Free

La Espuma

Text
Mark as finished
Font:Smaller АаLarger Aa

–Oye, chica—dijo Pepa Frías acercando su boca al oído de Clementina:—esto parece el brindis de Mefistófeles.

Clementina sonrió ligeramente.

En efecto, en el rostro pálido y fino del médico, en sus cabellos negros y revueltos, y sobre todo en sus ojos que, aunque pretendían aparecer inocentes, estaban cargados de ironía, había algo de mefistofélico.

–En todos los tiempos ha existido en una u otra forma la esclavitud. Ha habido hombres destinados a vivir en el refinamiento de los goces espirituales, en el cultivo de las artes, en el lujo y la elegancia, en los placeres que proporciona el comercio entre personas inteligentes y cultas, y otros hombres también dedicados a proporcionarles los medios necesarios para vivir de tal modo con un trabajo rudo y doloroso. Los parias trabajaban para los bramanes, los ilotas para los espartanos, los esclavos para los romanos, los siervos para los señores feudales. ¿Y hoy no sucede lo mismo? ¿Qué importa que en las leyes esté abolida la esclavitud? Los que trabajan en el fondo de esta mina y absorben el veneno que les mata, si no son esclavos por la ley lo son por el hambre. El resultado es idéntico. Es ley de la naturaleza, y por lo tanto santa y respetable, que para que unos gocen padezcan otros…. Vosotras, hermosas señoras, sois las herederas de aquellas ilustres damas romanas que enviaban a estas minas sus esclavos a arrancar el bermellón para embellecer su rostro, y de aquellas otras árabes que lo hacían traer para decorar sus minaretes en los alcázares de Córdoba y Sevilla. Por vosotras brindo, pues, embargada el alma de admiración y respeto, como representantes en la tierra de lo que hay en ella más sublime, el amor, la belleza, la alegría.

El brindis, aunque galante, pareció estrambótico.

Algunos de los más avisados murmuraron. Creció la hostilidad que contra el joven médico existía. Hubo quien dijo por lo bajo que aquel quídam había querido "quedarse con ellos".

Rafael Alcántara tuvo conatos de decirle alguna frase provocativa; pero advirtió en sus ojos que no la soltaría sin proporcionarse un serio disgusto y prefirió quedarse con ella en el cuerpo. Las damas le miraron con más benevolencia. Le encontraban muy original.

De todos modos el brindis produjo cierta penosa impresión que no logró desvanecer Fuentes, aunque soltó el chorro de sus paradojas más graciosas.

–Señoras, yo no brindo—decía a las que tenía cerca—, porque no soy orador. Espero que pronto será esto una distinción honorífica en España; que no tardará en decirse con respeto al pasar un individuo por la calle: "Ese no es orador", como ya se dice: "Ese no tiene la gran cruz de Isabel la Católica…."

Las damas reían y celebraban los chistes. Pero en el fondo, sea por el discurso del médico o porque la mina volviera a inspirarles temor, sentíase un vago malestar. Todos los ojos brillaron con alegría cuando se anunció que la jaula les esperaba. Los últimos que ascendieron oyeron poco después de comenzar la ascensión un canto lejano que rápidamente se fué aproximando, sonó muy cerca de ellos como si cantaran a su lado y rápidamente también se alejó perdiéndose allá en el fondo sin que hubiesen visto a nadie. Fué de un efecto fantástico. Lo que oyeron era una playera andaluza cuya letra decía:

Río arriba, río arriba, nunca el agua subirá; que en el mundo, río abajo, río abajo todo va.

Un ingeniero manifestó con indiferencia:

–Es una cuadrilla de mineros que baja en la jaula que sirve de contrapeso a ésta.

–¡Lo ve usted, condesa!—exclamó Salabert en tono triunfal dirigiéndose a la condesa de la Cebal—. Cuando tienen humor para cantar, no serán tan desgraciados como usted supone.

La condesa calló un instante, y dijo al cabo sonriendo tristemente:

–La copla no es muy alegre, duque.

Esto se hablaba en el compartimiento superior. En el inferior, Escosura decía con tono desdeñoso al director de las minas:

–¿Sabe usted que ese jovencito médico ha estado bastante imprudente al emitir sus ideas materialistas?

–Materialista no sé si es. Lo que hace gala de ser, y por eso le adoran los operarios, es socialista.

–¡Peor que peor!

–La verdad es—dijo Peñalver dando un suspiro—que del fondo de una mina se sale siempre un poco socialista.

A las nueve de la noche, después de comer en Villalegre, partió el tren especial que debía conducirlos a Madrid. Todos volvían muy contentos de la excursión. Esperaban extasiar a sus amigos con el relato del banquete subterráneo. El único que padecía entre ellos era Raimundo. Las alternativas de alegría y dolor por que Clementina le hacía pasar con su coquetería le tenían destrozado el corazón.

Ultimamente, viéndole tan triste, tan fatigado, la hermosa había tenido piedad, le había hecho sentar a su lado en el coche, y sin escándalo del concurso (porque estaban curados de espantos) había charlado casi toda la noche con él y al fin se había dormido dejando caer la cabeza sobre su hombro.

Aunque el tren arrastraba un sleeping-car, pocos habían hecho uso de él. La mayor parte prefirió quedarse en los salones de tertulia. Sólo al amanecer, el sueño los fué rindiendo a todos y se quedaron transpuestos en su asiento adoptando posturas caprichosas, algunas de ellas poco estéticas.

Ramoncito Maldonado estaba en el pináculo de su gloria y fortuna. Esperancita, a juzgar por todas las apariencias, le amaba. Encontrábase despegado, por decirlo así, de la tierra, no sólo a causa de la elevación natural de su alma, sino por la voluptuosidad del triunfo. Su faz municipal resplandecía como la de un dios. ¡Atrás para siempre todas las luchas, todos los obstáculos que amargaran su preciosa existencia hasta entonces! Exento para siempre de la servidumbre del dolor, como los inmortales, gozaba sereno, majestuoso, de su apoteosis.

También se había sentado al lado de la amada de su heroico corazón, y le habló durante algunas horas, con dulce sosiego, de las jacas inglesas y de las grandes batallas que a la sazón se libraban en el seno de la corporación municipal, en las cuales él tomaba una parte tan activa. Hasta que, mecida por aquella plática suave, insinuante, la cándida niña quedó dulcemente dormida con la cabeza reclinada en el almohadón.

Ramoncito Maldonado velaba. Velaba y meditaba en su suerte feliz. La aurora divina, escalando las alturas de la sierra lejana, cruzando con vuelo raudo la llanura, levantaba con sus rosados dedos las cortinillas del carruaje y esparcía una tenue y discreta claridad, sin que él hubiese dejado de pensar en su dicha.

Esperancita abrió los ojos y le dirigió una tierna sonrisa de amor, que hizo vibrar hasta las últimas cuerdas de su alma poética.

La alondra cantó en aquel instante. Entonces, en Ramoncito, el dios se fué separando cada vez más del hombre. Ebrio de amor y felicidad también, cantó en el oído de la niña, con voz temblorosa, una porción de frases incoherentes, hijas de su locura divina. La niña cerró los ojos para escuchar mejor aquella música armoniosa….

Cuando hubo agotado los superlativos del diccionario para pintar su amor, el sublime concejal quiso terminar su obra de seducción desplegando ante la hermosa todas las grandezas que podía proporcionarle, como hizo Satanás con Jesús. "Era hijo único: sus padres tenían ciento diez mil reales de renta: en las próximas elecciones a diputados a Cortes se presentaría candidato por Navalperal, donde tenía familia y hacienda, y saldría con poco que el Gobierno le ayudase: como el partido conservador estaba necesitado de jóvenes de valer, creía que en breve plazo podría ser subsecretario: y ¡quién sabe! acaso más tarde, en una combinación, podría obtener siquiera la cartera de Ultramar…."

La niña escuchaba siempre con los ojos cerrados. Ramoncito, cada vez más inflamado, al terminar esta brillante enumeración se inclinó hacia su adorada y le preguntó en voz baja y conmovida:

–¿Me quieres, preciosa, me quieres?

La niña no contestó.

–¿Me quieres? ¿me quieres?—volvió a preguntar.

Esperancita, sin abrir los ojos, respondió al fin secamente:

–No.

XIV
Una que se va

Algunas semanas después, la enfermedad de D.a Carmen se agravó extremadamente. Ya no cabía duda a los médicos de que su fin estaba muy próximo. La postración era absoluta. No le quedaba en el rostro más que la piel y sus grandes ojos tristes y benévolos que se fijaban con extraña intensidad en cuantos se acercaban a ella, cual si tratase de leer en las fisonomías el terrible secreto de su muerte. Con tal motivo asomaban la cabeza mil pasiones sórdidas en el alma de los que más debieran tenerla atribulada. Salabert pensaba con disgusto en la herencia que revertía a su hija. Hizo nuevos esfuerzos para que su esposa revocase el testamento, pero inútilmente. Por primera vez en su vida D.a Carmen daba señales de gran firmeza de carácter. Aunque incapaz de vengarse había tal vez en su empeño cierto deseo de terminar la existencia con un acto de justicia. Una vida de completa sumisión, sin oponer el más mínimo obstáculo a la voluntad de su marido, a sus planes económicos, ni a sus pasiones ilícitas, bien merecía que a la hora de la muerte reivindicase su libertad para satisfacer los impulsos del corazón. Osorio espiaba silenciosamente, con disimulada ansiedad, los progresos de la enfermedad, cuyo desenlace arrastraría consigo a la vez el término de sus apuros. D.a Carmen se desprendería de su envoltura carnal y él de sus acreedores. La misma Clementina, objeto predilecto de la ternura de la angelical señora, no podía menos de gozar con la perspectiva de tanto millón como iba a caer en sus manos. Procuraba sofocar sus deseos, apagar la impaciencia; mas a despecho suyo un diablo tentador hacía brincar su corazón de gozo cada vez que tal pensamiento le acudía al cerebro.

 

Con astucia infernal, Salabert hacía lo posible por introducir la desconfianza en el ánimo de su esposa. Unas veces de un modo solapado, otras cínico y brutal, vertía en su alma el veneno de la sospecha. Clementina y Osorio esperaban su muerte como agua de Mayo. ¡Qué desahogados quedarían cuando pagasen todas sus trampas! Y hasta otra: ¡a vivir, a gozar con el dinero de la infeliz señora! Esta permanecía muda, indignada ante las malévolas insinuaciones de su marido. Pero en su alma entristecida y debilitada por la enfermedad, la punta de aquella acerada flecha se revolvía causando vivos dolores que procuraba ocultar. Cada vez que Clementina venía a visitarla, y últimamente lo hacía dos veces cada día, los ojos de su madrastra se fijaban en ella con muda interrogación, procurando leer en los suyos las ideas que le pasaban por el cerebro. Esta atención anhelante embarazaba a la esposa de Osorio, le hacía experimentar una turbación que, aunque leve, no dejaba algunas veces de ser visible.

A medida que la enfermedad avanzaba, este afán de D.a Carmen fué aumentando hasta convertirse en manía. Clementina representaba en la soledad moral en que vivía el único lazo de amor que la unía a la tierra. Por lo mismo que su hijastra había sido siempre fría y altanera con todos, menos con ella, jamás había dudado de la sinceridad de su cariño. Estaba con él satisfecha y orgullosa. Le bastaba para compensarle de la indiferencia despreciativa que observaba en cuantos se acercaban a ella. La horrible sospecha que a viva fuerza había penetrado en su corazón lo llenaba de amargura. Un espíritu bondadoso y amante como el suyo necesitaba creer en la bondad y en el amor. Al arrancarle esta última creencia sangraba de dolor.

Una tarde se hallaban juntas y solas. La duquesa, inmóvil en la butaca, con la cabeza echada hacia atrás, escuchaba a su hijastra leer una historia devota, la aparición de la Virgen de la Saleta. Su pensamiento no estaba en el asunto: teníalo agitado, como siempre, por aquella duda fatal que acibaraba aún más que la dolencia corporal sus míseros días. Con la mirada fija y zahorí del que se acerca a la tumba, atravesaba la hermosa frente de Clementina inclinada sobre el libro y deletreaba confusamente allá dentro sin lograr adquirir la certidumbre que ansiaba. Más de una vez, al levantar aquélla la cabeza, se había encontrado con esta mirada opaca y desconsolada: había bajado prontamente la suya, acometida de súbito malestar. En el alma de la enferma había nacido un deseo, un capricho más bien, vivo y abrasador como los que sienten los moribundos. Quería que su hijastra le refrescase con alguna palabra dulce la horrible quemadura que su duda le causaba. Varias veces temblaron sus labios para formular la pregunta. Una vergüenza invencible la detenía.

–Deja el libro, hija mía: estarás fatigada—dijo al cabo. Y su voz salió de la garganta temblorosa como si hubiese pronunciado alguna frase grave.

–Lo estará usted de oir. Yo no: a Dios gracias, tengo sana la garganta.

–Dios te la conserve, hija mía, Dios te la conserve—repuso la señora con acento de ternura mirándola fijamente.

Hubo unos instantes de silencio.

–¿Sabes lo que me han dicho?—se atrevió a pronunciar después. Y su voz salió tan apagada que las últimas sílabas casi no se oyeron.

Clementina, que se disponía a continuar la lectura, levantó la cabeza. Las pocas gotas de sangre que doña Carmen tenía ya en su arruinado cuerpo le subieron de golpe al rostro y lo tiñeron levemente de rojo.

–Me han dicho … que estabas deseando mi muerte.

A su vez la rica sangre de Clementina acudió atropelladamente a sus mejillas y las encendió con vivos colores. Ambas se miraron un instante confusas. La joven exclamó con energía al fin frunciendo la tersa frente:

–Ya sé quién se lo ha dicho a usted.

Y su sangre, al proferir estas palabras, huyó del rostro nuevamente como una marea de reflujo instantáneo. La de su madrastra también se concentró en su lastimado corazón. Inclinó la blanca y fatigada cabeza, diciendo:

–Si lo sabes, no pronuncies su nombre.

–¿Y por qué no?—exclamó la hijastra enfurecida—. Cuando un padre, sin motivo alguno, sólo por unos miserables ochavos injuria a su hija y martiriza a su mujer, no tiene derecho a que se le quiera ni a que se le respete…. Lo diré con todas sus letras…. ¡Eso es una infamia!… Papá es un hombre que no tiene más Dios ni más amor que el dinero. Sabía que el testamento de usted me había enajenado su cariño … (si es que me lo ha tenido alguna vez….)

–¡Oh!

–Sí; lo sabía muy bien. Pero nunca creyera que llegaría a cometer semejante vileza, a calumniarme de ese modo…. A usted le consta que la he querido siempre más que a él … ¡sí, sí, más que a él! no tengo ningún reparo en decirlo…. Diré más: yo no he querido de veras a nadie más que a usted y a mis hijos…. Si ese testamento es la causa de que usted dude de mi cariño, rómpalo usted…. Rómpalo, sí: su tranquilidad y su afecto me importan mucho más que su dinero….

La voz de la dama vibraba de indignación al pronunciar estas palabras. Sus ojos se clavaban en el vacío con dureza, cual si quisieran ver levantarse delante de ella la figura de su padre para pulverizarlo. En aquel momento hablaba con sinceridad.

Los ojos opacos de D.a Carmen, a medida que hablaba, iban brillando con alegría. Al fin se nublaron de lágrimas, y exclamó:

–¡Te creo, hija mía, te creo!… ¡Ah, no sabes el bien que me haces!

Al mismo tiempo se apoderó de sus manos y las besó con efusión. Clementina dió un grito de vergüenza.

–¡Oh, no, no, mamá!… yo soy quien debo….

Y le echó los brazos al cuello con ternura. Quedaron largo rato abrazadas, llorando silenciosamente. Fué una de las pocas veces en que Clementina lloró de enternecimiento y no de despecho.

Pero en los días siguientes, aunque subsistió vivo en ambas el recuerdo de esta escena tierna, también quedó el del motivo que la había producido. Clementina sentíase avergonzada al presentarse delante de su madrastra. Sus atenciones, sus frases de cariño eran exageradas unas veces: quería borrar con ellas el pensamiento que claramente leía en los ojos de aquélla. Otras veces, imaginando que podrían servir para que sospechase de su sinceridad, las atajaba de golpe y tomaba una actitud indiferente y fría. De todos modos existía entre ambas una corriente de inquietud que las hacía padecer, por diverso modo, los ratos en que estaban juntas.

D.a Carmen cayó al fin en la cama para no levantarse. Clementina pasaba allí todo el día. El terrible momento se acercaba. Al fin una madrugada, entre dos y tres, llamaron con alarma en el hotel de Osorio dos criados del duque. La señora agonizaba. Preguntaba por su hija con insistencia. Esta se levantó del lecho apresuradamente, y a todo el escape de sus caballos voló al palacio de Requena. Osorio la acompañaba. Al entrar en la habitación de la enferma tropezaron con el duque, que les miró con semblante hosco.

–¡Llegáis a tiempo! ¡llegáis a tiempo!—gruñó sordamente. Y se alejó sin decir más.

Clementina creyó notar en estas palabras una intención malévola y se mordió los labios de ira. La tristísima escena que se ofreció a su vista, apenas se aproximó al lecho de D.a Carmen, consiguió apagar su odio breve instante. La infeliz señora presentaba ya en su rostro los signos de la muerte, la palidez cadavérica, el afilamiento de la nariz, los ojos vidriosos y en torno de ellos un círculo oscuro, amoratado. A su lado y en pie estaba el sacerdote que la exhortaba a arrepentirse. (¿De qué?) A los pies del lecho, Marcela, su antigua doncella, lloraba ocultando el rostro con el pañuelo. Otras dos criadas contemplaban de más lejos con rostros asustados, más que doloridos, aquel cuadro lastimoso. Allá en un rincón el médico de cabecera escribía una receta.

Al divisar a su hija, la duquesa volvió los ojos hacia ella con expresión de ansiedad y extendió una mano para llamarla.

Acércate, hija mía—dijo con voz bastante clara. Y luego que se acercó tomándole una mano entre las dos suyas amarillas, descarnadas, exclamó mirándola con fijeza terrible a los ojos:

–¡Me muero, hija, me muero! ¿No es verdad que lo sientes?… ¿por lo menos que no te alegras?

–¡Oh, mamá!

–Dí que no te alegras—insistió con ansiedad sin apartar su mirada de los ojos de la joven.

–¡Mamá, por Dios!—exclamó ésta aturdida y aterrada a la vez.

–¡Dí que no te alegras!—repitió con más energía aún levantando a costa de grandes esfuerzos la cabeza, mirándola con dureza.

–¡No, mamá del alma, no! Si pudiera conservar su vida a costa de la mía, le juro a usted que lo haría.

Los grandes ojos opacos de la moribunda se dulcificaron. Volvió a dejar caer la cabeza sobre la almohada, y después de breve silencio dijo con voz apagada y vacilante:

–Serías muy ingrata … sí, muy ingrata…. ¡Tu pobre mamá te ha querido tanto!… Dame un beso…. No llores…. No siento dejar el mundo…. Lo que me dolería es que tú, hija de mi corazón … que tú…. ¡Qué pensamiento tan horrible! ¡Cuánto me ha hecho sufrir!

El sacerdote se interpuso en aquel momento invitándola a dejar los pensamientos mundanos. La enferma le escuchó con humildad, repitió devotamente las oraciones que le leía en alta voz. El médico y el duque se acercaron para ponerle un revulsivo; pero observando que comenzaba el estertor, el médico hizo un gesto y cogió por el brazo al duque para sacarlo fuera de la estancia.

D.a Carmen paseó una mirada extraviada, vidriosa, por todos ellos, y deteniéndola en Clementina le hizo seña otra vez de que se aproximase.

–Adiós, hija mía—dijo sin mirarla, con los ojos fijos en el techo—.

Haces bien en alegrarte de mi muerte….

–¡Qué dice, mamá!—exclamó aquélla con un grito de espanto.

–Yo también me alegro…. Me alegro de que mi muerte te sirva de algo…. Si hubiera podido darte en vida lo que me pertenece … todo te lo hubiera dado…. Es triste ¿verdad?… Tener que morir para hacerte feliz…. ¡Hubiera gozado tanto viéndote feliz!… Adiós, hija mía, adiós … acuérdate alguna vez de tu pobre mamá….

–¡Madre de mi alma!—gritó la dama cayendo de rodillas deshecha en sollozos—. ¡Yo no quiero que muera, no!… He sido muy mala … pero siempre la he querido … y la he respetado….

–No seas tonta—dijo la moribunda haciendo un esfuerzo para sonreír y acariciándole la cabeza con su mano de esqueleto—. Ya no me duele que te alegres…. ¡Qué importa!… Muero satisfecha sabiendo que vas a deberme un poco de felicidad…. Te recomiendo a las ancianitas del asilo…. Protégelas, hija mía … y a esta buena Marcela, también…. Adiós, adiós todos…. Perdonadme el mal que os haya hecho….

El estertor crecía, sonaba más estridente y más lúgubre por momentos. Los sollozos de Clementina y Marcela cortaban por intervalos las notas de aquel ronquido fatal. El duque, trémulo, alterado, se dejó al fin arrastrar de la habitación.

D.a Carmen no volvió a hablar. Tenía los ojos cerrados, la boca entreabierta, el cuerpo tranquilo. De vez en cuando levantaba un poco los párpados y dirigía una mirada afectuosa a su hijastra arrodillada. El sacerdote leía con voz nasal, quejumbrosa, las oraciones de su libro.

Así murió la duquesa de Requena. ¡Dejadla, dejadla partir!

Algunos días después, Clementina y su marido, a pesar del odio inextinguible que se profesaban, celebraban largas y frecuentes conferencias. La magna cuestión de la herencia los unía momentáneamente. Clementina visitaba mañana y tarde a su padre. Osorio también iba con frecuencia al palacio de Requena. Uno y otro prodigaban al viejo mil atenciones, compadecían su soledad, le mimaban. Había en su comportamiento cierta familiaridad afectuosa que cuadraba muy bien a unos hijos que van a proteger la venerable ancianidad de un padre. El duque se dejaba venerar observándolos con mirada más socarrona que enternecida. Cuando volvían la espalda para irse, seguíalos con los ojos, bajaba los párpados lentamente, revolvía entre los labios la breva americana y se iba bosquejando en su rostro una sonrisa burlona que duraba todavía algunos segundos después de perderlos de vista.

Las cosas siguieron en el estado de antes. A pesar de que el testamento de la duquesa era terminante, Salabert no se dignó hablarles una palabra de intereses. Continuó disponiendo en jefe de su caudal, entregado a los negocios con absoluta tranquilidad. Su hija y su yerno la perdieron al ver esta actitud. Comenzaron a vivir agitados, a comunicarse a cada instante con violencia sus impresiones, a formar planes para provocar una explicación. Clementina pretendía que Osorio le hablase. Este creía que era ella quien debía pedirle cariñosamente una explicación antes de formular ninguna queja. Después de algunos días de vacilación, al fin se decidió la esposa a dirigir algunas palabras a su padre, si bien con cierta indecisión y embarazo, pues conocía bien el carácter de éste y mejor aún el suyo propio.

 

–Vamos a ver, papá—le dijo, hallándole solo en el despacho, con afectada jovialidad—. ¿Cuándo me hablas de dinero?

–¿De dinero?… ¿Para qué?—respondió el duque con sorpresa, mirándola con rostro tan inocente que daba ganas de darle una bofetada.

–¿Para qué ha de ser? para enterarme de lo que me concierne. ¿No soy la única y universal heredera de mamá?—replicó sin abandonar el tono jovial, pero con cierta alteración en la voz bien perceptible.

–¡Ah, sí!—exclamó el duque haciendo con la mano un ademán de indiferencia—. De eso hablaremos más adelante … ¡mucho más adelante!

Clementina se puso pálida. La ira hizo dar un salto a toda su sangre. Sus labios temblaron y estuvo a punto de decir un disparate.

–Sería bueno, sin embargo, que nos entendiésemos …—murmuró con voz débil.

–Nada, nada; no hablemos ahora. Cuando tenga humor y tiempo ya me ocuparé de esas cosas.

Hablaba con tal seguridad e indiferencia no exenta de desdén, que su hija tenía que optar entre dar rienda suelta a la lengua, romper con su padre de un modo violento, o marcharse. Decidióse, después de un instante de vacilación, por esto. Giró sobre los talones, y sin una palabra de adiós salió de la estancia y se metió en el coche, en un estado de excitación que hacía temblar todo su cuerpo.

Cuando llegó a casa corrió a encerrarse en su habitación y dió salida al furor que la embargaba. Lloró, pateó, desgarró sus vestidos, rompió una porción de cachivaches. Osorio también montó en cólera y dijo que iba a hacer y acontecer. De todo ello no resultó, sin embargo, más que una carta en que aquél, con bastante respeto, invitaba a su suegro a que le manifestase el estado de su hacienda, a fin de dar comienzo a las primeras operaciones del inventario. Salabert no contestó a esta carta. Se escribió otra. Tampoco. Dejaron de visitarle. Clementina no quería ir "por no armar un escándalo". Osorio no se consideraba con fuerza moral suficiente, dado el estado de sus relaciones matrimoniales, para reclamar con energía el caudal de su mujer. En tal aprieto hablaron con algunas personas de respeto amigas del duque, y se las enviaron como medianeras. Cumplieron éstas su cometido: hablaron con el viejo, y después de varias entrevistas se resolvieron a provocar una reunión amistosa a fin de que el asunto no fuese a los tribunales. Efectuóse ésta, después de alguna resistencia por parte de Clementina, en el palacio de su padre. Asistieron a ella, a más de las partes interesadas, el padre Ortega, el conde de Cotorraso, Calderón y Jiménez Arbós. Este último (que había dejado de ser ministro y estaba en la oposición) dió comienzo a la sesión espetándoles un discurso "de tonos conciliadores" excitándoles a la concordia para que no diesen al público el espectáculo de una disputa entre padre e hija por cuestiones de dinero, espectáculo que, dada su altísima posición en el mundo, no podía menos de ser repugnante. Siguióle en el uso de la palabra el padre Ortega, que con el acento persuasivo y untuoso que le caracterizaba, después de darles, lo mismo al duque que a sus hijos un buen jabón de elogios disparatados para ponerlos suaves, apeló a sus sentimientos cristianos, les hizo presente el mal ejemplo que darían, les pintó las dulzuras del cariño y del sacrificio mutuo y concluyó prometiéndoles la gloria eterna.

Clementina respondió la primera, que ella no tenía otro deseo que continuar manteniendo con su padre las mismas relaciones de cariño y respeto que hasta entonces, y que para conseguirlo estaba dispuesta a hacer todo lo que fuera posible. El acento seco y duro con que pronunció estas palabras y el gesto ceñudo con que las acompañó no daban testimonio muy claro de su sinceridad. Sin embargo, el duque se manifestó muy conmovido.

–¡Arbós! ¡padre! ¡vosotros, hijos míos! Todos conocen perfectamente mi carácter…. Para mí, fuera de la familia no hay felicidad posible…. Después del golpe terrible que acabo de sufrir, lo único que me queda en el mundo es mi hija…. En ella tengo concentrado todo mi cariño, mis esperanzas y mi orgullo…. Para ella he trabajado, he luchado sin descanso, he reunido el capital que poseo…. Puedo decir que nunca he sentido la necesidad del dinero más que por mi mujer (que en gloria esté) y por mi hija…; por verlas a ellas felices rodeadas de bienestar y de lujo…. A mí me han bastado siempre cuatro cuartos para vivir, bien lo sabéis. Hoy que soy viejo, con mayor razón…. ¿Para qué quiero ya los millones? Dentro de poco me veré obligado a tomar el tren para el otro barrio, ¿verdad, Julián? Y tú lo mismo. Por consiguiente, ¿a quién puede ocurrírsele que voy a reñir por cuestión de ochavos con la hija de mi corazón?… Aquí no ha habido más que una equivocación. Yo necesitaba tiempo para poner en claro mis asuntos…. Eso es todo…. Pero si es que has podido suponer otra cosa, hija mía, sólo puedo decirte esto…. Lo que hay en esta casa es tuyo y siempre lo ha sido. Tómalo cuando se te antoje…. Tómalo, hija, tómalo…. A mí me basta con nada….

Al pronunciar estas últimas palabras visiblemente enternecido, quisieron arrasársele los ojos de lágrimas. Todos dieron muestras igualmente de enternecimiento y prorrumpieron en frases de conciliación. El padre Ortega empujó suavemente a Clementina hacia los brazos de su padre, y aunque ella era la menos conmovida, al fin se dejó abrazar por él, que la tuvo un buen rato apretada. Cuando la soltó se llevó el pañuelo a los ojos y se dejó caer en una butaca, vencido por el peso de tanta emoción.

Después de esta escena conmovedora nadie osó acordarse de intereses. La reunión se disolvió apretándose todos la mano cordialmente y felicitándose con calor por el éxito lisonjero de sus gestiones. Pero Osorio y Clementina se metieron en su coche serios, cejijuntos, y no se hablaron en todo el camino una palabra. Sólo al llegar a casa murmuró la esposa con acento colérico:

–¡Ya veremos en qué para la comedia!

Osorio se encogió de hombros y respondió:

–Yo lo doy por visto.

Ni uno ni otro se equivocaron.

El duque ni les dió una peseta ni volvió a hablarles para nada de la herencia. Estaba muy cariñoso con ellos: les hacía comer muchos días en su casa, quejándose de su soledad; hasta les hablaba algunas veces de los negocios que tenía pendientes; pero nada de liquidar la parte que les correspondía.

Clementina llegó a irritarse tanto que dejó bruscamente de ir a su casa. Volvieron a mediar cartas. No pudieron sacar más que respuestas ambiguas, vagas esperanzas. Al fin se decidieron a entablar la demanda, y comenzó un pleito que hizo estremecer de gozo a la curia.

Cesó para Clementina toda felicidad. Desde entonces vivió en un estado de perpetua irritación, siguiendo con afanoso interés los incidentes del litigio, apurando al procurador, a los abogados, buscando influencias que contrarrestasen las poderosas del duque. Este conducía el asunto con mucha más calma, lo enredaba con habilidad desesperante, aprovechándose de la violencia que ella mostraba para hacerla aparecer a los ojos de la sociedad como ambiciosa y desnaturalizada. Esto no obstaba para que entre sus íntimos soltase de vez en cuando alguna de sus frases burlonas y cínicas, que al llegar a oídos de ella la hacían estallar de furor. La lucha se fué haciendo cada día más encarnizada. Por otra parte, los acreedores de Osorio, defraudados en sus esperanzas, empezaban a revolverse contra él y amenazaban dejarle arruinado. Es fácil representarse la agitación, la violencia, el malestar que reinarían en el hotel de la calle de Don Ramón de la Cruz.

De este malestar, y aun puede decirse desdicha, participaba el hasta entonces afortunado Raimundo. El espíritu y el cuerpo de Clementina, alterados por el tumulto de otras pasiones, no podían reposarse en las dulzuras del amor. Los momentos que aquélla le concedía eran cada vez más cortos y sin sosiego. Se extinguieron las pláticas alegres, bulliciosas, que en otro tiempo mantenían. La hermosa dama ya no gustaba de embromar a su juvenil amante. No se acordaba siquiera de aquellas gozosas y pueriles escenas en que se deleitaban, ora haciendo ella de reina que recibe en corte a sus ministros, ya jugando besos a los naipes o en otras mil niñerías que la tornaban a la adolescencia. Ahora apenas sabía hablar de otra cosa más que de su pleito. Tenía los nervios tan excitados, que con la palabra más insignificante se le disparaban y montaba en furiosa cólera. Además, por el interés vehementísimo de triunfar de su padre, crecían sus coqueterías con Escosura, recién nombrado ministro. Esto era, como debe suponerse, lo que más desgraciado hacía al joven entomólogo.