El diablo

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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Biblia Sacra Iuxta Vulgatam Clementinam, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1986.

Bultmann, Rudolf,Neues Testament und Mythologie. Das Problem der Entmythologisierung der neutestamentlichen Verkündigung” en Hans–Werner Bartsch (Hg.), Kerygma und Mythos, Band 1, 4 Aufl, Reich, Hamburgo, 1960.

Busto, José Ramón, “El diablo” en Pliego, Vida Nueva.

Foerster, Werner, “Satanas” en Kittel, Gerhard (Dir.), Theologisches Wörterbuch zum Neuen Testament, Tomo 7, Kohlhammer, Stuttgart, 1942.

Haag, Herbert, El diablo: su existencia como problema, Herder, Barcelona, 1978.

Mollat, Donatien, “Anges et Demons” en II Cursus Internationalis Exercitiorum Spiritualium in hodierna luce Ecclesiae, 1 de octubre a 8 de diciembre, 1968, sección Exercitiorum Spiritualium, Romae, Curia Societatis Iesu, 1968.

Navone, John, “El diablo” en Fiores, Stefano de y Tullo, Goffi, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid, 1983, pp. 348–361.

Pablo VI, “Audiencia general”, miércoles 15 de noviembre de 1972, http://w2.vatican.va/content/paul-vi/es/audiences/1972/documents/hf_p-vi_aud_19721115.html

Schlier, Heinrich, Problemas exegéticos del Nuevo Testamento, FAX, Madrid, 1970.

1- Herbert Haag, El diablo: su existencia como problema, Herder, Barcelona, 1978.

2- Rudolf Bultmann,Neues Testament und Mythologie. Das Problem der Entmythologisierung der neutestamentlichen Verkündigung” en Hans–Werner Bartsch (Hg.), Kerygma und Mythos, Band 1, 4 Aufl, Reich, Hamburg, 1960, p. 16.

3- Gn 32, 23–33. Jacob cruza el vado de Yabboq, con todo su clan, y tiene que luchar con alguien.

4- Sal 91.

5- Sal 91, 5–6.

6- Gn 6, 4.

7- Sal 29, 1.

8- Sal 89, 7.

9- Za 3, 1–7.

10- Jb capítulos 1–2.

11- 1Cro 21, 1.

12- Ex 31, 3.

13- Zc 12, 10.

14- Os 4, 12.

15- Zc 13.

16- Gn 3.

17- Mt 13, 39.

18- Lc 8, 12; Hch 10, 38.

19- Mc 3, 23–26; 4, 15; Lc 9, 16.

20- Mt 13, 39; Lc 10, 19.

21- Ap 12, 13; 20, 2.

22- Ibidem, 9; 20, 2.

23- Mt 12, 24 y 27; Mc 3, 22; Lc 11, 15, 18 y 19.

24- Co 6, 15.

25- Jn 12, 31.

26- Mt 13, 37 y ss.

27- Mc 3, 23–30; Lc 13, 16; Hch 10, 38; Hb 2, 14.

28- 1Co 7, 5; 2Co 2, 11; Ef 4, 26 y ss; 1Tm 3, 6 y ss.

29- Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11.

30- 2Cor 4, 4.

31- Mt 9, 4.

32- Ap 12, 3.

33- Lc 22, 3.

34- Hch 5, 3.

35- Mt 4, 1–11; Lc 4, 1–13.

36- Hch 10, 38.

37- Lc 10, 18.

38- Jn 12, 31.

39- Hb 2, 14.

40- Ap 12, 9 y 12.

41- Ibidem, 20, 2.

42- Ibidem, 12, 17.

43- Ef 1, 20–2, 10.

44- 1Cor 7, 5; Ibidem, 2, 11; 1Tim 5, 15.

45- 1Pe 5, 8.

46- 1Ts 2, 18.

47- Rm 16, 20.

48- Pablo VI. “Audiencia general”, miércoles 15 de noviembre de 1972, quinto párrafo del discurso, http://w2.vatican.va/content/paul-vi/es/audiences/1972/documents/hf_p-vi_aud_19721115.html

49- Rm 8, 35–39.

50- Dn, 3.

II. Posesiones diabólicas ordinarias.
Conato de explicación

JORGE MANZANO VARGAS, S.J. (†)

LÍMITES

Son numerosas las personas —más de las que imaginamos en nuestra sociedad culta— que se acercan a los sacerdotes para pedir exorcismos sobre alguien supuestamente poseso. La Iglesia es prudente: a la inmensa mayoría los envía al médico, al psicólogo, al psiquiatra; o les dice que coman y duerman bien, que disminuyan su stress, que descansen, que tomen vacaciones. Sólo en un mínimo de casos la Iglesia juzga prudente hacer los exorcismos. Se requiere que el Obispo dé su aprobación. Y, aunque en principio cualquier sacerdote tendría poder para hacer los exorcismos, en la práctica sólo puede hacerlos el exorcista nombrado por el Obispo, quien lo escoge por su virtud y conocimientos en la materia.

A falta de estadísticas usaré números simbólicos. Digamos que de un millón de casos que se presentan, la Iglesia juzga prudente hacer exorcismos en diez de los casos; y a los demás los envía, como dijimos, al descanso o al psicólogo. A estos casos los dejamos de lado pues están, en principio, resueltos. Atenderemos a los diez casos de exorcismo.

En este trabajo trato de dar una posible explicación natural, digamos, por lo menos, a nueve de esos diez casos. Notemos el matiz posible, pues en el campo de lo humano no siempre se puede contar con certezas absolutas.

ADVERTENCIAS

Seguimos el modo de la Iglesia: la inmensa mayoría de los casos hay que remitirlos al descanso, buena alimentación, o consulta médica, psicológica o psiquiátrica. La Iglesia ciertamente no fomenta la credulidad supersticiosa que ve posesión diabólica en cada hoja que cae, perro que aúlla, caballo que relincha, o convulsiones y espumas en la boca.

Según la mentalidad de la Iglesia, trato de encontrar una explicación del orden natural para los casos todavía no explicados. Presento esta explicación en el campo de lo posible, no de la certeza absoluta.

También con la Iglesia, dejo aquí abierta la posibilidad de que hubiera casos —que serían relativamente pocos— en que el diablo provocara los fenómenos espectaculares de posesión.

FENÓMENOS USUALES QUE HACEN PENSAR EN POSESIÓN DIABÓLICA

Nota: Se suelen considerar tres tipos de asalto diabólico. La circuminsesión: vejaciones externas como ruidos, golpes, cosas que se rompen. La obsesión: el diablo ocupa el cuerpo mismo del poseso, pero no impide su libertad de acción. La posesión: lo mismo, pero además impide la libertad de acción. En lo que sigue atendemos sobre todo a este último tipo.

1. Movimientos corporales incontrolados: movimientos súbitos y violentos, como girar el cuerpo a gran velocidad, o rodar sobre el suelo con el cuerpo rígido; levitación —al menos aparentemente contra la ley de la gravedad—, fuertes temblores o calambres, convulsiones, contorsiones, estrellarse contra suelo o paredes, arrojarse por la ventana u otros espacios, acrobacias admirables. Y todo esto, a veces, sin alteración del pulso.

2. Mirada maligna, llamada diabólica. Cambio súbito del color de los ojos, sin ninguna otra alteración corporal.

 

3. Abrirse y cerrarse partes del cuerpo, a manera de grandes heridas. Secreciones asquerosas por diversas partes del cuerpo.

4. Sensación y muestras de doble personalidad. Se siente que dentro de uno está otro. Aparecen palabras escritas o marcadas sobre el cuerpo. Alaridos o carcajadas como sin causa y de manera exagerada.

5. Blasfemias y movimientos de repudio contra Dios, violentas reacciones contra lo sagrado como reliquias y agua bendita.

6. Sensación de contactos, íncubos o súcubos, con el diablo.

7. Los fenómenos a que se suele dar más importancia son la glosolalia, la clarividencia, por ejemplo, respecto de los pensamientos del exorcista, y las manifestaciones de fuerza extraordinaria; por ejemplo, una levitación prolongada.

EXPERIENCIAS

Comunico tres experiencias que he tenido. La primera, a finales de la década de los setenta, en Ciudad de México; la segunda, a principios de la década de los ochenta, en Copenhague; la tercera, en 1991, aquí en Guadalajara. Tomaré en conjunto las del Distrito Federal y Guadalajara, que son muy semejantes, y después hablaré de la danesa, algo diversa.

I

Por razones del todo ajenas al tema que nos ocupa, hice con diversos grupos de amigos, en Ciudad de México y Guadalajara, experimentos que llamamos de concentración, o de trance, en que se manejan fuerzas naturales, tan naturales que son la base de una técnica usada por algunos directores de teatro, en especial en Polonia y en México. Los actores en estado de trance ya no actúan en el sentido de una vulgar imitación, sino que viven otra personalidad, o se transforman en otra cosa, mediante el uso de dos energías: una propia y otra exterior. Es muy potente la resultante del encuentro de estas dos energías. La energía propia es no sólo mental o psíquica, sino totalizante, por decir una palabra. Y lo mismo digamos de la energía exterior. Es incómodo querer darles un nombre, pues hoy día los nombres pueden causar confusión. Eso sí, por más que la naturaleza exacta de estas energías nos sea todavía inexplicable, es seguro que se trata de energías naturales, pues con práctica queda todo bajo el control y la voluntad del ser humano.

Arbitrariamente señalo dos fases de la experiencia. En la primera se aprende a conocer tales energías. Por medio de una técnica especial uno concentra toda la realidad personal, digamos mía, en algún punto privilegiado del cuerpo: todo lo que soy, pienso, quiero, cuanto pueda pertenecer a mi mente o a mi cuerpo. Si eso se logra, se entra, como automáticamente, en contacto con la energía exterior y se produce un choque violento. La vez primera estaba yo acostado boca arriba, relajado del todo, cuando de súbito salió mi cuerpo volando por los aires —físicamente, no sólo mentalmente—, sin que yo hubiera hecho ningún intento, ningún esfuerzo para ello, sin siquiera haberlo pensado. No fue contra la ley de la gravedad, sino de consuno con ella: mi cuerpo volvió a caer; de pie, pero en estupenda secuencia se puso mi cuerpo a girar a velocidad vertiginosa y a trasladarse sobre la punta de los pies, como consumado danzante de ballet —yo, que jamás he danzado—. Simultáneamente salían de mí, y sin control alguno, profundas y sonoras carcajadas, que podían oírse hasta muy lejos. Daba la sensación de vivir en otro mundo, de haber pasado a otra dimensión.

En otra ocasión mi cuerpo salió rodando —relajado y sin embargo rígido— como si fuera un cilindro metálico impulsado con gran fuerza. Uno de mis compañeros entró en súbitas convulsiones, como en danza incontrolada y salvaje. El cuerpo de otro se puso a danzar muy suavemente como pluma llevada por suave brisa, o como ave que planea en alturas felices y sin resistencia. El cuerpo de otro se arrastraba y retorcía por el suelo como serpiente insidiosa.

Otra vez hicimos la experiencia en el campo, todos en torno a un árbol frondoso lleno de vida. La consigna era no abrir los ojos sino hasta el momento de estar ya concentrado. Pasó un buen rato y yo no podía concentrarme. Abrí los ojos para ver qué pasaba, y todos estaban con los ojos cerrados: nadie se había concentrado todavía excepto uno, arrobado, inmóvil, que lloraba con dulzura. Más tarde, en otro ejercicio, mi cuerpo se lanzó brusco a morder furioso la tierra y el pasto, mientras salían de mi boca grandes espumarajos. Otro de mis compañeros gritaba y giraba sobre sí a gran velocidad, y parecía que la cabeza le giraba a una velocidad notablemente diversa que el tronco.

En un ejercicio por parejas estábamos dos de pie, y frente a frente, con los ojos cerrados, que abriríamos hasta el momento de haberse uno concentrado y sentido al otro. Abrí los ojos y, casi simultáneamente, él también. De inmediato cayó mi cuerpo tieso, como pesada viga que se derrumba estrepitosamente, mientras me salían muy sonoros gemidos y lloros de infinita tristeza, sin ningún pudor. Caí en la cuenta de que haría cosa de 25 años que yo no lloraba y mucho menos en forma sonora.

Nunca se pierde la conciencia; y salido uno del trance, recuerda todo. Debo hacer notar que en los ejercicios de grupo nos percibimos mutuamente, sabemos dónde está cada quien, aunque uno tenga los ojos cerrados y el otro cambie silenciosamente de lugar. Se trata de una percepción diversa de los cinco sentidos. La percepción es clarísima e indudable —no se puede describir a quien no la ha sentido, como no se puede explicar el sabor del mamey a quien no lo ha probado— y se realiza a través del punto de concentración, que en nuestro caso fue el plexo solar. La intercomunicación puede ser tan intensa que se siente como si un cordón energético y activo uniera a todos y circulara entre los plexos solares. Algunas y otras de estas experiencias son semejantes a las que se dan entre los llamados posesos. La naturaleza y variedad de los efectos puede comprenderse con un símil. Supongamos a uno que por primera vez va al mar, y desde la orilla ve cómo un grupo de bañistas juega con las olas altas: unos las atraviesan por abajo, otros las montan, otros las embisten para ser llevados por ellas. Nuestro héroe entra al mar, falto de práctica, y las olas lo revuelcan. Así conoció ya la fuerza del mar, pero con práctica sabrá usar esa fuerza, y jugar con las olas con toda fantasía. Notemos que se trata de la misma fuerza del mar, con la que juegan los bañistas, la que da furiosa revolcada a otro y aun le rompe una pierna, y la que usa una gaviota para mantenerse totalmente inmóvil sobre la cresta —y ni una pluma se le mueve—. Yo explicaría así los fenómenos descritos, como si de pronto se nos hubiera echado encima un mar invisible en movimiento.

La segunda fase de la experiencia consiste precisamente en aprender a manejar y a usar, para fines específicos, estas energías. Caso típico, el ya mencionado, de los actores de teatro. Supongamos dos rivales. Los actores no necesitan estudiar frente al espejo cómo imitarían a los dos rivales, sino que en estado de trance se convierten en esos dos rivales históricos o poetizados. La misma energía que furiosa e implacable hace rodar o girar el cuerpo del inexperto, es dócil al manejo del experto. La energía que lanza cuerpos al aire, que hace proferir carcajadas, gemidos o alaridos, obedece aquí al actor, y toda ella se reduce a producir una arruga en el rostro, que expresa, por ejemplo, absoluto desdén por el otro. La acción teatral resulta perfecta. Con nuestro símil: el potente mar juega con el inexperto, el experto juega con el mar.

Digamos que la primera fase, para usar otro símil, la realizamos sin programación alguna: se trataba simplemente de ir conociendo esa fuerza. ¿Qué hacíamos? Concentrarnos, o entrar en trance, simplemente. En la segunda fase ya había programación. Nos concentrábamos en algo, o en alguien. Por ejemplo, en camarones que están siendo asados a la parrilla. Tal vez suene increíble, pero sí, pasamos por la experiencia de ser camarones que están siendo asados a la parrilla. Cómo se contorsionaban o distorsionaban nuestros cuerpos, lo ignoro y, sin embargo, lo hicimos, en la medida en que un cuerpo humano puede convertirse en camarón. En otro ejercicio el director daba la orden de realizar un cuadro del Greco sobre la crucifixión: “Tú serás Jesús, tú Juan, tú Magdalena, tú el soldado de la lanza, tú un fariseo”, etcétera. Puestos en estado de trance —esa vez yo era espectador—, vi con asombro un cuadro del Greco, las figuras alargadas y los ojos vidriosos; fue notable el caso de uno, más bien obeso, más ancho que alto y de manos pequeñas. El trance estiró su cuerpo y alargó sus dedos: el Greco pudiera haberlo tomado como modelo.

El ejercicio que nos resultó difícil fue concentrarnos en ideas abstractas: por ejemplo, la mitad del grupo se concentraba en ser la pereza, la otra mitad en la diligencia; unos en el amor y otros en el odio. Notemos: no se trataba de convertirse, ni mucho menos de actuar como un hombre perezoso, diligente, que ama o que odia, sino ser la pereza misma o el amor mismo. La tensión entre los dos grupos era muy intensa; los movimientos corporales, de un simbolismo profundo y peculiar a cada uno. En otra ocasión éramos agua contra fuego: el agua quiere apagar el fuego, el fuego intenta hacer evaporar al agua. No está por demás decir que a veces salíamos sangrantes. Menciono aquí una experiencia llamativa: girando a buena velocidad perdí de pronto el equilibrio y me estrellé de cabeza contra la dura pared. Sentí —y todos oyeron— un fuerte crac, como si la cabeza se rajara en muchos pedazos. Me pasó el pensamiento de que ahí acababa mi vida, pero no quise salir del trance. Al final del ejercicio lo primero que hice fue llevarme las manos a la cabeza para examinar los efectos: nada, ni una gota de sangre, ni la más leve protuberancia o rasguño, ni el más pequeño dolor; ni durante el golpe, ni al salir del trance, ni esa tarde, ni esa noche, ni nunca. Al momento del golpe sentí de hecho como si mi cuerpo estuviera rodeado desde dentro por una buena capa de corcho, inmune y flexible a los golpes.

II

Mi experiencia en Copenhague. Un jesuita danés me invitó a participar en una sesión de carismáticos en la que se oraría por la curación de un joven enfermo. Seríamos unas 25 personas, entre católicos y protestantes. Todos nos colocamos en torno al joven, con los brazos extendidos hacia él, pues estaba en el centro, como si le impusiéramos las manos. Dirigía la sesión un laico, doctor en teología. Apenas colocados en rueda, comenzó este doctor a pronunciar frases ininteligibles, como si hablara un idioma desconocido, sin puntos ni comas, todo seguido y con rapidez. Me sentí molesto, era un abracadabra. Sabía que los carismáticos esperan el don de lenguas, pero el doctor había funcionado como autómata. Además, hasta donde yo sabía, el don de lenguas consistía no en hablar un idioma extraño e ininteligible, sino que el día de Pentecostés los apóstoles hablaron su propio idioma, pero fueron entendidos por los árabes como si hablaran árabe, por los cretenses como si hablaran cretense, etc. También pensé que entre los carismáticos podría darse una tentativa reductora —tan humana—, de intentar mantener al Espíritu Santo en una rutina: si dio tales dones en tal fecha, tendría que darlos en cualquier fecha, como si el Espíritu Santo no tuviera fantasía, como si el Espíritu Santo gustara de la rutina, siendo así que Él transforma y renueva sin cesar el universo. Pensé igualmente que san Pablo recomienda anhelar más el amor que el don de lenguas. Detuve mis murmuraciones interiores, ¿por qué estar pensando mal de los asistentes? Lo mejor será —decidí— hacer esto a lo que he venido (“a lo que te truje, Chencha”), y me puse a orar. El ininterrumpido abracadabra del director me distraía y, entonces, decidí usar la técnica de que he hablado y hacer mi oración en trance. Me concentré rápido, tuve la sensación clarísima en el plexo solar. En ese momento preciso oí que el director —estaba cerca de mí— decía en secreto a su otro vecino: “Ahora se siente muy fuerte”. Fue suficiente para mí. Salí de mi trance, y decidí poner mi mente y mi corazón en blanco. Ya después haría mi oración por ese joven.

Terminada la sesión dije al director que tal vez muchos de los fenómenos que se dan entre los carismáticos podrían atribuirse a fuerzas naturales; que en México había yo hecho ejercicios de concentración, y que... No pude continuar. Él se molestó y me dijo que yo no debía hacer esos ejercicios, pues eran cosa diabólica. Le respondí que no eran cosa diabólica, y que de mi parte repetiría los ejercicios cuando yo quisiera. Con voz tronante replicó: “¡Te prohíbo que lo hagas!” Por supuesto que yo no veía con qué autoridad pudiera él prohibirme nada, pero lo llamaron por teléfono. Mi amigo me aconsejó no discutir más, pues el doctor era muy obstinado.

 

Reflexiones

1. Quizá muchos de los fenómenos que se dan entre posesos, espiritistas y carismáticos pudieran explicarse muy bien de una manera natural. Parto del principio de que todo nuestro mundo es algo portentoso, pero hemos de distinguir muy bien lo que es del orden natural de lo que constituyen eventos del orden sobrenatural. El tipo de lo sobrenatural estricto lo constituye la resurrección de Jesús, evento que supera todas las fuerzas de la naturaleza. En cambio, el proceso de nuestra visión corporal es algo prodigioso y, en último término, proviene también de Dios; pero en el orden meramente físico es explicable por causas naturales. Entonces yo diría que no caigamos en la perezosa credulidad que considera todo evento extraño como producido directamente por el Espíritu Santo en el caso de sesiones carismáticas; por el aparecido, en el caso de los espiritistas; o por el diablo, en los considerados posesos. Es posible que la inmensa mayoría de esos eventos sean naturales, efecto, por ejemplo, del estado de trance que he relatado. Nosotros realizamos muchos efectos de manera querida y consciente. Pero se da el caso de las personas llamadas predispuestas, quienes sin saber de qué se trata, entran en trance; y al vivir fenómenos espectaculares, los atribuyen, en el caso de los posesos, al diablo.

2. Debo completar lo dicho con una teoría no tan reciente —se remonta por lo menos a Bergson— y que completo. Nuestro cuerpo sería un receptor maravilloso que capta cuanto sucede en el universo; pero nuestro cuerpo está bien organizado de modo que sólo pasan a la conciencia los eventos circundantes, que son los que más interesan a las necesidades vitales. Sería muy incómodo, impráctico, aun dañino, el ver todo lo que pasa, u oír las voces y los ruidos de todo el mundo. Sin embargo, dadas ciertas condiciones, podrían pasar a la conciencia eventos lejanos. Pensemos en un receptor de TV, que capta las ondas luminosas y auditivas que ahí están. Hasta un niño puede lograrlo: basta que oprima un botón. Digamos que nosotros no sabemos dónde está, o cómo hacer funcionar el equivalente, en nuestro cuerpo, de ese botón. Pero hay personas predispuestas, en las que de súbito actúa solo el mecanismo y perciben escenas distantes tal como si estuvieran ahí —a manera de una TV desajustada que se encendiera y apagara sola—. Esta teoría puede explicar ciertos sueños premonitorios. Por ejemplo, una persona con disposiciones percibe, soñando, esta escena real: es sábado en la noche, el empleado de una maderería sale y la cierra, pero descuidado deja caer el residuo de su cigarro. El dormido ya no ve más, pero su fantasía onírica le muestra cómo se produce un gran incendio en tal ciudad lejana. Nadie le cree, pero los periódicos del lunes cuentan con lujo de pormenores el incendio que tuvo lugar el domingo por la tarde.