La religión en la esfera pública

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Para Habermas, la cláusula (proviso) en la esfera pública informal representa una carga mental y psicológica irrazonable para los ciudadanos religiosos. «Por ende, sostiene, los ciudadanos religiosos deberían poder expresar y justificar sus convicciones en un lenguaje religioso si no pueden encontrar traducciones seculares para ellas» [Aguirre, 2012, p. 62].

Pero esto, de acuerdo con Habermas, tiene un corolario altamente controversial referido a los ciudadanos seculares: ellos tienen que abrir su mente a los posibles contenidos de verdad de tales presentaciones.

Este aspecto, para algunos, representa el elemento más controversial del enfoque de Habermas, ya que parece implicar, por lo menos, los siguientes tres deberes para los ciudadanos seculares: primero, ellos no podrían controvertir el derecho de los ciudadanos creyentes de hacer contribuciones a los debates políticos públicos expresadas en un lenguaje religioso; segundo, no podrían negar a priori el potencial de verdad que pueden tener las concepciones religiosas del mundo; y, tercero, se esperaría incluso que participaran en los esfuerzos por traducir las contribuciones relevantes de un lenguaje religioso a uno públicamente accesible (Habermas, 2006, p. 119).

Sin embargo, hay que señalar que para otros los deberes concretos que Habermas especifica para los ciudadanos religiosos también pueden resultar altamente controversiales. Primero, los ciudadanos religiosos deben desarrollar una actitud epistémica tolerante y positiva hacia otras religiones. Según Habermas, esto se logra «en la medida en que los ciudadanos pongan autorreflexivamente en relación sus concepciones religiosas con las doctrinas de la salvación que compiten entre sí, de modo que esa relación no haga peligrar su propia pretensión exclusiva a la verdad» (Habermas, 2006, p. 145).

Segundo, los ciudadanos religiosos deben desarrollar una actitud epistémica tolerante con la independencia y la autonomía del conocimiento secular. Para Habermas,

[…] esto solo se logra en la medida en que los ciudadanos conciban por principio, desde su punto de vista religioso, la relación de los contenidos dogmáticos de fe con el saber secular acerca del mundo, de tal modo que los progresos autónomos en el conocimiento no puedan venir a contradecir los enunciados relevantes para la doctrina de la salvación [Habermas, 2006, p. 145].

Tercero, los ciudadanos religiosos deben desarrollar una actitud epistémica tolerante con la idea de que las razones seculares tienen primacía en la arena política, es decir, en la esfera pública formal. Según Habermas, «esto solo se logra en la medida en que los ciudadanos incorporen de una manera razonable el individualismo igualitario del derecho racional y de la moral universalista en el contexto de sus propias doctrinas comprehensivas» (Habermas, 2006, p. 145).

Estos deberes son, según Habermas, un reflejo de los tres desafíos que la modernidad le ha planteado a las conciencias religiosas; a saber: el hecho del pluralismo religioso, el avance de las ciencias modernas y el establecimiento del derecho positivo y la moral secular social. Desde el inicio de la modernidad, las comunidades religiosas han tenido que emprender un trabajo interno de autorreflexión hermenéutica, que deben continuar y fortalecer si el objetivo es comportarse como ciudadanos religiosos y también democráticos.

Como se ve, un elemento esencial de la propuesta de Habermas radica en su interés por lograr que las cargas que deben asumir los dos grupos de ciudadanos, es decir, los ciudadanos religiosos y los ciudadanos seculares, sean cargas simétricas.

En efecto, como lo señala Habermas al referirse a la obligación de traducción que tienen todos los ciudadanos:

Este trabajo de traducción tiene que ser entendido como una tarea cooperativa en la que toman también parte los ciudadanos no religiosos para que los conciudadanos religiosos que son capaces y están dispuestos a participar no tengan que soportar una carga de una manera asimétrica. Los ciudadanos religiosos pueden manifestarse en su propio lenguaje solo si se atienen a la reserva de la traducibilidad; esta carga queda compensada con la expectativa normativa de que los ciudadanos seculares abran sus mentes al posible contenido de verdad de las contribuciones religiosas y se embarquen en diálogos de los que bien puede ocurrir que resulten razones religiosas en la forma transformada de argumentos universalmente accesibles [Habermas, 2006, p. 139].

De forma similar, como explícitamente lo afirma Habermas:

Dentro de este marco, lo que nos interesa es la cuestión aún no resuelta de si la concepción revisada de la ciudadanía que yo he propuesto no sigue imponiendo después de todo una carga asimétrica a las tradiciones religiosas y a las comunidades religiosas [Habermas, 2006, p. 146].

Este interés de Habermas por la simetría y la justicia constituye, a nuestro modo de ver, un elemento crucial que debe tenerse muy en cuenta15. Desde esta perspectiva, entonces, en una comunidad constituida por valores constitucionales, los ciudadanos religiosos tienen que aceptar que en el ámbito institucional del Estado y la administración (parlamentos, cortes, ministerios, etc.), en la “esfera pública formal” únicamente cuentan el lenguaje y los argumentos seculares. En este punto, ellos tienen que aceptar que sus argumentos religiosos no pueden hacer parte de la “razón pública”16. De lo contrario, estaríamos en una situación en que los ciudadanos religiosos que apoyan tales argumentos se estarían poniendo a sí mismos en una posición privilegiada ilegítima con respecto a los demás ciudadanos; es decir, a los ciudadanos pertenecientes a otras religiones y a los ciudadanos seculares. Esto es lo que justifica, entonces, el principio de la separación de la Iglesia y el Estado17.

En este sentido, el derecho a la libertad de cultos se garantiza para todos (incluso para aquellos que no desean tener una religión) si y solo si el Estado se mantiene neutral hacia las imágenes del mundo religiosas que “compiten entre sí”. En este marco, cualquier ciudadano religioso que quisiera disminuir este principio evidenciaría un deseo por la injusticia, porque trataría ilegítimamente de privilegiar su propia posición religiosa en detrimento de las visiones de mundo de sus conciudadanos18. Si esto ocurre, la decisión tomada sería ilegítima por cuanto violaría el principio de neutralidad sobre la necesidad de formular y justificar las decisiones políticas obligatorias en un lenguaje igualmente accesible para todos los ciudadanos.

Ahora bien, desde una perspectiva aristotélica19, también podríamos decir que sería una decisión injusta, puesto que un grupo de ciudadanos de una religión determinada estarían poniéndose a sí mismos en una posición ilegítima de superioridad con respecto a los demás conciudadanos. Lo injusto sería, entonces, según el argumento de Habermas, la distribución asimétrica de las cargas y los beneficios sociales. En este escenario, los ciudadanos pertenecientes a esta religión particular estarían tomándose para ellos “todas las partes” de la razón pública. Así, desde esta perspectiva, es la virtud de la justicia distributiva la que exige que los ciudadanos religiosos soporten las cargas de aceptar el principio de neutralidad. En consecuencia, también deben aceptar que sus argumentos religiosos pueden contar en el ámbito institucional (la esfera pública formal), si y solo si han sido expresados previamente en un lenguaje secular, esto es, en un lenguaje comprensible por todos los ciudadanos. De lo contrario, los ciudadanos no religiosos, y los que pertenezcan a una religión diferente, no serían capaces de reconocerse a sí mismos como autores y no como simples súbditos de las leyes. De modo que se les habría negado su honor como ciudadanos y se habría cometido una injusticia.

Sin embargo, por razones similares, los ciudadanos seculares tampoco se pueden poner a sí mismos en una posición privilegiada al adoptar una actitud secularista, es decir, aquella que le niega todo valor a la religión y la considera, si acaso, una “reliquia del pasado”.

Esta distinción entre una actitud secular y una secularista es una distinción conceptual fundamental en la perspectiva de Habermas. En sus propias palabras:

Desde una perspectiva terminológica, distingo entre los términos ‘secular’ y ‘secularista’. Al contrario de la posición indiferente de una persona ‘secular’ o no creyente que, frente a las reivindicaciones del valor de la religión, se comporta de una forma agnóstica, los ‘secularistas’ adoptan una postura polémica respecto a las doctrinas religiosas que, pese a que sus derechos no son científicamente justificables, gozan aún de relevancia en el ámbito público. Hoy día, el secularismo se apoya con frecuencia en una línea dura de naturalismo, es decir, un naturalismo científicamente fundamentado [Habermas, 2009, p. 77].

Según Habermas, existe una razón muy simple para afirmar que los ciudadanos religiosos sí tienen un lugar de honor como ciudadanos en el Estado liberal: el Estado liberal garantiza el derecho a la libertad de religión y cultos. Por ende, un Estado no puede cargar a sus ciudadanos, a los que garantiza libertad de expresión religiosa, con deberes que son incompatibles con la búsqueda de una vida devota. El Estado democrático no puede exigirles a estos ciudadanos que justifiquen sus planteamientos y posiciones políticas de forma independiente de sus convicciones religiosas o visiones de mundo (Habermas, 2006)20.

Por lo tanto, si el Estado democrático protege la experiencia religiosa de sus ciudadanos y los declara así, ciudadanos “completos”, esto es, miembros libres e iguales de la comunidad política que se conciben a sí mismos (y exigen que los demás que los conciban así) como autores y no como simples sujetos de las leyes, los ciudadanos religiosos no deben temer participar, como ciudadanos religiosos, en las discusiones políticas de la esfera pública informal. De lo anterior se espera y presupone la previa aceptación del principio de neutralidad que, en el ámbito institucional de la administración, es decir, de la esfera pública formal, únicamente cuentan los argumentos y el lenguaje seculares. De acuerdo con Habermas:

 

Aun cuando el lenguaje religioso sea el único que ellos hablan y las opiniones fundadas religiosamente sean las únicas que pueden o quieren aportar a las controversias políticas, esos ciudadanos se entienden a sí mismos como miembros de una civitas terrena que los autoriza a ser autores de las leyes a las que se someten en cuanto destinatarios. Dado que solo pueden expresarse en un lenguaje religioso a condición de que reconozcan la estipulación de la traducción institucional, esos ciudadanos pueden entenderse a sí mismos como participantes en el proceso legislativo, aunque para ello solo cuenten razones seculares, confiando en los esfuerzos de traducción cooperativos de sus conciudadanos [Habermas, 2006, p. 138].

Ahora bien, en este marco, un ciudadano secularista que no desee cooperar en esta tarea por considerar simplemente que la religión como tal es “el opio del pueblo”, se estaría poniendo a sí mismo en una posición privilegiada e ilegítima, una que también reduce a sus conciudadanos religiosos a una posición de inferioridad. Habermas lo expresa de la siguiente manera:

En la medida en que los ciudadanos seculares estén convencidos de que las tradiciones religiosas y las comunidades de religión son, en cierto modo, una reliquia arcaica de las sociedades premodernas que continúa perviviendo en el momento presente, solo podrán entender la libertad de religión como si fuera una variante cultural de la preservación natural de especies en vías de extinción, puesto que, desde su punto de vista, la religión ya no tiene ninguna justificación interna. Y el principio de la separación entre la Iglesia y el Estado ya solo puede tener para ellos el significado laicista de un indiferentismo indulgente. Según la versión secularista, podemos prever que a la larga las concepciones religiosas se disolverán a la luz de la crítica científica, y que las comunidades religiosas no serán capaces de resistir a la presión de una progresiva modernización social y cultural. A los ciudadanos que adopten tal actitud epistémica hacia la religión no se les puede pedir, como es obvio, que se tomen en serio las contribuciones religiosas a las cuestiones políticas controvertidas ni que examinen en una búsqueda cooperativa de la verdad un contenido que posiblemente sea susceptible de ser expresado en un lenguaje secular y de ser justificado en un habla justificativa [Habermas, 2006, pp. 146-147].

En este sentido, las “cargas” impuestas a los ciudadanos seculares se justifican en la búsqueda del reconocimiento mutuo de todos en sus roles como ciudadanos que se conciben a sí mismos (y exigen que los otros ciudadanos los conciban así) como autores y no como simples súbditos de las leyes. El ciudadano secular debe ser capaz de tomar seriamente a sus conciudadanos religiosos como potenciales contribuyentes racionales a la discusión. Ciertamente no los debe rechazar de plano desde el inicio por estar hablando en un lenguaje religioso. Si lo hace, estaría pretendiendo para sí mismo el derecho de determinar a priori y de una buena vez lo que pertenece a la esfera pública informal (Lafont, 2009, p. 250). Pero esto constituye una posición privilegiada ilegítima. Desde ella, el ciudadano secular considera a sus conciudadanos religiosos como inferiores, y, así, les niega el honor y el valor que tienen como ciudadanos que se conciben a sí mismos como autores y no como simples súbditos de las leyes. Además, él también los estaría privando de los más importantes bienes que merecen como ciudadanos; a saber: el uso público de la razón y el derecho a participar en la práctica democrática de la autodeterminación. Y esto, como se señaló, constituye también un acto de injusticia. Por ende, el requerimiento de traducción de argumentos religiosos a argumentos seculares debe ser concebido como una tarea cooperativa. En ella los ciudadanos seculares no se pueden poner a sí mismos en una posición privilegiada con respecto a sus conciudadanos religiosos.

El privilegio que los argumentos seculares pueden tener solo se refiere al ámbito de la esfera pública formal. Pero en los demás debates políticos que se desarrollan en el contexto de la esfera pública informal, los ciudadanos seculares no tienen ninguna posición de privilegio, lo que significa que no pueden tratar de forma desigual y sin el debido respeto a sus conciudadanos religiosos. En palabras del propio Habermas:

Los ciudadanos religiosos pueden manifestarse en su propio lenguaje solo si se atienen a la reserva de la traducibilidad; esta carga queda compensada con la expectativa normativa de que los ciudadanos seculares abran sus mentes al posible contenido de verdad de las contribuciones religiosas y se embarquen en diálogos de los que bien puede ocurrir que resulten razones religiosas en la forma transformada de argumentos universalmente accesibles. Los ciudadanos de una comunidad democrática se deben recíprocamente razones para su toma de posturas políticas. Aun cuando las contribuciones de la parte religiosa en la esfera público-política no están sometidas a ninguna autocensura, esas contribuciones dependen de los esfuerzos cooperativos de traducción. Pues, sin una traducción lograda no hay ninguna perspectiva de que el contenido de las voces religiosas encuentre acceso a las agendas y negociaciones dentro de las instituciones estatales ni de que “cuente” en el más amplio proceso político [Habermas, 2006, pp. 139-140].

Con lo anterior quisimos presentar a grandes rasgos la propuesta de Habermas sobre el papel de la religión en la esfera pública. Como lo señalamos, esta propuesta constituye el marco teórico desde el cual realizamos el análisis de los argumentos expuestos en las decisiones de la Corte Constitucional en las sentencias seleccionadas. Desde el punto de vista filosófico, la propuesta política de Habermas sobre el rol de la religión en la esfera pública descansa en profundos presupuestos conceptuales sobre la noción de religión, el papel de la filosofía en el mundo contemporáneo, la idea de democracia y el significado de la modernidad y sus procesos de secularización. En este capítulo, no obstante, no entramos a detallar estos elementos, ya que desbordan los objetivos del presente libro. Simplemente, quisimos describir los elementos generales de la reciente perspectiva de Habermas sobre el rol de la religión en la esfera pública. Estos elementos nos servirán en las reflexiones que presentaremos en los siguientes capítulos.

6 Más recientemente, Habermas publicó el libro Mundo de la vida, política y religión (2015). Aunque en este texto se pueden encontrar aclaraciones y matices relevantes, la perspectiva de Habermas sobre el rol de la religión en la esfera pública se ha mantenido constante, al menos desde el año 2006. La “gran obra” de Habermas, que finalmente presentaría su versión final y sistemática sobre la religión, se encuentra todavía en preparación. Al respecto, véase Mendieta E. (2013), ‘Religion in Habermas’s work’. En C. Calhoun, E. Mendieta, J. Van Antwerpen (eds.), Habermas and religion. Cambridge UK: Polity Press.

7 Sobre el tema de la religión y la escuela de Fráncfort puede consultarse, entre otros, el libro Mendieta E. (ed.) (2005), The Frankfurt school on religion. New York: Routledge.

8 En un texto anterior Habermas había señalado que “el pensamiento posmetafísico no discute ninguna afirmación teológica determinada, sino que afirma más bien que no tienen sentido” (Habermas, 1975, p. 28).

9 Ver Habermas J. (1985). “La filosofía como vigilante e intérprete”. En J. Habermas. Conciencia moral y acción comunicativa (pp. 9-30). Barcelona: Península.teles.

10 (Trad. de los A.)

11 Esto es lo que se conoce como “la condición de Rawls” (Rawls’ proviso). Según esta condición, los ciudadanos religiosos deben asumir la traducción de sus argumentos religiosos a argumentos seculares, con el fin de participar en los debates con ciudadanos no religiosos.

12 Habermas incluye en este tipo de objeciones el argumento según el cual la perspectiva de Rawls es problemática, ya que sencillamente existen muchos ciudadanos religiosos que no tienen el conocimiento o la imaginación suficientes para expresar sus convicciones religiosas en justificaciones seculares equivalentes.

13 Desde este punto de vista, la propuesta de Habermas, además de ser una corrección de la visión de Rawls, es también una respuesta a las críticas de autores como N. Wolterstorff y P. Weithman.

14 El concepto de “esfera pública informal”, como es sabido, hace parte del lenguaje filosófico de Habermas, y con él desarrolla su noción de democracia deliberativa. La expresión “esfera pública formal”, por el contrario, no hace parte en estricto sentido del edificio conceptual habermasiano. Esta es una expresión presentada por la filósofa Cristina Lafont para desarrollar su interpretación crítica de la propuesta de Habermas (véase Lafont, 2007 y 2009). Aquí se acepta, puesto que nos parece bastante útil para entender y explicar el alcance de la perspectiva de Habermas.

15 Este elemento representa una ventaja para el objetivo principal de la investigación, puesto que las decisiones judiciales de la Corte Constitucional seleccionadas tienen el valor de la justicia como el principio rector por excelencia.

16 Esto es lo que diferencia a una comunidad integrada por valores constitucionales de una comunidad segmentada por las líneas divisorias de perspectivas de mundo en competencia. En la primera, los ciudadanos se perciben a sí mismos como participantes libres e iguales en las prácticas compartidas de la formación de opinión y voluntad democrática. Y en estas prácticas se deben entre ellos razones que justifiquen sus afirmaciones y actitudes políticas. La segunda, en cambio, “descarga a los ciudadanos religiosos y seculares en las relaciones que mantienen unos con otros de la obligación recíproca de justificarse los unos a los otros en torno a las cuestiones políticas controvertidas” (Habermas, 2006, p. 143).

17 De acuerdo con Habermas, «En el parlamento, por ejemplo, el reglamento de la cámara tiene que facultar al presidente para suprimir del protocolo los posicionamientos y justificaciones religiosas» (Habermas, 2006, p. 139).

18 Así, el Estado liberal debe esperar de sus ciudadanos que «reconozcan el principio de que el ejercicio de la dominación se ejerce con neutralidad respecto a las visiones del mundo. Todo ciudadano tiene que saber y aceptar que solo cuentan las razones seculares más allá del umbral institucional que separa a la esfera pública informal de los parlamentos, los tribunales, los ministerios y las administraciones» (Habermas, 2006, p. 137).

19 Ver Aguirre J. y Silva A. (2014). “Religión, secularismo y justicia. La propuesta de Habermas sobre el rol de la religión en la esfera pública y la virtud aristotélica de la justicia”. Filosofía UIS, 13(2), 85-107. En este artículo expandimos las relaciones que encontramos entre la visión de Habermas y la idea de justicia tal y como la expone Aristóteles.

20 Para Habermas, esta «estricta demanda solo se puede dirigir a los políticos que están sujetos dentro de las instituciones estatales a la obligación de mantenerse neutrales con respecto a las visiones del mundo; en otras palabras, esta demanda solo puede hacerse a todos los que ocupan cargos públicos o que son candidatos a tales cargos» (Habermas, 2006, p. 135).

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