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La Espuma

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–Vamos, amigo Fuentes—repuso la graciosa morena dirigiendo una mirada insinuante a Castro, porqué se le había metido en la cabeza arrancársele a Clementina—¿me quiere usted tomar el pelo?

–¡Tomaj el pelo!… ¿Qué es que tomaj el pelo?—preguntó la baronesa de Rag a Osorio.

A esta baronesa la estaba desvistiendo con la imaginación Bonifacio, contemplándola desde lejos sin pestañear. Hacía días que había comprado entre otras fotografías obscenas la de una mujer desnuda meciéndose en una hamaca. Se le antojaba que la baronesa se parecía mucho a aquella mujer, y trataba de averiguar, por medio de un prolijo examen exterior, si interiormente guardaría la misma semejanza.

Terminó al fin la comida no sin dedicar, por supuesto, un buen rato de conversación al teatro Real, a Gayarre y a la Tosti. No la hubieran digerido bien si les faltase. El café, como era costumbre en casa de Osorio, se sirvió en el mismo comedor. Luego, las señoras con algunos hombres se fueron al salón. Otros se quedaron fumando, pero no tardaron en ir a reunirse con los demás. Hacía allí un calor insufrible.

Pepe Castro aprovechó la confusión de la salida para preguntar a Clementina:

–¿Cómo no has ido esta mañana?

Clementina detuvo el paso, le miró con sonrisa protectora.

–¿Esta mañana?… No sé.

–¿Cómo no sabes?—dijo frunciendo su augusta frente el real mozo.

–No sé; no sé—y dió un paso para alejarse sin dejar de sonreír con leve matiz de burla.

–¿Y mañana irás?

–Veremos—respondió alejándose.

Castro sintió aquella sonrisa como un golpe en medio del pecho. Se mordió el labio inferior y murmuró:—¿Coqueteamos, eh? ¡Ya me la pagarás, hermosa!

En el salón había ya algunas personas, entre ellas Ramón Maldonado y la hija de Pepa Frías con su marido. En otro saloncito contiguo estaban preparadas hasta seis mesas de tresillo. Algunos se sentaron desde luego a jugar. Otros esperaron a que llegasen los compañeros de costumbre. No tardaron, en efecto, en poblarse entrambos salones. Llegó D. Julián Calderón con Mariana y Esperancita, Cobo Ramírez con León Guzmán y otros tres o cuatro pollastres, el general Pallarés, los marqueses de Veneros y otras varias personas, entre las cuales predominaban los banqueros y hombres de negocios.

Uno de los últimos en llegar fué el duque de Requena, a quien se hizo la misma acogida ruidosa y lisonjera que en todas partes. Entró jadeando, fumando, escupiendo, con la seguridad insolente que su inmensa fortuna le había hecho adquirir. Hablaba poco, reía menos; emitía sus opiniones con rudeza y se dejaba adorar del corro de señoras que le rodeaba. Tenía las mejillas más amoratadas que nunca, los ojos sanguinolentos, los labios negros. Estaba tan feo, que Fuentes dijo a Pinedo y a Jiménez Arbós señalándole:

–Ahí tienen ustedes al diablo recibiendo a sus brujas en el aquelarre de los sábados.

Se le invitó a jugar al tresillo como siempre; pero rehusó. Había visto a dos banqueros a quienes quería pescar para su negocio de la mina de Riosa. Además le convenía hacer la corte a Jiménez Arbós algunos momentos. Ya había conseguido que la mina saliese a subasta con todos sus accesorios de montes y pertenencias. En la Gaceta se había insertado el anuncio. La compañía para comprarla estaba ya formada. Pero entre los socios había desavenencia. Unos pretendían comprarla al contado (entre ellos estaba Salabert) y otros querían aprovechar los diez plazos que el Gobierno concedía. La diferencia en la tasación de una a otra forma, era enorme.

El duque se acercó a Biggs, el representante de una casa inglesa que entraba con parte muy considerable en la compañía y que capitaneaba el partido de la compra a plazos. Le echó familiarmente el brazo sobre el hombro y le llevó al hueco de un balcón, diciéndole con rudeza:

–¿Conque ustedes empeñados en que nos arruinemos?

Y comenzó a tratar el asunto con una franqueza que desconcertó al inglés. Este respondía a las salidas brutales del duque con razonamientos corteses y suaves, sonriendo siempre benévolamente. El duque acentuaba su rudeza, que en el fondo era muy diplomática.

–Yo no tengo gana de tirar mi dinero. Me ha costado mucho trabajo adquirirlo, ¿sabe usted? Probablemente, al fin y al cabo, me veré obligado a cortar por lo sano, separándome del negocio.

–Señor duque, yo no tengo culpa—respondía Biggs con marcado acento inglés—. He recibido instrucciones.

–Las instrucciones son dadas según los consejos de un zorro viejo que hay en Madrid.

–¡Oh, duque!—exclamó Biggs riendo,—no hay sorro vieco, no.

Y la discusión continuó sin que el banquero español pudiese obtener nada del inglés, pero dejándole bastante preocupado.

Pepa Frías, vivamente agitada, hablaba aparte con Jiménez Arbós, después de haberse enterado, preguntando a algunos banqueros, de que los negocios de Osorio no marchaban bien. No obstante, todos le suponían con medios de hacer frente a sus compromisos. Su capital era grande, y, aunque en las últimas liquidaciones de Bolsa había experimentado pérdidas fuertes, no creían que eran lo bastante para producir una quiebra. Hay que advertir que ninguno de aquellos señores operaba sobre diferencias como Osorio. Este se había enviciado. A pesar de las advertencias de sus amigos y compañeros, no podía vencer aquella pasión del juego, que tarde o temprano había de conducirle a la ruina. Pepa le observaba disimuladamente, y con la penetración maravillosa de las mujeres adivinaba debajo de su exterior frío, tranquilo, mucha mar de fondo. Mientras Arbós procuraba tranquilizarla con frase correcta, atildada (ni aun hablando a su querida prescindía de las formas oratorias), la viuda meditaba un plan salvador. Este plan consistía en dar la voz de alarma a Clementina y arrancarla la promesa de librar sus fondos de la quema, si es que la había, anclando a su propio dote. Fiando mucho en su diplomacia y en el temperamento desprendido de su amiga, serenóse un poco. Arbós tuvo ocasión una vez más, viendo acudir la calma a su rostro, de penetrarse de las excepcionales dotes persuasivas con que la providencia de Dios le había favorecido.

Pepa tuvo ánimos para sentarse a jugar al tresillo con Clementina, Pinedo y Arbós. Al cruzar el salón grande vió sentados en un rincón a su hija y a su yerno en la actitud de dos tórtolas enamoradas. Acercóse a ellos. Como no había logrado barrer de su espíritu la preocupación, hablóles con cierta aspereza.

–¡Ayer os mandábais cartitas y hoy hay que traer agua caliente para despegaros! Por lo visto, hijos, tomáis el matrimonio a turno impar…. Vamos, vamos, separaos que no está bien aparecer tan sobones delante de gente.

Emilio se sintió herido por aquel tono autoritario, y con las mejillas encendidas iba a responder una descantada a su suegra; pero ésta pasó de largo, entrando en la sala de tresillo. Así y todo quedó murmurando pestes, diciendo que él no había aguantado jamás ancas de nadie y que menos las aguantaría ahora de su suegra, con otra porción de frases igualmente enérgicas que derramaron la tristeza por el rostro de Irenita. Y hubieran concluído por hacerla llorar, si él, volviendo en su acuerdo, no le hubiera regalado un pellizquito en el brazo muy sentido y amoroso, rogándole al propio tiempo que le diese la mitad de la pastilla de menta que su linda mujercita tenía en la boca. Con esto volvieron a arrullarse como si estuvieran en una selva virgen y no en el hotel de Osorio.

Un grupo de cinco o seis niñas, entre las cuales estaba Esperancita, hablaba animadamente con algunos pollastres. Cobo Ramírez y nuestro inteligente amigo Ramoncito Maldonado, eran dos de ellos. Difícil es exponer las ideas que entre aquella florida juventud se cambiaban. Todas debían de ser muy finas, muy alegres, muy intencionadas, a juzgar por la algazara que producían. Sin embargo, aplicando el oído, se observaba pronto que los gestos de las niñas, aquel levantar de ojos, aquel agitar la cabeza, aquel mirar picaresco, aquel romper en sonoras carcajadas, no correspondían exactamente a las palabras que se pronunciaban. Decía un pollo verbigracia:

–Manolita; ayer la he visto a usted en San José confesando con el padre Ortega.

La interesada reía con gozo extremado.

–¡No es verdad, Paco; no me ha visto usted!

Decía otro:

–Pilar, ¿dónde compra usted esos abanicos tan monísimos?

Pilar prorrumpía en carcajadas.

–¡Qué guasón! Y ¿dónde ha comprado usted aquel perro tan feo que llevaba usted hoy en el paseo?

–Feo, sí; pero gracioso. Confiéselo usted.

Tales frases hacían desbordar la alegría de aquellos pechos juveniles. Se hablaba recio, se reía más aún, se gesticulaba. Las niñas, sobre todo, parecía que tenían azogue, mostrando sin cesar las dos filas de sus dientes cuando los tenían bonitos o tapándoselos con el abanico cuando no eran presentables. Pero, sobre todo, lo que alborotó el grupo y levantó más tempestad de carcajadas, fué una contestación de León Guzmán. Manolita, una chatilla de ojos negros y boca grande con dientes preciosos, preguntó a León qué hora era. Este, sacando el reloj, respondió que las diez y cuarto. El reloj del conde estaba parado: eran ya cerca de las doce. Esta equivocación hizo gozar vivamente a las niñas. Manolita, sobre todo, quería desvestirse de risa. Cuanto más hacía para reprimir el influjo de sus carcajadas, con más ímpetu salían a su boca fresca y húmeda.

Indudablemente, en las frases, en la apariencia vulgares y hasta estúpidas de los pollos, debe de existir un fondo de humorismo tan profundo como vivo, que sólo las jóvenes de quince a veinte años son capaces de recoger y gustar.

Pero León Guzmán, una vez sosegada la risa, pudo con maña retirarse un poco y entablar conversación aparte con Esperancita. Esto llenó de dolor y sobresanó a Ramón. Hacia días que venía observando que el conde de Agreda miraba con buenos ojos a su dueño adorado. Considerábale más temible que a Cobo, por ser hombre de brillante posición. Cobo, según lo que veía, no adelantaba un paso, lo cual le tranquilizaba. Pero el asunto cambiaba ahora de aspecto. Por eso ya no tomaba parte en la alegría del grupo y dirigía a la pareja unos ojos de carnero que despertaban lástima. Sin embargo, la niña, a su gran satisfacción, no se mostraba demasiado amable con el conde. Parecía preocupada, triste, y dirigía frecuentes y rápidas miradas hacia el sitio donde el propio Ramón estaba. Verdad que detrás de él, en un diván, se hallaban sentados Pepe Castro y Lola Madariaga, charlando con gran animación. Pero el concejal no se hizo cargo de esto.

 

Cuando León se levantó, Ramoncito le llevó aparte a un rincón y le dió con frase sentida sus quejas. Debía de saber que él, Maldonado, hacía tiempo que obsequiaba a Esperanza, que estaba enamorado de ella perdidamente. Sentía en el alma que un amigo tan íntimo le viniese a hacer daño. Recordóle con enternecimiento la infancia, sus juegos, el colegio. Concluyó por suplicarle con voz entrecortada por la emoción que si no tenía un gran interés por Esperancita dejase de darle celos. León le escuchó entre impaciente y confuso. Por librarse de él prometió cuanto quiso. Luego, cuando se vió entre los amigos, contó la ridícula conferencia y se rió en grande a costa del desdichado concejal.

El duque de Requena, después que dijo a Biggs lo que se proponía, se sentó a jugar al tresillo con la condesa de Cotorraso, el mejicano, marido de Lola, y el general Pallarés. Poco después bufaba lleno de furia porque le venían malas cartas. A pesar de su opulencia jugaba siempre con el mismo afán que si le importase mucho la perdida o la ganancia de unos cuantos duros. Si la suerte le era adversa se ponía de un humor endiablado, murmuraba y hasta llegaba a decir frases inconvenientes a los compañeros. Su hija se veía muchas veces obligada a templarle y a quitarle las cartas de la mano para ponerse ella en su lugar.

Ahora Clementina estaba de buen talante jugando en la mesa próxima: se reía de Pepa Frías porque se mostraba silenciosa y preocupada.

–Oiga usted, Pinedo, no me acordaba ya—dijo arreglando el abanico de cartas que tema en la mano—, ¿por que tenía usted interés esta mañana en hacer pasar por un santo delante de su hija al perdido de Alcántara?

–Es un secreto—respondió el gran vividor.

–¡Que se diga, que se diga!—exclamaron a un tiempo Pepa y Clementina.

Se hizo de rogar un poco. Al fin, obligándoles a prometer antes que lo guardarían fielmente, se lo dijo. Había observado en las niñas tendencia señalada a enamorarse de los calaveras, de los vagos, de los malvados, y a rechazar a los hombres laboriosos y formales. Para que su hija no cayera en poder de alguno de aquellos invertía las referencias que le hacia de cada cual. Cuando pasaba a su lado un chico honrado y trabajador, le ponía de loco y de perdido que no había por dónde cogerlo; si, por el contrario, pasaba uno que mereciese en realidad tales dictados, como Alcántara, se hacía lenguas de él.

Pepa, Clementina y Arbós suspendieron el juego para escuchar sonrientes aquel singular relato.

–¿Y produce efecto el procedimiento?—preguntó el ministro.

–Hasta ahora admirable. Jamás se le ocurre a mi hija mentar en la conversación a los que yo le doy por buenos muchachos. En cambio, ¡cuántas veces me dice muy risueña!: "¿Sabes, papá, que hoy he visto a aquel amigo tuyo tan perdis? No se puede negar que tiene gracia en la cara y que parece un chico fino. ¡Es lástima que no formalice!"

En aquel momento, Cobo Ramírez, que andaba por allí resoplando como un buey cansado, se acercó a la mesa y quiso saber de qué se reían. No le fué posible arrancarles el secreto. Pinedo les hizo una seña prohibitiva porque tenía mucho miedo a su lengua. También Pepe Castro, harto de dar celos a Clementina con su amiga Lola, sin que aquélla pareciese siquiera advertirlo, se levantó y se fué aproximando silenciosamente afectando melancolía. Se puso detrás de Pepa Frías y apoyó los brazos en el respaldo de la silla. La viuda estaba tan escandalosamente descotada que en aquella actitud se podía ver más de lo que la decencia permite.

–¡No vale mirar, Pepe!—exclamó Cobo con maligna sonrisa.

–Miro las cartas—respondió aquél.

–¡Vamos, no sea usted desvergonzado, Cobo!—dijo Pepa dándole con ellas en las narices y volviéndose a Castro.

–Quítese de ahí, Pepe. No quiero que se me contemple a vista de pájaro.

Fuentes se acercó para despedirse.

–¿No toma chocolate?—le preguntó Clementina dándole la mano.

–¿Cómo quiere usted que tome chocolate un hombre a quien le acaban de descerrajar un soneto a quema ropa?

–¿Mariscal?

–El mismo. En el comedor y a traición.

Mariscal era un joven poeta, empleado en el Ministerio de Ultramar, que hacía sonetos a la Virgen y odas a las duquesas.

–Pero ya me he vengado como un marroquí—siguió.—Le he presentado al conde de Cotorraso que le está dando una conferencia sobre los aceites. Miren ustedes qué cara de sufrimiento tiene el pobre.

Los tresillistas volvieron la cabeza. Allá en un rincón estaban, en efecto, los dos. El conde hablaba con calor y le tenía cogido por la solapa según su costumbre. El desgraciado poeta, con el rostro contraído, echando miradas de socorro a todas partes, se dejaba sacudir como un hombre a quien conducen a la cárcel.

–Arbós, ¿no cree usted que he llevado mi venganza demasiado lejos?

Para no destruir el efecto de la frase se marchó bruscamente. Todas las noches recorría dos o tres tertulias, donde se celebraban su gracia y sus ingeniosidades.

Los criados entraban con bandejas de chocolates y de helados. Cobo Ramírez cogió una mesilla japonesa, la llevó a un rincón, sentóse frente a ella y se apercibió a engullir.

Pepa Frías echó una mirada en torno, y viendo al general Patiño acercarse, le dijo:

–General, tome usted estas cartas: estoy cansada de jugar. Dáselas tú a Pepe, Clementina; vamos un poco al salón.

El general y Castro ocuparon el sitio de las damas. Estas se fueron al salón grande: mas antes de llegar a él, dijo Pepa:

–Mira, tengo que hablarte de un asunto importante. Vamos a otro sitio.

Clementina la miró con sorpresa.

–¿Quieres que vayamos al comedor?

–No; mejor es que subamos a tu cuarto.

Volvió a mirarla con más sorpresa aún, y, alzando los hombros, dijo:

–Como quieras. ¡Cosa grave debe de ser!

Mientras subían la escalera, Clementina imaginaba que su amiga iba a hablarle de Pepe Castro, de sus amores. Y como en realidad el asunto no le interesaba como antes, marchaba con cierta indiferencia no exenta de aburrimiento. Cuando se encontraron frente a frente en el boudoir, le dijo Pepa cogiéndola por las muñecas y mirándola fijamente:

–Vamos a ver, Clementina, ¿tú sabes cómo andan los negocios de tu marido?

Fué un golpe en medio del pecho. Clementina, aunque sin precisión, tenía noticias de las pérdidas de Osorio, de su creciente y febril afán de jugar. El mismo, en una explicación que con ella tuvo, la había amedrentado para arrancarle la firma. Además le veía cada día más delgado y más sombrío. Pero aunque se preocupaba un instante de estas cosas, el tren complicado de su vida de mujer elegante, ayudado por el deseo de no pensar en asuntos enfadosos, se las apartaban pronto de la memoria. Nunca se le pasó por la imaginación que tales pérdidas pudiesen afectar seriamente a sus comodidades, a su ostentación, ni aun a sus caprichos. La conducta de Osorio, que nada le había dicho de restringir los gastos, daba pretexto a perseverar en esta creencia. Pero el gusano permanecía vivo allá en el fondo. No había más que hostigarle como hizo Pepa, para que royese lindamente.

–¿Los negocios de mi marido?—dijo balbuciendo, como si no entendiese—. Yo nunca me entero … ni le pregunto.

–Pues me han dicho que ha tenido grandes pérdidas en estos últimos tiempos….

–Allá él—exclamó la dama reponiéndose y alzando los hombros con supremo desdén.

–Es que a ti también te puede chamuscar el pelo, hija mía. ¿Tienes asegurada tu dote?

–No sé lo que es eso…. ¿No te he dicho que no entiendo de negocios?

–Pues en este asunto debieras procurar enterarte.

–Pues yo te digo que no me preocupa nada y te ruego que hablemos de otra cosa.

Clementina se mostraba más altanera y desdeñosa cuanta más insistencia veía en Pepa. Su orgullo, siempre alerta, le hacía suponer que ésta había preparado aquella conferencia para mortificarla.

–Es que … querida mía, debo advertirte que tu marido no especula solamente con su capital—dijo la viuda picada ya.

–¡Ah! ¡Ya pareció aquello! Vamos, tú tienes algunos ochavos en poder de Osorio y temes perderlos, ¿verdad?—dijo Clementina con sonrisa sarcástica, reprimiendo su cólera con trabajo.

Pepa se puso pálida. Una ola de ira le subió también del corazón a los labios. Estuvo a punto de echarlo todo a rodar y ponerse a reñir como una verdulera, para lo cual tenía dotes especialísimas; pero un pensamiento interesado, un pensamiento de conservación la contuvo. Si rompía con su amiga, si la irritaba, las probabilidades de salvar su capital disminuían. Comprendió que el mejor partido era no excitar su naturaleza indómita, esperar que la amistad o su mismo orgullo la impulsasen a la generosidad. Hizo un esfuerzo para reprimir sus ímpetus ante la mirada altiva y provocativa de su amiga y dijo con abatimiento:

–Pues sí, Clementina, te lo confieso. Tu marido tiene en su poder lo poco que poseo. Si lo pierdo me quedo sin una peseta. No sé qué será de mí…. Antes que depender de mi yerno, prefiero pedir limosna.

–Pedir limosna, no. Te traeré a casa para acompañarme en lugar de Pascuala—dijo con desdén la dama, en quien la soberbia aún no se había apaciguado.

Pepa sintió más este flechazo que el anterior, pero logró contenerse también.

–Vamos, chica—dijo volviendo a cogerla por las muñecas cariñosamente—, no me eches a la cara los millones. Si he venido a aburrirte con estas cosas, es porque te tengo por mi mejor amiga. Ya sé yo que se exagera mucho, y que la envidia anda suelta por el mundo. La mayor parte de lo que cuentan de las pérdidas de Osorio, probablemente no será verdad….

–Y si lo fuese, la cosa tiene poca importancia para mí. Figúrate que hoy mismo me ha dicho mi madrastra que me deja por heredera de toda su fortuna.

Pepa abrió los ojos con sorpresa.

–¿La duquesa? ¡Oh, pues no son más que cincuenta millones de pesetas! Creo que la pobre está muy enferma….

–Bastante.

La soberbia se sobreponía en aquel instante a todo sentimiento afectuoso en el corazón de Clementina. Pronunció aquel bastante en un tono que daba frío.

Las dos amigas, al cabo de unos minutos, se entendían perfectamente. Pepa, afectando siempre desenfado, adulaba de todos los modos posibles a su amiga, como hermosa, como rica, como elegante. Clementina se dejaba adular, respiraba con delicia aquel tufillo de incienso. En cambio prometía que ni un céntimo perdería Pepa de su capital.

Bajaron la escalera cogidas por la cintura, charlando como cotorras. Al llegar a la puerta del salón, antes de soltarse se dieron un apretado y cariñoso beso. Ninguna de las dos pensó que lo que las tenía enlazadas no eran sus propios brazos, sino los de un cadáver: el cadáver de una santa y generosa señora.