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Tristán o el pesimismo

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XXII
HACIA OTRO MUNDO

Cuando Elena quedó sola, después que Núñez hubo marchado, se dirigió al salón donde se hallaba un magnífico retrato de su marido pintado por Pradilla.

–Lo hecho ya no tiene remedio, Germán… ¡Pero sabré pagar con la vida lo que he hecho!—dijo en voz alta hablando con la efigie como con un ser vivo.

Una resolución sombría, inquebrantable, animó sus ojos desde entonces. Después que le sirvieron el almuerzo, que apenas tocó, vistiose apresuradamente y dio orden de que engancharan la berlina y que la condujesen a la estación. Una vez allí despidió el coche y subió a pie por la carretera hasta el pueblo. Se fue dando rodeos para no ser vista hasta la farmacia de su primo, cuyas costumbres conocía. Después de comer solía pasar éste un par de horas en el casino jugando al dominó. Sin embargo, cruzó rápidamente por delante de la botica para cerciorarse.

–Don Manuel, ¿no está?—preguntó al dependiente, un chico de quince a diez y seis años.

–No, señora; hasta las cuatro no suele venir.

Elena hizo un gesto de contrariedad y manifestó que no podía aguardar tanto tiempo. Necesitaba encargarle con urgencia una medicina que ya le había preparado otras veces. El chico insinuó que estaba en el casino, que subiría para que la muchacha fuese a avisarle. Elena se opuso. Como la distancia era corta, le suplicó que él mismo fuese y mientras tanto ella quedaría al cuidado de la botica. El muchacho, que no podía tener desconfianza viendo una señora elegantemente vestida, salió corriendo a evacuar el recado. Inmediatamente Elena, que había pasado los primeros años de su vida en aquella farmacia y la conocía tan bien como su primo, se dirigió con presteza a la trastienda, abrió la cordialera, buscó el tarro del curare y sacando del pecho un frasquito que llevaba echó en él unos pedazos de este veneno. Después lo guardó de nuevo y se sentó a esperar tranquilamente a su primo. No tardó en llegar.

–¡Elena! Pero ¿eres tú?

El primo Vilches la saludó con efusión un poco embarazada. La conducta de Elena había disgustado a toda la familia. Desde hacía ya tiempo el farmacéutico, que iba con frecuencia a Madrid, no había puesto los pies en su casa. Elena, también confusa, le explicó que había llegado hacía pocos días para reponerse de una ligera fiebre que había padecido y le suplicó que le preparase una poción calmante para dormir que en otro tiempo, cuando vivía en el Escorial, le había probado muy bien. Vilches se apresuró a complacerla. Mientras duró la confección charlaron. Vilches tenía niños y se habló de ellos y de otros asuntos, pero se abstuvo de preguntar por Reynoso y lo mismo de invitarla a subir a ver a su esposa. Esto último hirió profundamente a Elena, que al despedirse apenas se atrevió a decir: «Recuerdos a Rosa.»

Aquella misma tarde regresó a Madrid. Al día siguiente a la hora en que Cirilo salía de casa para la Bolsa se fue a la plaza de Oriente y dio orden al cochero de que se detuviese en las proximidades. Desde el coche estuvo vigilando hasta que vio asomar al paralítico apoyado en su bastón. El portero salió a llamar un coche de punto y le ayudó a subir a él. Elena bajó del suyo, entró en la casa y llamó en la puerta de Visita al tiempo que cruzaba por el pasillo una persona, la cual, así que sonó el timbre, tiró del pestillo y abrió. Elena se encontró frente a frente con su cuñada Clara. La estupefacción de ambas fue inmensa. Elena pensó que allí mismo iba a morir. Clara muy pálida y con el entrecejo fruncido le preguntó al cabo secamente:

–¿Qué deseaba usted?

Pero Elena sin responder clavó en ella una mirada de angustia y de dolor tan intensos que traspasó el corazón de su cuñada. Dio ésta un paso hacia ella y tomándola por la mano y cerrando después la puerta le dijo gravemente:

–Ven conmigo.

Y así la llevó hasta la habitación que ocupaba y la obligó a sentarse en una butaca. Elena estaba más muerta que viva: hizo algunos esfuerzos para hablar, pero la voz no salía de su garganta. Clara, que estaba en pie frente a ella, le dijo observándolo:

–No hables todavía. Voy a mandar que te hagan una taza de tila.

Elena se apoderó de una de sus manos y la besó. Clara la retiró velozmente.

–No necesito nada, Clara, no necesito más que verte y que me mires con un poco de compasión. Ya sé que no la merezco, pero hay momentos en que una gota de compasión puede detener a la muerte, puede salvar un alma del infierno… Yo te lo pido, Clara, yo te lo imploro por la memoria de tu madre.

Clara se acercó más a ella, volvió a entregarle su mano, que Elena besó repetidas veces con transporte, y le dijo con dulzura:

–Sosiégate y habla sin desconfianza. No temas que ninguna palabra ofensiva ni aun dura salga de mis labios. ¿A qué has venido hasta aquí? ¿Sabías que yo estaba?

–No; venía a suplicar a Visita que me dijese dónde se halla mi… dónde se halla tu hermano.

Clara guardó silencio y quedó unos instantes pensativa, mientras que su cuñada permanecía sentada con la cabeza inclinada al suelo y el pañuelo en los ojos.

–Ni Visita ni yo podemos decírtelo. Estamos obligadas, si no por juramento, al menos con promesa sagrada a guardar el secreto de su retiro. Ya comprenderás que el revelártelo sería hacerle traición, añadir un clavo más a su cruz.

–¡Lo comprendo, Clara, lo comprendo!—replicó la pobre mujer sollozando—¡pero si supieras…! ¡si supieras…! Demasiado entiendo que por la ley de Dios no merezco ser su esposa y por la de los hombres no debo serlo ya… Sólo quería llegar hasta él y decirle ¡perdóname, Germán! y morir a sus pies…

Clara la miró largamente con infinita tristeza y murmuró:

–¡Desgraciada Elena!

–¡Mucho más de lo que puedas figurarte! Mira mi semblante, Clara, mira mi cuerpo deshecho; acuérdate de aquella Elena que jugaba y corría contigo en el Sotillo cuya alegría decíais que era comunicativa, acuérdate de aquella mujercita mimosa de quien tanto os burlabais que os hacía rabiar y os hacía reír a un mismo tiempo. ¡Mírala ahora bien rota, bien hundida en el fango! Acuérdate también, Clara mía, de lo que la has querido. ¿Cómo es posible que me odies a mí que te quiero tanto, a mí que te miro y te he mirado siempre como un ángel bajado del cielo?

–Yo no te odio, Elena… pero amo a mi hermano como hermano y como padre.

–Tienes razón. Despreciadme, maldecidme. Hice traición al mejor de los hombres. No merezco pisar la tierra que vosotros pisáis… Adiós, Clara—añadió levantándose—. No tengo más que un medio de pagaros la ofensa que os he hecho… ¡Rogad a Dios por mí!

Y dio precipitadamente algunos pasos hacia la puerta. Clara corrió a ella y la detuvo por la mano.

–¿Adónde vas, criatura?

La arrastró de nuevo hasta la butaca y volvió a sentarla. Luego permaneció frente a ella inmóvil como una estatua, sumida en profunda meditación. Elena, sin levantar los ojos, sentía sin embargo su mirada, adivinaba los contrarios pensamientos que luchaban en su mente y su corazón latía dentro del pecho hasta dejarse oír.

–Está bien—dijo al cabo la hermana de Reynoso con voz grave—. Mi conciencia me dice que por encima de todas las consideraciones y de todas las promesas está la ley de la caridad. Yo no puedo consentir que realices lo que me has dejado adivinar. Sabrás dónde está tu marido.

Elena dio un salto y se arrojó sobre ella estrechándola, estrujándola mejor dicho contra su pecho como si quisiera asfixiarla, cubriéndola al mismo tiempo el rostro de sonoros besos. Luego se dejó caer de rodillas e intentó besarle los pies, pero Clara la alzó entre sus brazos vigorosos y la sentó a la fuerza de nuevo. Después cogiendo una silla vino a sentarse a su lado, y tomándole una mano le dijo con voz que temblaba ligeramente:

–No eres tú sola desgraciada, Elena. Yo también lo soy.

–¿Tú?—exclamó aquélla alzando la cabeza y mirándola con estupor.

–Sí, hace dos días que me encuentro en esta casa porque me he visto obligada a huir de mi marido.

Y le narró con sencillez y concisión su vida desdichada en los últimos tiempos y el suceso increíble que había dado origen a la separación. Elena volvió a besarla con transporte y alzando los ojos al cielo exclamó:

–¡Oh, Dios! Los malos merecemos ser desgraciados, pero los buenos ¿por qué también lo son?

Ambas guardaron silencio.

–¿Le amas todavía?—preguntole dulcemente al oído.

–No—respondió Clara secamente—. Ese hombre ha ido arrancando una a una las raíces que tenía en mi corazón. El último tirón le ha separado por completo.

–Entonces, huye.

–Sí, hoy mismo pienso marchar a reunirme con mi hermano. Mañana irás tú. Yo prepararé su ánimo para recibirte.

Elena guardó silencio y una arruga dolorosa surcó su frentecita de estatua.

–Perdona, Clara—dijo al fin tímidamente—. Si debiese mi perdón a tus súplicas nunca podría creer en él y mi existencia sería un continuo tormento.

–Tienes razón—respondió aquélla quedando un momento perpleja—. Marcha tú esta tarde. Mañana saldré yo.

Después le dio cuenta del sitio donde se hallaba su hermano. Don Germán Reynoso habitaba en aquel momento una aldea de Guipúzcoa llamada Anzuola, próxima a Zumárraga. Saliendo aquella misma noche, por la mañana temprano llegaría a este punto y de allí podría trasladarse a Anzuola rápidamente. Era necesario preguntar por don Ricardo Vázquez, su segundo nombre de pila y su segundo apellido, pues así se hacía llamar desde que había salido de Madrid. Cuando hubieron convenido el asunto del viaje, Clara salió un instante a prevenir a Visita de lo que ocurría. No tardó en presentarse de nuevo con ésta. La ciega echó los brazos al cuello a Elena y la besó con la misma efusión que antes. Después, en las horas que siguieron hasta la de la partida, se mostró tan jovial, tan charlatana, que en más de una ocasión logró que la frente de Elena se desarrugase y una sonrisa contrajese sus labios. En fin, hasta les cantó los couplets de los Pajaritos fritos y tocó el tango de las Cacerolas. Pero Elena no podía dominar un sentimiento de vergüenza que se leía claramente en sus ojos. Particularmente cuando se presentó Cirilo su confusión fue tan grande que Clara, advirtiéndola, se apresuró a sacarla de la estancia y llevarla a su gabinete y allí la dejó entretenida con el niño.

 

Se pasó recado al hotel de la Castellana para que enviasen el coche con el equipaje y, después que hubieron comido, las tres mujeres se dirigieron a la estación. Al despedirse de Cirilo le dijo Elena:

–Hazme el favor de pagar a los criados y cerrar la casa.

–¿Cerrar la casa?—exclamó aquél.

–Sí—replicó Elena rompiendo a llorar—. Yo no volveré ya más, suceda lo que suceda.

Y se apresuró a montar en el coche. En el trayecto a la estación Visita la besaba cariñosamente y le decía al oído:

–¡Ánimo, Elena! El corazón me dice que volverás a ser feliz.

En el momento de partir el tren Clara se abrazó a ella.

–¡Que Dios te proteja! Hasta pasado mañana.

–¡Hasta nunca, quizá!—murmuró Elena sepultándose en su berlina.

Se detuvo en Zumárraga toda la mañana, pues el tren no partía para Anzuola hasta las tres de la tarde. Pasó aquellas horas en el abatimiento y la indecisión. Cuando llegó el momento, sin embargo, salió como un autómata de la fonda y subió al tren que en pocos minutos la trasladó al fin de su viaje. La estación de Anzuola se halla bastante alta en la falda de la montaña. Para bajar al pueblo hay un hermoso camino, y Elena lo salvó con paso rápido. Es un lindo pueblecito situado en el fondo de un valle, rodeado por todas partes de verdes montañas y de árboles. Cuando llegó a las primeras casas, se encontraba tan fatigada que se detuvo un instante para reposar. La primera tienda que vio abierta era un estanquillo. Entró resueltamente, y dirigiéndose a una mujer que cosía detrás del mostrador le preguntó:

–¿Conoce usted a don Ricardo Vázquez?

La mujer levantó la cabeza con sorpresa.

–¡Oh señora! Aquí todos conocen, sí, todos conocen bien a ese señor.

–¿Dónde vive?

La mujer se levantó de la silla, vino a la puerta y extendiendo el brazo:

–¿No ve usted aquella casa donde hay un establecimiento de comestibles, de donde sale aquel hombre ahora mismo? Pues allí es donde él está de huésped… Pero si usted quiere verle no tardará en pasar por aquí—añadió volviendo a su sitio—. Todas estas tardes va a ensayar a los niños a la iglesia para la fiesta de la Virgen.

–¡Ah!

–Sí; mi chico, que también canta, se ha ido ya hace un rato y estará jugando con los otros delante de la iglesia. Don Ricardo ha sido quien le enseñó la música como a todos los demás.

–¿Es maestro de música?

–¡Oh, no señora!—exclamó la estanquera con un poco de enfado—. Don Ricardo es un gran caballero. Si enseña la música a los niños es por favor, por caridad como otras muchas caridades que hace. También ha formado aquí eso que llaman orfeón. El pueblo ha cambiado mucho desde que vino ese señor. Antes los hombres pasaban la noche en la taberna malgastando su jornal y hablando cosas feas. Ahora se van después de cenar al local de las Escuelas y allí se están cantando como unos benditos toda la noche. Cuando los ve cansados don Ricardo les da un cigarro, les entretiene un rato charlando y ya los tiene usted tan contentos. ¡Oh, señora, qué bien cantan ya! Parece que está uno en el cielo oyéndoles. Si usted se queda aquí, para el día de la Virgen los oirá porque han de cantar por la tarde en la plaza.

Elena dijo que sí que se quedaría, pero temiendo que pasase por allí su marido y que la estanquera le llamase se despidió de ésta. Iba hacia la iglesia para ver el ensayo y hablar a don Ricardo cuando terminase. La buena mujer le indicó el camino que había de seguir.

Delante del templo jugaba un enjambre de niños y niñas con ruidosa algazara. Elena fue a sentarse algo más lejos en un banco de piedra, procurando que un árbol la ocultase. Antes de un cuarto de hora de espera vio llegar a su marido. El corazón le dio un terrible vuelco. Su estatura elevada, su cuerpo fornido y la boina que le cubría la cabeza le daban un aspecto completamente vasco. Elena observó con sorpresa que no había envejecido poco ni mucho; ni una cana más; la misma o mayor frescura en la tez; igual marcha decidida y ligera. ¡Qué diferencia con ella, tan flaca, tan estropeada! En cuanto los chicos le divisaron corrieron a rodearle como un bando de gorriones alborotadores. Don Germán se sentó a descansar en uno de los bancos de piedra, charlando, riendo con ellos. Sus carcajadas llegaban alegres, sonoras, como en otro tiempo a los oídos de Elena, pero ahora sin saber por qué ¡ay! le partían el corazón. Una zagalita de trece a catorce años de puro perfil virginal y el moño de la cabeza apretado por un pañolito azul al estilo del país se acercó a Reynoso y apoyó el brazo en su hombro con encantadora familiaridad. Elena sintió la mordedura de los celos y le clavó una mirada fulgurante capaz de reducirla a ceniza.

–Vamos, vamos, hijos, que ya se hace tarde—dijo el caballero levantándose y entrando en la iglesia.

Poco después los siguió Elena, pero ya no vio a nadie. Sólo oía sus voces allá en el coro. Paseó una mirada de angustia por el ámbito del templo y, divisando en un altar una imagen de la Virgen, dio algunos pasos y se prosternó delante de ella y oró con fervor.

–¿Estamos ya?—dijo Reynoso en voz alta.

Inmediatamente se dejó oír en el órgano el preludio de Bach que suele servir de acompañamiento al Ave María de Gounod. Y el coro de niños entonó este canto admirable de amor y de dolor, de angustia y esperanza al mismo tiempo.

–¡Suave, hijos míos! Dulcemente… ¡como un murmullo!—se oía decir a Reynoso.

El obscuro recinto del templo se estremeció. Una ola de armonía celeste llenó instantáneamente todo su ámbito llegando hasta los más tenebrosos rincones. Elena se sintió enajenada. Se acordó de los días puros de su infancia, se acordó de aquellas oraciones fervorosas que dirigía a la Virgen antes de acostarse y volvió a murmurarlas con los labios trémulos. ¡Oh! ¿por qué no había muerto entonces? ¡Pero morir ahora, con el alma ennegrecida, después de haber engañado vilmente al ser que más la había querido en este mundo! ¡No, no, por Dios!

–¡Fuerte, fuerte, hijos míos! ¡Echad vuestra alma por la boca!

¡Morir ahora con la maldición de Dios y la de su marido! ¿Quién iría a poner una flor sobre su tumba? ¿Quién no miraría con horror la tumba de una pérfida mujer, de una suicida?

–¡María! ¡María!—clamaba el coro angélico haciendo vibrar el aire con aquel grito anhelante.

–¡Madre, madre, sálvame…! ¡Madre, escúchame!—sollozaba Elena con la frente apoyada en el altar de la Virgen, mientras apretaba con mano crispada el pomo fatal que guardaba en el pecho.

El templo quedó otra vez en silencio. Cuando Elena volvió de su éxtasis observó que el pelotón de niños salía por la puerta rodeando como antes a su marido. También ella salió, pero no podía andar; los pies le pesaban como si fuesen de plomo. Dejose caer sobre uno de los bancos del pórtico y allí aguardó un rato. Estaba ya obscureciendo. Levantose al fin y con paso vacilante se dirigió por la única calle del pueblo hasta la casa que le habían designado. La tienda estaba iluminada por una menguada lámpara de petróleo. Una mujer de media edad, gruesa, de fisonomía simpática, vestida de negro y ataviada la cabeza con el característico pañuelo de seda, escribía en un libro viejo de comercio sobre el mostrador.

–¿Don Ricardo Vázquez?

La mujer alzó la frente y clavó en Elena una larga mirada escrutadora.

–Aquí vive, si señora—respondió con esa gravedad peculiar de la raza vasca.

–Desearía verle.

La mujer volvió a mirar con insistencia desconcertante a la viajera y después de una pausa dijo:

–Bueno… iré a prevenirle… ¿A quién debo anunciar?

–No anuncie usted a nadie: quiero darle una sorpresa.

Entonces el semblante de la tendera reflejó la sorpresa, la duda y la alegría al mismo tiempo.

–¿Sería usted por ventura, señorita, su hermana, la hermana de quien tantas veces nos habla?

Elena vaciló un instante, pero respondió al fin:

–Sí; yo soy.

–¡Oh señorita!—exclamó la buena mujer viniendo hacia ella con el rostro iluminado de placer—. ¡Cuánto se va a alegrar! No sabe usted lo que la quiere. Siempre la tiene en los labios y yo creo que la tiene a usted más guardada todavía en el corazón… Si es usted tan buenaza como él, todos daremos gracias a Dios de verla por aquí. En el pueblo no hay nadie que no le quiera ya, porque es un caballero de lo mejor, llano, caritativo, amigo de los pobres… Al principio de venir, como no se le conocía, corrieron algunas voces sobre si era esto o lo otro… habladurías de gente necia, ¿sabe usted, señorita? Pero el señor vicario nos dijo que cuidado con hablar una palabra de este señor porque era un santo…

–¡Sí que lo es!—murmuró Elena con voz temblorosa.

–Se le puede tener por la mitad del dinero que a otro. Nunca se queja, a nadie causa molestia: a veces por no llamar él mismo viene abajo a buscar a la cocina lo que le hace falta. En fin, no se le siente en la casa y por lo mismo todos andamos de coronilla para servirle.

–Estará triste, ¿verdad…? Ha tenido algunas pérdidas de fortuna…

–¿Triste? En los diez meses que lleva en esta casa todavía no le hemos visto un día triste. Cuando no está arriba tocando el piano, está aquí jugando con los niños. No se conoce, no, señorita, que haya tenido pérdidas.

Elena sintió que flaqueaba su valor.

–Con permiso de usted voy a subir… ¿Dónde está la escalera?

La buena mujer la condujo hasta el primer peldaño de una escalerita estrecha y obscura. Subió casi a tientas por ella. Cuando ya estaba a la mitad llegaron a sus oídos los acordes solemnes, penetrantes, de la novena sinfonía. Se agarró con ambas manos a la barandilla para no caer. Al fin hizo un esfuerzo supremo y subió los últimos peldaños. Entró en una salita modestísimamente amueblada. El piano sonaba más allá en un gabinete cuya puerta estaba entreabierta. Atravesó la sala y miró por la rendija. Su marido tocaba vuelto de espaldas a la puerta. Elena permaneció inmóvil algunos instantes y sintiendo que sus piernas flaqueaban y que iba a caer, apretó convulsivamente el frasco que llevaba y se aventuró a decir:

–¡Germán!

Pero la voz no salió apenas de su garganta. Reynoso no la oyó. Entonces atacada de súbita energía abrió de par en par la puerta y volvió a decir reciamente:

–¡Germán!

Reynoso dio un salto en su taburete y quedó en pie frente a ella. Una intensa palidez cubrió su rostro; pero inmediatamente brilló en él la cordial, la amable sonrisa de siempre y dio algunos pasos hacia ella con las manos extendidas.

–¡Bien venida seas, Elena, bien venida, bien venida!

La esposa infiel dio un grito y desplomándose cayó a sus pies sin sentido. Aquel recibimiento inesperado la hirió como un rayo. Don Germán se apresuró a levantarla, la colocó sobre un sofá y con una toalla mojada roció sus sienes. Luego le hizo oler un frasco de esencia. Elena tardó poco en abrir los ojos. Se apoderó de las manos de su marido y exclamó con voz apenas perceptible:

–¡Jamás, jamás le he querido…! ¡Jamás, jamás he dejado de quererte a ti…! Un capricho infame…

–¡Calla, Elena! En ti no caben los caprichos infames porque estás amasada con la pasta de los ángeles… Sintieron que tu corazón era inexpugnable y atacaron tu cerebro, que es más débil, pobre Elena…

–Gracias… bendito seas… ¡bendito seas por toda la eternidad…! ¿Me perdonas?

–Si no te hubiera perdonado, hace ya mucho tiempo que estaría muerto. ¿Cómo es posible vivir con un odio en el corazón?

–¡Ya no quiero, ya no pido más!—exclamó la infeliz mujer incorporándose y secándose los ojos—. Déjame marchar. Ahora ya puedo morir tranquila en cualquier rincón del mundo. Déjame marchar. Mi presencia te deshonra.

Al decir esto se puso en pie, pero Reynoso la retuvo por una mano y la obligó a sentarse.

–No, no marcharás. Una mano invisible y todopoderosa te ha traído de nuevo a mis brazos. Acepto ese don como los acepto todos. Hoy era feliz; mañana lo seré también porque ¡nadie, nadie en este mundo puede hacerme ya desgraciado! Nunca te ha dejado mi corazón, Elena. Mi mente te ha hecho vivir siempre conmigo tal como eres realmente en el fondo del alma, como serías también en la apariencia si no te hubieran arrastrado en un momento de desmayo las fuerzas infernales y misteriosas que aún palpitan en los obscuros rincones de nuestra naturaleza… Escucha: Allá, lejos, muy lejos, en el fondo de América, detrás de los Andes, conozco un valle tibio y risueño como un nido de amor. Un cielo siempre azul se extiende sobre él. El soplo de la brisa que llega del mar inclina la copa de los árboles y levanta un rumor más grato que ninguna música humana; los pájaros cantan; las flores exhalan de sus cálices perfumes embriagadores; el espíritu de Dios flota sobre el ambiente. En aquel valle la planta soberbia del hombre aún no ha dejado mucha huella. Allí correremos a refugiar nuestra dicha, lejos de este mundo que se llama cristiano y cubre de ignominia al que perdona. Allí viviremos el uno para el otro. Si no quieres ser mi esposa serás mi hija, serás mi hermana…

 

–¡Tu esposa hasta la muerte y más allá de la muerte!—exclamó Elena echándole los brazos al cuello anegada en llanto.

–Allí comenzaremos de nuevo la vida. Alzaremos una casita blanca con ventanas verdes. Vivirás rodeada de flores y yo de pájaros. Por la mañana te llevaré hasta la playa y revolverás sus arenas y recogerás preciosas conchas. Nos sentaremos sobre una roca y contemplaremos silenciosos aquellas olas azules que llegarán de lejos a mirarse en tus ojos y a besar tus pies. Al pie de una fuente clara tu cabeza reposará por las tardes sobre mi hombro, y el aire de la montaña, cargado de aromas, jugará otra vez con esos bucles de oro…

–¡Calla, calla…! Es demasiada felicidad. ¡Yo me ahogo!

–Aún quedan para ti días de sol en la vida, Elena mía. Para mí nunca ha dejado de lucir, porque lo llevo en el corazón. Huyamos, huyamos hacia la dicha.

–¡Sí, sí, huyamos!—exclamó Elena apretando sus labios con frenesí contra los de su esposo.

Pero repentinamente quedó inmóvil con los ojos extáticos.

–¿Y Clara que llega mañana?

–¿Clara?—preguntó Reynoso en el colmo de la sorpresa.

Entonces su esposa le dio cuenta de la desgracia que sobre aquélla pesaba y de la firme resolución que había manifestado de alejarse para siempre de su marido. Reynoso nada sabía de sus disgustos domésticos, porque jamás le hablaba de ellos en sus cartas. Sólo tenía conocimiento de la muerte desastrosa del marquesito del Lago. Quedose pensativo y una lágrima silenciosa rodó por sus tostadas mejillas.

–¡Pobre Clara!—murmuró—. Merecía ser feliz. Un destino fatal encadenó su vida a la de ese desdichado, víctima de su temperamento, víctima también de su egoísmo y de su orgullo… Está bien—añadió al cabo serenándose—. Mañana llega Clara, pasado saldremos todos para el Havre y dentro de tres días navegaremos en alta mar respirando el aire de la libertad y de la dicha. Dios, al devolverme una esposa y una hermana, me da también un niño a quien amar, un niño que será hijo de los tres y que endulzará nuestras horas con sus juegos y su risa. Aún pueden lucir para Clara también días de sol si sabe resignarse… la más alta sabiduría que podemos alcanzar los mortales sobre la tierra.

–Los tres te deberemos nuestra felicidad. Donde tú respiras, la atmósfera se llena de nobles y puros sentimientos. Eres, esposo mío, la imagen de Dios sobre la tierra, todo bondad, todo misericordia.

Guardaron ambos silencio y se miraron largamente a los ojos paladeando la dicha intensa de los primeros días de su matrimonio. Después de una pausa prolongada Elena sacó el frasco de veneno que llevaba en el pecho y sonriendo ruborizada:

–Mira—le dijo—. Si me hubieras arrojado de aquí, cuando salieses encontrarías detrás de esa puerta un cadáver.

–¡Eso nunca!—exclamó Reynoso apoderándose vivamente del pomo y arrojándolo al suelo—. ¿Me he suicidado yo cuando vi el cielo desplomarse sobre mí? El cielo se desplomó sobre mí, es cierto, pero yo me abracé a él y… ya lo ves, me he salvado.

FIN