El sueño de Gargantúa

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From the series: Pensamiento crítico #84
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CAPÍTULO I

De la Ciudad de Dios a la ciudad del Mercado

USOS LIBERALES DEL LIBRO

Con los contrafuertes abiertos, la celda se ha iluminado al salir el sol. Los graznidos han llamado la atención del ilustre huésped, que se asoma al ventanal. Entre los barrotes de la parte inferior puede ver por fin los barcos que fondean la costa holandesa, y el vuelo de los pájaros que se alejan del castillo, dejando atrás el amplio foso y los muros.

Lo cierto es que el preso –Hugo– no tiene con qué comparar su estancia (creció en una familia más que acomodada y, aunque su padre se dedicara entre otras cosas a la especulación inmobiliaria, las estancias en prisión nunca estuvieron dentro de su apretado y acelerado programa de estudios)… pero apenas logra encontrar algo de su agrado, por no decir algo que no le aterre hasta la médula. Es verdad; su amigo y referente político, Johan, corrió peor suerte. Pero por momentos esta estancia, un ultraje en toda regla a su persona, le ha llegado a parecer peor que el cadalso. ¿Para esto se hace uno socio de la compañía más próspera del mundo conocido?

Es cierto que esa membresía suele abrir muchas puertas, pero el embrollo que le ha traído hasta la cárcel tiene que ver con alambicadas disputas políticas y religiosas más allá de su capacidad monetaria. En cuanto a la religión, el asunto se había dirimido entre gomaristas (calvinistas) de un lado, y arminianos del otro. Y en el centro de la disputa, al menos en su vertiente teológica, la Caída. En ella, arminianos como él habían visto la clave para la comprensión de la naturaleza humana, el libre albedrío… y también el origen de la propiedad privada.

Merced a la Caída (del Edén), los «remonstrantes» o «arminianos» defendían que los hombres quedaban corrompidos y alejados de la imagen divina, pero, a diferencia de lo que afirmaban los calvinistas, el Espíritu Santo podía recuperar la semejanza con Dios, que podría no haberse perdido del todo (una posibilidad abierta por el propio Calvino). La «gracia precedente» (o «preventiva») borraba parcialmente el pecado adánico y hacía a los individuos capaces de responder al llamado de Salvación. Esta «capacidad» abría el campo para el libre albedrío, sostenido siempre por la Gracia divina:

La providencia divina se subordina a la creación; y es necesario, por tanto, que no afecte a la creación, cosa que haría si inhibiera u obstaculizara el uso del libre albedrío en el hombre[1].

Así, los hombres ejercen su libre albedrío aceptando o rechazando la Gracia, del mismo modo en que la expiación de los pecados que trae Jesucristo sólo se produce para aquellos que aceptan el llamado divino. La (famosa y «weberiana») calvinista doctrina de la elección, por tanto, queda para los arminianos abierta a la respuesta de los humanos. Esa respuesta, es verdad, está ya registrada en la omnisciencia divina, pero para el arminianismo era válida la sutilísima diferencia entre esta predestinación «débil» y la predestinación «fuerte» del calvinismo (en la que, desde la creación del mundo, ya están asignados los destinos de condenados y salvados). Además, tanto para Arminio como para nuestro primer protagonista, la predestinación calvinista atribuía el Mal a la acción divina, mientras que para ellos el origen del mal estaba en el libre albedrío, aunque también este sea la fuente del bien: todo dependía del uso que se diera a esa libertad.

Y bien, ¿en qué había empleado esa libertad nuestro taciturno preso? En apoyar a Johan Van Oldenbarnevelt –arminiano y a la sazón Gran Pensionario de las provincias– en un intrincado juego de poder político y religioso con el estatúder Mauricio de Nassau (desde su punto de vista, un golpista que había roto la autonomía de las provincias a la hora de regular sus disputas político-religiosas). La respuesta de Mauricio de Nassau fue contundente, y el juicio –ilegítimo, según los abogados– acabó con la ejecución y los arrestos.

Así, una mañana más, y de pie tras los barrotes, Hugo de Groot, conocido como Grotius o Grocio, vuelve a tener la tentación de comunicarse con su compañero de prisión. Quizás Rombaut esté asomado a la ventana de su celda, que da también a este lado del foso: quizás no haga falta ni siquiera gritar, y baste con llamarle a un volumen discreto. Pero sería una estupidez, y hacerlo precisamente hoy, 22 de marzo, traería demasiadas complicaciones. La situación podría empeorar: ¿quién sabe si habrá desdichados que corran peor suerte? Le parece difícil de imaginar, pero al fin y al cabo él está en la tercera altura del torreón: hay celdas por debajo de él, y los vanos de esos pisos apenas podrían considerarse ventanas, o acaso respiraderos. Sí, quizás hay quien viva peor. Su celda es amplia, su comida ha sido más o menos de su gusto: copiosa, pero tosca.

Ahora mismo la habitación en la que cumple condena está atestada de libros: en la mesilla, para empezar, las poesías de Janus Secundus, que le hicieron llegar a él y a Rombaut como parte de un encargo para su traducción al holandés. Sus versos son del agrado de Hugo, pero su lectura no parece muy oportuna en esta situación. Mucho menos para Rombaut, anciano y demasiado árido como para apreciar la poesía. Maria, la esposa de Hugo, tuvo que insistir para que ambos se interesaran repentinamente por la lírica neolatina. Hugo cedió antes, y pudo descubrir en el interior del volumen que varias páginas se habían sustituido por instrucciones detalladas sobre el proceso judicial y otras cuestiones[2]. Sin embargo, el viejo Rombaut Hogerbeets se hizo tanto de rogar que los guardias sospecharon y toda la operación llegó a las autoridades locales. Pero, junto a otras incomodidades, esta también pudo solucionarse con un oportuno soborno.

En definitiva: en el suelo, en la mesilla, en el escritorio de la celda se amontonan los volúmenes. La Historia de Eusebio y Adversus hereses, de Epifanio; Clemente de Alejandría, Tertuliano, Plutarco. También se encuentran en la celda la Physica y las Eclogae ethicae de Estobeo, junto con las Fenicias de Eurípides, ya que entre otros quehaceres Hugo ha podido dedicarse a traducirlos del griego al latín. Pero su labor más urgente, al menos en lo que al estudio se refiere, queda patente en los libros de Erasmo, Beza, Drusius, Casaubon y Calvino que también ocupan espacio en la celda. Y por supuesto, un par de copias de la Biblia.

De la Biblia, el estudio de Grocio (durante toda su vida) se centra especialmente en la Caída. De aquí surge tanto su defensa del libre albedrío individual como su reconstrucción del concepto de propiedad privada, así como su defensa del derecho y obligación para los cristianos de tomar botines de guerra. En su obra De Jure Praedae se apoyará para esto en Génesis, 14. Y precisamente aquí se encuentran otras de las argumentaciones de Grocio que pueden ser más interesantes.

En esa obra la Ley Natural («la ley principal de las naciones») se define de modo que en ella no cabe la propiedad privada… en principio. Aunque parezca extraño en uno de los precursores del liberalismo clásico, en realidad esto sólo era una concesión inicial al campo de estudio en el que se estaba moviendo, el exegético. Para Grocio no hay salida posible al hecho de que las escrituras dejan claro que «todas las cosas eran propiedad común en aquellos días distantes [y por tanto] no había transacciones co­merciales»[3]. Este argumento reaparece en la historia de la teología cristiana, pero, como veremos, lo último que le interesa a Grocio es dar completamente la razón a san Basilio de Cesarea y san Ambrosio (y por consiguiente a san Agustín): si lo hiciera tendría que admitir que el mandato divino, tras la redención de Cristo, sería el de conservar la «propiedad común» de la que se habla en Hechos, 2:44-45 … Es decir, tendría que admitir eso, y a la vez conservar el carnet del club «capitalista» de la Compañía neerlandesa de las Indias Orientales.

En realidad, la jugada de Grocio es mucho más arriesgada: bajo la guía de la naturaleza, y mediante un proceso gradual, el uso de aquellos elementos necesarios para la vida se habría hecho inseparable de su propiedad privada. Al comer del Árbol en el Jardín del Edén, Adán y Eva no sólo acceden al ámbito de la prudencia, sino también al mundo «del trabajo y de la industria»[4].

Sin embargo, la propiedad privada la ha derivado Grocio de principios ya presentes antes de la Caída; el uso mismo está ya vinculado a la propiedad (en términos que serán útiles no sólo para hablar de propiedad personal, sino también de propiedad capitalista). Así que, ¿cómo puede subsistir la propiedad privada tras la Caída? ¿No se recuperaría tras la redención de Cristo? En un primer momento Grocio desplaza la ruptura de la caída del Edén a otros momentos bíblicos «posteriores» (Génesis 9:3, o 21), después, en varios requiebros a lo largo de su obra, suavizará la diferencia o introducirá un desarrollo gradual. Así, la exégesis bíblica, terreno importantísimo de disputa teológica y política para Grocio, en realidad acabará subordinada a la defensa de la propiedad privada (de los «suyos»), siendo esta el pivote alrededor del cual gire el análisis[5].

Pero, en lo que concierne a sus intereses más conscientes, ¿por qué da Grocio este rodeo, reconociendo la molesta cuestión de la «propiedad común», que podría haber ignorado? Porque todas las sutilezas que presenta alrededor de las diversas formas de propiedad no-individual le permitirán conservar un espacio de bienes «no divisibles» ni apropiables: el mar, medio de negocio y disputa entre la Compañía neerlandesa de las Indias y, entre otras, las naves portuguesas, cuyo dominio había que quebrar.

 

Por otro lado, la «ocupación» y la «adquisición» de lo que antes pudo ser propiedad común (o privada, de otro individuo o compañía) y que ahora resultara ser «útil para la vida» deja de ser para Grocio un «robo», y queda en un terreno debatible, donde –desde luego– tendrían que entrar las leyes. Y si estas deben entrar es porque la cuestión ya no está tan clara. Además, según la propia definición doble que Grocio establece del acto de posesión, aparte de la posesión física de los bienes muebles, en lo que atañe a los bienes inmuebles el acto de posesión depende de la «actividad referente a la construcción o definición de límites»; es decir, que esta actividad es la que permite hablar de propiedad en el caso de esos bienes inmuebles. Sin embargo por definición esto último es imposible cuando se trata de los mares (y al declarar los mares como un ámbito no apropiable, se invalidaba toda pretensión portuguesa de dominio sobre ellos, sancionando con ello la legitimidad jurídica de la captura neerlandesa de la nave Santa Catarina).

Al paso de esta última argumentación, por cierto, aparece una cuestión que puede resultar interesante: para Grocio el mar no por ser «propiedad común» es «propiedad de todos», sino que más bien es «propiedad de nadie»[6]. El resultado en el contexto específico de la Compañía neerlandesa de Indias no es diferente del antes mencionado, pero merece la pena anotarlo. En todo caso, ¿quién forma ese «todos», esa sociedad? En Grocio hay una contradicción fundamental entre interés propio y «un exquisito deseo de sociedad». La razón y la justicia median entre ellas, pero siempre como resultado de la semejanza (nunca perdida, recordemos) entre Dios y su creación, aunque Grocio, en algunos pasajes –por ejemplo en De jure Praedae– tenga dificultades en domeñar el irrefrenable deseo de poder que adjudica a los hombres libres: «Lo que cada individuo ha indicado como su voluntad, es ley para él». De aquí que lo que en Grocio (y hasta los liberales de hoy) es una indomable voluntad de autodominio, acaba siendo una indomable voluntad de posesión: «todo hombre es el gobernante y árbitro de los asuntos relativos a su propiedad».

Y por encima de cada criatura (pero no de algunos hombres), predominan dos instancias colectivas superiores, a veces superpuestas: la nación y la Compañía. Retomando los argumentos de Francisco de Vitoria (dándoles la vuelta en su favor), y apoyándose en su concepción de la libertad de los mares, Grocio declarará el derecho «sacrosanto» (ius sanctissimum) a viajar y comerciar libremente; la Compañía neerlandesa de las indias orientales estaría cumpliendo así con una historia teológica de salvación universal, frente a los obstáculos portugueses y españoles. La libertad de los mares es un principio de origen y fundamento teológico que no obstante se alza sobre toda instancia política o incluso espiritual[7]: nada puede oponerse a la competición salvífica en asuntos comerciales, nada puede impedir el designio divino que preparó el mundo para el comercio global.

El naciente cóctel liberal casi está completo: sólo falta añadir que, para Grocio, un derecho lo ejerce y posee un individuo que tiene el poder y medios suficientes. Cuenta por tanto como propiedad privada, arrancada del común y cercada legalmente[8]. Por supuesto esto está lejos de la idea de que los derechos son «inalienables», y de hecho los coloca en el mercado. Además, hay que señalar que entre estos derechos para Grocio está el de «demandar lo que se le debe a uno»[9].

La lectura bíblica y la argumentación jurídica de Grocio sobre los derechos, desde presupuestos abstractamente universales y en realidad excluyentes, como ocurrirá en el desarrollo del liberalismo, llevan a un punto más oscuro: no sólo el etnocentrismo rampante de su obra arroja sombras en los luminosos debates sobre el libre albedrío. Sus análisis bíblicos del acto de posesión, y su defensa de la apropiación en el ámbito naval, se combinan con la defensa de la esclavitud de guerra (mientras no sea entre cristianos); la razón, como don otorgado por Dios en virtud de la semejanza prelapsaria entre el Señor y su creación, arranca en Grocio apenas una tímida denuncia del clásico argumento aristotélico de la esclavitud «por naturaleza», y desemboca sin embargo en la defensa de la esclavitud contractual «por tiempo determinado». Sus pasajes acerca de la vida en las primeras comunidades cristianas contrastan paradójicamente con su aceptación de la esclavitud como pena por delito[10].

Todos estos son motivos más que suficientes para que Hugo de Groot, en su prisión, y aun estando a miles de kilómetros de donde se ponían en práctica todos estos «derechos», se sintiera más cerca que nunca de ese mundo terrible y lejos de la adinerada comodidad de su hogar. Así que volvamos a la tarde del 22 de marzo. Entre los montones de papeles de la celda de Grocio están todavía los borradores de una carta a su hermano sobre las Tragedias de Séneca, y un catequismo en verso, en flamenco para su hija Cornelia y en latín para su hijo, acompañados de ochenta y cinco preguntas y respuestas.

Clásicos grecolatinos, libros de teología, biblias, borradores de cartas y estudios… En definitiva, una descomunal cantidad de documentos (que no eran ligeros), transportados en grandes y pesados cofres. Algo podía esconderse ahí, y de hecho uno de sus jueces, Muys van Holj, había ordenado revisar el material, con poco éxito (aparte de los mensajes incluidos en aquellos versos neolatinos). En esas inspecciones no ayudaba el poco interés teológico de los guardias, y mucho menos que entre los libros se incluyese la ropa interior del profesor. Esta, junto a los libros, se llevaba hasta el pueblo vecino de Worcom, para ser ahí lavada y repuesta. Otra comodidad más respecto a los otros reos, desde luego. Pero esta no sería seguramente la opinión del propio Grocio que, por supuesto, ansiaba recuperar su libertad.

Así, cada cierto tiempo los cofres entraban y salían de la celda. Y Grocio leía. Aunque no lo suficiente: eso le dijo Maria van Reigersbergen, la esposa de Grocio, a la mujer del comandante del castillo de Loevensteyn, aprovechando un viaje de este a Heusden. La visita, para acordar un mejor servicio de biblioteca y mayores cuidados para su marido, pareció poco más que un galante e inocente intercambio de pareceres entre dos damas de buena posición. Pero en un momento de descanso, Maria y dos ayudantes corrieron a la celda de Grocio (la facilidad de esta operación da cuenta del laxo régimen de encarcelamiento) e introdujeron a Hugo en el cofre de los libros, convenientemente provisto de respiraderos.

Maria abandonó el castillo, y poco después también lo hicieron dos porteadores y el cofre, que no fue inspeccionado, pues la esposa del comandante –engañada– había certificado que se trataba una vez más de libros y ropa interior. Vistiéndola, iba también en el cofre el ilustre jurista Hugo de Groot, alias Grocio.

Unos días después finalizaba una de las primeras escapadas carcelarias patrocinadas. La Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales volvía a tener a su gran defensor en libertad.

¿CUÁNTO PESA UNA BRUJA?

Según nos consta hoy, la biblioteca de John Locke (dividida y reunida varias veces) pudo componerse de hasta 3.641 volúmenes[11]. Puede que algún lector, ya sea historiador, filósofo, bibliófilo, o admirador liberal de Locke, se nos distraiga y comience a soñar con transportarse a ella (de estar toda reunida en un sólo edificio y ciudad, se entiende[12]), pero como el magín es libre, de poco nos servirá advertirle, así que nos toca viajar con él como acompañantes.

Y darle ánimos: pues uno tras otro, los volúmenes que va sacando de los estantes no se ajustan a sus expectativas. Efectivamente, la biblioteca de Locke está compuesta, en abrumadora mayoría, por libros que de un modo u otro tendríamos que colocar bajo la etiqueta «Teología». Nuestro soñador compañero está a punto de desanimarse, pero tras un rato encuentra por fin un libro diferente. Sin embargo, no es de filosofía; nada de Aristóteles, ni siquiera Sexto Empírico o quizás una rara edición de Filmer o Hobbes. Por la ilustración del frontispicio parece un diario de viaje. Mala suerte. Retomamos la búsqueda, y tras este último otros tantos libros de teología se apilan ya sobre el suelo de la biblioteca que estamos asaltando. Finalmente, bajamos del anaquel un libro sin grandes motivos eclesiales, ni santos o Padres de la Iglesia en la portada. Por fin un hallazgo para la historia de la filosofía.

…Pero no hay suerte. Una vez más, el libro es otro de esos denostados y aburridos diarios de viajes (o eso parece pensar quien nos acompaña en este allanamiento bibliófilo). Este donoso escrutinio imaginario podría continuar un trecho sin grandes resultados. Pero quizás no tarde mucho más en dar sus frutos, y finalmente vayan apareciendo libros que le restituyan la fe en la definición de diccionario que tenemos del gran filósofo y «empirista» inglés: así, poco a poco irán apareciendo las obras que leyó de Gassendi, Descartes, Bacon, Boy­le, etcétera.

Podemos atribuir la decepción inicial al azar, aunque según continuemos vaciando los anaqueles, la sorpresa continúa. Y sin embargo la estadística corrobora nuestra experiencia: de los 3.641 libros censados por los investigadores, Locke «sólo» poseyó 269 que pudiéramos catalogar como filosofía. De hecho, tenía más libros de viajes: 275.

Desde la Edad Media este género había recobrado la popularidad de tiempos de Heródoto o Pausanias, pero también comenzó a labrarse la fama que ha llegado hasta nosotros: libros fantásticos, delirantes, llenos de superstición o, según se mire, un fascinante encanto literario. En uno de los que hemos encontrado en la biblioteca de Locke, la portada reproduce un barco que navega cerca de una costa blanca, bajo unas flores de lis. El título reza: Viaje a los países septentrionales, y está escrito por el Sr. De La Martinière, publicado en París, en 1682. En él «se ven las costumbres, manera de vivir y supersticiones de los noruegos, lapones, kilopes, borandianos, syberianos, samoyedos, zemblianos, islandeses».

Locke podría parecer un «lector omnívoro», que coleccionaba lecturas a las que dedicaba un interés desigual, pero en realidad era voraz y muy selectivo respecto a los libros de viajes[13]. Los utilizaba como material valioso de investigación y referencia. En el libro de Martinière se narraba, entre otras, la historia de un capitán de barco que en tierras finesas había comprado una cuerda anudada por un «nigromante» local[14]. Cuando el capitán desató los dos primeros nudos, el navío pudo viajar tranquilo, impulsado por vientos favorables. Sin embargo, al desatar el tercer nudo, tormentas y oleajes inusitados hicieron peligrar la travesía. Por supuesto, esta era para el autor del libro una de tantas «supersticiones» que poblaban la mente del capitán y la población escandinava: el suceso, por supuesto, no se debía al poder mágico del nigromante, sino al «castigo divino» por creer semejantes patrañas heréticas. Un castigo del «científico» y «escéptico» Dios cristiano y protestante, quiérese decir.

La pasión inconfesable de Locke: estas historias le fascinaban. Pero, a diferencia de lo que afirman biógrafos y académicos actuales, el detalle antes citado no tiene por qué confirmar un escepticismo (entendido en sentido contemporáneo) por parte de Locke o sus autores preferidos, sino una distancia respecto a la explicación del otro «salvaje». Es decir, una distancia respecto a la creencia del pagano, no respecto a la reconstrucción racional del civilizado pensador cristiano. Esa racionalidad cristiana, hay que añadir, era la misma que en ese momento, en Inglaterra, iba de la mano de la alquimia, del uso de la magia en la práctica médica, o –tal y como como acreditaba entonces el Royal College of Physicians– de la brujería como causa de patologías fisiológicas[15]. La brujería era una posibilidad real para Glanvill, para Henry More, e incluso para Boyle. No la supersticiosa «nigromancia» finesa, ¡por Dios!; estamos hablando de algo serio: la comprobada obra del Diablo.

 

De modo que, del Milione de Marco Polo hasta los viajes de Mandeville o Martinière, todo este mundo «oculto» estaba muy presente en la vida de Locke. Para empezar, en su correspondencia. A su amigo William Allestree lo instó a informarle de este tipo de encuentros con lo fantástico en sus viajes por Suecia. Textos como el Geographia Universalis habían hecho famosos a los lapones como brujos y amos de los elementos, y sobre la brujería en Suecia los informes eran ya innumerables. La curiosidad de Locke era insaciable: pedía constantemente a su corresponsal que le enviara entrevistas, dibujos, e incluso objetos mágicos –como unas botas laponas, que se perdieron en el envío, para desesperación de Locke[16]–. La tendencia en las investigaciones recientes es minimizar su interés, y en eso ayuda que la correspondencia esté incompleta, y especialmente (de manera harto conveniente) la parte que incumbe a las peticiones de Locke y no a las respuestas de sus corresponsales. No obstante, hay cartas que apuntan en dirección contraria; sin ir más lejos, en la correspondencia con Allestree las supuestas peticiones y preguntas de Locke son tan insistentes que acaban con el destinatario recomendándole otras personas que puedan satisfacer aún mejor su curiosidad.

Volviendo de nuevo a la petición de las botas «mágicas», el corresponsal de Locke en Laponia, Allestree, le explica que estas se hundieron junto al barco que las transportaba. «Aunque sus portadores fueran brujos –afirma Allestree en la carta– las botas debían estar limpias [de brujería] pues se hundieron.» Este comentario venía a cuento de la práctica, aún difundida en el siglo XVII, del «Swimming of a Witch», práctica sancionada por el mismísimo James I de Inglaterra en su Daemonologie (1597), y descrita por el archirrival de Locke, Robert Filmer, en su texto de 1653 An advertisement to the jury-men of England touching witches. En este folleto, más o menos crítico, se descartan los «dieciocho signos o pruebas de brujería» aportados por otros eruditos, y se informa de cómo se realizaba el «baño» probatorio:

Esto es, tal como Wierus lo interpreta, cuando el pulgar de la mano derecha se ata al dedo gordo del pie izquierdo, y el pulgar de la mano izquierda al dedo gordo del pie derecho: [tanto Perkins como Delrio argumentan] contra este juicio de agua, y contra [la prueba consistente en] la incapacidad de una bruja para derramar lágrimas (según el Rey James)[17].

La práctica prescribía bañar desnuda a la «sospechosa», con las ataduras antes descritas, tres veces. Si se hundía (sobreviviera o no), era considerada inocente; si flotaba, era considerada culpable. Esta fue la práctica común, que fue extinguiéndose sólo a comienzos del siglo diecinueve, aunque hay casos registrados en 1825, 1829, 1865 o 1870.

En todo caso, algunos intérpretes leen el comentario de Allestree como un «chiste»; de ahí deducen la distancia escéptica de Allestree respecto a la creencia en la brujería… y –sin prueba documental, pues carecemos de la otra parte de la correspondencia– se acaba deduciendo un igual escepticismo por parte de Locke. Sin embargo, la opinión no es compartida por otros investigadores:

Sólo basta con considerar los comentarios de John Locke sobre espíritus, repartidos por sus obras, para ver que la brujería no era descartada por la nueva epistemología. La concepción lockeana del entendimiento humano podía usarse, como hizo Boulton, en apoyo de la creencia en las brujas […] pero en términos políticos, podemos ver por qué la teoría de la brujería podría haber tenido poco atractivo para aquellos orientados hacia ideales lockeanos […][18].

El interés iba más allá de las brujas y sus juicios; en 1679 obtuvo de otro corresponsal un informe sobre una casa encantada en Canterbury, y en la correspondencia podemos encontrar muchas más peticiones. En general, Locke «preguntaba con asiduidad a amigos y conocidos que viajaban por el extranjero, pidiéndoles que investigaran en su nombre sobre posibles sucesos de brujería», además de apariciones de espíritus e invocaciones demoníacas[19]. Por un lado, estas peticiones podrían parecer destinadas a «refutar historias similares» que ocurrieran en Inglaterra; pero esto nunca ocurrió. Locke «nunca dejó claras sus posiciones respecto a la brujería, en privado o en público», y «parece no haber llegado a tener una posición clara sobre el tema. Sin duda Locke podría haber permanecido indeciso», «sin descartar del todo» que existiera realmente la brujería «en el mundo pagano», allí donde «el demonio se aparece»[20].

Aunque no podamos despejar definitivamente el interrogante, queda claro que Locke tenía un interés especial en estos asuntos. No sólo como lector, ni como interesado en las manifestaciones más extrañas del poder espiritual, sino, además, como devoto cristiano. No es para menos, ya que gran parte de las argumentaciones más delicadas de su obra, en especial aquella dedicada a cuestiones políticas, giraban alrededor de, y se sustentaban en, la fe cristiana y reformada de Locke[21]:

Las sagradas escrituras son para mí, y siempre serán, la guía constante de mi consentimiento; y siempre nos atendremos a ellas, en la medida en que contienen verdad infalible, respecto a las cuestiones de la más alta importancia[22].

Una fe, por cierto, que llega incluso a las bases mismas del contractualismo de Locke, introduciendo en el corazón de una de las obras más valiosas del liberalismo político los límites religiosos de la tolerancia:

Finalmente, no han de ser en absoluto tolerados aquellos que nieguen la existencia de Dios. Las promesas, pactos y juramentos que son vínculos de la sociedad humana, no pueden tener valor o santidad para un ateo. Apartar a Dios, incluso en el mero pensamiento, disuelve todo[23].

El punto central para entender la concepción política y económica de Locke es, una vez más, el Génesis, y en concreto, la Caída. Pero en su caso la lectura estaba llena de trampas: había que proceder con cuidado, ya que pisaba terreno bien conocido por su adversario teórico, del que ya hemos hablado: Robert Filmer. A diferencia de Filmer –que ve en Adán al primer Rey– Locke lee la historia de la caída como la aparición de la muerte para la humanidad, y junto a ella, el trabajo, inseparable de la propiedad y la libertad. No obstante, fue Adán, y no nosotros, quien nació plenamente libre, quedando para el «resto de la humanidad» (por supuesto, ese «nosotros» lo forman adultos varones blancos, anglosajones, protestantes, y plenamente facultados[24]), la tarea de hacer efectiva esa libertad en potencia: libertad dentro de los límites de la Ley Natural, por supuesto.

Esta ley natural, sostenida por Dios, y descodificada por la razón, exige de los hombres que eviten dañar las posesiones del prójimo, especialmente la vida, la salud y la libertad. Poco a poco, según va ganando terreno la necesidad de sociedad, los seres humanos consienten en ser gobernados y entregar ciertas libertades en perjuicio de otras. Así, navegando por estos espinosos temas centrales para la filosofía política moderna, entre sus Dos tratados y el libro posterior La racionalidad del cristianismo, Locke da con el equilibrio contractual más adecuado a la razón de los sujetos políticos: entregamos igualdad, libertad absoluta y poder, para asegurar la autopreservación, la propiedad, y ciertas libertades[25].

Estamos muy cerca del homo oeconomicus, pero aún no hemos llegado: al margen de la contradicción en la que Locke se encuentra respecto al don de la razón antes y después de caer del jardín del Edén, su ejercicio debe realizarse en conjunción con el seguimiento del verbo divino. Para Locke, de haber un contraste entre razón y revelación, a lo largo de su obra la balanza se irá inclinando más hacia la segunda. En todo caso, según leemos en su primer Tratado, el interés propio es «el primero y más fuerte deseo que Dios implantó en los hombres»[26]. Un interés que está dirigido, por tanto, a la preservación (y los dos conceptos van ahora juntos) del derecho a la propiedad.