Constelaciones visuales

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From the series: Ciencias Humanas
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Introducción

La película colombiana El abrazo de la serpiente de 2015 se ha considerado como el paradigma del nuevo cine colombiano1. El reconocido filme se embarca en la idea del viaje de dos extranjeros en el territorio selvático del río amazonas en búsqueda de una planta sagrada. El viaje de estos dos hombres se proyecta como un desafío entre la historia y la ficción, que muestra una serie de tensiones propias del complejo universo de los viajeros en el territorio americano. Su director hace referencia constantemente a la influencia que tuvieron los diarios de Theodor Koch-Grünberg de 1909 y de Richard Evans Chultes de 1940 en la narrativa de la película. Entre otras, la construcción visual del filme se nutre de unas referencias a un mundo occidental basado en la escritura y la imagen como el lugar donde el viajero despliega unas políticas de poder que están en constante conflicto, de una parte, una mirada de orden colonial mucho más coherente y racional, y de otra parte, los sentimientos que el mismo viajero provoca en su encuentro con un nuevo territorio y sus habitantes. Los objetos a lo largo de la película, por ejemplo, son estimados como restos o ruinas que solamente son entendidos a ojos de quien realmente los manipula y los conoce (el mapa, la brújula, los dibujos e incluso las historias); mientras que el universo del otro está basado en todo aquello que se presenta bajo los ojos de la especulación, lo improbable, lo impenetrable, en una comunión, y a la vez descomunión, entre el hombre y la naturaleza.

En la película hay una presunción constante del viajero, quien es visto como aquel cuya obsesión parece el registrar todo aquello que experimenta a partir de sus sentidos. La obra muestra las ansiedades de los dos viajeros a lo largo del río, como una puesta en escena de unas prácticas que hacen parte de una larga tradición occidental del oficio del viaje. Ellos ven satisfechas sus incertezas en la práctica de la escritura del diario, la toma de fotografías, los dibujos botánicos y, desde luego, la escritura de cartas. Todas estas son formas repetitivas que configuran unas maneras de pensarse como hombres del afuera, de una metrópolis, y que, como sujetos de paso, son parte de unas estructuras de conocimiento cuyas finalidades son tan opacas como los resultados mismos de sus viajes.

El abrazo de la serpiente, en cierta medida, medita sobre la presencia del viajero y sus efectos en unas políticas narrativas sobre la nación. En especial, sobre cómo este encuentro entre el europeo y el nativo forja unas maneras decisivas para pensar ciertas cuestiones sobre el paisaje, la naturaleza y el otro, tanto en su construcción y reconstrucción como en su destrucción. En este sentido, la película acoge las fuentes históricas del siglo XIX y, en extensión, las del siglo XX, las transforma y las pone en circulación. En este trayecto existe una alegoría de un trabajo con el archivo y la escritura como legitimadores visuales de cierto revisionismo de las estructurales coloniales y de sus efectos, algunos de ellos asociados a una posición cultural dominante frente a una visión primitiva de lo natural. De esta manera, la fuente del viajero acude como el lugar del archivo y, por tanto, de la memoria, por lo que está sujeta a una serie de interpretaciones e intervenciones constantes, algunas de orden histórico y político y otras, no menos importantes, asociadas a lo simbólico y lo imaginativo. Por tanto, una primera indicación importante sobre las fuentes del viajero que está presente a lo largo de este libro es el reconocimiento de un vínculo indisoluble entre el viajero, el archivo y la memoria. Una memoria que, sobre todo, será considerada como vida que, tal como sugiere Pierre Nora, es llevada por grupos vivientes, en evolución permanente, “abierta a la dialéctica del recuerdo y de la amnesia inconsciente de sus deformaciones sucesivas, vulnerable a todas las utilizaciones y manipulaciones, susceptible a las largas latencias y repentinas revitalizaciones”2.

Este libro le apuesta a ser la primera investigación monográfica sobre la producción visual de los viajeros extranjeros que visitaron Colombia durante el siglo XIX. Aunque hay algunas investigaciones, aún no existe, en la historiografía nacional, una publicación panorámica sobre la importante y valiosa obra visual de los viajeros y su significado en las narrativas sobre el pasado y su impacto en el presente del país. Por tanto, este libro se centra principalmente en la imagen y la escritura en la práctica del viaje. ¿De qué tipo de viaje, qué clase de imagen y qué escritura se habla en este libro? En primer lugar, el viaje como una actividad que está íntimamente ligada a la condición y a unas narrativas humanas; tal como acontece en El abrazo de la serpiente, en el que sus protagonistas se embarcan en un movimiento físico, en un desplazamiento que transgrede tanto el exterior como el interior del sujeto, en una inevitable idea de cambio y de transformación. Tzvetan Todorov se refiere a esta concepción en el siguiente apartado:

¿Qué es lo que no es un viaje? Tan pronto como se atribuye a la palabra un sentido figurado extendido —y nunca se ha podido dejar de hacerlo—, el viaje coincide con la vida, ni más ni menos: ¿es la vida algo más que el paso del nacimiento a la muerte? El movimiento en el espacio es el primer signo, el signo más fácil de cambio; vida y cambio son sinónimos. La narrativa también se nutre del cambio; en este sentido viaje y narrativa se implican mutuamente. El viaje en el espacio simboliza el paso del tiempo, el movimiento físico simboliza el cambio interior; todo es un viaje, pero como resultado este “todo” no tiene una identidad específica. El viaje trasciende todas las categorías, hasta e incluyendo la del cambio en uno mismo y en el otro, ya que desde la más remota antigüedad, los viajes de descubrimiento (exploraciones de lo desconocido) y los viajes de regreso a casa (la reapropiación de lo familiar) han encontrado uno al lado del otro: los argonautas eran grandes viajeros, pero también lo era Ulises3.

La misma práctica del viaje es tan pretérita como su escritura. El tipo de escritura asociado con el viajero está lleno de referencias biográficas y autobiográficas, históricas, literarias, etnográficas y de unas formas constantes para suplir las propias motivaciones del viaje; de sus deseos conscientes e inconscientes. Se trata de un producto híbrido que resulta de unas negociaciones entre el viajero, su pensamiento, sus expectativas, sus experiencias en el lugar visitado y, no menos importante, de unos recursos de una escritura claramente heterogénea. No se puede olvidar que desde América Latina se producen unos primeros relatos como escrituras de viajes que encarnan unas formas epistemológicas como un intento conceptual de imaginar todo un continente, sin olvidar, como lo sugieren los estudios de Enrique Dussel, cómo muchos de los recursos, tanto literarios como etnográficos, ya hacían parte de unas mitologías y, por tanto, de unas escrituras previas al mundo de la conquista4.

En el periodo estudiando en este libro, que comprende buena parte del siglo XIX (1820-1890), la escritura del viaje está identificada por unos intereses concretos; las naciones europeas, debido a su fuerte influencia económica, política y cultural, moldearon unas formas específicas de autoridad, explotación y dominio, como una nueva forma de colonialismo presente en diferentes partes del mundo. La historiografía ha discutido ampliamente este periodo bajo diferentes conceptos, la noción, por ejemplo, de informal empire intentó pensar estos vínculos como un modelo que procuraba unas relaciones menos formales entre las diferentes élites, en especial de ciertas potencias económicas de la época como Inglaterra, Francia y Alemania, y otros países que estaban en una posición de desventaja, como en el caso de diversas naciones de América del Sur5. Teorías más alineadas con estudios contemporáneos, mejor debatidas a lo largo de este libro, han procurado un lenguaje que suple la necesidad por entender la complejidad de estas relaciones; términos como el de transnacional, indigenismo o, en el caso de los viajeros, los conceptos conocidos de Mary Louis Pratt de “zonas de contacto” y el de Johannes Fabian “the ectasis6, en los cuales el viaje es visto a partir de una concepción múltiple de “presencias simultáneas, de interacción, de prácticas entrelazadas”7 o como un lugar de un choque simultáneo que hace referencia a cómo la práctica de la escritura está ampliamente mediada no solo por unas maneras propias de lo textual sino también por unas relaciones en las que se entremezclan formas propias del colonialismo, la experiencia del viajero, las disciplinas humanísticas y científicas y, finalmente, aquello que proviene de “las visiones de la ‘intelligentsia’ de los lugares visitados por los extranjeros”, tal como lo sostiene Jorge Cañizares-Esguerra8.

En el mundo anglosajón, la década de los setenta produjo una serie de estudios que transformaron cierta perspectiva del género de la literatura de viajes. La publicación de Orientalismo de Edward Said en 1978, libro que causó polémica desde su aparición9, o la edición del libro del antropólogo Talal Asad, Anthropology of the Colonial Encounter (1973), han propiciado nuevas rutas de entendimiento, superando, en muchos sentidos, las fuertes fronteras de las disciplinas humanísticas. Esta nueva visión estuvo cimentada por ciertos presupuestos teóricos, en especial, por nociones foucaultianas como el concepto de discurso, que fueron decisivos para entender la manera como occidente creó un sistema de dominio sustentado a partir de un sofisticado aparato cultural y económico, cuyo efecto sería una relación de poder, no desde la fantasía, sino desde la creación y acumulación de un conocimiento sobre el otro10. Así, conceptos como lo exótico, el lugar (el no-lugar), el extranjero, la memoria, la otredad, etc., pasaron a ser nociones discutidas desde diversas disciplinas. En el caso de la escritura de los viajeros, por ejemplo, los textos comenzaron a ser pensados desde perspectivas inéditas, que incluían estudios sobre el género, la raza, el medio ambiente, muchas de ellas imbuidas en un intento por indagar estas construcciones occidentales, no como meras formas duales, en las cuales el viajero está en un lado totalmente opuesto al lugar visitado, sino encontrando fórmulas de disputa para procurar entender estas fuentes como dispositivos inestables que están interconectados por diferentes voces, orígenes, circuitos y formas de pensamiento11.

 

En segundo lugar, este libro está dedicado a pensar imágenes. Unas obras visuales que están involucradas con la idea de archivo, memoria y montaje. El acto de examinar las imágenes que los viajeros pintaron, coleccionaron, compraron o copiaron lleva consigo el ejercicio de crear un archivo. Este archivo de imágenes, por su parte, está lejos de ser considerado como una mera acumulación, objetiva y clasificatoria, que solo se refiere al pasado, por el contrario, en palabras de Derrida, el archivo está vinculado con la experiencia de la promesa: “Lo que el archivo habrá querido decir no lo sabremos más que en el tiempo por venir”12. El archivo se enfrasca en un inmenso rango de imágenes, de lagunas, de cenizas, que refieren a una arqueología y, especialmente, a una manera de crear un montaje. Didi-Huberman considera que el desafío de la imagen está vinculado con la frecuente asociación de vernos enfrentados en un “inmenso y rizomático archivo de imágenes heterogéneas” que en muchos casos es difícil de analizar, de organizar. De esta manera, la imaginación y el montaje son dos maneras que desafían una mirada de la imagen que está basada en una perspectiva arqueológica, cuyo riesgo, según el mismo pensador, es poner fragmentos, unos con los otros, de cosas “sobrevivientes, necesariamente heterogéneas y anacrónicas debido a que proceden de sitios separados y de tiempos separados por las lagunas”13.

En el siglo XIX colombiano, los viajeros crean sus propios atlas de imágenes y textos a partir de unos montajes, como dispositivos de memoria, de una memoria que está vinculada con un movimiento de construcción y a la vez su efecto de la añoranza, del olvido. Este libro explora ese lugar de la imagen del viajero, en una (re)configuración de realidades, tanto estéticas como políticas, sociales y económicas, relativas a unos encuentros coloniales implicados en la experiencia del viaje, a partir de un conjunto de imágenes y en extensión de textos producidos por viajeros franceses, ingleses, alemanes y norteamericanos en sus recorridos por Colombia durante el siglo XIX. A partir de una perspectiva interdisciplinar, que incluye diversas disciplinas como la historia del arte, la antropología, los estudios visuales, la ecología, los estudios culturales, entre otras, se pretende desplazar ciertas dicotomías analíticas que consideran que el viaje y las producciones narrativas y visuales de los viajeros extranjeros son meros encuentros de dominación cultural europea o formas alegóricas de cierta identidad nacional. Se busca, en ese sentido, posibilitar una red interpretativa que permita contemplar los efectos de los registros visuales de los viajeros sobre la naturaleza y los habitantes colombianos bajo una dimensión transformadora, tanto de las realidades del viajero como de la geografía y el espacio visitado.

De las primeras imágenes de las que se tenga noticia de viajeros que recorrieron Colombia durante el siglo XIX fueron obras impresas, tanto en los libros como en algunas revistas ilustradas14. Una de las primeras imágenes que dan inicio a este trabajo consiste en uno de los más tempranos ejemplos de obras visuales publicadas en un texto, en este caso, en las memorias de Charles Stuart Cochrane de su visita por Colombia entre los años de 1823 y 182415. La imagen constituyó un objeto esencial para el viajero a su regreso a su país de origen. La preocupación por imprimir imágenes era el objeto final de una práctica extendida del viaje; por tanto, los viajeros, además de ser autores, también son coleccionadores, compradores y copiadores de imágenes, propias y ajenas. Nociones particulares del mundo de las artes como la de la originalidad o la autoría son en extremo opacas en el ambiente general de los viajeros a Colombia durante el siglo XIX16.

La imagen constituyó un objeto esencial para los viajeros a su regreso a sus países de origen. La naturaleza de la visión de estos viajeros creó una forma de entendimiento en la cual el sujeto observador y el objeto observado se constituyeron uno a partir del otro. Así como el libro de Said fue pionero en la literatura, en el campo de la cultura visual el texto de Bernard Smith de la misma década (1960), European Vision and The South Pacific, fue una obra seminal, en la cual el autor analiza el papel de estas fuentes visuales en la concreción de la mirada occidental sobre el Pacífico17. Smith no solo pone énfasis en las asociaciones coloniales de estas fuentes, en términos de control y dominación local, sino que también acentúa su mirada en las ambigüedades y contradicciones que las imágenes llevan consigo en ese proceso de imaginación de un nuevo territorio. Este libro dialoga con esta visión, la cual propone la imagen como un artefacto que produce y que crea unas formas de pensar entre el viajero y el territorio visualizado.

Este libro se identifica con una puesta teórica de la imagen como una “forma de pensamiento”18, portadora y creadora de diversos saberes, de la misma manera, como un vehículo que produce e incorpora nuevas formas de conocimiento: la imagen como pregunta, como una exigencia, como una práctica de pensar constante. La imagen del viajero del siglo XIX, lejos de ser una mera ilustración que documenta, será considerada en este libro como un acto y un proceso que cuestiona e interpela. La imagen como promesa y deseo. Esta visión, entonces, sin pretender desconsiderar otras maneras como se han analizado estas obras, asocia la imagen como el lugar de las incertezas, más allá de la técnica, del territorio de la representación, del historicismo y, por tanto, se inscribe dentro de la pregunta por la vida propia de la imagen, de su acontecer, de los múltiples montajes que provienen del autor así como del observador y de sus constantes relecturas.

Pensar en estas imágenes ha constituido un desafío constante, pues su misma naturaleza está asociada a unos montajes y a unas asociaciones de diferentes órdenes. Existe una primera indicación importante sobre los viajeros y sus registros y es la opacidad que existe y la forma espectral como estas fuentes aparecen y reaparecen en las diferentes narrativas sobre el país19. Acudo a esta figura derridiana del espectro, pues muestra unas rupturas asociadas a cierta continuidad lineal del tiempo que ayuda a pensar estas fuentes fuera de un orden teleológico y se asocian más a unos restos del pasado, a unas posibilidades del futuro en un constante juego con el presente. En su forma de aparecido, quien asedia, quien conjura y quien finalmente desafía cierta racionalidad ontológica de un tiempo diacrónico; “the time is out of joint”, como figura de un tiempo dislocado, fuera de cualquier eje y como indicación de unas temporalidades desajustadas e injustas. A propósito, Walter Benjamin y Aby Warburg revelan cómo existen unas impurezas en la concepción tradicional del tiempo, las cuales hacen parte de unos fenómenos que son policrónicos y heterocrónicos. Esta posición de un tiempo que procura una revisión a las reflexiones darwinistas de una teoría evolucionista, con un fin determinado y esquemático, procura pensar unas dinámicas conceptuales sobre la escritura y la imagen, a partir de una relación que está lejos de ser estable o única.

Este libro también considera una noción de la imagen que cubre un espectro amplio de miradas no solo de orden histórico, sino especialmente teórico, debido a su misma naturaleza asociada a cuestiones filosóficas difíciles. Por ejemplo, como lo han sugerido diversos estudiosos, la etimología de la palabra imagen, en griego eidolon, recuerda la complejidad y la multiplicidad que lleva consigo la noción misma de este concepto. Eidolon como imagen simulacro y también como eikon (‘semejanza’, ‘similitud’), por lo cual la imagen se asocia con otra imagen que es por antonomasia doble, una especie de fantasma, de espectro. De la misma manera, la palabra se vincula a la memoria y a la imaginación como territorio donde se forman las imágenes20. Esta asociación de la imagen como sombra, fantasma, hace referencia a la posición de Walter Benjamin, quien consideraba la historia como una catástrofe que se podía reconocer por medio de las imágenes fotográficas, visuales y literarias21. De la misma manera, Aby Warburg asocia la imagen a través del concepto de pathosformel con un montaje, una forma del fantasma, de corporeizar su movimiento y su voluntad. Gottfried Boehm va a sostener que esta manera de asumir la imagen posiblemente proviene de la tradición alemana, donde el concepto Bild es sustancial (diferente al del latino imago), a través del cual la imagen significa tanto su aspecto material como espiritual, considerados los dos como elementos en comunión, junto con el poder de la producción y la formación de la misma22.

En un movimiento de corte antropológico, el mismo Aby Warburg asume la complejidad del tiempo de las imágenes a través del concepto de Nachleben. Para él la relación entre la historia y la imagen se da a partir de una dimensión en la cual el tiempo tiene unas formas plurales, anacrónicas e impuras. Esta supervivencia de las imágenes desafía lo cronológico y asume un papel central en su relación con el pasado23. Tanto el Pathosformel como el Nachleben convergen en una estructura sintomática donde emerge una visión que hace referencia a un proceso por el cual las imágenes concentran la memoria cultural, que comprende elementos que desaparecen y regresan en diferentes lugares y con diversas formas. Para Didi-Huberman esta antropología de la imagen viviente (imagen como gesto) permite pensar las imágenes como un archivo “que no puede organizarse como un simple y puro relato” y que por el contrario está asociada con lo que él denomina “conocimiento por el montaje”, pensamiento desarrollado por diversos pensadores como Benjamin, Bataille, Warburg, Brecht, Eisenstein, entre otros24.

Considero que esta noción de montaje brinda unas herramientas metodológicas así como teóricas para un acercamiento más atento, si se quiere, arqueológico, de las imágenes de los viajeros. Tanto los viajeros mismos como los observadores (historiadores, curadores, etc.) han creado sus propios archivos de imágenes. Incluso, el mismo acto del viaje está vinculado con la práctica del archivo, al estar atado con una serie de gestos, negociaciones y mediaciones sobre la temporalidad y la materialidad del mismo viaje. El viajero es un constructor constante de archivos, no solamente como un acto matérico, al reunir objetos e imágenes, sino también como una práctica que involucra la actividad de la escritura, la copia, el coleccionismo, la unión de fragmentos, etc. Este proceso de archivología está lejos de ser una mera actividad de coleccionar imágenes y artefactos. El archivo, tal como lo sugiere Derrida, se debate entre una alianza entre un lugar y la ley, entre un espacio como soporte de la inscripción, el lugar de domicilio y la autoridad, pero sobre todo en una pulsión constante por el ahora y, en especial, por una experiencia por la promesa, por el porvenir. Asumir el riesgo por una arqueología de la imagen es sobre todo el intento por ensamblar fragmentos sobrevivientes que refieren constantemente a diversos lugares y temporalidades heterogéneas, y que hace referencia directa a la noción misma de archivo propuesta por Derrida como una “consignación” que está atada a cierta exterioridad: “No hay archivo sin lugar de consignación y sin una cierta exterioridad. Ningún archivo sin afuera”25.

El montaje atiende a una dimensión heterogénea de la imagen y es, más que nada, una constelación espacial. De ahí que contemple no solo el orden del espacio, sino también de la superficie de la imagen. El reconocido trabajo del genero de los atlas visuales de Warburg se asocia con la creación de unos significados a través de unas relaciones espaciales. Así como el archivo no es la mera acumulación, el atlas tampoco es un catálogo en estricto sentido de la palabra. El atlas actúa como unas cartografías abiertas, que permiten entretejer nuevas lecturas sobre diversas cosmografías. De ahí que el montaje, como categoría filosófica y artística, podría vincularse con la era de la industrialización y con la modernidad. En algunos casos, la idea del montaje afirma ciertos paradigmas culturales. Las publicaciones periódicas supusieron el lugar por excelencia del montaje que, tal como afirma Matino Stierli, “fue el ejemplo superior de un ‘visual assemblage’ y también una fuente de imágenes”26. La tecnología en la imagen es esencial para entender cómo las imágenes tienen una interdependencia de una estructura tecnológica y mecánica propia de una época de cambios estructurales en la cultura visual occidental. Los viajeros son partícipes de primera mano de estas transformaciones estético-mecánicas. La imagen se volvió un elemento popular en las publicaciones sobre viajeros en el siglo XIX. A tal punto que la gran mayoría de libros publicados (se sobreentiende que las revistas ilustradas llevaban imágenes) sobre Colombia incluían elementos visuales.

 

En términos generales, las fuentes de los viajeros del siglo XIX, las escritas y las visuales, son una determinación del siglo XX. ¿Qué significa esta afirmación? Tuvo que pasar casi un siglo para que las fuentes visuales y escritas de los viajeros tuvieran una inmensa repercusión en la historia intelectual del país. La traducción y el estudio de estas fuentes fue un acontecimiento que se produjo en varios lapsos de tiempo. La reaparición de la literatura de viajes y, posteriormente, el interés por coleccionar imágenes, estuvo vinculado directamente a unas cuestiones políticas nacionales en las que influyeron importantes intelectuales del país. Sin duda, este rescate de la figura del viajero, sus textos y sus imágenes parece estar de la mano en la búsqueda de unas narrativas vinculadas a un pasado, cuyo efecto vería el siglo XIX como el mejor ejemplo de la génesis y la configuración de unas ideas nacionales. La relación entre cultura popular y los viajeros es un tema fructífero, más aún si se tiene en cuenta, tal como lo argumenta Renán Silva, que hay unas reciprocidades directas entre la República Liberal (1930-1946) y la aparición de una configuración de una cultura popular. La herencia del costumbrismo (en especial desde la literatura) abogaba por una búsqueda de ciertas raíces en la tradición popular que supondría un lugar para las fuentes de los viajeros, pues estas mismas estaban implicadas en una larga tradición romántica que hace pensar que buena parte de los textos, y aún más las imágenes, mostraban ciertas formas de lo “realmente nacional”, en otras palabras, aquello que estaba en consonancia con ciertas “costumbres del pueblo”27.

La primera traducción oficial al español de un viajero se encuentra en la más importante edición de libros colombianos que se haya hecho por iniciativa del Gobierno durante el siglo pasado. El destacado escritor Germán Arciniegas, ministro de Educación de ese entonces (1941-1942; 1945-1946), propuso una inédita publicación de textos esenciales para la historia del país. En la primera serie, dividida en diez tomos, uno de los libros se dedicó a la literatura del viaje. La obra escogida fue Souvenirs de la Nouvelle-Grenade, 1901 (Recuerdos de la Nueva Granada) de Pierre d’Spagnat (1869-1900). Paradójicamente, en la segunda sección de estas memorias, titulada L’Athènes du Sud-Amérique, el autor acoge la tesis que tendría una grande repercusión en la consciencia histórica colombiana de asumir al país bajo un manto de afectación intelectual y literaria, único en el continente. Quizás sea esta una de las razones por las que este texto pasó a constituirse como uno de los primeros ejemplos de literatura de viajes publicados en español en Colombia, frente a otros ejemplos de viajeros más reconocidos. Finalmente, en esta misma edición de libros se publican, entre otros, los trabajos de Théodore-Gaspar Mollien, Auguste Le Moyne y Charles Saffray28.

Esta institucionalización de la literatura de viajes llegaría al momento cumbre cuando el Banco de la República, en su sección cultural, decide traducir y publicar una serie de títulos sobre los viajeros por Colombia. Esta serie configura de nuevo un interés profundo por las fuentes y por la publicación inédita de otras obras. Se destacan dos nuevas características importantes en estas ediciones, la traducción realizada por reconocidos intelectuales y el énfasis por ciertos relatos que antes no habían tenido atención, como en el caso de la obra de Alfred Hettner, La Cordillera de Bogotá; resultados de viajes y estudios, con mapas y perfiles (1966), traducido por Ernesto Guhl (considerado el padre de la geografía en Colombia) y El dorado: estampas de viaje y cultura de la Colombia suramericana (1963) de Ernst Röthlisberger, traducido por Antonio de Zubiaurre (uno de los creadores de la revista Eco29). Desafortunadamente, el trabajo editorial con las imágenes no fue fiel a las obras originales. En la mayoría de los casos, las nuevas publicaciones no respetarían el lugar de la imagen, lo que muestra, entre otras, una discusión más amplia, la cual tiende a subestimar el espacio y el lugar de estas imágenes en un pensamiento cultural colombiano.

Las imágenes de los viajeros aparecen en este contexto cultural amplio, cuyo efecto se vincula a un proceso de institucionalización del coleccionismo del arte en Colombia. En 1958, el Banco de la República decide comenzar su colección de arte y su primera compra fue, nada más ni nada menos, una colección de obras (entre acuarelas y dibujos) de Edward Mark (1817-1895), quien había sido diplomático por más de una década en Colombia30. Esta adquisición de imágenes está inserta en unas políticas que dan inicio a un programa que tiene como misión “atesorar” y “preservar” obras que “contribuyan al desarrollo intelectual del país”31. El destino de estas obras no pudo ser más perentorio, el espacio que empezaron a ocupar expresaba la urgencia por sacar a la luz unas imágenes que demostraban una capacidad de adaptarse a nuevos relatos de la historia del país. Si Humboldt, por ejemplo, inauguraba una manera de pensar y proyectar el territorio, los viajeros establecían un lenguaje visual que pasaría a ser estimado como uno de los gérmenes de cierta identidad nacional.

Por otro lado, uno de los más célebres historiadores modernos de Colombia, Jaime Jaramillo Uribe (1917-2017)32, fue uno de los primeros en mencionar el cuidado que un investigador debe tener a la hora de acercarse a las obra de los viajeros:

…ahora bien —afirma Jaramillo— si el relato de viajes es tomado como una fuente de conocimiento histórico, debe ser sometido, como todas las fuentes, a la crítica. No debe olvidarse que como todo testimonio, el del viajero puede ser afectado por los valores de su propia cultura, por las ideas dominantes en su época y aun por su profesión y sus intereses personales33.

Esta advertencia anota una dicotomía que el mismo historiador parece dilucidar tempranamente sobre las fuentes de los viajeros: la falta de elementos objetivos que pulula bajo la escritura del viajero. Unas fuentes que, aunque bajo sospecha, han sido utilizadas continuamente para establecer o para enumerar cierta objetividad y superioridad de la mirada extranjera.