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La Espuma

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La vanidad hacía a Ramoncito no sólo torpe, porque es regla bien sabida que cuando se galantea a una mujer no debe alabarse con demasiado calor a otra, sino un tantico atrevido dirigiéndose a niñas. Estas se miraban sonrientes, brillándoles los ojos con fuego malicioso y burlón que el joven concejal no observaba.

–Y diga usted Ramón, ¿no se ha declarado usted a ella?—le preguntó Pacita.

–Todavía no—respondió haciéndose cargo ya de la intención burlona de la pregunta.

–Pero se declarará.

–Tampoco. Estoy ya enamorado de otra mujer. Al mismo tiempo dirigió una miradita lánguida a Esperanza. Esta se puso repentinamente seria.

–¿De veras? Cuente usted … cuente usted.

–Es un secreto.

–Bien, pero nosotras lo guardaremos…. ¿Verdad Esperanza que tú no dirás nada?

Y la escuálida chiquilla miraba maliciosamente a su amiga gozándose en su mal humor y en la inquietud de Ramoncito.

–Yo no tengo gana de saber nada.

–Ya lo oye usted, Ramón. Esperanza no tiene gana de oir hablar de sus novias. Yo bien sé por qué es, pero no lo digo….

–¡Qué tonta eres, chica!—exclamó aquélla con verdadero enojo.

El joven concejal quedó lisonjeado por tal advertencia que venía de una amiga íntima. Creyó, sin embargo, que debía cambiar la conversación a fin de no echar a perder su pretensión, pues veía a Esperanza seria y ceñuda.

–Pues no crean ustedes que es tan difícil declararse a la Tosti y que ella responda que sí…. Y si no … ahí tienen ustedes a Pepe Castro, que puede dar fe de lo que digo.

–Es que Pepe Castro no es usted—manifestó la niña de Calderón con marcada displicencia.

Maldonado cayó de la región celeste donde se mecía. Aquella frase punzante dicha en tono despreciativo le llegó al alma. Porque cabalmente la superioridad de Pepe Castro era una de las pocas verdades que se imponían a su espíritu de modo incontrastable. Pudiera ofrecer reparos a la de Hornero, pero a la de Pepito, no. La seguridad de no poder llegar jamás, por mucho que le imitase, al grado excelso de elegancia, despreocupación, valor desdeñoso y hastío de todo lo creado, que caracterizaba a su admirado amigo, le humillaba, le hacía desgraciado. Esperanza había puesto el dedo en la llaga que minaba su preciosa existencia. No pudo contestar; tal fué su emoción.

Clementina estaba triste, inquieta. Desde que había entrado en casa de su cuñada, buscaba pretexto para irse. Pero no lo hallaba. Era forzoso resignarse a dejar transcurrir un rato. Los minutos le parecían siglos. Había charlado unos momentos con la marquesa de Alcudia, mas ésta la había dejado en cuanto entró el padre Ortega. Su cuñada estaba secuestrada por el general Patiño, que le explicaba minuciosamente el modo de criar a los ruiseñores en jaula. Las dos chicas de Alcudia que tenía al lado parecían de cera, rígidas, tiesas, contestando por monosílabos a las pocas preguntas que las dirigió. Una sorda irritación se iba apoderando poco a poco de ella. Dado su temperamento, no se hubieran pasado muchos minutos en echar a rodar todos los miramientos y largarse bruscamente. Alas al oir el nombre de Pepe Castro levantó la cabeza vivamente y se puso a escuchar con ávida atención. La reticencia de Ramoncito la puso súbito pálida. Se repuso no obstante en seguida, y, entrando en la conversación con amable sonrisa, dijo:

–Vaya, vaya, Ramón; no sea usted mala lengua…. ¡Pobres mujeres en boca de ustedes!

–No se habla mal sino de la que lo merece, Clementina—respondió éste animado por el cable que impensadamente recibía.

–De todas hablan ustedes. Me parece que su amiguito Pepe Castro no es de los que se muerden la lengua para echar por el suelo una honra.

–Clementina, hasta ahora no le he cogido tras de ninguna mentira. Todo Madrid sabe que es hombre de mucha suerte con las mujeres.

–¡No sé por qué!—replicó con un mohín de desdén la dama.

–Yo no soy inteligente en la hermosura de los hombres—manifestó el joven riendo su frase—, pero todos dicen que Pepito es guapo.

–¡Ps!… Será según el gusto de cada cual … y que me dispense Pacita, que es su pariente. Yo formo parte de esos todos y no lo digo.

–La verdad es—apuntó Esperancita tímidamente—que Pepito no pasa por feo…. Luego, es muy elegante y distinguido, ¿verdad tú?

Y se dirigió a Pacita, poniéndose al mismo tiempo levemente colorada.

Clementina le dirigió una mirada penetrante que concluyó de ruborizarla.

–¿De qué se habla?—preguntó Cobo Ramírez acercándose al corro.

Casi nunca se sentaba en las tertulias. Le placa andar de grupo en grupo, resollando como un buey, soltando alguna frase atrevida en cada uno. La faz de Ramoncito se nubló al aproximarse su rival. Este no dejó de notarlo y le dirigió una mirada burlona.

–Vamos, Ramoncillo, dí; ¿cómo te arreglas para tener tan animadas a las damas? Me acaba de decir Pepa que vas echando ingenio.

–No, hombre; ¿cómo voy a echarlo si lo tienes tú todo?—profirió con irritación el concejal.

–Vaya, chico, si es que te azaras porque yo me acerco, me voy.

Una sonrisa irónica, amarga y triunfal al mismo tiempo, dilató el rostro anguloso de Ramoncito. Había cogido a su enemigo en la trampa. Ha de saberse que pocos días antes averiguó casualmente, por medio de un académico de la lengua, que no se decía azararse, sino azorarse.

–Querido Cobo—dijo echándose hacia atrás con la silla y mirándole con fijeza burlona—. Antes de hablar entre personas ilustradas, creo que debieras aprender el castellano…. Digo … me parece….

–¿Pues?—preguntó el otro sorprendido.

–No se dice azarar, sino azorar, queridísimo Cobo. Te lo participo para tu satisfacción y efectos consiguientes.

La actitud de Ramoncito al pronunciar estas palabras era tan arrogante, su sonrisa tan impertinente, que Cobo, desconcertado por un momento, preguntó con furia:

–¿Y por qué se dice azorar y no azarar?

–¡Porque sí!… ¡Porque lo digo yo!… ¡Eso!…—respondió el otro sin dejar de sonreír cada vez con mayor ironía y echando una mirada de triunfo a Esperanza.

Se entabló una disputa animada, violenta, entre ambos. Cobo se mantuvo en sus trece sosteniendo con brío que no había tal azorar, que a nadie se lo había oído en su vida y eso que estaba harto de hablar con personas ilustradas. El joven y perfumado concejal le respondía brevemente sin abandonar la sonrisilla impertinente, seguro de su triunfo. Cuanto más furioso se ponía Cobo, más se gozaba en humillarle delante de la niña por quien ambos suspiraban.

Pero la decoración cambió cuando Cobo irritadísimo, viéndose perdido, llamó en su auxilio al general Patiño.

–Vamos a ver, general, usted que es una de las eminencias del ejército, ¿cree que está bien dicho azorarse?

El general, lisonjeado por aquella oportuna dedada de miel, manifestó dirigiéndose a Maldonado en tono paternal:

–No, Ramoncito, no: está usted en un error. Jamás se ha dicho en España azorar.

El concejal dió un brinco en la silla. Abandonando súbito toda ironía, echando llamas por los ojos, se puso a gritar que no sabían lo que se decían, que parecía mentira que personas ilustradas, etc., etc…. Que estaba seguro de hallarse en lo cierto y que inmediatamente se buscase un diccionario.

–El caso es, Ramoncito—dijo D. Julián rascándose la cabeza—, que el que había en casa hace ya tiempo que ha desaparecido. No sé quién se lo ha llevado…. Pero a mí me parece también, como al general, que se dice azarar….

Aquel nuevo golpe afectó profundamente a Maldonado, que, pálido ya, tembloroso, lanzó con voz turbada un último grito de angustia.

–¡Azorar viene de azor, señores!

–¡Qué azor ni qué coliflor, hombre de Dios!—exclamó Cobo soltando una insolente carcajada—. Confiesa que has metido la patita y dí que no lo volverás a hacer.

El despecho, la ira del joven concejal no tuvieron límites. Todavía luchó algunos momentos con palabras y ademanes descompuestos. Pero como se contestase a sus enérgicas protestas con risitas v sarcasmos, concluyó por adoptar una actitud digna v despreciativa, mascullando palabras cargadas de hiel, los labios trémulos, la mirada torva. De vez en cuando dejaba escapar por la nariz un leve bufido de indignación. Cobo estuvo implacable: aprovechó todas las ocasiones que se ofrecieron para dirigirle indirectamente una pullita envenenada que causaba el regocijo de las niñas y hacía sonreír discretamente a las personas graves. Nadie en el mundo padeció más hambre y sed de justicia que Ramoncito en aquella ocasión.

La llegada de un nuevo personaje puso fin o suspendió por lo menos su tormento. Anunció el criado al señor duque de Requena. La entrada de éste produjo en la tertulia un movimiento que indicaba bien claramente su importancia. Calderón salió a recibirle dándole las dos manos con efusión. Los hombres se levantaron apresuradamente y se apartaron de los asientos para salir a su encuentro sonrientes, expresando en su actitud la veneración que les inspiraba. Las damas volvieron también sus rostros hacia él con curiosidad y respeto, y Pepa Frías se levantó para saludarle. Hasta el padre Ortega abandonó a su marquesa y se adelantó inclinado, sumiso, dirigiéndole un saludo almibarado, sonriéndole con sus ojos claros al través de los fuertes cristales de miope que gastaba. Por algunos instantes apenas se oyó en la estancia mas que "querido duque", "señor duque". "¡Oh, duque!"

El objeto de tanta atención y acatamiento era un hombre bajo, gordo, la faz amoratada, los ojos saltones y oblicuos, el cabello blanco, y el bigote entrecano, duro y erizado como las púas de un puerco-espín. Los labios gruesos y sinuosos y manchados por el zumo del cigarro puro que traía apagado y mordía paseándolo de un ángulo a otro de la boca sin cesar. Podría tener unos sesenta años, más bien más que menos. Venía envuelto en un magnífico gabán de pieles que no había querido quitarse a la entrada por hallarse acatarrado. Mas al poner los pies en el saloncito de Calderón, sintióse malamente impresionado por el calor que allí hacía. Sin contestar apenas a los saludos y sonrisas que a porfía le dirigían, murmuró en tono brutal, con la voz gruesa y ronca a la vez que caracteriza a los hombres de cuello corto:

 

–¡Puf! ¡Esto echa bombas!…

Y lo acompañó de una interjección valenciana que principia por f. Al mismo tiempo hizo ademán de despojarse del abrigo. Veinte manos cayeron sobre él para ayudarle y esto retrasó un poco la operación.

Representóse en la tertulia de Calderón la escena de los israelitas en el desierto que más se ha repetido en el mundo, la adoración del becerro de oro. El recién llegado era nada menos que D. Antonio Salabert, duque de Requena, el célebre Salabert rico entre los ricos de España, uno de los colosos de la banca y el más afamado, sin disputa, por el número y la importancia de sus negocios. Había nacido en Valencia. Nadie conocía a su familia. Decían unos que había sido granuja del mercadal, otros que empezó de lacayo de un banquero y luego fué cobrador de letras y zurupeto, otros que había sido soldado de Cabrera en la primera guerra civil, y que el origen de su fortuna estuvo en una maleta llena de onzas de oro que robó a un viajero. Algunos llegaban hasta a filiarle en una de las célebres partidas de bandoleros que infestaron a España poco después de la guerra. Pero él explicaba del modo más sencillo y gráfico la procedencia de su fortuna, que no bajaba de cien mil millones de pesetas. Cuando se enfadaba con los empleados de su casa, lo cual sucedía a menudo, y notaba que se ofendían con sus palabrotas injuriosas, solía decirles gritando como un energúmeno:

–¿Sabéis, f…., cómo he llegado yo a tener dinero?… Pues recibiendo muchas patadas en el trasero. Sólo a fuerza de puntapiés se logra subir arriba. ¿Estamos?

Hay que confesar que este dato adolece de ser un poco vago; pero la perfecta autenticidad de que se halla revestido, le da un valor inapreciable. Tomándolo como base de la investigación, acaso se pueda llegar a definir el carácter y a historiar la vida y las empresas del opulento banquero.

–Hola, chiquita—dijo avanzando hasta Clementina y tomándole la barba como se hace con los niños—. ¿Estás aquí? No he visto tu coche abajo.

–He salido a pie, papá.

–Es un milagro. Si quieres, puedes llevarte el mío.

–No; tengo deseos de caminar. Estoy estos días muy pesada.

El duque de Requena había prescindido de todos los presentes y hablaba a su hija con toda la afabilidad de que era susceptible. La veía pocas veces. Clementina era su hija natural, habida allá en Valencia, cuando joven, de una mujer de la ínfima clase social, como él lo era al parecer. Luego se había casado en Madrid, ya en camino de ser rico, con una joven de la clase media, de la cual no tuvo familia. Esta señora, extremadamente delicada de salud desde su matrimonio, había cedido o, por mejor decir, había ella misma propuesto que la hija de su marido viniese a habitar la misma casa. Clementina se educó, pues, aquí y fué amada de la esposa de su padre como una verdadera hija. Ella la quiso y la respetó también como a una madre. Después que se casó solía visitarla a menudo; pero como su padre estaba siempre muy ocupado, no entraba en sus habitaciones, y desde las de su madre (así la llamaba) se iba a la calle. Sólo en los días de banquete o recepción, o cuando casualmente le tropezaba en las casas o en la calle departía un rato con él.

Después de preguntarle por su marido y por sus hijos, el duque se puso a hablar, sin sentarse, con Calderón y Pepa Frías. Un hombre rudo y campechanote en la apariencia: sonreía pocas veces: cuando lo hacía era de modo tan leve que aún podía dudarse de ello. Acostumbraba a llamar las cosas por su nombre y a dirigirse a las personas sin fórmulas de cortesía, diciéndoles en la cara cosas que pudieran pasar por groserías: no lo eran porque sabía darles un tinte entre rudo y afectuoso que les quitaba el aguijón. No era muy locuaz. Generalmente se mantenía silencioso mordiendo su cigarro y examinando al interlocutor con sus ojos oblicuos, impenetrables. Mostraba al hablar una inocencia falsa y socarrona que no le hacía antipático. Detrás se veía siempre al antiguo granuja del mercadal de Valencia, diestro, burlón, receloso y marrullero.

Pepa Frías le habló de negocios. La viuda era incansable en esta conversación. Quería enterarse de todo, temiendo ser engañada ávida siempre de ganancias y temblando con terror cómico ante la perspectiva de la baja de sus fondos. Se hacía repetir hasta la saciedad los pormenores. "¿Soltaría las acciones del Banco y compraría Cubas? ¿Qué pensaba hacer el Gobierno con el amortizable? Había oído rumores. ¿Se haría en alza la próxima liquidación? ¿No sería mejor liquidar en el momento con treinta céntimos de ganancia que aguardar a fin de mes?"

Para ella las palabras de Salabert eran las del oráculo de Delfos. La fama inmensa del banquero la tenía fascinada. Por desgracia, el duque, como todos los oráculos antiguos y modernos, se expresaba siempre que se le consultaba, de un modo ambiguo. Respondía a menudo con gruñidos que nadie sabía si eran de afirmación, de negación o de duda. Las frases que de vez en cuando se escapaban de su boca entre el cigarro y los labios húmedos y sucios eran oscuras, cortadas, ininteligibles en muchos casos. Además, todo el mundo sabía que no era posible fiarse de él, que se gozaba en despistar a sus amigos y hacerles caer de bruces en un mal negocio. Sin embargo, Pepa insistía aspirando a arrancar de aquel cerebro luminoso el secreto de la mina: bromeaba tomándole de las solapas de la levita, llamándole viejo, cazurro, zorro, haciendo gala de una desvergüenza que en ella había llegado a ser coquetería. El banquero no daba fuego. Le seguía el humor respondiendo con gruñidos y con tal cual frase escabrosa que hacía reir a Calderón, aunque no tenía muchas ganas de hacerlo viéndole echar sin miramiento alguno tremendos escupitajos en la alfombra. Porque el duque con el picor del tabaco salivaba bastante y no acostumbraba a reparar dónde lo hacía, a no ser en su casa donde cuidaba de ponerse al lado de la escupidera. Calderón estaba inquieto, violento, lo mismo que si se los echase en la cara. A la tercera vez, no pudiendo contenerse, fué él mismo a buscar la escupidera para ponérsela al lado. Salabert le dirigió una mirada burlona y le hizo un guiño a Pepa. Ya tranquilo Calderón se mostró locuaz y pretendió sustituirse al duque dando consejos a Pepa sobre los fondos. Pero aunque hombre prudente y experto en los negocios, la viuda no se los apreciaba ni aun quería oirlos. Al fin y al cabo, entre él y Salabert existía enorme distancia: el uno era un negociante vulgar, el otro un genio de la banca. Sin embargo, éste asentía con sonidos inarticulados a las indicaciones bursátiles del dueño de la casa. Pepa no se fiaba.

Salabert se apartó un poco del grupo y se dejó caer sobre el brazo de un sillón adoptando una postura grosera, para lo cual sólo él tenía derecho. En vez de ser mal vistos aquellos modales libres y rudos, contribuían no poco a su prestigio y al respeto idolátrico que en sociedad se le tributaba. Lejos nuevamente de la escupidera volvió a salivar sobre la alfombra con cierto goce malicioso, que a pesar de su máscara indiferente y bonachona se le traslucía en la cara. Calderón tornó igualmente a nublarse y fruncirse hasta que, resolviéndose a saltar por encima de ciertos miramientos sociales, le acercó otra vez la escupidera sin tanto valor como antes, pues lo hizo con el pie. Pepa sentóse en el otro brazo y siguió haciendo carocas al duque. Este comenzaba a fijar más la atención en ella. Sus miradas frecuentes la envolvían de la cabeza a los pies, notándose que se detenían en el pecho, alto y provocador. Pepa era una mujer fresca, apetitosa. Al cabo de algunos minutos el banquero se inclinó hacia ella con poca delicadeza, y acercando el rostro a su cara, tanto que parecía que se la rozaba con los labios, le dijo en voz baja:

–¿Tiene usted muchas Osunas?

–Algunas, sí, señor.

–Véndalas usted a escape.

Pepa le miró a los ojos fijamente, y dándose por advertida calló. Al cabo de unos momentos fué ella quien acercando su rostro al del banquero le preguntó discretamente:

–¿Qué compro?

–Amortizable—respondió el famoso millonario con igual reserva.

Entraban a la sazón un caballero y una dama, ambos jovencitos, menudos, sonrientes, y vivos en sus ademanes.

–Aquí están mis hijos—dijo Pepa.

Era un matrimonio grato de ver. Ambos bien parecidos, de fisonomía abierta y simpática, y tan jóvenes, que realmente parecían dos niños. Fueron saludando uno por uno a los tertulios. En todos los rostros se advertía el afecto protector que inspiraban.

–Aquí tienes a tu suegra, Emilio. ¡Qué encuentro tan desagradable! ¿verdad?…—dijo Pepa al joven.

–Suegra, no; mamá … mamá—respondió éste apretándole la mano cariñosamente.

–¡Dios te lo pague, hijo!—replicó la viuda dando un suspiro de cómico agradecimiento.

Volvió la tertulia a acomodarse. Los jóvenes casados sentáronse juntos al lado de Mariana. Clementina había dejado aquel sitio y charlaba con Maldonado: el nombre de Pepe Castro sonaba muchas veces en sus labios. Mientras tanto Cobo aprovechaba el tiempo, haciendo reir con sus desvergüenzas a Pacita; pero aunque intentaba que Esperanza acogiese los chistes con igual placer, no lo conseguía. La niña de Calderón, seria, distraída, parecía atender con disimulo a lo que Ramoncito y Clementina hablaban. Pinedo se había levantado y hacía la corte al duque. Y el general, viendo a su ídolo en conversación animada con los jóvenes casados, fatigado de que sus laberínticos requiebros no fuesen comprendidos, ni tampoco sus restregones poéticos, vino a hacer lo mismo. La marquesa y el sacerdote seguían cuchicheando vivamente allá en un rincón, ella cada vez más humilde e insinuante, sentada sobre el borde de la butaca, inclinando su cuerpo para meterle la voz por el oído; él más grave y más rígido por momentos, cerrando a grandes intervalos los ojos como si se hallase en el confesionario.

–¡Qué par de bebés, eh!—exclamó Pepa en voz alta dirigiéndose a Mariana—. ¿No es vergüenza que esos mocosos estén casados? ¡Cuánto mejor sería que estuviesen jugando al trompo!

Los chicos sonrieron mirándose con amor.

–Ya jugarán … en los momentos de ocio—manifestó Cobo Ramírez con retintín.

–¡Hombre, ca!—exclamó Pepa, volviéndose furiosa hacia él—. ¿Le han dado a usted cuenta ellos de sus juegos?

Aquél y Emilio cambiaron una mirada maliciosa. Irenita, la joven casada, se ruborizó.

–Te están haciendo vieja, Pepa. Acuérdate que eres abuela—respondió la señora de Calderón.

–¡Qué abuela tan rica!—exclamó por lo bajo Cobo, aunque con la intención de que lo oyese la interesada.

Esta le echó una mirada entre risueña y enojada, demostrando que había oído y lo agradecía en el fondo. Cobo se hizo afectadamente el distraído.

–¿Os ha pasado ya la berrenchina?—siguió la viuda dirigiéndose a sus hijos—. ¿Cuánto durarán las paces?… ¡Jesús, qué criaturas tan picoteras!… Mirad, yo no voy a vuestra casa porque cuando os encuentro con morro me apetece tomar la escoba y romperla en las costillas de los dos….

Los tertulios se volvieron hacia los jóvenes esposos sonriendo. Esta vez se pusieron ambos fuertemente colorados. Después, por la seriedad que quedó bien señalada en el rostro de Emilio, se pudo comprender que no le hacían maldita la gracia aquellas salidas harto desenfadadas de su suegra.

El general Patiño, por orden de la bella señora de la casa, puso el dedo en el botón de un timbre eléctrico. Apareció un criado: le hizo el ama una seña: no se pasaron cinco minutos sin que se presentase nuevamente y en pos de él otros dos con sendas bandejas en las manos colmadas de tazas de te, pastas y bizcochos. Momento de agradable expansión en la tertulia. Todos se ponen en movimiento y brilla en los ojos el placer del animal que va a satisfacer una necesidad orgánica. Esperancita deja apresuradamente a su amiga y a Ramírez y se pone a ayudar con solicitud a su madre en la tarea de servir el te a los tertulios. Ramoncito aprovecha el instante en que la niña le presenta una taza, para decirla en voz baja y alterada "que le sorprende mucho que se complazca en escuchar las patochadas y frases atrevidas de Cobo Ramírez". Esperanza le mira confusa, y al fin dice "que ella no ha oído semejantes patochadas, que Cobo es un chico muy amable y gracioso". Ramoncito protesta con voz débil y lúgubre entonación contra tal especie y persiste en desacreditar a su amigo, hasta que éste, oliendo el torrezno, se acerca a ellos bromeando según costumbre. Con lo cual, a nuestro distinguido concejal se le encapota aún más el rostro y se va retirando poco a poco: no sea que al insolente de Cobo se le ocurra cualquier sandez para hacer reir a su costa.

 

Llegó el momento de hablar de literatura, como acontece siempre en todas las tertulias nocturnas o vespertinas de la capital. El general Patiño habló de una obra teatral recién estrenada con felicísimo éxito y le puso sus peros, basados principalmente en algunas escenas subidas de color. Mariana manifestó que de ningún modo iría a verla entonces. Todos convinieron en anatematizar la inmoralidad de que hoy hacen gala los autores. Se dijeron pestes del naturalismo. Cobo Ramírez, que había tomado te y luego unos emparedados y se había comido una cantidad fabulosa de ensaimadas y bizcochos, expuso a la tertulia que recientemente había leído una novela titulada Le journal d'une dame (en francés y todo), preciosa, bonitísima, la más espiritual que él hubiera leído nunca. Porque Cobo, en literatura—¡caso raro!—, estaba por lo espiritual, lo delicado. No le vinieran a él con esas nove-lotas pesadas donde le cuentan a uno las veces que un albañil se despereza al levantarse de la cama (o los bizcochos y ensaimadas que se come un chico de buena sociedad), ni le hablaran de partos y otras porquerías semejantes. En las novelas deben ponerse cosas agradables, puesto que se escriben para agradar. Esto decía con notable firmeza, resollando al hablar como un caballo de carrera. Los demás asentían.

La entrada de un caballero ni alto ni bajo, ni delgado ni gordo, alzado de hombros y cogido de cintura, la color baja, la barba negra y tan espesa y recortada que parecía postiza, cortó rápidamente la plática literaria. Nada menos que era el señor ministro de Fomento. Por eso llevaba la cabeza tan erguida que casi daba con el cerebelo en las espaldas, y sus ojos medio cerrados despedían por entre las negras y largas pestañas relámpagos de suficiencia y protección a los presentes. Hasta los veintidós años había tenido la cabeza en su postura natural; pero desde esta época, en que le nombraron vicepresidente de la sección de derecho civil y canónico en la Academia de Jurisprudencia, había comenzado a levantarla lenta y majestuosamente como la luna sobre el mar en el escenario del teatro Real, esto es, a cortos e imperceptibles tironcitos de cordel. Le hicieron diputado provincial; un tironcito. Luego diputado a Cortes; otro tironcito. Después gobernador de provincia; otro tironcito. Más tarde director general de un departamento; otro. Presidente de la Comisión de presupuestos; otro. Ministro; otro. La cuerda estaba agotada. Aunque le hicieran príncipe heredero, Jiménez Arbós ya no podía levantar un milímetro más su gran cabeza.

Su entrada produjo movimiento, pero no tanto como la del duque de Requena. Este, cuyo rostro carnoso, sensual, no podía ocultar el desprecio que aquella asamblea le inspiraba, corrió a él sin embargo, y le saludó con rendimiento y servilismo sorprendentes, teniendo en cuenta la rusticidad y grosería con que generalmente se comportaba en el trato social. El ministro comenzó a repartir apretones de manos de un modo tan distraído que ofendía. Únicamente cuando saludó a Pepa Frías dió señales de animación. Esta le preguntó en voz baja tuteándole:

–¿Cómo vienes de frac?

–Voy a comer a la embajada francesa.

–¿Vas luego a casa?

–Sí.

Este diálogo rapidísimo en voz imperceptible fué observado por el duque, quien acercándose a Pinedo le preguntó con reserva y haciendo una seña expresiva:

–Diga usted, ¿Arbós y Pepa Frías?…

–Hace ya lo menos dos meses.

La mirada que el banquero le echó entonces a la viuda no fué de la calidad de las anteriores. Era ahora más atenta, más respetuosa y profunda, quedándose después un poco pensativo. Calderón se había acercado al ministro y le hablaba con acatamiento. Salabert hizo lo mismo. Pero el personaje no tenía ganas de hablar de negocios o por ventura le inspiraba miedo el célebre negociante. La prensa hacía reticencias malévolas sobre los negocios de éste con el Gobierno. Por eso, a los pocos momentos, se fué en pos de Pepa Frías y se pusieron a cuchichear en un ángulo de la estancia.

Clementina estaba cada vez más impaciente, con unos deseos atroces de marcharse. Dejaba de hacerlo por el temor de que su padre la acompañase. El ministro se fué a los pocos minutos, repartiendo previamente otros cuantos apretones de manos con la misma distracción imponente, mirando, no a la persona a quien saludaba, sino al techo de la estancia. Entonces el duque se apoderó de Pepa Frías, mostrándose con ella tan galante y expresivo, como si fuese a hacerle una declaración de amor. El general, observándolo, dijo a Pinedo:

–Mire usted al duque, qué animado se ha puesto. De fijo le está haciendo el amor a Pepa.

–No—respondió gravemente el empleado—. A lo que está haciendo el amor ahora es al negocio de las minas de Riosa.

La viuda anunció al cabo en voz alta que se iba.

–¿Adonde va usted, Pepa, en este momento?—le preguntó el banquero.

–A casa de Lhardy a encargar unas mortadelas.

–La acompaño a usted.

–Vamos; le convidaré a tomar unos pastelitos.

Al duque le hizo mucha gracia el convite.

–¿Vienes, chiquita?—le dijo a su hija.

Clementina aún pensaba quedarse un rato. Pepa, al tiempo de salir del brazo del banquero, dijo en alta voz volviéndose a los Presentes:

–Conste que no vamos en coche.

Lo cual les hizo reir.

–Conste—dijo el duque riendo—que esto lo dice por adularme.

–Que se explique eso: no hemos comprendido …—gritó Cobo Ramírez.

Pero ya el duque y Pepa habían desaparecido detrás de la cortina. Clementina aguardó sólo cinco minutos. Cuando presumió que ya no podía tropezar en la escalera a su padre, se levantó, y pretextando un quehacer olvidado, se despidió también.