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Tristán o el pesimismo

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Realmente aquella tierna escena era a propósito para regocijar a todo el mundo, pero si se ha de confesar lisamente la verdad a nadie regocijó más que a la gentil narradora. Su papá rumiaba tranquila y filosóficamente como un buey; su mamá, como siempre, se hallaba distraída, inquieta, en espera a cada instante de una desgracia; y en cuanto a Tristán es imposible que nadie pudiese mostrar en su rostro un gesto de displicencia y de tedio más señalado.

La doncella aprovechó una pausa para dar a su señora noticia de un encuentro agradable que habían tenido en el Retiro.

–¿No sabe la señora a quién vimos en el paseo? Pues estábamos ya para venirnos cuando veo cruzar una mujer de mantón… Aquella mujer parece Aurora, digo para mí… Y así fue como lo pensé: la misma Aurora que había venido a Madrid a comprar zapatitos para los niños y se marchaba a su casa.

Aurora era una joven que había sido segunda doncella durante algunos años en casa de Escudero, se había casado con un tipógrafo y vivía en el Puente de Vallecas.

–¡Ay, señora, qué cambiada está! No la conocería si la viese. ¡Qué delgada, qué descuidada, qué sucia! Vergüenza me dio siquiera que hubiera besado a los niños…

Doña Eugenia dejó escapar un grito doloroso y se puso en pie de repente. Escudero, asustado del susto de su esposa, soltó el tenedor que cayó en el plato con estrépito; los niños chillaron, la doncella se puso pálida.

–¡Cómo!—profirió la señora con voz alterada—. ¿No sabe usted que le tengo prohibido que nadie bese a los niños…? ¡Y les besa una mujer que vive en uno de esos barrios sucios, llenos de miseria, y habita en una casa que será seguramente un foco de infección…! ¡Ahora mismo a desinfectar a estos niños! ¡Ahora mismo, sin pérdida de tiempo!

–Pero, mujer—se atrevió a apuntar Escudero, recogiendo el tenedor y volviendo a engullir tranquilamente—, no es tan seguro que la casa de Aurora sea un foco de infección, porque ella también tiene niños y es de suponer que los besará…

Doña Eugenia no escuchaba nada.

–¡Que los contagie ella si quiere…! ¡Yo no quiero contagio…! ¡yo no quiero que se mate a mis niños!

Y diciendo y haciendo los agarró con mano crispada del brazo, y bajándolos de la silla los arrastró hasta el lavabo del gabinete contiguo, y quieras que no les metió la cabeza en una disolución de sublimado y les restregó los labios y las mejillas casi hasta hacerles brotar la sangre. Los niños protestaban con altos gritos de aquel lavatorio intempestivo y cruel. La consternación se pintaba en el rostro de los espectadores, exceptuando el de Escudero que reaccionaba admirablemente ante los continuos sobresaltos que su espasmódica esposa le proporcionaba.

Todo quedó en calma al fin, pero la doncella delincuente se marchó llorando y vino otra a sustituirla. Sin embargo, al cabo de pocos minutos se presentó de nuevo con una carta urgente para el señor. Se puso éste con calma los anteojos, la leyó atentamente y luego sacudió la cabeza con tristeza.

–¡Pobre Manuel!

Un antiguo agente de negocios, compañero suyo, había quedado arruinado tiempo hacía; venía viviendo en la mayor miseria y por fin le notificaba que el casero le había puesto los muebles en la calle y le pedía por el amor de Dios que le diese veinte duros.

–¡No faltaba más…! ¡Ya lo creo que se los daré!—exclamó don Ramón, que era hombre caritativo, echando mano a la cartera.

Pero de pronto se detuvo, quedó un instante suspenso y por fin, levantándose, fue a su despacho. Miró su libro de gastos y vio que el día anterior había quedado agotada la consignación mensual de limosnas. Así que volvió diciendo con cara compungida:

–Dile que no puede ser… Lo siento mucho… pero no puede ser.

–¡Pero, papá!—exclamó Araceli.

–No puede ser, hija… no puede ser…—repuso con impaciencia.

Escudero hacía cuantiosas limosnas, tenía destinada para ello una partida crecida de su presupuesto mensual, pero era un hombre tan formal y tan exacto que, una vez agotada ésta, por nada ni por nadie haría un adelanto sobre el presupuesto del mes siguiente. Fue necesario conformarse. Sin embargo, Tristán sacó disimuladamente del bolsillo un billete y haciendo seña a la doncella, se lo dio por debajo de la mesa.

Araceli seguía de humor placentero. La poética aventura con la vizcondesa había exaltado sus sentimientos de grandeza. Mecida con deleite sobre las nubes irisadas del cielo aristocrático, no daba paz a la lengua. Las costumbres excéntricas pero respetables de la marquesa de C.***, tía de su amiguita Enriqueta, la belleza de la condesa de B.***, los trajes de la duquesa H.***, los escándalos del barón de S.***, un verdadero loco, pero ¡tan fino! ¡tan distinguido! Siempre se acordaría de aquella tarde en que se sintió indispuesta en las carreras y el mismo barón fue por una taza de te y se la sirvió por su propia mano.

La misma sobrexcitación heráldica le impulsó a dirigirse a su primo en tono jovial.

–¿Y qué tal, qué tal el marquesito del Lago? Dicen que es un cazador de primera fuerza.

Tristán se encogió de hombros con desdén.

–No sé si es de primera o de última, pero no le oí hablar nunca de otra cosa.

–Me ha dicho Visita que es un chico muy simpático.

Una pedrada en la cara no le hubiera hecho peor efecto a nuestro joven que aquella frase. Obscureciose su rostro y dijo con acento de concentrado desprecio:

–¡El marquesito del Lago es un imbécil!

–Para ti todos son imbéciles—repuso picada la prima—. No asistiendo al Ateneo y no citando a los filósofos alemanes… ya se sabe, un imbécil.

–Lo digo y puedo probarlo. Ni aun sabiendo de antemano lo que iban a preguntarle en el examen y preparándole su ayo toda una noche, fue posible que aprobase el derecho romano.

–¿Y para qué necesita saber derecho romano si es marqués?—replicó con audacia irritante la joven.

La disputa prosiguió con acritud por ambas partes, sobre todo por la de Tristán. Sin embargo, Escudero hizo callar a su hija, porque después de lo que Tristán había revelado era disculpable su cólera.

VII
SUS AMIGOS

Al entrar de nuevo Tristán en su cuarto después del almuerzo, encontró allí a su amigo García.

–¡Hola! ¿estás tú aquí? No me han dicho nada—dijo en un tono entre cariñoso y displicente.

Claro que no le habían dicho nada, ni había para qué. García, en opinión de los criados de la casa, no representaba nada porque traía el chaquet raído, los pantalones deshilachados, el sombrero con grasa y las barbas terriblemente aborrascadas. Y sin embargo, García era el amigo más íntimo que tenía el señorito Tristán, su condiscípulo y un catedrático en ciernes.

Su amistad databa de la Universidad. Un día en que a Tristán le tocó la conferencia, la pronunció con tal galanura que el profesor, sorprendido agradablemente, manifestó que se felicitaba de haber hallado al fin un discípulo de tan claro entendimiento y de palabra tan fácil. Al salir de clase un muchacho feo, peludo y desaseado, con quien nunca había cruzado la palabra, le abrazó y le felicitó con entusiasmo. Era García. Desde entonces no tuvo Tristán otro amigo más leal, más cariñoso, más abnegado. Al compás de los progresos que nuestro joven hacía tanto en la Universidad como en el Ateneo y la prensa, crecía en proporción geométrica la admiración de García. Cuando Tristán publicó sus primeros artículos y poesías en una revista, juzgole de golpe un gran hombre, y de esta opinión ya no le apeó nadie en toda la vida. Al ponerse a la venta el año anterior su volumen de poesías titulado Engaños y Desengaños, García le creyó en el pináculo de la gloria y él a su lado para compartirla. Recorría las calles con el tomo en la mano, entraba en las librerías y se enteraba de cuántos ejemplares se habían vendido, iba a los cafés y leía en alta voz algunos versos dejando estupefactos a los parroquianos, y en todas partes voceando y gesticulando dilataba la fama del poeta. Tristán agradecía aquella devoción; pero no lo bastante; hay que decirlo sin ambages. Así es nuestra pecadora naturaleza.

Como venía de la mesa malhumorado no hizo más que saludarle, encerrándose después en un silencio sombrío y poco cortés. Pero García estaba habituado a estos silencios y respetaba el carácter caprichoso y a ratos poco comunicativo de su amigo. Encendió éste un cigarro, le ofreció otro y se puso a pasear de una esquina a otra del despacho exactamente como si estuviera solo. García tenía un libro en la mano, aparentaba leerlo, pero cuando Tristán volvía la espalda levantaba los ojos hacia él y le miraba con mezcla de inquietud y respeto. Al fin, sonriendo con humildad, se atrevió a decir:

–¿No sabes, Tristán? Hoy he tenido una agarrada en el Colegio Platónico.

Tristán sin interrumpir su paseo dejó escapar por la nariz un sonido que indicaba que le había oído.

–Sí, una agarrada con el director y por tu causa.

–¿Por mi causa?—expresó de mala gana el joven dignándose apenas volver la cabeza.

–Sí; no sé quién le fue con el soplo de que yo en la clase de Retórica citaba tus composiciones y se las hacía aprender de memoria a los niños y me llamó y me dijo muy hosco:—«Amigo García, tengo entendido que se permite usted en clase hablar de los versos de un amiguito de usted y ponerlos nada menos que al lado de los grandes modelos literarios. Sepa usted que eso no es tolerable y debiera usted considerar que el afecto y la amistad por apasionada que sea no dan derecho a mixtificar (es una palabreja que emplea a troche y moche), a mixtificar la tierna inteligencia de sus discípulos.»—«Señor director—le contesté—, cuando yo me autorizo el citar con elogio una composición cualquiera es porque estoy persuadido de que lo merece sin que la amistad ni otro motivo cualquiera tenga parte en ello.»—«¿Acaso se figura usted que su amigo (que no pasa de ser un principiante) puede colocarse a la altura de los grandes poetas que hemos tenido y que tenemos en España?»—me pregunta cada vez más encrespado.—«No señor, no me lo figuro, sino que estoy convencido de ello»—le replico.—«¡Vamos, García, déjese usted de badajadas y no sea ganso!» Sí; creo que me llamó ganso. Yo debiera responderle: El ganso y el avestruz y el cernícalo es usted que dirige un colegio en España sin saber castellano… Pero ya ves, amigo Tristán, necesito los quince duros mensuales que me da…

 

En efecto, García vivía sosteniendo también a su anciana madre con los quince duros que le daban en el Colegio Platónico, veinte del colegio Greco-latino y algunas lecciones particulares. En total cincuenta o sesenta duros al mes. Había hecho ya tres oposiciones a cátedras de Retórica y Poética ocupando segundo y tercer lugar en las ternas y estaba resuelto a oponerse a todas las que vacaran hasta apoderarse de una.

–¡Tú siempre haciendo tonterías, García!—exclamó Tristán con acento donde se transparentaba la complacencia con que las observaba.

Y como se pusiera repentinamente de mejor humor propuso a su amigo el salir a tomar café. Lo tomaron en la Cervecería Inglesa y desde allí bajaron a Recoletos dando un paseo y siguiendo por la Castellana hasta el final. Allí Tristán quiso entrar un momento en el tiro de pistola. Era un aficionado ardoroso de este ejercicio, en parte porque conociendo su carácter temía a cada instante verse obligado a acudir al terreno del honor; en parte también porque había mostrado desde el principio excepcionales disposiciones para él. Frecuentaba asimismo las salas de armas, pero aquí sus éxitos habían sido muy inferiores. Penetraron, pues, en el recinto del tiro y fue recibido por los tres o cuatro parroquianos que allí había con muestras de respeto como una lumbrera del arte. Tristán dio claras pruebas de que merecía este honor metiendo ocho balas seguidas a voz de mando en un pequeño círculo del tamaño de un duro. Es imposible imaginarse el rendimiento, la veneración con que el mozo que cargaba las pistolas se las iba presentando después de cada tiro. Un sacerdote ofreciendo la mirra y el incienso en el altar no adoptaría una actitud más humilde y contemplativa. En cuanto a García, aunque era un hombre enteramente retórico de los pies a la cabeza, miraba a su amigo desde el diván donde se había sentado con ojos alegres y triunfantes y los volvía a los parroquianos con ganas de decirles: «¿Ven ustedes qué ojo tiene para meter la bala en el blanco? Pues es tan certero para medir los sáficos adónicos

Salieron por fin de allí y regresaron al centro por el mismo paseo. Estaba éste, como domingo, muy concurrido, pero aunque García iba bastante mal trajeado y contrastaba con la elegancia perfilada que ostentaba siempre su amigo, éste no se avergonzaba poco ni mucho de llevarle a su lado: una buena cualidad que hay que reconocerle. García la agradecía con todo el calor de su alma. No habían andado mucho cuando tropezaron con el gran poeta don Luis de Rojas, el amigo cariñoso y el maestro venerado de Tristán. Era un viejecito pulcro, de facciones correctas y ojos vivos que gastaba perilla y bigote enteramente blancos ya y el cabello cortado en media melena como tributo pagado a su gloriosa juventud romántica. Traía un nietecito de la mano que Tristán besó y agasajó mientras García se apartó respetuosamente algunos pasos. Maestro y discípulo departieron con afecto unos momentos, y en la forma cordial con que Rojas le abordó podía observarse que Tristán era su predilecto. Así lo había declarado en efecto el maestro francamente en el prólogo que puso al volumen de poesías titulado Engaños y Desengaños, publicado por nuestro joven el año anterior. Merced a este prólogo, el libro había logrado una resonancia que no alcanzan de ordinario las producciones de los poetas noveles.

–Adiós, Aldama—concluyó diciéndole y apretándole al mismo tiempo la mano—; que no falte usted el viernes. Hace dos o tres semanas que no le vemos.

Rojas recibía a sus amigos los viernes por la noche en su casa. Era una tertulia casi exclusivamente de literatos donde predominaban los jóvenes.

Tristán, que le admiraba de corazón y estaba muy pagado de su predilección afectuosa, comenzó luego que se hubo emparejado con García a cantar sus alabanzas.

–¡Qué poeta, amigo mío! ¡Qué fantasía! ¡Qué vena fácil, armoniosa, fresca! Jamás se han escrito en español ni imagino que en idioma alguno unos versos más melodiosos. Hasta en sus últimas composiciones, cuando ya no es más que un pobre viejo caduco, asoma en todas partes la garra del león. ¡Mira que La barca a pique es hermosa de veras…! ¡Hermosa, hermosa!

Y al paso que caminaban se puso a recitar con un poco de énfasis las octavas de aquella famosa composición del más famoso poeta español. García aprobaba con el gesto y con algunas palabras sueltas la belleza de la canción. «¡Grandioso en verdad! ¡Muy patético! ¡Qué pompa! ¡Qué ornato…!»

Cuando Tristán terminó, caminaron algún tiempo en silencio. De pronto García se detiene y exclama en tono resuelto:

–¿Sabes lo que te digo, Tristán…? La barca a pique es una pieza de relevante mérito. La pompa es magnífica, muy patética y de mucho artificio… pero yo no cambiaría por ella tu Golpe de viento

Tristán se puso rojo, no sabemos si de vergüenza o de placer; acaso de ambas cosas a un tiempo.

–¡Hombre, por Dios, no desbarres!

–Yo no te diré que tenga tanto estro y tanto número. Rojas es único para el número en España… Pero prefiero la tuya porque tiene más variedad de tropos…

–¡Por Dios, García!

–Lo dicho… Tiene más riqueza de tropos. De eso no hay quien me apee… Además, te lo diré francamente—añadió parándose y ahuecando la voz—, no transijo, no puedo transigir con la metonimia que Rojas emplea en el quinto verso de la segunda octava. Es más que atrevida, disparatada. Eso de «las estrellas sus rayos esgrimiendo» podrá haber críticos que lo aprueben, no te lo niego, pero mi conciencia literaria me impide en este punto emitir un dictamen favorable.

Tristán siguió protestando. García manifestó con creciente energía:

–Te lo digo y te lo repito. Me juzgaría indigno del título de licenciado en Filosofía y Letras y de inculcar en la inteligencia de mis discípulos las primeras nociones de la Poética si no sostuviese que tu composición ostenta mayor variedad de tropos que la de Rojas.

¿Qué iba a hacer Tristán en vista de esta decisión inquebrantable? Se resignó como es natural.

Y paso entre paso llegaron hasta el salón del Prado y subieron por la calle del mismo nombre hasta el Ateneo. Allí se despidieron. García no era socio, no ciertamente por falta de ganas, sino de recursos pecuniarios.

Columpiándose en una mecedora con un periódico en las manos halló Tristán a su amigo Núñez en una de las salitas de conversación de aquel centro docente. Era hombre de treinta y cuatro a treinta y seis años: de más edad por lo tanto que nuestro joven; rubio, con ojos de color indefinible tirando a verde, penetrantes y maliciosos; la barba rala y partida por el medio. Vestía con la elegancia un poco fantástica y afectada que alguna vez usan los artistas para apartarse de la vulgaridad burguesa. Saludáronse con frialdad de buen tono que mostraba al mismo tiempo confianza y Núñez siguió leyendo.

–¡Cuidado que se pone cursi el paseo de la Castellana los domingos…! Es decir, se pone más porque lo está siempre. Esas niñas que van rezumándose con los papás detrás de ellas; esos jóvenes que marchan ciñendo la orilla de los coches vuelta hacia ellos la cabeza y quitándose el sombrero cada cuatro pasos, sin conocer a nadie, sólo para que las damas pedestres los admiren y veneren; esos aristócratas que pasean en carruaje y se miran y se remiran sin cesar como si no se conociesen, aunque se están mirando desde que nacieron y se seguirán mirando hasta la hora de la muerte… Dime, ¿no causa grima a cualquiera?

Núñez dejó escapar un murmullo de aprobación sin levantar la cabeza, pero miró con el rabillo del ojo a su amigo y una chispa de malicia atravesó por sus ojos.

–Dudo que exista en el mundo—prosiguió Tristán—una ciudad más aburrida, más prosaica y cominera que la capital de España. Aquí la gente se vuelve para mirarse por la espalda como si todos fuesen seres raros o admirables; delante de cada ciego que toca la guitarra hay una muchedumbre apiñada; las señoras pasan la vida averiguando lo que comen sus vecinas y los caballeros cuánto ganan sus amigos; la juventud se ocupa en descifrar las charadas o en contestar a las preguntas que proponen los periodiquitos ilustrados: «¿cuál es el mejor literato? ¿cuál es el torero más bruto?», etc. Y contestan siempre los que no han leído un libro ni han asistido a una corrida. Los viejos piropean a las jóvenes y las siguen y hablan de política y no saben una palabra de la profesión que han ejercido toda la vida. Los generales discuten la separación de la Iglesia y del Estado y los obispos se preguntan si estamos preparados para una guerra con el extranjero. Y en las calles y en los paseos, en los teatros y en las iglesias, se observa en las fisonomías la misma vulgaridad, el signo indeleble de cursilería y de ignorancia que caracteriza a nuestros amables convecinos…

Al tiempo de pronunciar estas palabras, como estuviese jugando con el bastón, se le cayó al suelo con estrépito.

Dejó escapar una interjección de impaciencia, lo recogió y se quedó unos instantes pensativo.

–¿Por qué se habrán de caer las cosas, vamos a ver?—exclamó al cabo como si hablase consigo mismo—.¿Por qué no habían de quedarse donde se las colocase? Esta ley de la gravedad que nos encadena al suelo, que nos pone grillos al nacer como si fuéramos presidiarios, ¿no es una ley estúpida? ¡Y luego nos hablan de inteligencia en la naturaleza! ¡Menguada inteligencia que corre parejas con su bondad!

Núñez soltó una carcajada.

–Amigo Páramo, hoy vienes más páramo que nunca te he visto. ¡Me río yo de las estepas de la Siberia y de los ventisqueros del monte de San Bernardo!

Era una de las bromitas que se autorizaba con Tristán el ponerle este sobrenombre a causa de sus ideas sombrías. A menudo, cuando tenía que enviarle una carta por el correo interior o por medio de mensajero, escribía en el sobre: «Señor don Tristán Aldama del Páramo», o bien añadía al apellido «y Fernández Yermo» o «Desierto Arenoso». Tristán toleraba estas bromas porque respetaba y admiraba a su amigo. Núñez, como ya se ha dicho, le llevaba ocho o diez años de edad, gozaba de un nombre ilustre como pintor, frecuentaba la alta sociedad y era temido y agasajado por su mordacidad. Estas circunstancias hacían que Tristán se sintiese halagado por aquella amistad que, aunque nacida hacía dos años nada más, había adquirido gran intimidad, hasta llegar a tutearse. Por su parte Núñez hizo de Tristán su amigo porque le halló inteligente y figurando entre los jóvenes de más porvenir en la literatura, porque vestía con elegancia y pertenecía a una familia opulenta. La vida de ambos no era igual, sin embargo. La de Núñez, más disipada; frecuentaba más el Casino que el Ateneo, tenía queridas y gastaba mucho dinero, sin que se supiese de dónde procedía, pues hacía años que pintaba poco.

Tristán sonrió, avergonzado de aquellas extemporáneas lamentaciones.

–¿Y qué tal lo has pasado ayer en el Escorial? Apenas hay necesidad de preguntarlo, porque en medio de ese páramo, el Sotillo viene a ser un jardincito abrigado y delicioso… Y a propósito, ¿cuándo me llevas al Sotillo?

Hacía ya algún tiempo que Núñez le venía instando para que le llevase a ver la posesión de su futuro cuñado, de la cual se hacían lenguas en Madrid. Tristán, prometiendo hacerlo, dilataba la presentación por cierto vago recelo que en momento ni ocasión alguna podía desechar de si. Por esto y aún más porque el nombre del Sotillo le trajo de nuevo a la imaginación la intriga indigna tramada contra él, su semblante volvió a obscurecerse. Núñez no reparó o no quiso reparar en ello y le apretó con su desenfado habitual para que le señalase día. Tristán al cabo se vio obligado a fijar uno de la próxima semana en que por celebrarse el aniversario del matrimonio de sus futuros cuñados había allí otros invitados.

–¿Y qué tal? Esa linda joven del Escorial ¿está conforme con tu cuñado?

–¿Qué quieres decir?—repuso con gravedad Tristán.

–Si está conforme con él en las cosas temporales y en las espirituales.

El joven se sintió herido por aquella desvergonzada pregunta y replicó secamente:

–No hay otro matrimonio más feliz sobre la tierra.

–Me alegro… me alegro que no discutan… Ella es una hermosa mujer, un ejemplar admirable de nereida… Quisiera hacer su retrato desnuda, saliendo del agua…

 

Pero viendo que Tristán se ponía cada vez más hosco cambió de conversación.

–¿Sabes tú? Hace poco, cuando venía hacia aquí, tropecé en la carrera de San Jerónimo a tu amigo Morel. Me para y me pregunta, mientras se dibuja en sus labios una sonrisa de lástima: «¿Ha leído usted el libro de Sánchez Abellán…? ¡Qué extravagancia! ¡Qué majadería! Imposible llegar más allá en el arte de disparatar. Es la obra de un idiota o de un loco.» Y las carcajadas fluían de su boca y tenía que apoyarse en la pared para no caer de risa. Sigo caminando y unos cuantos pasos más allá, al dar vuelta a la calle del Príncipe, encuentro al mismo Sánchez Abellán. Nos saludamos, cambiamos algunas palabras, y de buenas a primeras, sonriendo mefistofélicamente, me pregunta: «¿Ha leído usted los últimos artículos de Morel en El Noticiero…? ¡Prodigioso…! ¡Enorme…! Léalos usted si quiere pasar un buen rato… Indudablemente ese hombre es un loco o un idiota.» Los dos habían empleado iguales calificativos. ¿No tiene gracia?

–Para mí no tiene ninguna—dijo Tristán malhumorado.

Núñez le miró un momento con curiosidad burlona y repuso tranquilamente:

–Consiste en que ese molino que tienes en el cerebro no tritura más que cosas negras. Pero el mío muele rico trigo candeal y produce harina blanca superior… Vamos a ver, ¿no es una satisfacción observar cómo esos dos hombres se han conocido perfectamente? ¿No es puro y legítimo el deseo de que la luz penetre en los espíritus?

En el curso de la conversación había cruzado por delante de ellos un chico imberbe a quien Núñez saludó inclinándose muy reverente y quitándose el sombrero. A Tristán le sorprendió un poco aquel saludo aunque no dijo nada. Pero ahora, como cruzara otro jovenzuelo de diez y ocho a veinte años y Núñez volviese a inclinarse y saludar con la misma reverencia, no pudo ocultar su sorpresa.

–Dime, Gustavo, ¿por qué saludas tan respetuosamente a esos chiquillos?

–Te lo explicaré en pocas palabras—repuso Núñez tranquilamente—. El primero que ha cruzado por aquí hace un rato es secretario tercero de la sección de Ciencias morales y políticas y ha presentado una Memoria acerca de la Cuestión social, que se discutirá el año próximo. Este de ahora ha publicado ya tres artículos en El Defensor de los Ayuntamientos sobre El individuo y el Estado. Ahora bien, estos jóvenes que discuten la cuestión social y escriben sobre las relaciones del individuo y el Estado son indudablemente los futuros gobernadores, los consejeros de Estado, los directores generales, los ministros. Estos jóvenes, no te quepa duda, serán nuestros amos por aquello de que «joven sociólogo en puerta, cacique a la vuelta». Hay que tenerlos satisfechos, hay que ganarse su amistad.

–Pero, hombre, ¿a ti, que eres un artista, qué te importa la amistad de los políticos?

–¡Anda! ¿Imaginas que se puede ser en España un mediano colorista sin tener algún amigo ministro?

Tristán sonrió levemente, quedó unos instantes pensativo y al cabo le preguntó:

–¿Y nosotros los poetas también necesitamos la amistad de los ministros?

–No, vosotros necesitáis pertenecer a uno de los dos Cuerpos colegisladores—respondió gravemente el pintor.

–¡Vamos, Gustavo, hoy traes la guasa verde!

–No es broma, querido, es la pura verdad. Tú escribes un tomo de versos y pones en la cubierta: «Poesías, por Tristán Aldama». Eso no dice nada; el público no sabe a qué atenerse, porque lo ignora todo de ti. Pero estampa debajo del título, verbi y gratia: «por Tristán Aldama, diputado por Puertocarnero o senador vitalicio», y ya el público tiene motivos para conocerte y la crítica para guardarte consideraciones. Tus versos no son advenedizos; demuestran que tienen algún arraigo en el país.

–¡Vaya, vaya, Gustavo!—exclamó riendo Aldama.

–¡Que sí, querido, que sí! El público necesita siempre una garantía…

Un joven de agradable rostro y correctamente vestido iba a pasar por la salita, pero viendo a nuestros amigos se volvió recelosamente para no cruzar por delante de ellos.

–¡Eh! ¡eh…! amigo Valleumbroso, no se nos escape usted.

El joven dio la vuelta y quedó en pie frente a ellos.

–Atraque usted, querido—dijo Núñez—. Bien se conoce que quiere usted sustraerse a las felicitaciones de los amigos. Los grandes espíritus desdeñan el aplauso de la muchedumbre.

–¡Yo…! ¿Qué motivo hay para felicitarme?—exclamó el joven sonriendo, haciéndose de nuevas y rebosando de orgullo.

–¡Casi nada! Aunque por mi profesión, y aun más por mi holgazanería, no pueda estar muy al tanto de las novedades literarias, la trompeta de la fama ha traído a mis oídos la noticia de que ha publicado usted un volumen de poesías muy notable, que esos Pelillos a la mar son deliciosos y que se venden como pan bendito.

Las mejillas del poeta enrojecieron súbitamente y repuso en tono desabrido:

–Mi libro no se titula Pelillos a la mar.

–No, hombre, se titula Pétalos al aire—se apresuró a decir Tristán.

–¡Ah…! perdone usted, amigo Valleumbroso. No sé cómo se me metió en la cabeza… Es que suena algo parecido… Bien se conoce que soy profano en asuntos literarios. En fin, de todos modos me consta que es precioso el libro.

–Muchas gracias—dijo el poeta secamente.

–Todavía no hace muchos minutos que preguntándole al amigo Aldama acerca de las últimas publicaciones, me decía: «Lo único que puede leerse entre lo recientemente publicado son los Pelillos… (usted perdone)… los Pétalos de Valleumbroso.» Yo le respondí: «En cuanto salgamos de aquí paso por la librería y los compro.»

–Muchas gracias: no se moleste usted: yo se los enviaré.

–No acepto el regalo. En España son tan pocos los libros que se publican dignos de comprarse, que el presupuesto del más aficionado a las letras no padece mucha alteración aunque se proponga ser despilfarrador. Lo único que me atrevo a esperar de su amabilidad es que me firme el ejemplar.

–Lo haré con mucho gusto.

El joven poeta estaba sobre brasas. El carácter de Núñez le inspiraba un vivo recelo. Así que no fue posible retenerle allí más tiempo a pesar de los esfuerzos que aquél hizo para ello. Mientras se alejaba a paso rápido todavía le gritaba:

–Mil enhorabuenas. En cuanto lea el libro ya hablaremos de esos Peli… de esos Pétalos. Que agote usted la edición pronto.

Cuando Tristán reprochaba a su amigo que se sirviese de él para burlarse de un compañero, se presentó en la sala un hombre alto, enjuto, pálido, con los bigotes largos y caídos como los de los chinos y unos ojos saltones, resplandecientes, que sonreían al vacío. Vestía levita negra, larga, amplia, flotante y no muy limpia. Más que levita parecía una basquiña. Sobre la cabeza grande y despeinada llevaba un sombrero de copa bastante viejo y también despeinado que no la tapaba sino a medias.

–¡Viva mil años el ilustre Pareja—exclamó Núñez—, el sabio enciclopédico, que es honra del Ateneo y gloria de su patria!

El hombre de la basquiña se acercó a paso lento y reposado y su faz académica se dilató con una sonrisa de plácida condescendencia.

–El amigo Núñez—dijo quitándose el sombrero, que sin duda le molestaba, y acomodándose en una mecedora—siempre tan galante, tan lisonjero.

Núñez, volviéndose hacía Tristán y como hablándole en tono confidencial, le dijo:

–Cuando uno de estos hombres tan profundamente observadores se acerca a mí, no puedo menos de sentirme inquieto, cohibido. Parece que está uno delante de una máquina fotográfica y teme verse reproducido en mala postura.

–Hasta ahora me parece que no tiene usted motivo para pensar que le haya enfocado.

–Pero lo temo. Esa máquina que usted lleva en el cerebro no se cansa jamás de impresionar. Hace pocos días entré en el café de Levante y le vi a usted en un rincón comiéndose una ración de riñones salteados. «¿Ves aquel señor que está en la mesa de la esquina?—le dije al amigo que conmigo venía—. ¿Qué piensas que está haciendo?»—«Comiendo riñones»—me contestó—. «Pues no señor, está observando, observando siempre; para él no hay riñones que valgan.»