Saud el Leopardo

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Los hombres se observaron entre sí desconcertados.

Todos ellos eran fieles creyentes, seguidores de las enseñanzas wahabitas, la más rígida de las sectas musulmanas, pero sabían también que, en circunstancias tan excepcionales como las que estaban atravesando, incluso los wahabitas tenían permiso para prescindir de tan rígido ayuno.

No obstante, Ibn Saud fingió no percatarse de tales miradas de desconcierto; continuó hablando y su voz fue ganando en entusiasmo, capaz de convencer a cualquiera, tal era su fe en el destino.

–De ese modo templaremos aún más nuestro cuerpo y nuestra alma –insistió–. Y los que sobrevivan a tan dura prueba serán capaces, no solo de conquistar una ciudad y una fortaleza, sino incluso todo un imperio: ¡el Imperio otomano!





El oro turco

compró al traidor,

el oro turco

pagó el cañón,

pero el oro turco

no compra amor,

y Arabia ama

a su señor.

El sol se ocultaba en el horizonte, lanzando sus últimos destellos sobre la tierra, y un gran silencio acompañaba su marcha.

Rostros de hombres que aguardaban expectantes. Manos que se crispaban.

Labios de mujeres que se humedecían sedientos.

Se advertía el ansia en aquellas manos y en aquellos labios.

Llegaban las sombras.

Por fin retumbó un cañón.

En su palacio de Las mil y una noches, Mohamed Ibn Rashid, El Usurpador, lanzó un grito de alegría y hundió los dedos en una fuente de cordero tierno, humeante y apetitoso.

A su alrededor, su corte, sus generales, sus concubinas y sus esclavas disfrutaron de igual modo, entre risas y gritos, de la apetitosa comida y las frescas bebidas que rebosaban de las bandejas.

Una bailarina escanció jugo de frutas en la copa de Ibn Rashid, quien la alzó alegre mientras acariciaba los rotundos pechos de la provocativa mujer.

–¡Por Abdul-Aziz Ibn Saud! –exclamó–. Para que descanse para siempre en los infiernos y jamás vuelva a importunarnos.

Todos los presentes le acompañaron brindando felices.

Muy lejos de allí, en una sencilla habitación de una austera casa del emirato de Kuwait, el ex rey Abdul Rhaman Ibn Saud hacía entrega de un sobre a uno de sus criados, un negro delgado, fuerte y fibroso, de ojos inyectados en sangre.

–Toma mi mejor camello, busca a mi hijo y pídele que abandone una loca empresa en la que no tiene posibilidad alguna de éxito –le ordenó–. Ya no quiero reconquistar mi reino; no quiero más luchas, más sangre ni más muertes. Tan solo quiero tener cerca a mi familia.

El negro, Suilem, hizo un gesto de asentimiento, se apoderó del sobre y se dirigió hacia la salida, pero en la estancia contigua la joven princesa Jauhara, cuyo hermoso rostro aparecía no obstante marcado por las huellas de un largo sufrimiento, le salió al encuentro como si estuviera aguardándole.

Había mucho de patético y desgarrador en sus palabras al suplicar:

–Si vas en busca de mi señor, dile que su esposa también le ruega que regrese a casa. Mi lecho está vacío, aún no conoce a su tercer hijo, y los otros dos preguntan continuamente por su padre. ¡Que deje ya la guerra! ¿De qué me sirve un reino, si no tengo esposo?

Un sollozo cortó sus palabras. Suilem asintió, inclinó la cabeza y partió con presteza mientras la mujer lloraba mansamente por el ser querido que tal vez no volviera nunca.



Al día siguiente, aquel ser querido rezaba de cara a La Meca, indiferente al sol y al calor de Rub-al-Khali, pasándose por los labios una lengua reseca, incapaz de humedecer sus heridas y sus grietas.

A su lado, el resto de la tropa rezaba igualmente, se inclinaba y tocaba con la frente la arena para alzarse de nuevo una y otra vez en infinitas alabanzas a Alá.

Pero no todos llegaron a alzarse; vencido por el sol y la sed, Mulay permaneció de pronto en extraño equilibrio sobre sus rodillas con la frente clavada en el suelo, para inclinarse luego muy despacio a un lado, y quedar tendido de cara al cielo, muerto.

Ibn Saud le dirigió una triste mirada y continuó rezando.

Al atardecer, ocho tumbas destacaban sobre la llanura; ocho montones de arena sobre otros tantos hombres que no soportaron las fatigas de la sed, mientras sus compañeros eran como espectros o sombras de lo que fueran en otro tiempo, esqueléticos, endurecidos, marcados por el sol y el viento, y con los rostros como tallados en granito, pero todo decisión y coraje en cada gesto.

Frente a ellos, Ibn Saud, más alto, más delgado, más fuerte, si ello era posible, y con una inquebrantable firmeza en la voz cuando les arengaba:

–Mulay también se ha ido –dijo–. Era un bravo guerrero, un hombre fiel y un buen creyente; pero ha sido el último. Dentro de una semana termina el Ramadán y ese día abandonaremos este infierno. Nadie soportó aquí dos meses y ya nos dan por muertos.

Se interrumpió con la vista clavada en el punto de la llanura en el que habían hecho su aparición tres esqueléticas figuras que avanzaban rítmicamente, a media carrera, como si no se encontraran en el lugar más caluroso de la tierra.

–¡Murras! –musitó apenas.

Sus compañeros de desdichas se volvieron a observar cómo aquellos extraños seres se iban aproximando hasta llegar a donde se encontraban.

Lo primero que hicieron fue desplegar una especie de manta permitiendo que las ensangrentadas cabezas de siete ajmans rodaran sobre la arena.

A continuación dejaron en el suelo varios pellejos de cabra repletos de agua, que sin duda habían pertenecido a los dueños de aquellas cabezas.

–Con nuestro agradecimiento... –señaló el que parecía comandarlos al tiempo que hacía entrega a Ibn Saud de una extraña roca grisácea del tamaño de un huevo de gallina–. Esta es una de las piedras que hace muchísimo tiempo envió Alá desde el cielo. Te ayudará a reconquistar tu reino y cuando lo consigas acuérdate de los más infelices y maltratados de sus siervos.

Dieron media vuelta y se alejaron con el mismo ritmo con el que llegaran.

Los sauditas se arrojaron de inmediato sobre los odres de agua, pero su príncipe se interpuso, ordenando secamente:

–¡Solo una! Hoy tan solo beberemos de una girba. Y muy poco, porque después de tanto tiempo sin apenas beber nos haría daño. –Se volvió imperativamente hacia Ali con el fin de ordenar–: Un cazo de agua para cada uno. ¡Ni una gota más!



Casi a medianoche, bajo una luna inmensa que iluminaba la llanura como si fuera de día, Ibn Saud se encontraba acuclillado examinando con profundo detenimiento el pedazo de roca que le habían regalado los murras, por lo que poco a poco sus hombres fueron acudiendo a tomar asiento frente a él, y fue el pequeño Turki el que al fin se decidió a inquirir:

–¿Qué es eso?

–Un meteorito.

–¿Un qué?

–Una piedra caída del cielo –fue la respuesta de Ibn Saud–. La otra vez que estuve entre los murras me contaron que hace más de un siglo una inmensa bola de fuego cruzó el firmamento estrellándose en algún punto de Rub-al-Khali con tanta fuerza que el suelo se estremeció y se escuchó una explosión atronadora. Nadie supo de qué se trataba, hasta que cinco valientes guerreros decidieron ver qué había ocurrido. Tras casi un mes de marcha llegaron a un punto, que llamaron Wabar, en el que se habían formado enormes cráteres.

–¡Fantasías de gente ignorante!

–No; no lo son... –insistió Ibn Saud–. En Kuwait mi maestro, el sabio Ibrahim Musa, que ha estudiado en Londres y Damasco, me explicó que, efectivamente, existen documentos que hablan del paso de una bola de fuego que caía en dirección suroeste, aunque nadie sabía dónde había impactado exactamente. Los guerreros murras, de los que tan solo regresaron dos con vida, aseguraron que en el fondo de los cráteres se podían distinguir rocas inmensas que ni siquiera se podrían mover, pero trajeron consigo algunos de los pequeños trozos que se habían desprendido con el impacto. Esa pobre gente las considera piedras divinas de un valor incalculable, y el hecho de que me hayan regalado una significa que confían en mí y en que algún día les libere de la horrible miseria en la que viven.

–No creo que nadie pueda sacarlos de su miseria –sentenció el por lo general animoso Omar, en tono abiertamente pesimista–. Y es que es mucho más que miseria; se comportan como auténticos animales.

–No deberías hablar así, mi más querido primo –le reconvino su príncipe–. No es digno de un saudita de buen corazón, y me consta que el tuyo lo es. Cuando los rashiditas nos perseguían con el fin de aniquilarnos, los murras nos enseñaron a comportamos como animales y lo aceptamos porque era la única forma posible de sobrevivir en aquellas circunstancias.

–¡Pero al salir de allí...!

–Esa es la diferencia, primo; esa es la gran diferencia. Nosotros conseguimos salir de La Media Luna Vacía dejando por lo tanto de vivir como animales, pero a los murras nadie les ha proporcionado esa oportunidad y mientras no hayamos conseguido satisfacer sus necesidades más primarias, como son comer y beber al menos una vez al día, no podremos exigirles que actúen como auténticos seres humanos...

 

Ibn Saud se despojó del turbante, lo colocó sobre la arena, depositó en su centro el trozo de roca y, extendiendo las manos sobre ella, proclamó con su profunda voz de trueno:

–Por ello, porque conozco bien a esa pobre gente y la comprendo, juro por mi honor sobre esta piedra, sea o no sagrada, que si recupero mi trono les concederé la justicia, los derechos, la educación y los medios necesarios para que puedan vivir dignamente.





El destierro es amargo,

amargo es su recuerdo,

y el paso de los años

nunca cierra la herida.


Tan solo los cobardes

fingen que han olvidado

y guardan un rencor

jamás cicatrizado.


La memoria del héroe

no admite componendas,

espolea a su caballo

y le suelta las riendas.


El viento desbocado

no le quema, le empuja;

la arena enloquecida

no le ciega, le oculta.


Viento y arena tienen

un hijo bienamado,

un hijo al que protegen,

¡Saud el Leopardo!




Riad, ciudad amurallada, rodeada de oasis y palmeras, orgullosa y activa, indomable antaño, había perdido gran parte de su esplendor, puesto que la que fuera capital de la casa de Saud no lo era de los nuevos amos de Arabia, los rashiditas, que la odiaban, pues sabían que en el fondo de sus corazones sus habitantes continuaban siendo fieles a la derrocada dinastía.

Bajo el manto de la noche, sus murallas aparecían imponentes, altas e inexpugnables, con centinelas que recorrían las almenas a la luz de la luna y gritaban de torre a torre sus llamadas de alerta.

Un grupo de sombras se deslizó por el palmeral que la circundaba e hizo un alto junto a un pozo con el fin de beber. Lo hizo con tanta ansia como si no lo hubiera hecho nunca.

La ciudad se recortaba contra el cielo, con la luna nueva en la distancia, e Ibn Saud, calmada la sed, seleccionó a seis de sus hombres.

–Jiluy, Mohamed, Ali, Omar, Turki y Abdullah vendrán conmigo. Los demás os quedareis aquí con los camellos. Si al amanecer no hemos vuelto, regresad a Kuwait y decidle a mi padre que su hijo murió donde debía, en la capital de su reino.

Resultó evidente que algunos de los guerreros no estaban de acuerdo con la idea de permanecer en retaguardia mientras sus compañeros luchaban, pero la autoridad del príncipe resultaba indiscutible, por lo que optaron por acatarla sin la más mínima protesta.

Fue Jiluy, su primo, lugarteniente y el primero de los elegidos, el único que se aventuró a preguntar:

–¿Cuál es tu plan?

–No tengo ninguno. Alá nos ayudará.

–Mucho habrá de ayudarnos si hemos de conquistar entre siete una ciudad amurallada y una fortaleza jamás violada.

–La misericordia y sabiduría de Alá son infinitas; confío en que nos ilumine.

Con un gesto de la mano se despidió de los que quedaban y se colocó a la cabeza de la media docena de sus más escogidos seguidores, encaminándose furtivamente y en silencio hacia la imponente mole de la ciudad.

La luna avanzaba en el cielo, los centinelas continuaban con sus rondas y sus llamadas de alerta, mientras un perro escuálido y sarnoso ladraba al paso de unos extraños que resultaban casi invisibles deslizándose de tronco en tronco por el amplio y espeso palmeral que rodeaba Riad.

En fila india, siempre en pos de su jefe, los sauditas lograron colocarse al pie de la alta muralla, protegidos por las sombras que el mismo muro les proporcionaba.

Arriba, un centinela se detuvo un instante y oteó hacia abajo como si algo llamara su atención. Los intrusos se aplastaron contra la pared y aguardaron hasta que el rashidita, cansado de mirar, reiniciara su marcha.

Ibn Saud hizo un gesto al más pequeño de sus acompañantes.

–¡Turki! –ordenó–. Tú eres el más ágil. Trepa y lanza una cuerda.

El llamado Turki, que se movía más como un mono o una mosca que como una persona, se encaramó sobre los hombros del gigantesco Ali y clavando manos y pies en los salientes del muro inició el ascenso con rapidez y seguridad.

Los pasos del centinela resonaron de nuevo cuando Turki se hallaba colgado en el abismo a mitad de camino. La tensión se dibujó en el rostro de los guerreros, y Omar, que tenía fama de ser el mejor tirador del desierto, se apresuró a sacar de su cinturón un ancho y recto cuchillo, dispuesto a lanzarlo hacia lo alto.

El centinela salvó la vida gracias a que continuó su ronda, con lo que Turki alcanzó la cima, lanzó una cuerda y la amarró a la almena.

Rápidamente, con una agilidad impropia de sus dos metros de estatura, Abdul-Aziz Ibn Saud gateó por la muralla aferrado a la soga y en un instante se encontró en la cima.

Uno tras otro, sus cinco compañeros le imitaron agazapándose en un rincón de las almenas hasta que el centinela pasó junto a ellos sin advertir su presencia y se perdió de vista en el siguiente recodo.

Al poco los sauditas se deslizaron hasta el tejado de una casa vecina que aparecía casi pegada a la muralla por su parte interior.


Ahora se encontraban en su ambiente y, saltando de azotea en azotea o deslizándose por estrechas callejuelas que conocían perfectamente, pues no en vano la mayoría de ellos había nacido y se había criado en Riad, alcanzaron en silencio y con seguridad una amplia plazoleta en cuyo frente se alzaba, inexpugnable, una fortaleza cerrada a cal y canto. El atribulado Mohamed se limitó a señalarla, con expresión de profundo desaliento:

–No hay modo de entrar –musitó–. Solo por aquella pequeña poterna que está construida de tal modo que hay que meter primero la cabeza y luego el resto del cuerpo. Detrás se encuentra siempre un guardián con un alfanje, y si no le das el santo y seña o no le gusta tu cara..., ¡zas...!, te decapita...

Su hermano, que permanecía pensativo, atento a cada detalle del lugar, hizo un gesto de asentimiento.

–Lo sé –admitió–. Antes de que tú nacieras ya jugaba a cortar cabezas detrás de esa puerta. Pero aquella es la casa del gobernador y tal vez consigamos apoderarnos de él.

–¿Cruzando la plaza abiertamente? –se sorprendió el otro–. Nos verán desde la fortaleza.

Ibn Saud pareció comprender que su idea era una locura, por lo que se volvió a Jiluy con el fin de inquirir:

–¿Recuerdas quién vivía a espaldas del gobernador?

–Jowaisir; un mercader de ganado, pero puede que haya muerto porque era muy viejo –respondió Jiluy.

Su primo asintió como si eso le hubiera dado una idea, y volviendo sobre sus pasos inició un rodeo por las oscuras y estrechas callejuelas, hasta llegar frente a un portón claveteado a espaldas de la casa del gobernador.

Sus compañeros se ocultaron junto a un muro y, decidido, Ibn Saud levantó el aldabón y llamó quedamente, pero tuvo que insistir varias veces hasta que una mujeruca se asomó por una ventana del piso alto y le increpó furiosa:

–¿Qué buscas a estas horas de la noche en una casa decente?

–Me envía el gobernador –fue la respuesta–. Necesita que Jowaisir le venda dos corderos.

–¿Es que te has creído que mi casa es un burdel? –replicó ásperamente la mujer–. ¡Vete y déjanos en paz!


El primogénito de la casa de Saud fingió dudar unos instantes, pero al fin añadió:

–De acuerdo, me iré, pero mañana el gobernador hará azotar a tu esposo porque necesita esos corderos. Da una fiesta, y ya sabes cómo suelen ser sus fiestas; se prolongan demasiado y si falta comida se enfurece.

Aguardó en espera de ver el impacto que causaban sus palabras, y al cabo de unos instantes la puerta se abrió para que hiciera su aparición un anciano armado de una linterna sorda que alzó con intención de observar el rostro de tan importuno visitante.

Inmediatamente las manazas de Ali, que se encontraba pegado al quicio de la puerta, cayeron sobre la boca y el cuello del anciano y lo empujaron al interior de la vivienda sin permitirle emitir un sonido.

Sus compañeros penetraron tras él, cerrando a sus espaldas, mientras el viejo y la mujeruca no lograban contener su espanto y tan solo se tranquilizaron un tanto cuando Omar indicó:

–Este es nuestro príncipe, Abdul-Aziz Ibn Saud, que ha vuelto.

El hombrecillo se dejó caer de rodillas para besarle el borde de la túnica.

–¡Mi señor! ¡Mi señor! –exclamó casi sollozando–. ¿No me recuerdas? Yo soy tu fiel súbdito Jowaisir –añadió casi al instante–. ¡Qué flaco estás! ¡Y cómo has crecido!

–Demasiado, sin duda, pero ahora necesito tu ayuda: tenemos que llegar a casa del gobernador sin que nos vean.

El llamado Jowaisir hizo un evidente gesto de haber entendido y a continuación los condujo en silencio por pasillos y una estrecha escalera hasta la azotea.

Desde ella señaló una cúpula blanca.

–Allí es donde vive –aseguró–. No tenéis más que atravesar ese tejado.

Siempre con Ibn Saud en cabeza, los siete hombres saltaron ágilmente al lugar indicado y avanzaron silenciosos como gatos hacia la morada del gobernador y su gran patio central.

Pero ocurrió algo con lo que el grupo no contaba y que vino a desbaratar momentáneamente sus planes; al pisar sobre el techo de la casa intermedia, la débil estructura de adobe y cañas cedió, por lo que Ibn Saud, Mohamed y Omar aterrizaron sobre una amplia cama en la que una joven pareja se encontraba enzarzada en apasionados juegos amorosos.


Por unos instantes, hasta que el polvo de los cascotes se disipó, todos permanecieron desconcertados. Al fin la mujer trató de cubrir su desnudez mientras iniciaba un grito de terror, pero Omar la acalló en el acto a la par que Mohamed amenazaba al hombre con su gumía.

–¡Silencio o te degüello! –ordenó en voz baja.

Ibn Saud se puso lentamente en pie mientras sacudía el polvo de su largo jaique y agitaba la cabeza, a todas luces divertido.

–Si algún día la conquista de Riad pasa a la historia, nadie creerá que este incidente ocurrió realmente –dijo–. ¡Atadlos!

Sus dos acompañantes cumplieron rápidamente la orden mientras en el hueco del techo hacían su aparición las cabezas de Turki y Jiluy, que tras la lógica sorpresa y alguna mal disimulada risa se apresuraron a lanzar una cuerda por la que los tres hombres treparon con agilidad.

De nuevo en la azotea reanudaron la marcha, ahora más distanciados con el fin de evitar nuevos derrumbes, hasta conseguir asomarse al patio de la casa del gobernador, al que saltaron en silencio.

Ya en el interior de la vivienda, y por pasillos apenas iluminados, trataron de orientarse con intención de desembocar, tras subir por una corta escalera de caracol, al que parecía ser el dormitorio principal.

Sobre el gran lecho se distinguían los bultos de dos personas.

Ibn Saud, Jiluy y Ali penetraron en la estancia, aprestaron sus armas y de un brusco tirón apartaron las sábanas para quedar perplejos ante los cuerpos desnudos de dos hermosas mujeres que inmediatamente se lanzaron la una en brazos de la otra con los ojos dilatados por el terror.

Ibn Saud las contempló, molesto y desconcertado.

–¿Dónde está Aljman? –quiso saber.

La más decidida de ellas, que era también la de más edad, reaccionó con prontitud y una sorprendente serenidad.

–Siempre duerme en la fortaleza. Yo soy su esposa y esta es mi hermana.

–¿Y cómo tú, siendo saudita, te has casado con un rashidita? –le espetó Mohamed sin el menor miramiento.

 

La aludida respondió con innegable altivez:


–¿Qué otra cosa podía hacer si hace años que la casa de Saud nos abandonó a nuestra suerte?

–¡Pues ya estamos de vuelta! –señaló Mohamed–. ¿A qué hora abandona tu marido la fortaleza?

–Al amanecer sale a montar a caballo porque le gusta aprovechar el fresco de la mañana. Y más vale que para esa hora os encontréis muy lejos o pagaréis con la cabeza esta afrenta.

Mohamed no se dignó hacer comentario alguno, pero a una imperativa señal suya tres hombres ataron y amordazaron a las mujeres.

Por su parte Ibn Saud se volvió hacia Turki, que lo observaba todo desde el umbral de la puerta, como un mono curioso.

–Ve a buscar a los que quedaron en el palmeral y tráelos aquí lo más pronto posible; en cuanto salga el gobernador atacaremos.

Turki echó a correr dispuesto a cumplir la orden, y al amanecer, con la primera claridad anunciándose apenas sobre las almenas de las murallas y las torres de las mezquitas, mientras los muecines llamaban a la primera oración y los gallos cantaban despertando a los habitantes de Riad, todos los sauditas se encontraban ya en la casa, con las armas listas, acechando por las ventanas, pendientes de la ancha plaza y de la pesada puerta de la fortaleza, que se habría dicho realmente inabordable.

Transcurrieron muy lentos los minutos.

Los intrusos apretaban los puños sobre sus armas, mientras su príncipe rezaba en el centro de la habitación del piso alto, inclinándose una y otra vez en dirección a La Meca, indiferente a todo lo que no fuera su conversación con Dios.

Al fin la puerta se entreabrió, alguien atisbó hacia el exterior cerciorándose de que todo parecía estar en orden, y a los pocos instantes las dos gigantescas hojas comenzaron a moverse lentamente para dejar paso a tres hermosos caballos árabes. Los seguían media docena de soldados que rodeaban al altivo y todopoderoso gobernador Aljman.

Avisado por Mohamed, Ibn Saud se asomó a la ventana, observó la escena e inmediatamente se precipitó escaleras abajo blandiendo sus armas y ordenando a sus hombres que lo siguieran.


Como una tromba los sauditas irrumpieron en la plaza disparando sus fusiles y lanzando gritos de guerra, lo que desconcertó momentáneamente a los rashiditas, que de inmediato emprendieron el regreso hacia el interior de la fortaleza, cuya puerta comenzó a ser cerrada desde dentro. Se entabló una despiadada refriega a base de alfanje y puñal, puesto que los anticuados fusiles de chispa apenas resultaban útiles una vez disparados.

Uno tras otro los soldados que no caían muertos o heridos penetraban en la ciudadela, y el gobernador estaba ya a punto de lograrlo cuando Ibn Saud, en un salto prodigioso de casi seis metros, se lanzó sobre él, lo derribó y lo sujetó con fuerza.

Aljam blandió su alfanje y estuvo a punto de decapitarlo, pero Ibn Saud se agachó, lo esquivó y disparó su pistola, hiriéndole en un costado, lo que obligó al gobernador a soltar su arma, pero de inmediato lanzó una terrible patada al bajo vientre de su enemigo, que cayó retorciéndose de dolor, lo que aprovechó para precipitarse por la poterna y desaparecer antes de que Jiluy consiguiera agarrarlo.

Por unos instantes el desconcierto cundió entre las filas sauditas, que veían cómo las puertas se habían cerrado y el gobernador había desaparecido en su interior; todo parecía definitivamente perdido, pero de improviso, el arrojado Jiluy, en un gesto de valor suicida, se lanzó de cabeza por la poterna en pos de Aljam emitiendo su grito de guerra.

Dentro de la fortaleza, en el estrecho pasillo que conducía a la puerta, el encargado de la poterna dudó una décima de segundo, alfanje en mano, intentando averiguar la identidad del recién aparecido.

Ese instante de indecisión transformó la historia de Arabia, pues Jiluy, con un gesto rapidísimo, lo atravesó con su gumía y levantó la tranca de la doble hoja gritando hacia fuera que empujasen, al tiempo que se defendía a duras penas de los soldados que lo acosaban.

De inmediato Ibn Saud y Ali se lanzaron con todas sus fuerzas contra los batientes, que se abrieron violentamente derribando a Jiluy, lo que los sauditas aprovecharon para lanzarse hacia el interior del estrecho pasillo propinando estocadas y mandobles a los rashiditas, que se replegaban hacia el gran patio central en seguimiento del herido Aljam.

Ibn Saud penetró como una tromba en el patio, con lo que la sangrienta escaramuza se generalizó hasta el punto de que en las torres, en las almenas, en los pasillos, las escaleras y las estancias, los guerreros sauditas luchaban como fieras, en proporción de uno contra cinco, matando rashiditas o lanzándolos al vacío.

Se diría que no eran seres humanos sino auténticos superhombres que sabían muy bien que no les quedaban más que dos opciones: vencer o morir.

Junto al pozo del patio, Jiluy se enfrentó al herido Aljam, que se había apoderado de una espada y trataba de hacer frente al incansable primo de Ibn Saud, quien no se lo pensó un instante, lo acorraló, no le dio cuartel, y por último, tras una corta lucha, lo atravesó de parte a parte. A continuación lo alzó sobre su cabeza sin importarle que la sangre le chorrease y gritó con el fin de llamar la atención. Ese grito paralizó de terror a los rashiditas en el momento en que Jiluy lanzó el cuerpo del gobernador al interior del profundo pozo.

Un nuevo grito de victoria se sobrepuso al anterior.

Al alzar la vista, se distinguió a Ibn Saud en la cima de la más alta de las torres de la fortaleza; acababa de sustituir la bandera de la casa de Rashid por la bandera de la casa de Saud.

Sus beduinos le aclamaban y sus desmoralizados enemigos depusieron uno tras otro las armas.

Poco más tarde, la población de Riad en pleno se había reunido en la plaza central con el objeto de rendir tributo al libertador que había venido a sacudirles el insoportable yugo rashidita.

Cuando Ibn Saud hizo al fin su aparición en el portón, con la espada aún tinta de sangre, un unánime grito de alegría le acogió con vítores, por lo que, alzando los brazos en toda su gigantesca estatura, rogó silencio.

–Pueblo de Riad –comenzó–, la casa de Saud ha vuelto, y en nombre de mi padre os devuelvo los derechos perdidos. De ahora en adelante sois libres, pero recordad que, pese a que controlemos la capital, el resto del país continúa en manos de los rashiditas y los turcos. Sin vuestra ayuda nunca conseguiremos expulsarlos de nuestras tierras. Os necesito a todos, a los mercaderes de la ciudad, a los campesinos del Nedjed, a los montañeses de Nafut y a los beduinos del desierto. ¡Uníos a nuestra causa y venceremos!

Un rugido de fervorosa afirmación fue la respuesta, y un incontable número de brazos armados y puños crispados se alzaron al cielo proclamando su inquebrantable adhesión a la estirpe saudí.

En ese justo momento, un camello al galope hizo su aparición en una de las calles, abriéndose paso entre la gente para detenerse al fin frente a Ibn Saud. El sudoroso Suilem saltó ágilmente, y sin prestar atención a cuantos le rodeaban se arrodilló ante su príncipe, haciéndole entrega de la carta que le confiara Abdul Rahman.

–¡Salud, mi amo! –fue lo primero que dijo–. ¡Que Alá te proteja! Tu padre me envía a rogarte que abandones una difícil empresa en la que ninguna posibilidad tienes de triunfo.



Dos semanas después, el rostro de ese mismo Suilem reflejaba la magnitud de su alegría al ver ondear cientos de verdes banderas que parecían llenarlo todo. La plaza en que se había iniciado la contienda lucía ahora esplendorosa y rebosante de una multitud que vestía sus mejores galas con el fin de asistir a la ceremonia que se desarrollaba sobre un templete, cuya parte posterior se apoyaba en la fachada de la residencia del malogrado gobernador Aljam.

Sobre el improvisado escenario tapizado de flores, gallardetes y hojas de palma, el anciano Abdul Rahman Ibn Saud recibía, con lágrimas en los ojos, las muestras de adhesión de sus súbditos, que no cesaban ni un instante de corear su nombre y el de su primogénito.

Al fin, el anciano suplicó silencio al igual que lo hiciera su hijo en el mismo lugar quince días antes.

–Me proclamáis de nuevo vuestro rey, y os lo agradezco –comenzó con la voz levemente alterada por la emoción–. Once años hace ya que la traición me expulsó de mi ciudad, y no ha habido un momento más feliz en mi vida que este del regreso, ni más dicha que la de sentirme de nuevo soberano de Riad y del Nedjed. –Hizo una larga pausa durante la que pareció estar meditando muy bien lo que iba a decir, para añadir, seguro de sí mismo–: Pero he llegado a la conclusión de que la lucha no ha hecho más que comenzar y que me siento demasiado cansado como para galopar al frente de mis tropas bajo el sol del desierto. Por eso os digo: conocéis las hazañas de mi hijo Abdul-Aziz, sabéis que es el único capaz de llevar a cabo lo imposible, y he decidido por tanto delegar en él todas mis atribuciones políticas y militares. Deseo dedicar el resto de mi vida a seguir la senda de Alá, por lo que desde este mismo momento abdico en mi primogénito, conservando tan solo mi categoría de jefe religioso del Nedjed.

Se volvió a quien acababa de elegir para sucederle, que se encontraba a su lado y parecía en verdad sorprendido por semejante decisión, y sacando de su vaina un deslumbrante alfanje de empuñadura de oro y piedras preciosas, se lo ofreció con gesto solemne.

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