La última vez que fue ayer

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From the series: Candaya Narrativa #58
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6

Atravesado en medio de la carretera está tendido boca abajo Chico B. Su cuerpo inmóvil comete una infracción al interrumpir una línea continua. El coche que lo ha arrollado era de color rojo metalizado, tenía las ruedas con los tapacubos blancos, una antena doblada con una cola de zorro en el extremo y un golpe en la puerta del conductor. Tras unos segundos después de haber parado, el conductor ha arrancado y ha dicho adiós con la mano. El acompañante del asiento de atrás ha sacado por la ventanilla la mano y ha estirado su dedo corazón mientras dejaban tras de sí olor a caucho quemado. Un bulldog de goma sobre la bandeja trasera iba diciendo sí. La matrícula era M-1285-GH. O tal vez M-1265-GH. O M-1265-GN. En la carretera han quedado restos de plástico rojo y cristales.

Chico B se ha colado debajo del coche y este lo ha arrastrado varios metros. Chico B tiene el pantalón por los tobillos y la camiseta casi le ha desaparecido.

Junto al paso de cebra está el preservativo que hace un rato le había dado, todavía lo llevaba en la mano. Ayer Chico B me pidió un preservativo, me dijo que andaba sin pasta y que hoy se iba a liar, que no podía decirme con quién. Sabía que mentía, pero yo también miento. Yo compro una caja, me guardo uno en la cartera, y los demás los voy gastando porque a veces me masturbo con un preservativo, pajas de lujo, las llamo. Cuando se me acaban le pido a alguien del barrio que me acompañe a la farmacia, así me sirve de testigo, y compro una caja nueva.

Sobre la calzada se ven restos de la piel de Chico B. Y de su vida. La parte derecha de su cara está cubierta de sangre. Tiene el ojo abierto. De él sale una lágrima que forma un surco sobre su mejilla cubierta de polvo negro, hasta la boca. La mueca es de terror. O de sorpresa. Le faltan dientes. ¡Sonríe, Chico B! ¡Sonríe! ¡No te avergüences! Tiene abierto el cráneo. Se le ve el cerebro, pero no las ideas. Pensaba que la universidad era una pérdida de tiempo, como la mili y la objeción de conciencia, «Yo voy a ser un desertor», decía orgulloso. Pensaba ser alto y fuerte. Dentro de poco iba a comenzar a trabajar, quería unos zapatos de claqué.

–¿Para qué quieres unos zapatos de claqué?

–Quiero ser famoso.

–Entonces hazte futbolista.

–Los futbolistas son unos maricas, se miran los unos a los otros en los vestuarios.

Decía que yo era su camarada.

Su brazo izquierdo forma un ángulo recto, la palma de la mano mira hacia arriba y el dedo índice está estirado. ¿Querrá preguntar algo? Su mano derecha no se ve, está bajo su cintura. Las piernas están juntas y estiradas, parecen las de un muñeco de futbolín. Tiene los pies desnudos. Una de sus cangrejeras flota en la cuneta inundada.

7

Apenas han pasado diez minutos y una mosca ya revolotea junto al cuerpo.

«Intentó cruzar al descampado, pero un coche rojo con un golpe en la puerta y un bulldog que decía sí lo atropelló y se dio a la fuga. La matrícula era M-1265-GH. O M-1285-GN», digo a dos mujeres que se han acercado.

La mosca se ha posado sobre uno de los pies descalzos, pero el pequeño Mazinger la espanta cuando se acerca por tercera vez al cuerpo de Chico B.

–¿Quién coño ha sido esta vez? –pregunta el dueño de los ultramarinos, que carraspea y lanza un escupitajo con personalidad de Ducados.

–¡Ay, Dios mío! Creo que ha sido ese pobre chico de las cangrejeras –contesta una señora con un vestido estampado de flores tan marchitas como ella.

Le pregunto al dueño de los ultramarinos si ha podido ver la matrícula del coche.

–Yo no he visto nada. Por cierto, dile a tu padre que me debe mil doscientas treinta pesetas.

»¡Quita de aquí!

Es la cuarta vez que Mazinger se ha acercado a Chico B, ha husmeado su cuerpo y se ha vuelto gimiendo con el rabo entre las patas para pulular entre las piernas de los que miramos el cuerpo de Chico B, como si estuviésemos esperando a que se levante, se sacuda el polvo y diga algo así como «¡Qué atropello tan tonto!».

–¡Por Dios! No le pegue al perrito.

–Esto no es un perro, es un chucho.

Mazinger es un cruce de varias razas y chihuahua, esta es la única que hemos conseguido reconocer hasta ahora. Cabría en una caja de zapatos de la talla treinta y ocho. Camina sobre tres patas. Tiene los ojos saltones, las orejas grandes y puntiagudas, la nariz chata y un colmillo que sobresale dándole un aspecto agresivo.

La mosca ha vuelto a posarse sobre el ojo abierto de Chico B.

–Es usted un bruto –dice otra señora con rulos en la cabeza.

–Señoras, no me toquen los huevos, que es muy temprano.

–Y un grosero.

»Y ahora que saca el tema, ¿por qué cobra usted los huevos de dos yemas al doble?

–Pues los cobro al doble por lo que acaba usted de decir: porque tienen dos yemas.

–Sí, pero son más pequeñas. Además, ¿cómo sabe usted que tienen dos yemas?

–Mujer, muy fácil, por el sonido: los agito cerca del oído y por el sonido sé si tienen una o dos yemas.

–¡Santo Dios, los agita! ¿Y si tienen un pollito dentro?

–Pero señora mía, ¿cómo va a tener un pollo dentro si no tengo gallo que las pise?

–Pues vaya un método. ¿Y por qué no nos devuelve el dinero cuando algún huevo de dos yemas tiene solo una?

–Hombre, señora, una equivocación la puede tener cualquiera.

–Claro, pero siempre se equivoca en el mismo sentido.

–Mi nieta estudia algo de eso de los animalitos y me ha dicho que los huevos son la menstruación de las gallinitas. ¡Virgencita! ¿Pueden creerlo?

–¿Cómo va a ser eso? Le dice usted a su nieta de mi parte que es una guarrería y una gilipollez.

Mazinger es un perro callejero, es la mascota del barrio, entre todos lo cuidamos lo mejor que sabemos, le damos de comer nuestras sobras, alimentos caducados, y a veces incluso entre pan y pan le metemos alguna mierda. Esto debe ser lo que más le gusta, porque cuando se lo damos no para de relamerse. Luego nos lame en señal de agradecimiento.

Mazinger va de nuevo a oler el cuerpo de Chico B. La mosca sale de nuevo espantada y se posa sobre la nariz de Mazinger; bizquea, la mira e intenta darle una dentellada. La mosca vuela, Mazinger corre hacia nosotros, y el insecto se posa sobre la boca de Chico B.

–Bueno, bueno, no se líen, escúcheme, la próxima vez que compre huevos de dos yemas y me salga una se lo voy a llevar para que me devuelva el dinero –dice la mujer de los rulos.

–Señora, si compra huevos de dos yemas y le sale una, mala suerte, yo no pienso devolverle una mierda.

–Lo justo es que si sale con una yema nos lo cobre de una.

–¡Ay, bendito, bendito! Tiene razón la señora.

–Aquí no estamos en un juzgado, así que déjense de si es justo o no es justo. Si les vendo un huevo de dos yemas y les sale una, pues lo siento mucho señoras mías, pero no pienso devolverles ni un duro. Si les parece, bien, y si no, los compran en otro lado.

–Es usted un impertinente.

–¡Ay, Jesús querido!

La señora del vestido de flores vuelve su cabeza hacia el cuerpo de Chico B y comienza a llorar. De su boca salen dos palabras, las veo letra a letra: una pe, una o, una be, una erre, una e, una che, una i, una ce y otra o. Las letras se estampan contra el aire, avanzan, crecen, pierden intensidad, se desvanecen. La mujer cierra los ojos, aprieta los labios hasta perder su color rosáceo y mueve la cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Saca de un bolsillo un pañuelo negro y se lo lleva al lagrimal seco. Camino hacia ella y la miro a los ojos:

–Puta. Hija de puta. Hija de la grandísima puta.

Mazinger vuelve sobre el cuerpo. La mosca se espanta y se posa sobre el charco de sangre que se extiende bajo el cuerpo de Chico B. El insecto mueve sus patas delanteras, las frota, se prepara para un gran banquete.

8

Me preguntarías que a qué huelen, ¿a que sí, Chico B? No lo sé, no sé a qué huelen las bolas de alcanfor. Que por qué me gustan entonces, dirías. Porque es un olor intenso. Me recuerdan que solo existe hoy. En casa utilizo antipolillas. Huelen a lavanda. O eso dicen. A mí me huelen también a alcanfor. Me gusta el de la marca que tiene dibujado un hombre con un sombrero verde, unos ojos saltones y un abrigo verde con un agujero hecho por las polillas, o eso imagino yo. El monigote se parece a esos hombres que van vestidos solo con un abrigo y un sombrero, y que cuando se les cruza una mujer lo abren y gritan: «¡Sorpresa!». Que por qué quiero meterte un par de bolitas en los bolsillos, sería tu siguiente pregunta, ¿verdad? Porque ahora hueles bien, Chico B, estás recién duchado, pero dentro de un rato no olerás a domingo. Y supongo que no querrás que tu madre y tu padre te huelan así.

9

Los niños se tapan los oídos y los perros aúllan en distintos idiomas.

La ambulancia llega. La ambulancia se detiene junto al cuerpo.

Ya no se escuchan las sirenas. Chico A decía que las ambulancias utilizan las sirenas para ahuyentar a la muerte.

Los niños liberan sus oídos y los perros vuelven al movimiento cansino y ahogado de sus lenguas.

Las luces de la ambulancia siguen emitiendo destellos.

Una mujer y un hombre bajan de la ambulancia. El hombre se arrodilla junto a Chico B.

–Te lo he dicho: en cuanto me encienda un cigarro tendremos un aviso –dice.

 

Se levanta y se dirige a la parte de atrás del vehículo donde espera la mujer.

–Este no tiene pulso –dice el hombre.

La mujer saca un desfibrilador. Es una palabra difícil, tanto como rombicosidodecaedro. El hombre saca una bolsa pequeña. Se arrodillan los dos junto a Chico B y lo vuelven. La parte izquierda de su cuerpo parece un trabajo de Picasso en su época de mayor esplendor.

–Qué te parece, con una esvástica el muy pringao –dice la mujer.

¿Y tus pies, Chico B? Creo que tendrán que volver a operarte los pies.

Le colocan las dos planchas sobre el pecho. Suena como el disparo de un fotomatón. El cuerpo de Chico B se convulsiona.

–Otra –dice la mujer.

Otra instantánea.

–Otra vez –repite–. Otra. Otra. Otra. Otra. Otra. Otra. Otra.

Diez descargas. Diez. Como las diez plagas de Egipto. Como los diez mandamientos. Diez intentos de resucitación.

Rezo.

Rezo por lo bajo para mantener oculta la fe, pero viva la esperanza.

El hombre se pone en pie y se acerca a la ambulancia. Se enciende un cigarro que saca de un maletín de plástico y que está a medio fumar. Coge una especie de sábana metálica. Vuelve dando caladas. Se arrodilla sobre el cuerpo de Chico B. Cae ceniza sobre su torso abrasado. El hombre tapa el cuerpo con esa especie de papel Albal. Listo para llevar.

10

«Intentó cruzar al descampado, pero un coche rojo lo atropelló y se dio a la fuga. La matrícula era M-1235-GN», le digo a los policías.

11

Mi madre está recostada en el sillón mirando fijamente el cuadro de la pared. En el cuadro un hombre de espaldas, con sombrero y bastón, pasea por la orilla izquierda de un río. Una barca está amarrada a un puente. En la otra orilla una gran rueda de madera hace funcionar un molino de agua. Al fondo se intuye un camino protegido por altos chopos, son los que dan la profundidad al cuadro. Siempre he creído que hacia ese camino va el hombre, y que el camino nunca se acaba. Mi madre lleva puesta su bata rosa, es la única herencia que le dejó mi abuela.

Mi padre mira el televisor. Encima de la mesa hay tres latas de cerveza. Tiene puesto su programa favorito: el sorteo del cupón de la ONCE.

–¿Qué haces? –pregunto.

–Viendo la tele. ¿No lo ves, también eres ciego? ¡Puta mierda! Por tres números no me ha tocado. Por los tres últimos números.

Mi padre graba en vídeo los sorteos. En una libreta tiene clasificadas las cintas y qué números premiados hay en cada una de ellas. Cuando en el programa en directo no tiene suerte busca en su libreta en qué cinta tiene grabado un sorteo con un número similar al suyo y la pone. Dice que de esa forma acabará atrayendo a la suerte.

–Me ha dicho el tendero que le debes mil doscientas treinta pesetas.

–Cuando me toque esta mierda le pago. Presiento que ya estoy cerca. El día que me toque pienso irme de este barrio de mierda. Aquí os quedaréis tu madre y tú.

Coge una de las cervezas, da un trago largo y ruidoso, aplasta la lata con la mano y suelta un eructo que le convierte en rumiante.

–Han atropellado a Chico B.

–Eso os pasa por ir al descampao.

–Era mi amigo.

–¡Y a mí qué! Yo también tengo muchos amigos muertos. Vete poniendo la mesa para comer. Lo que tienes que hacer es tener cuidado que no tenemos dinero para pagar más entierros.

CAPÍTULO 2
1

Hace aproximadamente un mes, a finales de mayo, visitamos la universidad, con el objetivo de que una serie de catedraticovidentes con toga y birrete nos aconsejaran sobre nuestro futuro.

En un pasillo de una de las facultades instalaron cuatro mesas con dos sillas cada una: una para el orientador y otra para el desorientado. Nos agruparon en cuatro filas ordenadas por especialidades: científico-tecnológica, biosanitaria, ciencias sociales y humanístico-lingüística. El orientador de mi fila vestía una americana azul repleta de pelos de animal, pelusas y caspa. En la solapa llevaba una flor amarilla de tela y un pin de la facultad de Biología. «¿Qué te gustaría estudiar?», me preguntó casi sin darme tiempo a sentarme. «No lo sé». «¿Qué expectativas de futuro tienes?». «No lo sé», le contesté lo más seguro que pude de mi respuesta. Dejó escapar un largo y entrecortado «Hmmm... Hmmm...», miró durante unos segundos unos papeles por encima de las gafas, «Bien, entonces te recomiendo que estudies Magisterio». Solté una risita, casi inaudible, pero el tipo me miró serio y me preguntó si me había hecho gracia su recomendación. Me ordenó levantarme y dejar pasar al siguiente. Comprendí entonces que la función principal de la universidad es eliminar cualquier indicio de alegría en las personas.

Después nos llevaron a otro edificio. Por fuera era un cubo de hormigón arrojado sobre el terreno: invitaba a colocar una carga de dinamita para demolerlo. En la puerta de acceso se decoloraba, por las heladas y el sol, el escudo de la universidad, en el que se leía en latín el lema: «La libertad todo lo ilumina». Pronto me di cuenta de que lo que en realidad lo iluminaba todo era la empresa eléctrica. En los pasillos se mezclaba el olor que salía de las papeleras y los servicios. Me saqué del bolsillo dos bolas de alcanfor y me las metí en las fosas nasales. Luego nos encerraron en un aula sin ventanas, alumbrada solamente con decenas de lámparas de luz blanca intermitente y sonido de avispas rabiosas. «La universidad es como la vida», dijo un tipo nada más entrar al aula por otra puerta de acceso, como si acabase de regalarnos la respuesta a las grandes incógnitas de la Humanidad, «Acomódense». Los asientos estaban distribuidos en filas, más que juntos, apretados. Estaban desconchados y te pellizcabas los pelos de las piernas con ellos. Los pupitres eran anónimos e impersonales. «Los que estudien letras serán futuros parados. Los que estudien ciencias serán futuros tarados», ese fue el alegato final con el que nos obsequió aquel hombre que debía incluir las sonrisas gastadas en su declaración de la renta.

En el colegio no era así.

En el colegio la vida era otra. Cada uno teníamos nuestra propia mesa que personalizábamos grabando nuestro nombre con la punta de los compases. Yo siempre llegaba pronto el primer día de clase, era la única vez durante el curso que no llegaba tarde: buscaba la firma de Chico A y ocupaba su pupitre.

El colegio era un lugar amable y de esparcimiento, donde los profesores te llamaban por tu nombre y tus padres te apuntaban a clases extraescolares.

En quinto curso mi madre me apuntó a clases de teatro. Mi madre quería que Chico A y yo fuésemos artistas, «Prefiero que sean artistas a científicos o ingenieros», decía orgullosa de su decisión. Cuando llegaba el fin del curso se representaba una obra de teatro en el colegio. El profesor de literatura, al que llamábamos el Mohoso, por tener el pelo de las patillas de color verde, era el encargado de organizar y dirigir las obras.

La de aquel año era un drama, pero terminó siendo una comedia: en la última escena las personas de un pueblo rodeaban el ataúd de un hombre entre lágrimas –justo antes de esa escena nos repartieron cebollas para restregárnoslas por los ojos–, pero el que representaba al fallecido quiso ser más protagonista aún: se levantó del ataúd, y gritó: «¿¡Cómo están ustedes!?».

Después de aquel año llegó un profesor para sustituir al Mohoso. Nunca supimos qué fue de él, aunque imaginamos que el hazmerreír de la obra de aquel año y sus continuas cabezadas durante las clases tenían la respuesta. Al nuevo le bautizamos con el nombre de Kabubi, el dromedario volador, por su enorme chepa. Se presentó el primer día como uno de los mayores expertos en Shakespeare. Durante todo el curso solo nos habló de sus tesis y de las teorías de James Joyce sobre las obras del poeta, «En realidad», decía, «Hamlet fue una versión literaria de su hijo Hamnet, fallecido de forma prematura. Incluso la madre de Hamlet tenía algunos rasgos de su mujer, Anne Hathaway, la cual le fue infiel a Shakespeare con sus tres hermanos: Gilbert, Richard y Edward. William se vengó de ellos a través de sus obras: el envidioso y ambicioso Ricardo III fue una representación de Richard; mientras que Edward fue el hijo traidor del rey Lear. Sin embargo, Shakespeare no se vengó nunca de Gilbert. ¿Por qué? Shakespeare estaba convencido de que su hermano Gilbert era un Ser de otro planeta, de ahí su frase: “To be, or not to be, –that is the question–”. En realidad Shakespeare escribió: “To Be, or not to Be, –that is the question–”. ¿Os dais cuenta? “Ser, o no Ser”. Por eso nunca se atrevió a vengarse de él, por miedo a ser víctima de su supuesto hermano». Evidentemente, cuando llegó la hora de elegir una obra para su representación Kabubi eligió Hamlet.

El año que llegó el dromedario volador les pedí a mis padres que no me apuntasen a las clases de teatro. No sé si fue por intuición o porque ya había tenido suficiente el año anterior, pero algo me decía que nunca más me haría falta interpretar una tragedia.

2

Después de lo de Chico B las semanas siguieron dividiéndose en siete días, las lluvias multiplicaron los socavones de la carretera, la rutina restó importancia a las idas y venidas de las ambulancias, y las gentes del barrio seguimos sumando atropellos:

El hijo del vendedor de cupones de la ONCE sufrió lesiones en el cerebro que ahora le hacen ver doble.

El dueño de los ultramarinos, que siempre va dormido a esas horas, salió ileso.

El chico que siempre tenía mala suerte falleció.

El chico que siempre tenía buena suerte falleció.

Mazinger, que perseguía un gato, que perseguía un ratón, perdió la pata que siempre llevaba recogida.

El drogata con cresta y un solo diente salió ileso. Se suicidó más tarde en el hospital porque no pudo soportar el mono.

El chico de los ojos verdes: ileso.

El chico de los ojos rojos: ileso.

El hijo del farmacéutico: fallecido. Le han puesto en la tumba una cruz verde que se ilumina por las noches.

El afilador salió ileso, pero perdió su bicicleta oxidada. Ahora afila las tijeras y cuchillos a mano.

El hijo del disléxico: fallecido. En la tumba le han grabado en la fecha de nacimiento la de la muerte, y asreveciv.

El hijo del ateo salió ileso y ahora toda la familia va los domingos a misa.

La mujer puta, hija de puta, hija de la grandísima puta que lloraba de mentira no fue atropellada, aunque murió de verdad.

Pero sin duda, lo que llevó al barrio a manifestarse fue el atropello de Chico B. Es lógico, ¿qué barrio quiere perder a un chico con cangrejeras?

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