Escultura Barroca Española. Las historias de la escultura Barroca Española

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From the series: Volumen #3
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3.3.2.La producción escultórica

Uno de los rasgos que definen la producción de Fernández es el hecho de haber creado una serie de tipos escultóricos, cuyo éxito entre la clientela pronto dio lugar a un mayor número de contratos con el afamado maestro y a su proyección en la amplia serie de copias que se harán de los mismos: Cristo atado a la columna, Ecce-Homo, Cristo yacente, la Piedad, representaciones marianas como la Inmaculada o la Virgen del Carmen, además de la gran santa andariega, Teresa de Jesús, por citar un ejemplo del culto de dulía.

Como fiel testigo del cambio de centurias entre los siglos XVI y XVII, su producción va a estar sujeta a una lógica evolución, que en su caso es más plausible dadas las especiales cualidades de maestría que tenía con el manejo de la gubia. A grandes rasgos, se distingue a un primer Gregorio Fernández, continuador en cierto modo de la tradición del romanismo del siglo XVI, resultado de la influencia recibida de Francisco Rincón —naturalismo— y Pompeo Leoni —la serena perfección clásica—, del que incorpora a sus obras la gracia rítmica de los perfiles y el movimiento curvilíneo. El segundo Gregorio Fernández se revela a partir de 1615, tras su giro decisivo hacia el naturalismo y una vez que incorpora definitivamente los elementos que definen desde entonces su quehacer artístico: la fuerza de la expresión, el patetismo y el plegado. A medida que avanzaba el segundo decenio del siglo, los pliegues envolventes y redondeados de los escultores romanistas, o los mórbidos junianos, dan paso a otros muy angulosos, quebrados en grandes dobladuras y con profundas oquedades de potente claroscuro, similar a lo que entonces se estaba dando en pintura y que se relaciona con la tradición del influjo flamenco de la segunda mitad del siglo XV[122]. De este modo, “conseguía modelar con más intensidad la figura, que se hacía más rotunda y masiva, y crear una cierta inestabilidad emocional en el espectador, contrapuesta al sosiego emanado de las ejemplificadoras imágenes del clasicismo contrarreformista”[123]. Uno de los grandes difusores de este tipo de plegado en Castilla será precisamente Gregorio Fernández, que en sus obras finales hará más evidentes las angulosidades, hasta el punto de ser denominados pliegues a percusión, pues en verdad parece que se hubieran obtenido tras golpear una chapa metálica o tela encolada.

Para abordar el estudio de la amplia producción del escultor, Martín González dividió su trayectoria en seis períodos a través de los cuales transita la evolución de su plástica[124]. En la primera etapa (1605-1610) todavía tenemos a un Fernández contemporáneo de Rincón, lo que es necesario considerar por las posibles colaboraciones. No obstante, la primera gran obra de envergadura que saldrá de su obrador será el retablo mayor de la iglesia de San Miguel en Valladolid (1606), cuyo patronazgo ostentaba el municipio; de la arquitectura se hizo cargo el ensamblador Cristóbal Velázquez. La mayor parte de la copiosa obra escultórica se conserva, si bien el mal estado que presentaba la parroquia a finales del XVIII aconsejó su traslado a la que habían dejado libre los jesuitas, de modo que el retablo mayor actual surge de la fusión de los conjuntos originales que tenían ambas iglesias en sus testeros. Las figuras que se conservan muestran conexiones evidentes con la etapa manierista. Son obra personalísima del escultor los cuatro Apóstoles, como ya señalara en su momento Agapito y Revilla, y en ellas es patente el alargamiento del canon o el contrapposto; las de san Pedro y san Pablo figuraron en la exposición de las Edades del Hombre celebrada en Arévalo en 2013. La elegancia de san Miguel (Fig.12), obra diseñada según los estilemas manieristas y en relación con la producción de Pompeo Leoni, evoca para Urrea el grupo escultórico de Carlos V dominando al furor (Museo Nacional del Prado), original del broncista milanés[125].


Fig. 12. Gregorio Fernández, San Miguel, 1606. Valladolid, iglesia de San Miguel y San Julián, figura central del retablo mayor.

Gregorio Fernández también inicia en esta etapa la serie dedicada a Cristo yacente con el que guardan en clausura las monjas del convento de Santa Clara en Lerma (Burgos), muy relacionado con el Yacente del convento vallisoletano de San Pablo. La diferencia entre ambos estriba en el modelado, más suave en el primero y de tipo hercúleo en el segundo, de desnudo ya naturalista. El tema constituye una particularidad dentro de la obra del artista. La figura de Cristo se segrega del Santo Entierro, lo que ya era frecuente en Castilla desde la Baja Edad Media, mas la amplia serie que crea el autor es suficiente para contribuir a su popularización, de modo que será muy imitado. El citado de Lerma es el primero de la serie, y servía como receptáculo para la reliquia de la sangre de Cristo que la reina doña Margarita de Austria regaló al convento[126].

La creciente fama que el taller empieza a cosechar dentro y fuera de Valladolid avala la gran actividad que se documenta en el período comprendido entre 1611 y 1615, donde ya el artista recoge y potencia el testigo del giro que había experimentado hacia el naturalismo en la etapa precedente. La actividad se ejemplifica a través de los retablos que contrata. El mayor de la catedral de Miranda do Douro —que inicia en 1610— constituye una de las obras más espléndidas de la imaginería castellana para el marqués de Lozoya, y destaca por la escena principal con la Asunción de la Virgen concebida como un gigantesco cuadro. En el de Villaverde de Medina (Valladolid, 1612) sobresale el relieve del Nacimiento. Y en el mayor del convento de las Huelgas Reales de Valladolid, cuya escultura contrata Gregorio Fernández en 1613, descuella la imagen de Cristo desclavándose de la cruz para abrazar a san Bernardo; se trata de uno de los temas místicos más queridos por la Orden Bernarda, donde el escultor dio sobradas muestras del naturalismo con el que concibe la figura de Cristo, casi de bulto redondo. La coincidencia de la composición con la obra de Ribalta conservada en el Museo del Prado y titulada Visión de San Bernardo, hizo pensar a Martín González en el uso de un grabado por ambos artistas, realizado por Hieronymus Wierix según Palomero Páramo[127], la escena constituye una obra maestra (Fig.13), a caballo entre el misticismo y el naturalismo. En la clausura de este mismo monasterio se conserva el bellísimo relieve con el Nacimiento de Cristo, obra también de Fernández, que doña Isabel de Mendoza mandó ejecutar para su capilla privada, siguiendo las directrices del retablo mayor que también había costeado.


Fig. 13. Gregorio Fernández, Cristo desclavándose de la cruz para abrazar a San Bernardo, contratado en 1613. Valladolid, retablo mayor del convento de las Huelgas Reales.

En el retablo de la iglesia de los Santos Juanes, de Nava del Rey (Valladolid), se empleó a fondo durante los años 1613 y 1624, aunque la envergadura de la obra le obligaría a seguir trabajando durante más tiempo a fin de concluir el rico conjunto de relieves y tallas exentas que pueblan la arquitectura. La traza la diseñó el arquitecto real Francisco de Mora por especial empeño de los patronos, quedando a cargo de su ejecución el ensamblador Francisco Velázquez, quien terminaría traspasando el contrato a su padre Cristóbal y a su hermano Juan Velázquez —el diseño de este retablo sería ampliado para ejecutar el mayor de la catedral de Plasencia—. Y para el monasterio cisterciense de Valbuena (Valladolid) realizó los relieves con la Sagrada Familia y la Virgen ofreciendo leche a san Bernardo hacia 1615, y es muy probable que formaran parte de un retablo desaparecido[128].

En la imaginería de los santos también prodigan los tipos que fija el maestro, fruto de los procesos de beatificación y santificación de los que se resuelve la incorporación de nuevas figuras a los altares. Santa Teresa es una de las primeras, beatificada en 1614. Seguramente el escultor creó un prototipo con la imagen que se conserva en el santuario vallisoletano de Ntra. Sra. del Carmen Extramuros, hacia 1615 (Fig.14), lo que vendría justificado por tratarse de una obra destinada a un convento de Carmelitas Descalzos, interesados por tanto en difundir el culto a su reformadora. Sin embargo, y como bien señala Urrea, la talla que hizo el mismo Fernández entre 1624 y 1625 para el convento del Carmen Calzado, y que hoy se conserva en el Museo Nacional de Escultura, alcanzó un mayor éxito en cuanto a su repetición. El libro y la pluma que porta son símbolos de su condición de mística doctora; su mirada se dirige hacia lo alto para indicar que es presa de la inspiración divina. El hábito es el propio de una monja carmelita descalza, con su manto blanco y su velo, del que están ausentes las quebraduras que luego populariza; en el caso de la citada imagen del Museo Nacional de Escultura y las de su serie, el hábito se caracteriza por los alfileres con los que parece estar prendido, de lo que resulta una gran plasticidad, derivada a su vez de las dobleces a las que da lugar[129].


Fig. 14. Gregorio Fernández, Santa Teresa, c.1615. Valladolid, Santuario de Ntra. Sra. del Carmen Extramuros.

Junto a Santa Teresa, Gregorio Fernández también representó —entre 1610 y 1622 aproximadamente— las imágenes de san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y san Francisco de Borja para los colegios jesuíticos de Vergara (Guipúzcoa), Oña (Burgos) y Valladolid. En muchas ocasiones, y con la finalidad de conceder una plasmación real a estas figuras, hubo de servirse de retratos, lo que demuestra la tendencia realista hacia la que camina el escultor, como bien señalara en su momento el padre Hornedo[130].

 

La aportación de Gregorio Fernández al género escultórico del paso procesional resulta decisiva a través de las obras que realiza desde 1612 para las cofradías penitenciales de la ciudad del Pisuerga. En ellas continúa evolucionando a partir del paso que había creado su maestro Francisco Rincón, consistente en componer escenas con varias figuras de tamaño natural, y en madera. No debemos olvidar que es muy posible que colaborara con Rincón en el paso de la Exaltación de la Cruz, ya que en esa etapa era oficial de su taller (Fig.10).

En 1614 concertó el paso Camino del Calvario, hoy conservado en el Museo Nacional de Escultura, en el que fija el modelo de lo que será la escena a partir de este momento. Prima el carácter de la representación, destinado a impactar en las gentes de la calle, que admiran y meditan al paso de la procesión; la novedad radica en la multiplicación de las figuras en aras de una mayor teatralidad para conmover a los fieles. Los gestos de los sayones están potenciados para aumentar el sufrimiento de Cristo, y también con la finalidad de caricaturizarlos. Martín González llamaba la atención sobre el Cirineo, un hombre vestido a la moda campesina —decía—, y que toma la cruz de Cristo con sus robustos y voluntariosos brazos[131].

La etapa se cierra con una obra magistral, el Cristo yacente del Pardo que realiza entre 1614 y 1615 por encargo de Felipe III, quien lo regaló al convento de Capuchinos (Fig.2). Al ser una pieza destinada en principio a la sola contemplación de la familia real, se entiende la calidad que presenta. El cuerpo desnudo de Cristo se ha tallado de forma conjunta con el lecho. En la cabeza se plasma un patetismo extremo, de angustiosa evidencia cadavérica, con los ojos de cristal entreabiertos y la boca también abierta, mostrando los dientes de marfil. Los mechones del pelo se disponen de forma ondulante sobre la almohada. La obra conlleva además un estudio anatómico perfecto, si bien la evidente estrechez de los hombros responde a un recurso sin duda voluntario dada la obligada visión lateral que eligió para acercar más la cabeza al espectador. La encarnación es mate, muy fina, y hay poca sangre, la propia de las heridas de manos, pies y costado. Para Ricardo de Orueta, “en los yacentes […] se acaban las atenuaciones de expresión y los matices. Estas estatuas no expresan más que una cosa: muerte”[132]. La veneración de este Yacente dará lugar a los encargos que ejecuta durante el siguiente período, destinados a los conventos de la Encarnación y de San Plácido, en Madrid, ambos fechables entre 1620 y 1625.

Fernández ha dejado atrás el manierismo en favor de un claro naturalismo con el que abre el tercer período de su producción (1616-1620), y se pone de manifiesto en el paso de la Piedad que realiza en 1616 para la Cofradía de las Angustias, hoy en el Museo Nacional de Escultura (Fig.15). Destaca la Piedad en sí, propia de la iconografía del maestro y de una exultante sobriedad castellana. A ambos lados se disponen los dos ladrones, que son al mismo tiempo una espléndida lección de anatomía y también de comprensión sociológica de los personajes: desesperación (Gestas) y bondad (Dimas). Se trata de un tema que evoluciona desde Juan de Juni, aunque el tipo arranca del gótico alemán, y a través de Flandes llega a España a mediados del siglo XV[133]. Los elementos que definen su representación son dos: la Virgen con los brazos levantados, y la incrustación del cuerpo exánime de su Hijo en el regazo, que llega a parecer que está colgado de su pierna derecha. El modelo más cercano para Fernández fue el que hizo Francisco Rincón para la fachada de las Angustias en Valladolid (1605). Y como hábil maestro que es, dará lugar a una gran variedad de formas a la hora de representar la Piedad, con el cuerpo de Cristo a izquierda o derecha mientras que la Virgen puede levantar dos brazos o uno solo. Será también un modelo muy copiado.


Fig. 15. Gregorio Fernández, Paso de la Piedad (detalle), 1616. Valladolid, Museo Nacional de Escultura, realizado para la Cofradía de las Angustias.

Dentro del ciclo de la Pasión, Fernández ultima en este período el tema de Cristo atado a la columna, que ya había nacido en la etapa anterior. Tenemos un ejemplo singular en la vallisoletana iglesia penitencial de la Vera Cruz, que ya estaba hecho en 1619 dentro del paso del Azotamiento que contrató para la cofradía[134]. El tema de la Flagelación, tan reclamado para las escenas de la Pasión, se acomete con las manos de Cristo atadas a una columna, cuya forma varía. Durante el siglo XVI fue habitual la columna alta, a diferencia de lo que vulgariza Gregorio Fernández, la columna baja, derivada de la que existía en la iglesia romana de Santa Práxedes, y que pudo conocer a través de algún grabado o por medio de algún sermón[135]. En el ejemplo citado, el verismo con el que fueron ejecutadas las llagas de la espalda hizo que estas se convirtieran en un motivo de veneración.

Otro de los tipos escultóricos que se definen ahora es el de la Inmaculada, a lo que contribuyen los encargos de los conventos franciscanos. Al igual que los anteriores, también será uno de los temas de mayor popularidad de Gregorio Fernández ante el fervor inmaculista existente en España[136], que pide imágenes para el culto. La serie de representaciones de este tema nos muestra a una Virgen con el rostro juvenil, cuyos largos cabellos caen por ambos lados y por la espalda, dispuestos de forma simétrica, jugando además con su ondulación. Las manos se disponen plegadas, orantes, dentro del quietismo y recogimiento que caracteriza su representación, y que es ejemplo de modestia y candor. La imagen apoya sobre un trono de ángeles o sobre la figura del dragón, símbolo del demonio vencido. Y en torno a ella, una aureola de rayos que contribuyen al efecto de conjunto, además de los plegados con los que van dotados el manto y la túnica de María. Destaquemos la belleza con la que ejecuta la Inmaculada destinada a la iglesia salmantina de la Vera Cruz, encargada en 1620. No obstante, el tipo ya lo había empezado a trabajar desde los inicios de su carrera, como así lo demuestra la Inmaculada del convento de Santa Clara de Palencia, de hacia 1610[137].

A esta primera etapa corresponde también el Nazareno conservado en la iglesia de Santa Nonia, en León, que se le atribuye, y que el escultor habría entregado hacia los últimos años de la década de 1610, y estaría en relación con el Nazareno, no conservado, que hizo para el citado paso del Camino del Calvario[138].

En el arco temporal comprendido entre 1621 y 1625, Gregorio Fernández se afianza en el naturalismo. El taller registra ya una creciente actividad, con un amplio abanico tanto de clientela como de producción escultórica, con presencia en el País Vasco —a donde había llegado a instancias de los franciscanos—. Una obra admirada de este momento es la Sagrada Familia de la vallisoletana iglesia de San Lorenzo (1620), siguiendo la línea que ya iniciara en el citado conjunto del monasterio de Valbuena. Fue un encargo de la Cofradía de San José, que tenía el cometido de velar por los niños expósitos. En 1624 trabaja en el relieve del Bautismo de Cristo destinado al convento del Carmen Descalzo de Valladolid, y al que ya nos hemos referido (Fig.1). El maestro alcanza su plenitud, haciendo el más perfecto de sus relieves, a juicio de Martín González, para quien “se dan armónica cita el culto al desnudo, la potencia de los ropajes, la unción del tema, la monumentalidad de los personajes, junto a un virtuosismo nada excesivo”. Continúa asimismo su actividad para las cofradías penitenciales, y en plena culminación de su carrera contrata el paso del Descendimiento (1623) para la vallisoletana iglesia penitencial de la Vera Cruz, un verdadero alarde de composición dentro del género[139].

En esta etapa ejecuta dos de las obras más hermosas de su producción, el Ecce-Homo del Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid (hacia 1621) (Fig.4), y el Crucifijo de la iglesia del convento de monjas Benedictinas que se alza en San Pedro de las Dueñas (León), una obra fechada entre 1620 y 1625. En ambos casos, el maestro continúa trabajando en los tipos iconográficos. En el Ecce-Homo, Cristo se representa de pie, en el instante en que es presentado al pueblo por parte de Pilatos y tras haber sufrido la flagelación. En la composición de la pieza es clara la referencia al Doríforo de Policleto, lo que subraya aún más el intencionado equilibrio con el que ha sido concebida. Destaca el conocimiento anatómico del escultor, que hace un verdadero estudio, y su capacidad para situarla en el espacio con el enriquecimiento de puntos de visión al que da lugar el atemperado movimiento con el que se dota. Como ya veíamos, el paño de pureza es de tela de lino encolada; fue retirado durante la restauración, lo que permitió ver plenamente que se trata de un cuerpo desnudo y comprobar que Gregorio Fernández se recrea en la belleza del mismo. Recordemos que la obra fue concebida para ser vista con el perizoma, y nunca en su plena desnudez. Lo mismo ocurre con el Santo Ángel de hacia 1611 conservado en el Museo Diocesano y Catedralicio de Valladolid; con el Cristo del paso del Descendimiento perteneciente a la vallisoletana iglesia penitencial de la Vera Cruz, contratado en 1623; o con el Yacente de la iglesia jesuita de San Miguel y San Julián en Valladolid, del período 1631-1636.

En lo que respecta al tema del Crucificado, Cristo en la cruz se representa exánime, falto de vida. La corona de espinas puede aparecer labrada en el bloque de madera (sobre todo en los primeros tiempos) o ser natural. Los pies aparecen sujetos por un solo clavo. Y el paño de pureza se amolda jugando con los profundos pliegues, anudados en un extremo. Ya que se trata de la iconografía que remata el ático de los retablos, se suelen incorporar la Virgen y san Juan, junto a María Magdalena en algunos casos, como el mayor de la catedral de Plasencia. Destaca la imagen citada del monasterio de monjas Benedictinas de San Pedro de las Dueñas (León), fechable entre 1620 y 1621, y el Crucificado de la capilla de los Valderas, en la iglesia de San Marcelo de León, ya del último período (1631). La principal aportación de Gregorio Fernández a este tema fue el carácter lacerante con el que le da forma plástica, abriendo una profunda herida en el costado, del que mana un chorro de sangre, y que se complementa con la que inunda el rostro fruto de las heridas causadas por el hundimiento en la carne de las espinas de la corona.

Junto a los temas de la pasión, el predicamento de los marianos sigue en aumento, y un ejemplo lo tenemos en la iconografía de la Virgen del Carmen. Con claras aportaciones del escultor, es un tema además muy reclamado por la Orden del Carmelo. Destaca el original conservado en el convento de San José en Medina de Rioseco, fechable en el decenio 1620-1630. La iconografía consiste en la figura de María vistiendo el hábito carmelitano, con el Niño en la izquierda y el escapulario que muestra en la diestra[140].

El período de mayor actividad del obrador de Fernández se desarrolla entre 1626 y 1630, lo que conllevará un creciente aumento del número de colaboradores, y el colapso del taller a la postre. En esta etapa contrata los conjuntos de escultura destinados a poblar los retablos mayores de la parroquial de San Miguel en Vitoria, en el que se comenzó a trabajar en 1627 y no se concluyó hasta 1632[141], y el monumental de la catedral de Plasencia (Fig.11), ultimado en 1632 y en el que destaca especialmente el relieve de la Asunción, dentro de un programa iconográfico que resulta muy expresivo de la España de la Contrarreforma[142].

La producción de Gregorio Fernández es tan amplia que llega hasta alcanzar las tierras americanas, donde se conserva el grupo de San Joaquín, Santa Ana y la Virgen, en la iglesia de San Pedro de Lima —ya estaba terminado en 1629—.

Entre las imágenes de devoción está la Piedad, conservada en la iglesia de Santa María de La Bañeza (León), aunque fue un concierto que hicieron los franciscanos del convento del Carmen de esta localidad con el escultor, el cual fue ratificado en 1628. La devoción a la Inmaculada sigue nutriendo contratos como el que establece para ejecutar la magnífica imagen de esta advocación destinada a la catedral de Astorga, y que ultima en 1626[143], o la Inmaculada que entregó en 1630 al convento zamorano de la Concepción, y que es posible que formara parte de la dote con la que profesó en 1630 doña Magdalena de Alarcón[144].

 

La talla de santo Domingo que hace para el convento vallisoletano de San Pablo en 1624 es una de las más originales del escultor, que concibe al santo en éxtasis activo y le rodea de los pliegues a percusión —característicos de esta etapa— a que da lugar la extrema angulosidad con la que se crean; o el San Isidro Labrador de la parroquial de Santa María en Dueñas (Palencia), de hacia 1628 y con el que Gregorio Fernández crea otro de los tipos iconográficos de mayor popularidad en Castilla[145], correspondiente a un santo labriego.

El último período de la producción del escultor transcurre entre 1631 y 1636, donde el desfallecimiento de sus energías, la acumulación de encargos, obras inacabadas y fallidas —el retablo mayor de la cartuja vallisoletana de Aniago— constituyen los parámetros definitorios de la recta final de su trayectoria. Aún estaban pendientes de ultimarse los retablos mayores de San Miguel en Vitoria y el catedralicio de Plasencia. Sus dos últimas intervenciones dentro de este género serán: el pequeño retablo concertado en 1628 para la capilla de don Alonso de Vargas en la parroquial de Braojos de la Sierra (Madrid), que no ultima hasta 1632 y en el que destaca la serena belleza de la Asunción —como señalara Pedro Navascués— y el relieve de la imposición de la casulla a san Ildefonso[146]; y el retablo mayor de la iglesia conventual de Santa Teresa en Ávila, del que ejecutaría en parte el relieve central (concertado en 1634). Para este mismo convento hizo un Cristo atado a la columna que supone la culminación del tipo iconográfico; la imagen fue concebida formando grupo con una escultura de Santa Teresa, para interpretar una de las visiones de la Pasión que tuvo la santa; para Martín González, la escultura de la andariega ya es obra de taller[147].

Para el convento de Franciscanas Descalzas de Monforte de Lemos (Lugo) hace en esta etapa un Cristo yacente y una bonita Inmaculada, ambas obras de gran calidad y de las que recientemente Sáez González ha hallado la documentación —con los pagos que se realizan a favor del escultor— que confirma la autoría de Fernández[148].

***

A partir de 1624, la salud de Gregorio Fernández había comenzado a deteriorarse, con episodios que se repiten en 1625 y 1627, y ante los cuales se ve obligado a dejar el trabajo momentáneamente; tal vez se trataba de la gota, ya que en el transcurso de la ejecución del retablo mayor de la catedral de Plasencia consta que había sufrido un “corrimiento en la rodilla”. Todo ello indujo a Fernández y a su esposa a otorgar testamento el 11 de diciembre de 1633[149]. El fallecimiento tuvo lugar el martes 22 de enero de 1636. Su mujer María Pérez le sobrevivió hasta 1663. Fue enterrado en la sepultura de su propiedad que poseía en el convento del Carmen Calzado; la lápida se conserva en el Museo Nacional de Escultura como testigo silente de la memoria del escultor[150].