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La Espuma

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XVI
Amor que se extingue

Los amores de Raimundo estaban presos por un hilo. En los últimos tiempos, Clementina, enteramente embargada por su anhelo de triunfo y venganza, apenas hacía caso de él. Veíanse a menudo, porque el joven no dejaba de frecuentar la casa; pero sus citas amorosas eran cada día más raras. Cuando aquél se quejaba tímidamente de su abandono, la dama se disculpaba con los celos de Escosura. Por más que hacía no lograba convencer a éste de que se hallaban rotas sus antiguas relaciones; la vigilaba con disimulo, espiaba sus pasos; el día menos pensado averiguaría la verdad. "Ya ves, el engaño sería muy feo: tendría razón para ponerse furioso".

El pobre Raimundo estaba tan perdido que aceptaba como buenas estas razones o aparentaba aceptarlas. En medio de aquella abyección vivía feliz forjándose la ilusión de que su ídolo le prefería, le amaba en el fondo del alma; que sólo mantenía relaciones con el ministro por el interés del pleito. Contribuía a conservarle en ella el que de vez en cuando Clementina, por arrancarse quizá momentáneamente a sus afanes y enojos, le escribía una cartita diciéndole: "Hoy a las cuatro", o bien: "Vé por la tarde a la Casa de Campo". Y en estas entrevistas, acometida de súbito capricho, recordando las primeras y gozosas etapas de su amor, se mostraba tierna y cariñosa, le juraba eterna fidelidad. ¡Oh, Dios! ¡qué infinita, qué celestial felicidad experimentaba el joven entomólogo oyendo tales juramentos de aquellos labios adorados!

Pero toda felicidad es breve en este mundo. La de él, brevísima. Al día siguiente de aquel deliquio amoroso, encontraba a su dueño frío como el mármol, displicente, y, lo que es peor, en largas y reservadas pláticas con Escosura allá por los rincones del salón. Creía inocentemente que al terminar el pleito cambiaría su suerte, que Clementina, no necesitando ya al ministro, volvería de nuevo a ser enteramente suya, sin aquel odioso reparto que le entristecía aún más que le avergonzaba. Sus esperanzas se desvanecieron como el humo. Terminóse el pleito del modo más feliz para ella; y no obstante, lejos de despedir a su amante oficial, cada día se mostraba hacia él más respetuosa y enamorada.

Cierta mañana, dos meses después de haberse fallado el litigio, recibió un billetito que decía: "Voy esta tarde a las dos". Le dió un salto el corazón. Hacía más de quince días que su adorada no parecía por el entresuelito del Caballero de Gracia. A la una ya estaba aguardándola. Y en cuanto la columbró de lejos, corrió a abrirla con la misma emoción que si fuese una reina y con mucha mayor ternura. Mostróse ella reconocida, afectuosa; recibió con agrado sus vivas y apasionadas caricias.

Al cabo de una hora, hallándose los dos sentados en el pequeño sofá donde tantos coloquios amorosos habían pasado, ella le dirigió una larga mirada compasiva y le dijo con sonrisa triste:

–¿Sabes una cosa, Mundo?… Que hoy es el último día que nos vemos así solos y juntos.

El joven la miró con estupor, sin comprender, o sin querer comprender.

–Sí; … no puedo continuar manteniendo estas relaciones secretas contigo…. Escosura ya está advertido y se ha ofendido mucho con razón…. Además, me parece feo el tener dos amantes…. Eso queda para Lola Madariaga. Hasta ahora he pasado por ello porque comprendo que me has querido y que me quieres mucho…. Yo también te he demostrado siempre amor verdadero. No puedes quejarte. Si a algún hombre he querido de corazón es a ti…. La prueba de ello es lo que han durado nuestras relaciones…. Pero nada es eterno en el mundo…. Puesto que ya nuestros amores están desde hace tiempo medio deshechos (porque el amor es exclusivo y no admite repartos), lo mejor es que lo rompamos por completo… Así como así me voy haciendo vieja, Mundo…. Tú eres un muchacho. Si yo no diese la voz de separación, tarde o temprano la darías tú. Esta es la vida…. Hoy, todavía me encontrarás bonita: son las últimas llamaradas. Necesito despedirme de las muchas locuras que hemos hecho…. Pero siempre las recordaré con placer, te lo juro…. Tú reprensentarás en mi vida, tal vez la época más feliz… Seamos de aquí en adelante buenos amigos. Tendría un placer inmenso en poder serte útil, en que me debieses algún favor de importancia, ya que te debo yo tantos momentos de dicha…

El joven escuchó todas estas infamias inmóvil, atónito. Una densa palidez iba cubriendo sus facciones.

–¿Pero hablas de veras?—concluyó por preguntar con voz temblorosa.

–Sí, querido, sí; hablo de veras—respondió la dama con la misma sonrisa triste y protectora.

–¡Eso no puede ser!… ¡no puede ser!—profirió él con energía, levantándose del asiento y mirándola colérico y espantado al mismo tiempo.

Aquella mirada bastó para remover la soberbia de Clementina.

–¡Vaya si puede ser!—replicó en tonillo irónico que resultaba en aquella ocasión de una crueldad feroz.

Quedó helado. Permaneció en pie unos instantes mirándola con indefinible expresión de angustia y terror: por fin se dejó caer a sus pies exclamando con las manos cruzadas:

–¡Oh, por Dios, no me mates! ¡no me mates!

El semblante de Clementina se dulcificó y la voz también.

–Vamos, no seas niño, Mundo…. Levántate…. Tenía que suceder…. Tú hallarás mujeres que valgan mucho más que yo….

Pero el joven se había abrazado a sus rodillas con fuerza y se las besaba con transportes frenéticos, y lo mismo los pies, sacudido su cuerpo por los sollozos.

–¡Esto es horrible! ¡es horrible!—repetía—. ¿Qué te hice para que así me mates?

Vamos, Mundo, vamos…. Arriba…. Seamos formales—decía ella dulcemente, acariciándole los cabellos—. ¿No comprendes que es ridículo?

–¡Qué me importa el ridículo!—replicaba el desgraciado entre sollozos, con el rostro pegado a la seda de su vestido—. Por ti me pondría en ridículo delante del mundo entero.

Clementina hacía esfuerzos por calmarle, pero sin apiadarse. No hay fiera más cruel que una mujer hastiada. Le dejó desahogarse un rato, y cuando le vió más sosegado, se levantó del sofá.

–Te agradezco muchísimo ese sentimiento, Mundo…. Yo también he tenido que luchar bastante tiempo con mi corazón para resolverme a separarme de ti….

–¡Mientes!—dijo él de rodillas aún, con los codos apoyados sobre el sofá—. Si me hubieses querido no serías tan cruel, ¡tan infame!

La dama permaneció un instante silenciosa mirándole por la espalda con ojos irritados. Al fin, venciendo la compasión, dijo:

–Te perdono esas groserías por el estado de exaltación en que te hallas. Por mucho que me injuries no lograrás que deje de recordarte siempre con cariño…. Algún día cuando tú ya me hayas olvidado por completo, todavía tu imagen y los dichosos momentos que hemos pasado juntos estarán grabados en mi corazón…. Pero ahora conviene formalizarse—añadió cambiando de tono—. Concluyamos de un modo digno, Raimundo…. Me vas a hacer el favor de tomar un coche, ir a tu casa y traer todas las cartas que te he dirigido para que las quememos. Yo no conservo ninguna tuya. Ya sabes que las rompo en cuanto las recibo.

Raimundo no se movió. Después de esperar unos momentos, Clementina se acercó a él por detrás, se inclinó silenciosamente y le puso las dos manos en las mejillas, diciéndole con acento dulce:

–¡Retonto! ¿no hay más mujeres que yo en el mundo?

Raimundo se estremeció al contacto de aquellas manos delicadas. Volvióse bruscamente y apoderándose de ellas las besó repetidas veces con frenesí, las llevó a su corazón, las puso sobre su frente.

–No, Clementina, no; no hay más mujeres que tú … o si las hay, yo no lo sé, ni quiero saberlo…. Pero ¿es cierto eso que me has dicho?… ¿Es verdad que ya no me quieres?

Y su mirada húmeda se alzaba con tal expresión de angustia, que ella, sonriendo confusa, se vió obligada a mentir.

–Yo no te he dicho que no te quería … sino que conviene que cortemos nuestras relaciones.

–¡Es igual!

–¡No, chiquillo, no! no es igual…. Puedo quererte, y sin embargo, por circunstancias especiales, no convenir que tenga contigo entrevistas secretas…. No todo lo que uno quiere se puede hacer en el mundo….

Y se perdió en un laberinto de razones especiosas, de cuya falsedad ella misma se daba cuenta turbándose un poco al decirlas. Daba vueltas a unas mismas ideas, vulgarísimas todas, supliendo la fuerza y el peso de que carecían con lo vivo y exagerado de los ademanes.

Raimundo no la escuchaba. Al cabo de unos momentos se levantó bruscamente, se enjugó las lágrimas y salió de la estancia sin decir palabra. Clementina le miró alejarse con sorpresa.

–Te aguardo—le gritó cuando ya estaba en el pasillo.

Veinte minutos después se presentó de nuevo con un paquete entre las manos.

–Aquí tienes las cartas—dijo con aparente tranquilidad.

Su voz estaba alterada. Una palidez densa cubría su semblante. Clementina le dirigió una penetrante mirada de curiosidad donde se pintaba asimismo la inquietud. Pero dominándose le dijo con naturalidad:

–Muchas gracias, Mundo. Ahora las quemaremos si te parece…. Iremos a la cocina….

El joven no replicó. Se dirigieron a esta pieza del cuarto fría y desmantelada, porque nadie la usaba, y Clementina colocó por su mano el paquete sobre el fogón. Mas de repente, cuando ya tenía entre los dedos el fósforo encendido que el joven le había dado, se detuvo. Quedó suspensa un instante y dijo sonriendo:

–¡Sabes que esto es muy prosaico! ¡Quemar mis cartas de amor en un fogón! ¡Uf!… Me parece que debemos concluir con ellas de un modo más poético…. ¿Quieres que nos vayamos a quemarlas al campo?… De este modo daremos juntos un último paseo; nos despediremos dignamente.

–Como gustes—articuló el joven en voz apenas perceptible.

–Bueno, ve a buscar un coche.

–Lo tengo abajo.

–Salgamos entonces.

 

Volvió a coger el paquete Raimundo. Ambos dejaron aquel cuartito donde nunca más habían de reunirse. Montaron en coche y éste les condujo camino de las Ventas del Espíritu Santo. Era una tarde de primavera, nublada y fresca. Clementina había echado los cierres de las ventanillas para no ser vista de algún conocido; pero en cuanto salieron de la Puerta de Alcalá pidió Raimundo que los bajase; por cierto con tan poca oportunidad, que en aquel momento cruzó a su lado una carretela abierta donde iban Pepe Castro y Esperancita Calderón, recién casados. No tuvo tiempo más que para echarse hacia atrás y llevar una mano a la cara. Quedóle la duda de si la habían reconocido.

Raimundo, a costa de grandes esfuerzos, había conseguido dominarse, pero sólo a medias. Clementina hacía lo posible por distraerle. Le hablaba, como una buena amiga, de asuntos indiferentes, de sus conocidos, dando por supuesto que seguiría frecuentando su casa. Cuando pasaron Castro y su mujer, emprendió una conversación animada acerca de ellos.

–Ya ves, Mundo; sucedió lo que yo decía. No hace tres meses que se han casado y ya andan a la greña Pepe y su suegro por cuestión de la dote…. Nadie conoce a Calderón mejor que yo…. Si no lo entierran pronto, los pobres se han de ver muy apurados, porque lo que es dinero han de tardar en sacárselo….

Raimundo respondía a sus observaciones, afectando serenidad; pero su voz tenía un timbre especial que la dama no dejaba de advertir. Parecía que llegaba húmeda, como si hubiese atravesado una región de lágrimas.

Al fin, en un paraje que vieron más solitario, hicieron parar el coche y se bajaron.

–Aguárdenos usted aquí. Vamos a dar un paseo—dijo Raimundo al cochero.

Mas creyendo observar cierta inquietud en los ojos del auriga, se volvió a los pocos pasos, sacó un billete de cinco duros y se lo entregó diciendo:

Ya me dará usted la vuelta. Hasta luego.

Abandonaron la carretera y se pusieron a caminar por los campos áridos y tristes del Este de Madrid. El terreno ofrecía leves ondulaciones y se extendía rojizo y desierto, cortando a lo lejos el horizonte con una raya bien pura. Ni un árbol, ni una casa. Los finos zapatos de Clementina se hundían en la tierra y quedaban manchados. Caminaban silenciosos. Raimundo ya no tenía fuerzas para hablar. Ella también se sintió dominada por la tristeza de la situación, a la cual ayudaba la del paisaje, y tuvo la delicadeza de no desplegar los labios. De vez en cuando volvía la cabeza para cerciorarse de si podían ser vistos desde la carretera. Cuando se convenció de que estaban bastante lejos se detuvo.

–¿Para qué andar más?… ¿No te parece buen sitio?

Raimundo se detuvo también y no respondió. Dejó caer el paquete al suelo y dirigió la vista a lo lejos, a los confines del horizonte. Clementina deshizo el paquete. Después de echar una ojeada de curiosidad a sus cartas, esmeradamente conservadas en los sobres, hizo con ellas un montoncito. Aguardó un instante a que Raimundo volviese la cabeza, y viendo que no lo hacía, le dijo:

–Dame un fósforo.

El joven sacó el fósforo y se lo entregó encendido, con el mismo silencio. Volvió de nuevo la cabeza y siguió mirando fijamente el horizonte, mientras Clementina pegaba fuego al montón de cartas y las veía arder poco a poco. Tardaron algunos momentos en consumirse: necesitaba arreglar con sus manos enguantadas el montoncito para que el fuego no se apagase. De vez en cuando dirigía una mirada entre inquieta y compasiva a su amante, que se mantenía inmóvil y atento como un marino que contempla el cariz de la mar.

Cuando no quedaron más que las cenizas negras, Clementina, que estaba en cuclillas, se alzó. Estuvo un momento indecisa sin atreverse a turbar la profunda distracción de Raimundo. Al fin, pasando por su hermoso rostro una ráfaga de ternura, después de mirar rápidamente a todos lados, se acercó a él, le pasó un brazo por la espalda y le dijo con acento cariñoso:

–Y ahora que estamos solos por última vez y que nadie nos ve, ¿no nos despediremos de un modo más efusivo?

–¿Cómo quieres que nos despidamos?—respondió él mirándola y haciendo un esfuerzo supremo para sonreír.

–¡Así!—replicó la dama vivamente.

Y al mismo tiempo le echó los brazos al cuello y le cubrió el rostro de fuertes y apasionados besos.

Raimundo se estremeció. Dejóse besar por algunos instantes como un cuerpo inerte. Al fin, doblándosele las piernas, exclamó con acento desgarrador:

–¡Oh, Clementina, me estás matando!

Y cayó al suelo privado de sentido. El susto de ella fué grande. No había nadie que la auxiliase. No había siquiera agua. Alzó la cabeza del joven, la puso sobre su regazo, le dió aire con su sombrero y le hizo oler un pomito con perfume que traía. Al cabo de pocos minutos abrió los ojos: no tardó en ponerse en pie. Estaba avergonzado de su flaqueza. Clementina se mostraba con él afectuosa y compasiva. Cuando vió que estaba ya sereno y en disposición de marchar, se cogió a su brazo y le dijo:

–Vamos.

Y procuró distraerle, mientras caminaban, hablándole de una sauterie que proyectaba y a la cual le pedía con insistencia que no dejase de asistir.

–Y lo mismo los sábados ¿verdad? Cuidado con abandonarme. Uno es uno y otro es otro…. Tú serás en mi casa el amigo de siempre, y en mi corazón ocuparás, mientras viva, un lugar de preferencia.

Raimundo se contentaba con sonreír forzadamente.

Así llegaron otra vez al sitio donde estaba el coche. Dentro, la dama siguió locuaz. El, a medida que se acercaban a Madrid, se iba poniendo más pálido. Ya no sonreía.

Viéndole de tal modo, con la desesperación impresa en el semblante, Clementina dejó al cabo de hablarle en aquel tono. Movida de piedad comenzó de nuevo a besarle cariñosamente. Pero él rechazó sus caricias; la apartó con suavidad diciendo:

–¡Déjame! ¡déjame!… Así me haces más daño.

Dos lágrimas asomaron a sus pupilas y estuvieron largo rato allí detenidas. Al fin se volvieron otra vez, sin caer, al sitio misterioso de donde brotan.

El coche llegó a la Puerta de Alcalá. Clementina lo hizo detener delante de la calle de Serrano.

–Conviene que te bajes aquí. Estás cerca de tu casa.

Raimundo, sin decir palabra, abrió la portezuela.

–Hasta el sábado, Mundo…. No dejes de ir…. Ya sabes que te espero.

Al mismo tiempo le apretó la mano con fuerza.

Raimundo, sin mirarla, murmuró secamente:

–Adiós.

Se bajó de un salto, y la dama le vió alejarse con paso vacilante de beodo sin volver la vista atrás.

FIN