Free

La Espuma

Text
Mark as finished
Font:Smaller АаLarger Aa

–¿Pero de veras estás enamorado? ¿No consideras que soy una vieja?… ¿que puedo ser tu madre?

Raimundo respondía siempre con alguna caricia apasionada, con una húmeda mirada donde se leía el infinito de su pasión.

Desde el primer día, Clementina le había tuteado a solas, acostumbrada a aquellas transiciones y conciertos secretos de mujer galante, que ahora favorecía la diferencia de edad. Raimundo no podía acostumbrarse a darla el tú. Hacía esfuerzos por conseguirlo; pero a lo mejor volvía al usted y seguía la plática tratándola de este modo, hasta que la dama se irritaba y le reprendía ásperamente. "No; por más que lo negase, él la consideraba como una vieja. En todo se estaba echando de ver. Si continuaba de este modo perdería con él la confianza". Sin embargo, Clementina estaba equivocada en este punto. No tenía bastante penetración y delicadeza para comprender que el amor en Raimundo era, como en todos los seres verdaderamente sensibles, adoración extática más que deseo, esclavitud voluntaria, un enajenamiento de su propia vida para mejor vivir en la soberana de su corazón. Hay que hacerse cargo, además, de que hasta entonces no había experimentado jamás tal sentimiento. Alejado de la sociedad de las mujeres y sin echarlas de menos, quizá porque dentro de su casa tenía lo más grande y exquisito que ellas pueden dar, el cariño tierno, vigilante, la dulzura en la palabra, la abnegación en todos los momentos: dedicado en absoluto al estudio y a su magnífica colección de mariposas, el encuentro con Clementina fué para él la revelación de ese mundo encantado, poético, que a casi todos se aparece más temprano. Aquel primer suspiro de Venus al salir de la espuma del mar que repitió el Universo entero, sonó entonces en su alma y la estremeció dulcemente. Su alma, que estaba muda y triste como la Naturaleza antes que la diosa de la hermosura suspirase. Muy pocos hombres alcanzan una dicha parecida: poseer la primera mujer que se ama, llegar a tiempo para recoger el fruto sazonado del amor. Para Raimundo, esa inclinación tímida y anhelante del adolescente llena de zozobras y melancolías, se fundió con el amor de la edad viril, apetitoso y sensual. ¿Qué extraño, pues, que absorbiera toda la energía de su ser, toda su inteligencia y todos sus sentidos?

Desde aquella noche memorable no volvió a pensar más que en Clementina. Para él, el Universo se redujo de pronto al tamaño y a la forma de una mujer. No sólo se creyó obligado a vivir y respirar para ella, sino también a pensar en todos los instantes del día y hasta a soñar con ella por la noche. En un principio la dama le recibía en su casa. Esto le pareció en seguida peligroso y feo, y alquilaron un cuarto en la calle del Caballero de Gracia, un entresuelo pequeñito que amueblaron con elegancia. La vida de Raimundo experimentó un cambio radical. De aquel retiro absoluto en que vivía, pasó súbito al bullicio del mundo aristocrático; teatros, bailes, comidas, carreras de caballos y partidas de caza. Clementina le arrastraba sujeto a su carro, le exhibía en todos los salones sin desdeñarse de él. Porque nuestro joven, de figura delicada y elegante, de carácter apacible y clara inteligencia, se hacía simpático dondequiera que entraba. A nadie le importaba gran cosa si era rico o pobre, noble o plebeyo.

Aurelia le acompañaba algunas veces, pero siempre contra su gusto. Aunque no usaba contrariar la marcha adoptada por su hermano, era fácil de adivinar que la condenaba en el fuero interno, que se hallaba fuera de su centro en el hotel de Osorio. Se había hecho reflexiva y taciturna. Su mirada, cuando la posaba en Raimundo, era profunda y melancólica, como si temiese una catástrofe. Clementina la agasajaba cuanto podía; pero no lograba entrar en su corazón. Al través de las sonrisas de la niña, de su modestia y rubor, creía observar un sentimiento de hostilidad que a menudo la desconcertaba.

La esposa de Osorio continuaba desplegando el mismo boato, esparciendo profusamente el dinero a despecho de la ruina inminente de su esposo, que tanto había alarmado a Pepa Frías. Esta ruina no había estallado como se pensaba. El banquero logró conjurarla hábilmente, haciendo entender a los que tenían valores en sus manos, que de nada les serviría arrojarse repentinamente sobre él, pues no salvarían ni un veinticinco por ciento del capital. En cambio, si aguardaban lo recuperarían entero y con su rédito. Su mujer iba a heredar una fortuna inmensa en breve plazo. Los acreedores entraron en razón; guardaron secreto acerca del estado de sus negocios: sólo exigieron que Clementina firmase, en unión con su marido, los pagarés renovados. Poco después, la suerte favoreció un poco en la Bolsa a Osorio y pudo aletear como antes, aunque bajo la mirada recelosa de los hombres de dinero, que le pronosticaban unánimemente la quiebra más tarde o más temprano. Su esposa, viéndose en salvo, no volvió a pensar en estos enojosos asuntos. Tan sólo cuando iba a casa de su padre y veía el rostro pálido y demudado de D.a Carmen, sentía su corazón agitado por una extraña emoción que ella misma huía de definir, apresurándose a ahogarla con el ruido de los besos y las palabritas cariñosas.

El amor de Raimundo le hizo gozar extremadamente. Veíase envuelta, como nunca lo había estado, en una ola de pasión devota y exaltada que la cariciaba dulcemente. El papel de diosa la seducía. Gustaba de mostrarse unas veces amable y tierna, otras terrible, haciendo pasar a su adorador por todas las pruebas posibles a fin de cerciorarse bien, decía ella, de que era suyo, enteramente suyo. La costumbre de tratar con hombres muy distintos, no obstante, la hizo incurrir en fatales equivocaciones que atormentaron mucho al joven. Un día, después de haberse hecho servir el almuerzo en su cuarto del Caballero de Gracia, le dijo sonriendo:

–Voy a hacerte un regalo, Mundo (así le llamaba por más cariño).

Se levantó a buscar su manguito y sacó de él una cartera muy linda.

–¡Oh! Es muy bonita—dijo él tomándola y llevándola a los labios—. La traeré siempre conmigo.

Pero al abrirla quedó consternado. Dentro había un montón de billetes de Banco.

–Te has olvidado aquí el dinero—dijo alargándole otra vez la cartera.

–No me he olvidado. Es para tí también.

–¿Para mí?—exclamó él poniéndose pálido.

–¿No lo quieres?—preguntó ella con timidez poniéndose encarnada.

–No; no lo quiero—replicó él con firmeza.

Clementina no se atrevió a insistir. Tomó de nuevo la cartera, sacó de ella los billetes y la volvió a entregar al joven. Hubo unos instantes de silencio embarazoso. Raimundo apoyó el codo sobre la mesa, puso la mejilla sobre la mano y quedó pensativo y serio. Ella le observaba con el rabillo del ojo entre colérica y curiosa. Al fin una sonrisa iluminó su rostro, levantóse de la silla, y cogiendo el del joven entre sus dos manos, le dijo en tono alegre:

–Bien; este acto te enaltece; pero de mí podías tomar ese dinero sin desdoro. ¿No soy tu mamá?

Raimundo se contentó con besar las manos que le aprisionaban. No se volvió a hablar de dinero entre ellos.

Aquél conservaba en los modales y en las palabras, a pesar de sus veintitrés años, un sello infantil que a Clementina le placa sobremodo. La educación afeminada y solitaria que había tenido era la causa principal. Engañábasele con suma facilidad y divertíasele lo mismo. No tenía esos aburrimientos negros de los hombres gastados: no se le ocurría jamás una frase irónica, incisiva, de las que aun entre enamorados suelen usarse. Sus alegrías eran bulliciosas y pueriles hasta rayar en ridículas. Divertíase en correr por las habitaciones del pequeño entresuelo detrás de Clementina, o en esconderse de ella y asustarla. Otras veces la entretenía con juegos de prestidigitación, en que era un poco inteligente. O bien jugaban ambos a los naipes con extraordinaria atención o empeño, como si disputasen algo de provecho. O bien bailaban al son de algún piano mecánico que se paraba en las cercanías de la casa. Poníanse a comer confites y hacían apuestas a quien engullía más. En una ocasión quiso hacer sorbete de piña: se decía muy perito en la fabricación de helados. Le trajeron todos los enseres de un café vecino. Después de bregar con afán bastante tiempo, salió al fin una quisicosa fea y desabrida, lo cual le entristeció tanto, que Clementina, para alegrarle, tomó sin deseo alguno una gran copa del brebaje. Le gustaba imitar los gestos y las palabras de las personas que veía en casa de ella, y lo ejecutaba tan a la perfección que la dama reía con verdadera gana. A veces le suplicaba por favor que cesase, pues le hacía daño tanta risa. Raimundo poseía este don de observar los más insignificantes modales de las personas y reproducirlos después admirablemente. Se creía estar oyendo a la persona que imitaba. Pero sólo en el seno de la confianza le gustaba mostrar esta habilidad.

Algunas veces, cuando estaba de humor, inventaba una recepción palaciega. Hacía sentar a Clementina en un trono que armaba rápidamente en medio de la sala. Los ministros, los altos personajes de la política desfilaban por delante de la reina y pronunciaba cada cual su discurso. Clementina, que a todos los conocía, gozaba en adivinarlos a las pocas palabras. Raimundo, que había asistido con frecuencia a las tribunas del Congreso, les había cogido bastante bien, a casi todos, el acento, la acción y los gestos. Particularmente imitando a Jiménez Arbós, a quien trataba por verle en casa de Osorio, estaba graciosísimo. Por supuesto, después de cada discurso se inclinaba reverentemente y besaba la mano de la soberana, volviendo a ponerse el tricornio de papel que se había hecho para el caso. Estas niñerías alegraban a la dama, dilataban su corazón, casi siempre encogido por la soberbia o el hastío. De aquellas largas entrevistas salía rejuvenecida, los ojos brillantes, el pie ligero, saludando con afecto a personas a quienes en otra ocasión hubiera dirigido una fría y desdeñosa cabezada.

 

Luego Raimundo la llenaba de asombro, a lo mejor, con algún acto inconcebible de candor infantil. En una ocasión, habiendo entrado sin hacer ruido en el cuarto de la calle del Caballero de Gracia (los dos tenían llave), le sorprendió barriendo afanoso la sala. El muchacho quedó confuso al verla delante; se puso colorado hasta las orejas. Clementina, entre alegres carcajadas, le abrazó y le cubrió el rostro de besos, exclamando:

–¡Chiquillo, eres delicioso!

X
Un poco de derecho civil

Era mañana de gran trajín en las oficinas de Salabert. Se hacían unos pagos de consideración. El duque había ido en persona a la caja a presenciarlos y ayudaba al cajero en la tarea de contar los billetes. A pesar de los años que llevaba manejando dinero, nunca le tocaba pagar una cantidad crecida que no le temblasen un poco las manos. Ahora estaba nervioso, atento, mordiendo crispadamente el cigarro y sin escupir. Tenía las fauces resecas. En varias ocasiones llamó la atención al empleado creyendo que pasaba dos billetes en vez de uno; pero se equivocó en todas. El cajero era diestrísimo en su oficio. Cuando terminaron, el duque se retiró a su despacho, donde le estaba esperando M. Fayolle, el famoso importador de caballos extranjeros, proveedor de toda la aristocracia madrileña.

Bonjour, monsieur—, dijo rudamente el duque dándole una palmada en la espalda—. ¿Viene usted a encajarme algún otro penco?

–Oh, señor duque; los caballos que yo le he vendido no son pencos, no. Los mecores animales que nunca he tenido se los ha llevado usted—, respondió con acento extranjero, sonriendo de un modo servil M. Fayolle.

–Los desechos de París es lo que usted me trae. Pero no crea usted que me engaña. Lo sé hace tiempo, monsieur; lo sé hace tiempo. Sólo que yo no puedo ver esa cara tan frescota y tan risueña sin rendirme.

M. Fayolle sonrió abriendo la boca hasta las orejas, dejando ver unos dientes grandes y amarillos.

–La cara es el especo del alma, señor duque. Puede tener confiansa en mi, que no le daré nada que no sea superior. ¿Es que Polión ha salido malo?

–Medianejo.

–¡Vamos, tiene gana de bromear! El otro día le he visto por la calle de Alcalá enganchado al faetón. Bien de mundo se paraba a mirarlo.

Hablaron un rato de los caballos que el duque le había comprado. Este ponía tachas a todos. Fayolle los defendía con entusiasmo de aficionado y de comerciante. En un momento de pausa dijo sacando el reloj:

–No quiero molestarle más…. Venía a cobrar la cuentesita última.

La faz del duque se oscureció. Luego dijo entre risueño y enfadado:

–¡Pero, hombre; que no estén ustedes jamás contentos sino sacándole a uno el dinero!

Y al mismo tiempo echó mano al bolsillo y sacó la cartera. M. Fayolle sonreía siempre, diciendo que lo sentía, porque el señor duque era un pobrecito y no le gustaba echar a nadie a pedir limosna, etc., etc. Una porción de bromitas que el banquero no parecía escuchar, atento a contar los billetes. Contó siete de quinientas pesetas y se los entregó, oprimiendo al mismo tiempo el timbre para que un dependiente extendiese el recibo. Fayolle también los contó y dijo:

–Se ha equivocado, señor duque. El presio del caballo era cuatro mil pesetas. Aquí no hay más que tres mil quinientas.

El duque no dió señales de oir. Con los párpados caídos, bufando y paseando el cigarro de un ángulo a otro de la boca, se mantuvo silencioso y guardó de nuevo la cartera después de haberla apretado con una goma.

–Faltan quinientas pesetas, señor duque—, repitió Fayolle.

–¿Cómo? ¿Faltan quinientas pesetas? No puede ser…. A ver; cuente usted otra vez.

El comerciante contó.

–Hay aquí tres mil quinientas….

–¡Ya lo ve usted! No me había equivocado.

–Es que el caballo cuesta cuatro mil: así lo hemos acustado.

La cara del duque expresó admirablemente el asombro.

–¿Cómo cuatro mil? No, hombre, no; el caballo cuesta tres mil quinientas. En esa inteligencia lo he comprado.

–Señor duque, está usted equivocado—dijo Fayolle poniéndose serio—.

Recuerde usted que habíamos quedado en las cuatro mil.

–Recuerdo perfectamente. El que tiene mala memoria es usted…. A ver (dirigiéndose al dependiente que vino a extender el recibo), uno de vosotros que baje a la cochera y pregunte a Benigno en cuánto se ha ajustado el Polión.

Al mismo tiempo, aprovechando el momento en que Fayolle miraba al empleado, le hizo un guiño expresivo.

El cochero respondió por boca del dependiente que el caballo se había ajustado en tres mil quinientas pesetas.

Entonces el comerciante se irritó. Estaba segurísimo de que habían quedado en las cuatro mil. En ese supuesto lo había entregado. De otro modo nunca hubiera dejado salir el caballo de la cuadra. El duque le dejó hablar cuanto quiso, lanzando sólo algún gruñido de duda, pero sin alterarse poco ni mucho. Sólo cuando Fayolle habló de quedarse otra vez con el caballo, le dijo con sorna:

–Por lo visto, ha encontrado usted quien dé las cuatro mil y quiere deshacer el trato, ¿verdad?

–Señor duque, juro a usted por lo más sagrado que no hay nada de eso…. Solamente que estoy seguro de que es como digo.

Al banquero le acometió entonces oportunamente un recio golpe de tos. Se le pusieron los ojos encendidos, las mejillas carmesíes. Luego se limpió sosegadamente con el pañuelo la boca y las narices, y dijo con acento campechano:

–Hombre, no sea usted tacaño. No se altere usted por esas miserables pesetas.

Pero él no las soltó. El comerciante quiso llevarse el caballo. Tampoco pudo lograrlo. Hubo un momento de silencio. Fayolle estuvo a punto de echarlo todo a rodar y desvergonzarse; pero se reprimió considerando que nada adelantaría: menos con llevar el asunto a los tribunales. ¿Quién iba a pleitear por quinientas pesetas y más con un personaje como el duque de Requena? Resignado, pues, con las mejillas encendidas aún, se despidió no sin que el duque le llevase hasta la puerta muy cortésmente, dándole afectuosas palmaditas en la espalda.

Cuando el prócer volvió a ocupar su sillón frente a la mesa, por debajo de sus párpados fatigados brillaba una sonrisa burlona de triunfo. Al cabo de unos minutos apretó el botón del timbre otra vez:

–Vaya usted a ver si la señora duquesa está sola en su habitación o tiene visita—dijo al criado que se presentó al punto.

Mientras desempeñaban la comisión permaneció inactivo, con el cuerpo echado hacia atrás y las manos cruzadas, en actitud reflexiva.

–La señora duquesa está de visita con el padre Ortega—entró a decir el criado.

Salabert hizo un gesto de impaciencia y volvió a quedar sumido en sus reflexiones. Estaba decidido a celebrar una conferencia con su esposa acerca de intereses. Esta jamás le había hablado nada de dinero. El no se creyó jamás en el caso de darle cuenta de sus especulaciones y negocios. D.a Carmen tampoco entendería nada si se la diese. Creíase dueño absoluto de su fortuna sin que se le pasase por la imaginación los derechos que sobre ella tenía su mujer. Pero últimamente un amigo le abrió los ojos. Hablando de la enfermedad que aquejaba a la duquesa, le preguntó con naturalidad si tenía otorgado testamento. Este amigo, que era abogado, daba por resuelto que la mitad de la hacienda pertenecía a D.a Carmen. Salabert quedó hondamente preocupado. Viendo a su esposa descaecer le entró miedo. A su muerte los parientes le exigirían la mitad de lo que él había adquirido, meterían la nariz en sus asuntos, hasta en los más íntimos…. ¡Un horror! Consultó con su abogado. El medio más sencillo de desvanecer aquellos temores y dejar en la impotencia a los parientes de su esposa, era que ésta hiciese testamento a su favor. El duque lo encontró naturalísimo. En la conferencia que iba a tener con ella, se lo propondría del modo más diplomático que le fuera posible, a fin de no alarmarla respecto a su enfermedad.

Aguardó, pues, entretenido en revisar papeles hasta que creyó llegado el momento de enviar nuevamente el criado a saber si el padre Ortega había despejado. Mas cuando iba a hacerlo entraron a avisarle que estaban allí unos cuantos señores, entre ellos Calderón, que deseaban verle. El banquero frunció el entrecejo.

–¿Habéis dicho que estaba en casa?

–Como el señor duque no se niega nunca por la mañana….

–¡F….! ¡malditos seáis!—murmuró con horrible expresión de disgusto. Pero alzando la voz en seguida y adoptando las maneras campechanotas y bruscas que le eran peculiares, gritó:

–Que pasen, que pasen esos señores.

Se presentaron Calderón, Urreta y otros dos banqueros no menos importantes y conocidos en Madrid. La expresión de todos ellos era seria y hasta hosca. Salabert, sin reparar en ello, empezó a repartir abrazos y palmaditas en la espalda, haciendo un ruido formidable con sus voces y risotadas.

–¡Buen negocio! Buen negocio secuestrar ahora a los cuatro y exigir un millón de pesos por cada uno…. ¡Oh! ¡oh! Se me han colado en el despacho los cuatro peces más gordos que tiene Madrid … ¡cuatro tiburones!… ¿Cómo va de ese reuma, Urreta? Me parece que usted también necesita una buena carena como yo…. Y tú, Manuel, ¿cuándo piensas reventar?… Ya ves que a tu sobrino le corre mucha prisa.

Los banqueros se mostraron corteses y reservados, procurando cortar con su actitud grave aquel flujo de chanzonetas. El caso no era para menos. Hacía cosa de un año que Salabert les había vendido la propiedad del ferrocarril de B*** a S***, ya en explotación y con todo su material. Aunque no se determinó en la escritura, convínose entre ellos que cuando saliese a subasta el ferrocarril desde S*** a V***, como quiera que estaba enlazado con el otro, material y económicamente, Salabert no presentaría pliego de licitación, dejándoles el negocio a ellos. Pues bien; acababan de saber que el duque, faltando a su palabra, se lo trataba de birlar decaradamente: había presentado el correspondiente pliego en la subasta. El primero que habló fué Calderón.

–Antonio, venimos a reñir contigo seriamente….

–No puede ser. ¿Reñir con un hombre tan inofensivo como yo?…

–Recordarás muy bien que al realizar la compra de tu ferrocarril se ha convenido, o por mejor decir, nos has prometido solemnemente no presentarte en la subasta de la línea de S*** a V***.

–Ya lo creo que me acuerdo … ¡admirablemente!

–Pues hoy hemos visto con sorpresa que hay un pliego tuyo….

–¡Cómo! ¿Un pliego?—exclamó lleno de asombro, abriendo desmesuradamente sus grandes ojos saltones—. ¿Quién les ha contado semejante patraña?

–No es patraña: yo mismo he visto su firma de usted—dijo uno de ellos, el marqués de Arbiol.

–¿Mi firma? No puede ser.

–Amigo Salabert, le digo a usted que yo mismo he visto la firma: "Antonio Salabert, duque de Requena"—replicó Arbiol con firmeza y muy serio.

–¡No puede ser! ¡no puede ser!—repitió el duque poniéndose a dar vueltas por el despacho, presa al parecer de violenta agitación—. Me habrán suplantado la firma.

El marqués de Arbiol sonrió desdeñosamente.

–Traía el sello de su casa.

–¿Traía el sello?—replicó parándose de pronto—. Entonces me la han suplantado dentro de mi misma casa. ¡Sí, sí!… Aquí me la han suplantado…. No sabéis entre qué canalla estoy metido. Necesito tener cien ojos….

Y cada vez más enfurecido fué a apretar el botón del timbre.

–¡Ahora verán! Ahora verán ustedes si me la han robado o no…. A ver (dirigiéndose al dependiente que entró), que se presenten inmediatamente Llera y todos los empleados de la oficina…. ¡Al instante!

Arbiol dirigió una mirada a sus compañeros y alzó los hombros con desprecio. Pero el duque, que vió perfectamente el ademán, no quiso hacerse cargo de él: siguió gruñendo, resoplando, dejando escapar interjecciones violentas y paseando furiosamente por la estancia. Hasta que se presentó Llera y con él un grupo de sujetos encogidos, mal trajeados, de fisonomía vulgar. Salabert se plantó delante de ellos cruzando los brazos con energía:

–Vamos a ver, Llera: es necesario averiguar quién ha sido el tuno que ha presentado un pliego en mi nombre, suplantando mi firma, para la licitación del ferrocarril de S*** a V***. ¿Tú sabes algo de este asunto?

Llera, después de haberle mirado fijamente a la cara, bajó la cabeza sin contestar.

–¿Y vosotros sabéis algo? ¿eh? ¿sabéis algo?

Los empleados le miraron también con fijeza. Luego miraron a Llera y también bajaron la cabera al fin sin despegar los labios.

Salabert paseó varias veces sus ojos saltones por ellos con expresión teatral de cólera, y exclamó al fin dirigiéndose a los banqueros:

 

–¿Lo ven ustedes claro? Nadie contesta. Entre éstos se esconde el culpable ¡o los culpables! porque sospecho que ha de ser más de uno. Pierdan ustedes cuidado, que yo daré con ellos y haré un escarmiento…. ¡Sí, un terrible escarmiento! No he de parar hasta que los mande a presidio…. Retiraos vosotros (dirigiéndose a los empleados), y ya podéis temblar los delincuentes. Muy pronto caerá sobre vosotros el peso de la justicia.

Los criminales debían de ser bien empedernidos a juzgar por la absoluta indiferencia con que recibieron aquellas siniestras palabras pronunciadas con acento patético. Cada cual se retiró sosegadamente a su departamento y reanudó su tarea, como si la terrible espada de Némesis no estuviese aparejada a segarles el cuello.

Los banqueros se miraron entre risueños y coléricos. Al fin uno de ellos, mordiéndose los labios para no soltar la carcajada, le tendió la mano con ademán desdeñoso:

–Adiós, Salabert; hasta la vista.

Los demás hicieron lo mismo sin decir otra palabra del asunto. El duque no se desconcertó. Fué a despedirlos solícito hasta la escalera, dirigiendo todavía al pasar miradas iracundas a sus empleados que las recibieron con la misma punible indiferencia. Al volver a su despacho ya no les hizo caso alguno. Pasó por entre ellos como un actor que atraviesa los bastidores después de haber estado un rato en escena.

Unos minutos después tornó a salir bajando a las habitaciones de su esposa. Hallóla sola, entretenida en leer un libro devoto. D.a Carmen, que siempre había sido muy piadosa, en los últimos tiempos se había entregado por completo a las prácticas religiosas. La enfermedad la separaba cada vez más de las ideas mundanas, la entregaba triste y sumisa a los curas. Salabert nunca había puesto obstáculo a esta devoción: la miraba con indiferencia compasiva, como una manía inocente. Pero en los últimos tiempos, algunas limosnas harto crecidas de la duquesa le alarmaron un poco y le obligaron a reprenderla paternalmente. Acostumbrado a hallar a su mujer sometida, apartada de toda ambición, ajena enteramente al éxito de sus especulaciones, la trataba como a una niña, si no como a un perro fiel a quien de vez en cuando se pasa la mano por la cabeza. Nunca le había estorbado aquella infeliz señora, ni en sus trabajos ni en sus vicios. Aunque sus queridas, sus extravagancias en el orden erótico eran conocidas de todo el mundo, D.a Carmen o las ignoraba o fingía ignorarlas. Sin embargo, la última infidelidad del duque, la relación con la Amparo habíale acarreado disgustos. Aquella mujer dominante y soez se gozaba en vejarla de mil modos, cosa que no había hecho ninguna de sus antecesoras. En el paseo, cuando iba con su marido en coche, el de la Amparo se colocaba a su lado: con cínico descaro la ex florista cambiaba con el duque sonrisas de inteligencia. Cuando la buena señora se quejó suavemente de este proceder, Salabert negó en redondo, no sólo sus miradas y sonrisas, sino toda relación con aquella mujer. No la conocía más que de vista. Jamás había hablado con ella. En el teatro Real lo mismo. Amparo se obstinaba en mirar toda la noche al palco del duque. Luego en los toros, en las carreras de caballos, ostentaba un lujo escandaloso que llamaba fuertemente la atención pública. Algunas amigas bien intencionadas, que nunca faltan, compadeciéndola muchísimo enteraban a D.a Carmen de las cuantiosas sumas que aquella mujer costaba al duque, de todas sus extravagancias y caprichos.

Esta serie de alfilerazos padecidos en secreto, sin confiarlos a nadie más que a su confesor, habían labrado la salud de la señora, reduciéndola a un estado de flaqueza tal que por milagro se sostenía. Salabert tenía más que hacer que reparar en tales sufrimientos. Pensaba que con el título de duquesa, y tantísima riqueza acumulada en aquel palacio, D.a Carmen debía de ser la mujer más feliz de la tierra.

–¿Qué hace la viejecita? ¿qué hace?—entró preguntando en tono medio brutal medio cariñoso, que revelaba bien la profunda indiferencia que su mujer le inspiraba.

D.a Carmen levantó los ojos sonriendo.

–Hola ¿eres tú? Milagro, por aquí a esta hora.

–Antes hubiera venido a saber de ti, si no me hubieran dicho que estaba el padre Ortega. ¿Cómo has pasado la noche? Bien ¿eh? Ya lo creo…. Tú no estás tan mala como te figuras. ¿A qué viene eso de rodearte de curas como si fueses a morirte?

–¿Los curas no hacen falta más que cuando uno se muere?

–Sí, los curas son indispensables para dar respetabilidad a las casas—dijo repantigándose en una butaca y extendiendo groseramente las piernas—. Sin un poco de paño negro, los palacios recién pintados como éste chillan demasiado…. Sólo que a la larga se hacen muy molestos: no se cansan de pedir. Tienen tantas tragaderas como las ballenas…. Yo los compraría de buena gana figurados, de cera o de cartón, y harían el mismo efecto….

–Calla, calla, Antonio; no empieces a soltar disparates. Cualquiera que te oyese te juzgaría un hereje, y gracias a Dios no lo eres.

–¡Vaya una ganga el ser hereje! ¿Qué utilidad trae el ser hereje?…—Y cambiando bruscamente de tema preguntóle:—¿Cómo va ese aquelarre que habéis hecho en los Cuatro Caminos?

Se refería al asilo de ancianas, del cual era D.a Carmen la principal protectora.

–Va muy bien. Sólo que la marquesa de Alcudia no quiere continuar siendo tesorera. No sabemos a quién se ha de nombrar.

–Por supuesto, los sábados se despoblará aquello.

–¿Pues?—preguntó inocentemente la señora.

–Porque se marcharán a Sevilla todas sobre escobas.

–¡Bah, bah! No hagas burla de las pobres ancianas—replicó riendo—.

También tú y yo somos dos viejos….

–Verdad, verdad—dijo el banquero poniéndose afectadamente grave y triste—. Somos un par de trampas que el día menos pensado nos escurrimos para el otro barrio, sin sentirlo.

Había visto una entrada oportuna para la conversación que apetecía: se apresuraba a aprovecharla.

–No; tú estás fuerte y robusto. Aún puedes dar mucha guerra en el mundo…. Pero yo, querido, ya tengo un pie en el estribo.

–Los dos lo tenemos, los dos. En pasando de los sesenta no hay día seguro….

–Si esos pensamientos te sirviesen para acordarte más de Dios y trabajar en su santo servicio, me alegraría de que los tuvieses.

–¿Te parece que no trabajo bastante por él, y me lleva todos los años más de cinco mil duros en misas y novenas?

–¡Vamos, Antonio, no hables así!

–Hija mía; bueno es pensar en lo de allá, pero es también prudente pensar en lo de acá…. Mira, precisamente estos días estaba yo imaginando que si se muriese uno de nosotros, al que sobreviviese le quedarían bastantes enredos….

–¿Por qué?

–Porque el marido y la mujer no son herederos forzosos el uno del otro, y, como es natural, si nos muriésemos sin testamento, nuestros parientes vendrían a molestar al que quedase.

–Eso tiene fácil remedio. Con hacerlo se arregla.

–Precisamente es lo que yo pensaba—dijo el duque resollando mucho para mostrar indiferencia y aplomo, que no sentía—. Había imaginado que en vez de testar cada uno por su parte, hiciésemos un testamento mutuo.

–¿Qué es eso?

–Un testamento en el cual nos instituímos mutuamente por herederos.

D.a Carmen bajó la vista al libro que traía en la mano y guardó silencio un rato. El duque, inquieto, la observaba con atención por debajo de sus párpados medio caídos, mordiendo con impaciencia el cigarro.

–No puede ser—dijo al cabo gravemente la señora.

–¿Que no puede ser? ¿Y por qué?—replicó con viveza incorporándose un poco en la butaca.

–Porque yo pienso en dejar por heredera de lo que tenga, poco o mucho, a tu hija. Así se lo he prometido ya.

No creía Salabert tropezar con aquel obstáculo. Juzgaba cosa hecha lo del testamento mutuo. Quedó tan sorprendido como turbado. Pero recobrándose instantáneamente, adoptó un continente grave y digno para decir: