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La Espuma

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–¡Caramba, Julián! ¿cuándo saldrás de esta cueva? Esto no es una casa de banca; es una cuadra. No tiene vergüenza el que viene a visitarte. ¡Puf! ¿Pero desolláis aquí también las reses, o qué? Hay un hedor insufrible.

Calderón ocupaba, al final del almacén, un rincón separado del resto por un biombo de tabla pintada con una puertecita de resorte. Pudo escuchar, pues, todas las palabras de su amigo antes que éste empujase la mampara.

–¡Qué quieres, hombre!—dijo algo amoscado por haberse enterado los dependientes de la filípica—; no todos somos duques ni se nos enredan los millones en los pies.

–¡Qué millones! ¿Se necesitan millones para tener un despacho limpio y confortable? Lo que debes confesar es que te duele gastar una peseta en adecentarle. Te lo he dicho muchas veces, Julián; eres un pobre y toda la vida lo serás. Yo con mil reales seré más rico siempre que tú con mil duros; porque sé gastarlos.

Calderón gruñó algunas protestas y siguió trabajando. El duque, sin quitarse el sombrero, dejóse caer en la única butaca que allí había forrada de badana blanca, o que debió de ser blanca. Ahora presentaba un color indefinible entre amarillo de ámbar, ceniza y verde botella, con fuertes toques negros en los sitios de apoyar la cabeza y las manos. Había además tres o cuatro banquetas forradas de lo mismo y en idéntico estado, una estantería de pino llena de legajos, una caja pequeña de valores, una mesa de escribir antiquísima de nogal y forrada de hule negro, y detrás de ella un sillón tosco y grasiento donde se hallaba sentado el jefe de la casa. Aquel pequeño departamento estaba esclarecido por una ventana con rejas. Para que los transeuntes no pudiesen registrarlo había visillos que, a más de ser de lo más ordinario y barato en el género, ofrecían la curiosa circunstancia de ser el uno demasiado largo y el otro tan corto que le faltaba cerca de una cuarta para tapar por completo el cristal de abajo.

–Pero hombre, ya que no te mudes de casa deja ese dichoso comercio de pieles, que no es digno de un hombre de tu representación y tu fortuna.

–Fortuna … fortuna—masculló Calderón sin dejar de mirar el papel en que escribía—. Ya sé que se habla de mi fortuna…. ¡Si fuésemos a liquidar, quién sabe lo que resultaría!

Calderón no confesaba jamás su dinero: gozaba en echarse por tierra. Cualquier alusión a su riqueza le molestaba en extremo. Por el contrario, a Salabert le gustaba dar en rostro con sus millones y representar el nabab; por supuesto, a la menor costa posible.

–Además—siguió diciendo con mal humor—, todo el mundo se fija en lo que entra, pero nadie atiende a lo que sale. Los gastos que uno tiene son cada vez mayores. ¿A que no sabes lo que llevo gastado este año, vamos a ver?

–Poca cosa—respondió el duque con sonrisa despreciativa.

–¿Poca cosa? Pues pasa de setenta y cinco mil duros, y aún estamos en Noviembre.

–¿Qué dices?—manifestó el duque con viva sorpresa—. No puede ser.

–Lo que oyes.

–Vaya, vaya, no me metas los dedos por los ojos, Julián…. A no ser que en esos setenta y cinco mil duros estén incluidos los gastos de la casa que estás fabricando en el Horno de la Mata.

–Pues naturalmente.

Al duque le acometió al oir esto tal golpe de risa, que por poco se ahoga. Cayósele el cigarro. La faz, ordinariamente amoratada, se puso ahora que daba miedo. El golpe de tos que le vino, acompañando a la risa, fué tan vivo, que parecía que iba a desplomarse presa de la congestión.

–¡Hombre, tiene gracia! ¡tiene muchísima gracia eso!—dijo al cabo entre los flujos de la risa y de la tos—. No se me había ocurrido hasta ahora…. De aquí en adelante incluiré en los gastos de mi casa todas las compras de valores y todas las casas que edifique. Voy a aparecer con más gasto que un rey.

La risa tan franca y ruidosa del duque molestó y corrió extraordinariamente a Calderón.

–No sé a qué viene esa risa…. Si sale de la caja, en el capítulo de gastos está…. De todas maneras, Antonio, más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena.

El duque, de algún tiempo a esta parte, menudeaba las visitas a su amigo y compañero. Empezaba a hacerle la rosca para atraerle al negocio de las minas de Riosa. Se aproximaba el momento en que había de efectuarse la subasta. Necesitaba para entonces contar con algunos accionistas de consideración. D. Julián lo era, tanto por el capital que representaba, como por su carácter mismo. Gozaba en el mundo de los negocios fama de precavido, de receloso mejor. De suerte que el hecho de tomar parte en cualquier especulación la acreditaba de segura, y esto era lo que Salabert necesitaba. No quiso molestarle, pues, muy fuertemente y cambió la conversación. Con la gran flexibilidad, con la finura que poseía bajo su corteza ruda, supo ponerle de buen temple loando su previsión en cierto negocio fracasado donde no se dejó coger, desollando a otros negociantes enemigos y reconociéndole tácitamente sobre ellos superioridad de talento y penetración. Cuando le tuvo bien trasteado, hablóle por tercera o cuarta vez, en términos vagos, del negocio de la mina. Ofrecíalo como un ideal inaccesible para meterle en apetito. ¡Si algún día fuera posible comprar esa mina, qué gran negocio! No había conocido otro más claro en su vida. Lo peor era que el Gobierno no estaba dispuesto a soltarla. Sin embargo, f…, con un poco de habilidad y trabajándolo bien, acaso con el tiempo…. Para entonces necesitábanse algunos hombres que no tuviesen inconveniente en invertir un buen capital. Si no los hallaba en España, iría al extranjero a buscarlos….

Calderón, al oir hablar de un negocio, se encogía como los caracoles cuando los tocan. El de ahora era tan gordo, por los datos indecisos que el duque le suministraba, que le obligó a meterse de golpe en la cáscara. Así que Salabert comenzó a precisar un poco, púsose torvo y sombrío, mostróse receloso e inquieto, como si entonces mismo le fuesen a exigir una cantidad exorbitante.

Cuando hubo concluído su largo discurso, un poco incoherente, que parecía más bien un monólogo, el duque se levantó bruscamente.

–Vaya, Julianito, me voy de aquí al Banco.

Al mismo tiempo sacó otro cigarro de la petaca, y sin ofrecerle, porque no fumaba, lo encendió por fórmula, pues los dejaba apagarse en seguida para seguir mordiéndolos.

D. Julián respiró con satisfacción.

–¡Tú siempre con esa actividad febril!—dijo, sonriendo y alargándole la mano.

–¡Siempre detrás del dinero!

Cuando ya iba a trasponer la puerta, Calderón se acordó de que podía utilizar aquella visita.

–Oye, Antonio: tengo ahí un montón de londres…. ¿Las quieres? Te las doy baratas.

–No me hacen falta ahora. ¿Cómo las cedes?

–A cuarenta y siete.

–¿Son muchas?

–Ocho mil libras entre todas.

–Siento no necesitarlas. Es buena ocasión. Adiós.

Trasladóse al Banco, asistió a la reunión, y después de hacer efectivos los nueve mil duros del talón, salió con su amigo Urreta, otro de los célebres banqueros de Madrid. Al llegar cerca de la Puerta del Sol, se dieron la mano para despedirse.

–¿Adónde va usted?—le preguntó Salabert.

–Voy de aquí a casa de Calderón, a ver si puede facilitarme londres.

–Es inútil el paseo—repuso vivamente el primero—. Todas las que tenía acabo yo de tomárselas.

–Hombre, lo siento. ¿Y a cómo se las ha puesto?

–A cuarenta y seis, diez.

–No son baratas; pero me hacen mucha falta y aun así las tomaría.

–¿Le hacen a usted falta de verdad?—dijo Salabert echándole al mismo tiempo el brazo sobre los hombros.

–De verdad.

–Pues voy a ser su Providencia. ¿Qué cantidad necesita usted?

–Bastante. Diez mil libras lo menos.

–No puedo tanto; pero por ocho mil, puede usted enviar esta tarde.

El rostro de Urreta se iluminó con una sonrisa de agradecimiento.

–¡Hombre, no puedo permitir!… A usted le harán falta también….

–No tanto como a usted…. Pero aunque así fuera…. Ya sabe usted que se le quiere mucho. Es usted el único guipuzcoano con talento que he tropezado hasta ahora.

Al mismo tiempo, como le llevara abrazado, le daba afectuosas palmaditas en el hombro. Estrecháronse de nuevo la mano, y después que Urreta se deshizo en frases de gratitud, a las cuales contestaba Salabert en ese tono brusco y campechanote que tanto realza el mérito de cualquier servicio, se despidieron.

El duque tomó inmediatamente un coche de alquiler.

–A la calle de San Felipe Neri, número….

–Está bien, señor duque—repuso el cochero.

Alzó la cabeza el prócer para mirarle.

–¡Hola! ¿Me conoces?

Y sin aguardar la contestación se metió adentro y cerró la portezuela.

–Julián…. Julián—gritó a su amigo antes de abrir la mampara del escritorio—. Vengo a hacerte un favor…. ¡Qué suerte tienes, maldito! Mándame esas londres a casa.

–¡Hola!—exclamó el banquero con sonrisa triunfal—. ¿Las necesitas?

–¡Si, f…., sí! Siempre me ha de hacer falta a mí lo que a ti te conviene soltar…. Adiós….

Y sin entrar en el despacho dejó libre la mampara de resorte que tenía sujeta y se fué. Dió las señas al cochero de un hotel situado en el barrio Monasterio y se reclinó en un ángulo, mordiendo su cigarro y resoplando con evidente satisfacción. Experimentóla nuestro banquero después de cometer aquella granujada, después de despojar a su amigo Calderón de unas cuantas pesetas, como el justo al concluir un acto de justicia o de caridad. Su imaginación, siempre alerta para los asuntos donde hubiese dinero, vagó, mientras el carruaje le conducía al Hipódromo, al través de los varios negocios en que estaba comprometido; pero se detuvo muy particularmente en el de la mina de Riosa. La combinación de Llera le iba pareciendo cada vez mejor. Sin embargo, tenía sus puntos flacos. A reforzarlos se aplicó con el pensamiento, hasta que el coche se detuvo delante de la verja de un hotelito de construcción barata, con muchos adornos de yeso y madera que le hacían semejar a las obras de confitería.

 

Apresuróse el portero a abrirle con acatamiento. Salvó en tres pasos el diminuto jardín. Al subir las pocas escaleras del piso bajo salió a la puerta una criada joven.

–Hola, Petra: ¿y tu ama?

–Duerme todavía, señor duque.

–Pues ya son las doce—dijo sacando su cronómetro—. Voy a subir de todos modos.

Y pasando por delante de ella, entró en la antesalita ochavada. Despojóse del gabán que la doméstica recibió y se encargó de colgar. Subió al piso principal. El dormitorio donde penetró era un gabinete con alcoba, separados por columnas y una gran cortina de brocatel. Estaba amueblado con lujo de gusto dudoso. En vez del sello que imprime cualquier persona, si no es enteramente vulgar, al decorado y adorno de sus habitaciones, observábase la mano del mueblista que cumple el encargo que le han dado, según el patrón corriente. Las puertas de madera del balcón estaban abiertas. La luz penetraba por un transparente que representaba un paisaje de color de chocolate. Las paredes estaban acolchadas con damasco amarillo; las sillas eran doradas igual que una mesilla de centro y un armarito para colocar chucherías.

Observábase en aquella estancia, perteneciente a una mujer, el mismo desorden que suelen presentar los cuartos de los estudiantes o militares. Diversas prendas de vestir, enaguas, corsé, medias, andaban esparcidas por las sillas. Sobre la rica alfombra de terciopelo había algunos escupitajos y puntas de cigarro. En la delicada mesilla del centro una licorera con las botellas casi vacías y las copas fuera de su sitio. El duque echó una mirada torva a esta licorera y alzó suavemente la cortina de la alcoba. En primoroso lecho de ébano con incrustaciones de marfil, reposaba una joven de tez blanca, blanquísima, y cabellos negros, negrísimos. Reposaba con un abandono sin delicadeza, en una posición de animal bien cebado. Hasta en el sueño es posible conocer la condición y espiritualidad de la persona.

Salabert tuvo un momento la cortina suspendida. Luego la sujetó con cuidado, y sentándose en una butaquita que había al lado de la cama, se puso a contemplar con fijeza a la bella dormida. Porque era bella en efecto y en grado excelso. Sus facciones, notablemente correctas y delicadas: perfil griego, frente pequeña y bonita, nariz recta, labios rojos un poco gruesos; la tez, un prodigio de la naturaleza, mezcla de alabastro y nácar, de rosas y leche, debajo de la cual corría la vida abundante y rica. Los cabellos, negros y brillantes, estaban sueltos, manchando con el aceite perfumado la almohada de batista. A pesar de lo frío del tiempo, tenía un brazo y casi medio cuerpo fuera de las sábanas. Verdad que en el gabinete ardía con vivo e intenso fuego la chimenea. El brazo estaba enteramente desnudo y era de lo más hermoso y mejor torneado que pudiera verse en el género. Pero la mano que estaba al cabo de este brazo no correspondía a su belleza. Era una mano donde la holganza presente no había conseguido borrar las huellas del trabajo pasado, mano pequeña, pero deformada, con los dedos macizos y aporretados, mano plebeya elevada de repente al patriciado.

Aunque el banquero no se movía, la fijeza y avidez de sus ojos posados sobre la joven ejercieron sobre ella la consabida influencia magnética. Al cabo de algunos minutos cambió de postura, suspiró con fuerza y abrió los ojos, que eran negros como la tinta. Fijáronse un instante con vaga expresión de asombro en el duque, y cerrándolos de nuevo murmuró una interjección de carretero, hundiendo al mismo tiempo su cara en la almohada. Luego, como si repentinamente cruzara por su mente la idea de que había hecho una cosa fea, dió la vuelta, abrió de nuevo los ojos y dijo sonriendo:

–¡Hola! ¿Eres tú?

Al mismo tiempo le alargó la mano. El duque se la estrechó, y alzándose de la butaca le dió un sonoro beso en la mejilla, diciendo:

–Si quieres dormir más te dejaré. No he venido más que a darte un beso.

Pero no era uno, sino buena porción los que le estaba aplicando en ambas mejillas. La joven frunció el entrecejo, disgustada de aquellas caricias, que por venir de un viejo no debían de serle agradables. Además, ya se ha dicho que los labios del duque, por efecto de la manía de morder el tabaco, solían estar sucios.

¡Quita, quita!—dijo al fin rechazándole—. No me sobes más. Bastante me has sobado ayer tarde. Me he lavado tres veces. Eché sobre mí un frasco de rosa blanca y todavía a las doce de la noche me olía mal.

–Olor de tabaco.

No: el olor del tabaco me gusta. Olor de viejo.

Esta salida brutal no despertó la indignación del duque como era de presumir. Soltó una carcajada y le dió una palmadita cariñosa en la mejilla.

–Pues no me salen baratos los besos.

Tampoco esta cínica replica alteró a la bella, que en el mismo tono de mal humor dijo:

–Ya lo creo. Y cuantos más años tengas, más caros te irán saliendo….

Dame un cigarro.

El duque sacó la petaca.

–No traigo más que tabacos.

–No quiero eso…. Ahí, sobre ese chisme de escribir, debe de haber.

Tráeme.

El banquero tomó de encima de un pequeño escritorio taraceado algunos cigarritos y se los presentó. La joven preparó uno con la destreza de un consumado fumador y lo encendió con el fósforo que el duque se apresuró a sacar. Este intentó otra vez aproximar sus labios repugnantes al hermoso rostro de la fumadora, pero fué rechazado con violencia.

–¡Mira, o te estás quieto o te vas!—dijo ella con energía—. Siéntate ahí.

Y le señaló la butaquita próxima al lecho.

El banquero se dejó caer en ella, mirando a la joven con sus grandes ojos saltones, que expresaban temor.

–Eres una gatita cada día más arisca. Abusas de mi cariño, mejor dicho, de mi locura.

Poseía, en efecto, uno de los temperamentos más lúbricos que pudiera encontrarse. Toda la vida había sido, en achaque de mujeres, ardiente, voraz. En vez de corregirse con los años, esta afición fué creciendo hasta dar en una manía repugnante. Era notoria en Madrid. Sabíase que para satisfacerla, después que había llegado a la opulencia, tuvo mil extraños caprichos que pagó con enormes caudales. Se le habían conocido queridas de extraños y remotos países, entre ellas una circasiana y una negra. Era en realidad esta pasión la compuerta por donde se escapaba como un río su dinero. Pero era al mismo tiempo el único que no le dolía gastar. El boato de su casa le causaba dolor, un cosquilleo punzante: lo mantenía por cálculo y por fanfarronería, pero le pesaba en el alma, aunque aparentase otra cosa. Allá, en las intimidades secretas de su casa, cuando no había de trascender al público, escatimaba, regateaba, sustraía de una cuenta cualquier cantidad por insignificante que fuese; no tenía inconveniente en mentir descaradamente para escamotear a un comerciante algunas pesetas. El dinero que las mujeres le costaban entregábalo sin vacilaciones ni remordimientos, como si todos sus trabajos y desvelos, sus grandes y continuos cálculos para extraer el jugo a los negocios no tuviesen otra significación ni otro destino que el de adquirir combustible para aumentar el fuego de su liviandad.

Entre las muchas queridas pagadas que había tenido, ninguna adquirió tanto ascendiente sobre él como la que tenemos delante. Era ésta una joven de Málaga, llamada Amparo, que hacía tres o cuatro años vendía flores por los teatros y tenía su kiosco en Recoletos. Desde luego llamó la atención por su belleza y desenvoltura y se hizo popular entre los elegantes. Festejáronla, persiguiéronla, y aunque al principio resistió a los ataques, cuando éstos vinieron en forma positiva, se dejó vencer. Fué, durante algún tiempo, la querida del marqués de Dávalos, un joven viudo con cuatro hijos, que gastó con ella sumas cuantiosas que no le pertenecían. Por gestiones activas de su familia, por escasearle ya el dinero y por desvío de la misma Amparo, que halló otro pollo mejor para desplumar, se rompió esta relación, no sin sentimiento tan vivo del joven marqués que le produjo cierto trastorno intelectual. Después del sustituto de éste, tuvo Amparo otros varios queridos en la aristocracia de la sangre y el dinero. Fué conocida y popular en Madrid con el nombre de Amparo la malagueña. En los paseos, en los teatros, adonde acudía con asiduidad, constituyó durante tres o cuatro años un precioso elemento decorativo. Porque a más de su hermosura singular, había llegado a adquirir en poco tiempo, si no distinción, elegancia. Sabía vestirse, facultad que no es tan común como parece, sobre todo en esta clase de mujeres. Tenía bastante instinto para buscar la armonía de los colores, la sencillez y pureza de las líneas. No pretendía llamar la atención, como la mayor parte de sus iguales, por lo exagerado de los sombreros y el vivo contraste de los colores. Por ésta razón había entre las damas madrileñas cierta indulgencia hacia ella. En sus natos de murmuración le guardaban más consideraciones que a las otras; la reconocían un cutis muy fino, unos ojos muy hermosos, y gusto.

Fuera de esta dote natural que la acercaba a las señoras de verdad, Amparo era en su trato tan tosca, tan incivil, tan bestia y tan ignorante como lo son casi siempre en España las criaturas de su condición, al menos en el presente momento. Más adelante quizá lleguen a ser tan cultas y refinadas como las cortesanas de la Grecia. Hoy son lo que arriba se ha dicho, sin ánimo, por supuesto, de ofenderlas. Después de pertenecer al marqués de Dávalos y a otros tres personajes, sin perjuicio de los devaneos furtivos que se autorizaba, vino al poder del duque de Requena, o éste al poder de ella, que es lo más exacto. Salabert, según iba envejeciendo y menguando en energía (para todo lo que no fuese adquirir dinero, se entiende), crecía en sensualidad. El vicio se transformaba en desorden vergonzoso, en pasión desenfrenada, como suele acaecer a los viejos y a los niños viciosos. Amparo dió con él en esta última etapa y logró apoderarse de su voluntad sin premeditación. Era demasiado necia para concebir un plan y seguirlo. Su carácter desigual, brutalmente soberbio, su misma estupidez, que la hacía no prever las consecuencias de sus actos, la ayudaron a dominar al célebre banquero. Hacía un año que era su querida y que estaba instalada en aquel hotelito del barrio de Monasterio. Al principio procuraba refrenar su genio y tenerle contento mostrándose dulce y amable. Pero como esto le costaba un esfuerzo, y como, por otra parte, pudo cerciorarse en seguida de que los desdenes, el mal humor v hasta los insultos, lejos de enfriar la pasión del duque la encendían más, dió rienda suelta a su genio. Apareció la criatura salida del cieno, con su grosería, sus inclinaciones plebeyas, su carácter agresivo y desvergonzado. El duque, que hasta entonces había logrado mantener su independencia frente a sus queridas y eso que de algunas llegó a prendarse fuertemente, se encaprichó de tal modo por ésta, que al poco tiempo le toleraba frisos que ajaban su dignidad y tiempo adelante actos que aún más la escarnecían. Por supuesto, este dominio duraba solamente los momentos de sensualidad, las horas que consagraba al placer. Así que salía del templo de Venus, recobraba su razón el imperio, volvía a sus empresas con creciente ambición.

Amparo fumaba tranquilamente en silencio, enviando pequeñas nubes de humo al techo. De pronto hizo un movimiento brusco, e incorporándose dijo:

–Voy a vestirme. Toca ese botón.

El duque se levantó para cumplir el mandato. A los pocos instantes se presentó Petra a vestirla. Mientras lo llevaba a cabo, ama y doncella cambiaron algunas impresiones con excesiva familiaridad, mientras el banquero seguía con fijeza entre atento y distraído, los movimientos de la faena.

–Señorita, ¿ha visto usted ayer a la Felipa guiando dos jaquitas que parecían ratones? Por aquí pasó…. ¡Qué preciosidad! No he visto cosa más mona en la vida…. A ver cuándo el señor duque le compra otra pareja así—dijo Petra mirando con el rabillo del ojo al banquero, mientras ataba las cintas de la bata a su ama.

–¡Ps!—exclamó ésta alzando los hombros con desdén—. No me ha dado nunca por guiar. Es oficio de los cocheros. Pero si me diese, ¡ya lo creo que me compraría un tronco igual!

Y al mismo tiempo se volvió un poco, con media sonrisa, hacia el duque, que dejó escapar un gruñido corroborante, pasando con su peculiar movimiento de boca el cigarro al lado contrario.

–Pues son muy lindas para ir a los toros. ¡Y que no estaría bien la señorita con su mantilla blanca guiando!

–¿Mantilla para guiar? ¡Estás aviada, hija!

 

–Bueno, pues de sombrero. El caso es que estaría de mistó: no como esa desorejada de la Felipa que ya no tiene carne para hartar a un gato….

La doncella, mientras le recogía el pelo, charlaba por los codos. El fondo de su charla era constantemente adulador. Amparo escuchaba con cierta complacencia. Alguna vez la interrumpía con frases del mismo jaez que las que la doméstica usaba, en más de una ocasión, acompañadas de interjecciones que aquélla no se atrevía a pronunciar. Contaba que el día anterior había tropezado en la calle con Moratini, y que el famoso torero le había dicho al pasar: "Recuerdos a tu ama". Al mismo tiempo la maligna doncella miraba de reojo al duque. Amparo sonrió lisonjeada; pero hizo una fingida mueca de desdén.

–Lo mismo da. Ya sabes que me carga.

–Pues tiene muchos partidarios.

–¡Calla! ¡calla! que ni tú ni él valéis un perro chico…. Anda; tráeme pronto esa gorra, y lárgate.

Así que la doncella se hubo marchado, el duque, en quien los recuerdos del torero despertaron los celos y el mal humor, dijo saliendo al gabinete y tendiéndose groseramente en el sofá:

–Parece que esta noche has tenido media juerga. ¿Quién ha estado aquí?

Amparo dirigió la vista a la licorera, donde el duque la tenía posada.

–Pues han estado Socorro y Nati hasta cerca de las tres.

–¿Nadie más?

–Con sus amigos León y Rafael.

–¿Nadie más?

–Nadie más, hombre. ¿Me vas a examinar?

–Es que yo he sabido que ha estado también Manolito Dávalos.

El duque no lo sabía. Quiso sacar de mentira verdad.

–Cierto: también ha estado Manolo—replicó con indiferencia.

–Bueno, pues será la última vez—dijo mordiendo con rabia el cigarro.

–Eso será si a mí se me antoja—manifestó la bella ex florista levantando hacia él los ojos con expresión provocativa.

Salabert dejó escapar ciertos gruñidos que Amparo consideró ofensivos. Hubo una escena violenta. La bella reclamó con fiereza su independencia; le cantó lo que ella llamaba con clásica erudición "verdades del barquero". El banquero, excitado, contestó con su grosería habitual. El era quien pagaba; por lo tanto, tenía derecho a prohibir la entrada en aquella casa a quien le pareciese. La disputa se fué agriando en términos que ambos levantaron bastante la voz, sobre todo Amparo, en quien a poco que la rascaran aparecía la criatura de plazuela. Cruzáronse frases de pésimo gusto, aunque pintorescas. La malagueña llamó al duque tío lipendi, gorrino, y concluyó por arrojarle del gabinete. Pero aquél no hizo maldito el caso, antes enfurecido la faltó abiertamente al respeto, empleando en su obsequio algunos epítetos expresivos de su exclusiva invención y otros recogidos con cuidado de su larga experiencia. Por último, quiso dejar sentado de un modo incontrovertible que allí era el amo. Con este fin, puramente lógico, dió una tremenda patada a la mesilla dorada donde reposaba la aborrecida licorera, que se derrumbó con estrépito y se hizo cachos. Amparo, que no se dejaba sobar por nadie, según decía a cada momento, aunque a cada momento se pusiese en contradicción consigo misma, presa de un furor irresistible, con los ojos llameantes de ira, alzó la mano tomando vuelo y descargó en las limpias y amoratadas mejillas del prócer una sonora bofetada.

Los cabellos del lector se erizarán seguramente al representarse lo que allí pasaría después de este acto bárbaro e inaudito. Acaso sería conveniente dejarlo en suspenso como la famosa batalla del héroe manchego y el vizcaíno. Sin embargo, para no atormentar su curiosidad inútilmente, nos apresuramos a decir lo que pasó desdeñando este recurso de efecto. El caso no fué trágico, por fortuna, si bien digno de atención y de meditarse largamente. El duque se llevó la mano al sitio del siniestro y exclamó sonriendo con benevolencia:

–¡Demonio, Amparito, no creí que tuvieras la mano tan pesada!

Aquélla, que se había puesto pálida después de su irreflexivo arranque, quedó estupefacta ante la extraña salida del banquero. Tardó algunos segundos en darse cuenta de su sinceridad.

–Eres una gran chica—siguió aquél echándole un brazo al cuello y obligándola a sentarse de nuevo, y él junto a ella—. Esta bofetada no la tasaría en menos de cien pesos cualquier perito inteligente. Fuerte, sonora, oportuna…. Reúne todas las condiciones que se pueden apetecer….

–Vamos, no te guasees, que tengo hoy muy mala sangre—dijo la Amparo, escamada y presta otra vez a enfurecerse.

–No es broma, y la prueba de ello es que voy a pagártela en el acto. Pero mucho ojo con que vuelva por aquí Manolito Dávalos, porque no vuelves tú a ver el color de mis billetes.

–¡Si fué una casualidad, hombre!—dijo la Amparo dulcificándose—. Vino esta noche porque había ido de juerga con León y Rafael, y a última hora se le ocurrió a Nati hacerme una visita.

–Pues basta de casualidades. Yo no aspiro a que me adores, ¿sabes?; pero no quiero pagar las queridas a esos perdularios de sangre azul. ¿Lo has oído, salero?

Al mismo tiempo llevó la mano al bolsillo en busca de la cartera. Su semblante, que sonreía con la expresión triunfal del que lleva en el bolsillo la llave de todos los goces de este mundo, se contrajo de pronto. Una nube de inquietud pasó súbito por él. Buscó con afán. La cartera no estaba en aquel sitio. Pasó a los demás bolsillos. Lo mismo.

–¡F….! ¡me han robado la cartera!

Amparo le miró con ojos donde se reflejaba la duda.

–¡F….! ¡me han robado la cartera!—volvió a exclamar con más energía—. ¡Me han robado diez mil y pico de duros!

–¡Vaya, vaya, qué guasoncillo está el tiempo!—dijo Amparo ya enojada otra vez. No tuvo penetración para distinguir el susto verdadero del fingido.

–¡Sí, sí; no ha sido mala guasa! ¡Maldita sea mi suerte! ¡Si cuando un día principia mal!… Tres mil duros de la fianza y cerca de once mil ahora…. ¡Pues señor, no ha sido mal empleada la mañana!

Se levantó bruscamente del sofá y principió a dar vueltas por la estancia, presa de una agitación sorprendente en quien tantos millones poseía. Un torrente de palabras, de gruñidos, de sucias interjecciones que expresaban demasiado a lo vivo su disgusto, se escapó de sus labios. Arrojó con furia el cigarro, que en él era signo de gravísima preocupación. Amparo, viéndole tan excitado, se rindió a la evidencia, y preocupada también por el caso le dijo:

–Quizá no te la hayan robado. Puede ser que la perdieses…. ¿Dónde has estado?

–¿Crees tú que alguna vez se hayan perdido once mil duros?—repuso en tono amargo parándose frente a ella—. Es decir, se pierden, sí; pero otros los encuentran antes de llegar al suelo.

Acabando de decir esto, quedó repentinamente suspenso, como si brillase una luz salvadora en su cerebro. Miró con ojos escrutadores por algunos instantes a su querida, y haciendo un esfuerzo por sonreír, dijo, tornando a sentarse al lado de ella:

–¡Pero qué animal soy! ¡Vaya una bromita salada, y qué bien que te habrás reído de mí!

–¿Qué dices?—preguntó la Amparo estupefacta.

–¡Venga esa cartera, picaruela! Venga esa cartera.

Y el duque, riendo sincera o fingidamente, la echó un brazo al cuello y comenzó por un lado y por otro a manosearla como buscando el sitio donde tuviera oculto el dinero.

Dando una fuerte sacudida la joven se desprendió de sus brazos y se levantó:

–Oye, tú…. ¿Me tomas por una ladrona?—exclamó enfurecida.

–No, sino por una guasoncilla. ¿Te has querido reir de mí, verdad?

La joven replicó con energía que el guasón era él y que bastaba de bromas, que no estaba dispuesta a tolerarlas en esa materia. El duque insistió todavía; pero viendo la indignación real de su querida y no teniendo dato alguno para suponer que fuese ella quien le sustrajo la cartera, recogió velas. En cuanto perdió esta esperanza, su rostro se nubló de nuevo. Aunque dió satisfacciones a Amparo, no fueron éstas muy calurosas. Quedábale, en el fondo, la duda. Bien lo echó de ver ella, por lo que siguió enojada. Concluyó por decirle: