bendito, y mi pensamiento agitado descansó contemplando esta suprema estabilidad, este profundo reposo, este sueño benéfico de la sociedad española. Mis ojos se deleitaron contemplando en la inmensidad de la tierra las siluetas de los grandes conventos, a cuyo amparo protector un pueblo, a quien todo se lo dan hecho, puede esparcir su gran fantasía por los espacios de lo soñado y buscar lo ideal en la única región donde existe; sin cuidarse de desempeñar papeles más o menos difíciles en la sociedad, sin cuidarse de su persona, ni de los molestos accidentes del escenario humano, que se llaman posición, representación, nombre, fortuna, gloria… Quise saciar mi ardiente anhelo de conocer este beatífico estado, y aquí me tiene usted en él.

Amigo mío, durante dos días he vivido tan lejos de la sociedad, cual si me hubiera transportado a otro planeta; he podido apreciar la rara hermosura de un día de sol, la pureza del ambiente, la profunda melancolía de la noche, mar donde el pensamiento navega a su antojo sin llegar jamás a ninguna orilla; he experimentado la indecible satisfacción de que centenares de hombres con casaca, entorchados y sombreros de distintas formas, pero todos más feos que los que en Egipto ponen al buey Apis, pasen junto a mí sin saludarme; he conocido el purísimo deleite de ver pasar los minutos, las horas, los días, cual cortejo de dulces sombras que llevan en sus suaves manos la vida, a la manera de aquellas deidades hermosísimas que pintaron los antiguos, transportando en sus brazos las almas de los justos al cielo; he saboreado las delicias de no ir a ninguna parte deliberadamente, de sentir mis hombros libres de toda obligación, de no sentir en mi pensamiento ese hierro candente cuya quemadura significamos en el lenguaje con la palabra después, y que encierra un mundo de deberes, de ocupaciones, de molestias sin fin.

Después de una breve pausa, prosiguió así:

– Esta gente que me rodea tiene las mismas pasiones que las de allá arriba; pero no disimula nada. Es una ventaja. Prendas diversas les caracterizan, pero aquí todo es abrupto y primitivo como las rocas, donde no ha golpeado aún el martillo del hombre para labrar un camino. Los hay más crueles que Glocester, más mentirosos que Walpole, más orgullosos que Cromwell, más poetas que Shakespeare, y casi todos son ladrones. Yo me deleito con la salvaje manifestación de sus pasiones y me finjo ignorante de sus truhanerías. Aquel viejo que allí se ve haciendo cruces encima de la escudilla, me ha robado todos los doblones de oro que yo llevaba en mi bolsillo. Juntos pasábamos largas horas por las noches en la muralla. Él me contaba vidas de santos españoles; yo fingía dormitar, embelesado por los místicos encantos de su relato, y entonces metía bonitamente sus manos en mi bolsillo para sacarme el dinero. Yo lo observaba y callaba, gozándome en su avariciosa concupiscencia, como se goza viendo un abismo, una tempestad, un incendio o cualquier aparente desorden de la naturaleza. Aquellos gitanos que están allí rezando el rosario, me han entretenido dulcemente contándome sus ingeniosas maneras de robar.

Amigo mío; aquí también hay una especie de alta sociedad, y se pasa el rato alegremente en conciertos, fiestas y representaciones. Los romances moriscos que recita aquella vieja que parece exacto traslado de la tía Fingida, y en efecto lo es, han producido en mí mayor sensación que las fanfarronadas de todos los cómicos modernos. Hay allí una muchacha ciega, a quien llaman la Tiñosa, la cual canta el jaleo y el ole con tanto primor, que oyéndola he sentido emociones dulcísimas y me he trasportado a las últimas, a las más remotas regiones de lo ideal. Aquellos niños cojos y mancos, en cuyos grandes ojos negros parece centellear el genio del gran pueblo que guerreó durante siete siglos con los moros y descubrió, conquistó y dominó regiones y continentes hasta que ya no había más mundo para saciar su ambición, aquellos niños, digo, son la más graciosa pareja de pilletes que he visto en mi vida, y cuanta sal, ingenio y travesura ha derramado la Naturaleza en granujas de Madrid, léperos de Méjico, lazzaronis de Nápoles, lipendes de Andalucía, pilluelos de París, pic-pockets de Londres, es nada en comparación de su gran ciencia. Si les educaran, es decir, si les corrompieran torciendo el natural curso de sus instintos, yo quisiera ver dónde se quedaban Pitt, Talleyrand, Bonaparte, y todos los grandes políticos de la época.

– Amigo – le dije sin poder reprimir mi enfado – me da compasión verle a usted entre esta desgraciada gente, y más aún oírle encomiar su triste estado.

– No parece sino que nosotros somos mejores que ellos. ¡Ah! Desde que hay en España filósofos y políticos charlatanes y escritores con pujos de estadista, se ha empezado a declarar ominosa guerra a estos mis buenos amigos, lo mismo que a los salteadores de caminos, que no son otra cosa que una protesta viva contra los privilegios de los cosecheros; a los buenos frailes que son la piedra fundamental de esta armonía envidiable, de este sistema benéfico, en que todos viven modestamente sin molestarse unos a otros.

Esto decía cuando una vieja que acababa de llenar la escudilla, llegose a nosotros y después de pedirme una limosna, que le di, puso la descarnada mano sobre el hombro del par de Inglaterra y cariñosamente le dijo:

– Niñito querido, ¡qué buenas nuevas te traigo esta tarde! Alégrate, picarón, y escupe otra moneda amarilla, otro pedazo de sol como el que ayer me diste en premio de mis desinteresados servicios.

– ¿Qué me cuentas, tía Alacrana, espejo de las busconas?

– A mí no se me han de decir esos feos vocablos. ¿Pues qué? ¿Acaso en mi vida he hecho algo que tenga olor de alcahuetería? Aquí donde me ven, yo, doña Eufrasia de Hinestrosa y Membrilleja soy muy principal y mi difunto fue empleado en la renta del noveno y el excusado. Pero vamos a lo que importa.

– ¿Fuiste allá, brujita mía?

– Por sétima vez. ¡Y qué buena que es mi doña María! Hemos brindado juntas muchos paternoster, a modo de copas de vino, en esta iglesia del Carmen y en obsequio de nuestros respectivos difuntos. Señora más enseñorada no la hay en todo Cádiz. En generosidad no, pero en principalidad se monta por encima de cuanta gente conozco, que es medio mundo. Me da algunos ochavos y lo que sobra de la olla que es (dicho sea sin incurrir en el feo vicio de la murmuración) bien poco sustanciosa. Me ha comprado algunas crucecitas de los padres mendicantes, y huesecillos benditos para hacer rosarios. Hoy le llevé mi comercio y la noble señora hizo que le contara mi historia; y como esta es de las más patéticas y conmovedoras, lloró un tantico. Después, como ella saliera de la sala para ir a sus quehaceres, quedeme sola con las tres niñas, y allí de las mías.

En cuarenta años de piadoso ejercicio en este ajetreo de ablandar muchachas, avivar inclinaciones, y hacer el recado, ¿qué no habré aprendido, niñito mío, qué trazas no tendré, qué maquinaciones no inventaré, y qué sutilezas no me serán tan familiares como los dedos de la mano? Así es que si me hallo con bríos para pegársela al mismo Satanás, de quien estos pícaros dicen que soy sobrina carnal, ¿cómo no he de poder pegársela a doña María, que aunque principalota, se deja embobar por un credo bien rezado y por una parla sobre la gente antigua, siempre que cuide uno de adornar el rostro con dos lagrimones, de cruzar las manos y mirar al techo, diciendo: «¡Señor, líbranos de las maldades y vicios de estos modernos tiempos!»?

– Tu charlatanería me enfada, Alacrana. ¿Qué recado me traes?

– ¿Qué recado? Tres días de santa conferencia he empleado, mi niño. ¿Qué ha de hacer la pobrecita? Creo que está dispuesta a echarse fuera y huir contigo a donde quieras llevarla. Para entrar en la casa y en el sagrado tabernáculo de su alcoba, ya tienes las llavecitas que has forjado, gracias al molde de cera que te traje. ¡Oh, dichoso, mil veces dichoso niño! Ya sabes que la doña María duerme en aquella alcobaza de la derecha y las tres niñas en un cuarto interior. La sala y dos piezas más separan un dormitorio de otro: no hay peligro ninguno.

– ¿Pero no te ha dado recado escrito o de palabra?

– Me lo ha dado, sí señor; a fe que es la niña poco cortés para no contestarte. En esta hoja de libro que aquí traigo, marca, apunta y especifica el día, hora y punto en que caerá en los brazos de este haraposo la más…

– Calla y dame.

– Paciencia. Hoy me ha dicho doña María que tiene un dormir tan profundo como el de los muertos. Eso prueba una conciencia tranquila. ¡Dios la bendiga!… Ahora, para darte el documento, deja caer sobre mí el rocío de esas monedas de oro que me fueron prometidas.

Lord Gray dio algunas monedas a la vieja, recogiendo luego un papel que guardó en el seno. Después se levantó, dispuesto a partir conmigo.

– Vámonos – le dije – o estrangulo a esa maldita bruja.

– Es una respetable señora esta doña Eufrasia – me contestó con ironía. – Admirable tipo que hace revivir a mi lado la incomparable tragicomedia de Rodrigo Cota y Fernando de Rojas.

Y luego, volviéndose hacia la miserable turba, con voz entre grave y burlona, le dijo:

– Adiós España; adiós soldados de Flandes, conquistadores de Europa y América, cenizas animadas de una gente que tenía el fuego por alma y se ha quemado en su propio calor; adiós, poetas, héroes y autores del Romancero; adiós, pícaros redomados que ilustrasteis, Almadrabas de Tarifa, Triana de Sevilla, Potro de Córdoba, Vistillas de Madrid, Azoguejo de Segovia, Mantería de Valladolid, Perchel de Málaga, Zocodover de Toledo, Coso de Zaragoza, Zacatín de Granada y los demás que no recuerdo del mapa de la picaresca. Adiós, holgazanes que en un siglo habéis cansado a la historia. Adiós, mendigos, aventureros, devotos, que vestís con harapos el cuerpo y con púrpura y oro la fantasía. Vosotros habéis dado al mundo más poesía y más ideas que Inglaterra clavos, calderos, medias de lana y gorros de algodón. Adiós, gente grave y orgullosa, traviesa y jovial, fecunda en artificios y trazas, tan pronto sublime como vil, llena de imaginación, de dignidad, y con más chispa en la mollera que lumbre tiene en su masa el sol. De vuestra pasta se han hecho santos, guerreros, poetas y mil hombres eminentes. ¿Es esta una masa podrida que no sirve ya para nada? ¿Debéis desaparecer para siempre, dejando el puesto a otra cosa mejor, o sois capaces de echar fuera la levadura picaresca, oh nobles descendientes de Guzmán de Alfarache?… Adiós, Sr. Monipodio, Celestina, Garduña, Justina, Estebanillo, Lázaro, adiós.

Indudablemente lord Gray estaba loco. Yo no pude menos de reír oyéndole, en lo cual me imitaron los pilletes a quienes se dirigía, y pensé que las ideas expresadas por él eran frecuentes entre los extranjeros que venían a España. Si eran exactas o no, mis lectores lo sabrán.

 

– Amigo – me dijo el lord – uno de los placeres más halagüeños de mi vida es pasar largas horas entre las ruinas.

Marchábamos despacio por la muralla adelante hacia las Barquillas de Lope, cuando encontramos a dos padres del Carmen que volvían apresuradamente a su casa.

– Adiós, Sr. Advíncula – dijo lord Gray.

– ¡San Simeón bendito! – exclamó perplejo uno de los frailes. – ¡Es milord! ¡Quién le había de conocer en semejante traje!

Uno y otro carmelita rieron a carcajada tendida.

– Voy a soltar el manto real.

– Creíamos que milord se había marchado a Inglaterra.

– Y me alegré, sí señor me alegré – dijo el más joven – porque no quiero compromisos, y milord me está comprometiendo. Acabáronse las condescendencias peligrosas.

– Bueno – dijo Gray con desdén.

El más anciano preguntó:

– ¿Entró al fin milord en el seno de la iglesia católica?

– ¿Para qué?

– Ese traje – dijo fray Pedro Advíncula con sorna – indica que milord se prepara a ello con dolorosas penitencias… Veo que ahora usted se las arregla usted por sí mismo, y que no necesita amigos.

– Sr. Advíncula, ya no los necesito. ¿Sabe usted que mañana me marcho?

– ¿Sí? ¿Para dónde?

– Para Malta. Nada tengo que hacer en Cádiz. Vayan al diablo los gaditanos.

– Me alegro. La señora se defiende bien. Su casa es una fortaleza a prueba de galanes. ¿Sabe usted que lo ha hecho por consejo mío?

– ¡Picarón!…

– ¿De veras que ya no hay nada?

– Nada.

– Es una determinación acertada. Hágase usted católico y le prometo arreglarlo todo.

– Ya es tarde.

Advíncula rió de muy buena gana, y apretando las manos al lord, ambos frailes se despidieron de él con cariñosas demostraciones,