3 Libros Para Conocer Escritoras Latinoamericanas

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From the series: 3 Libros para Conocer #32
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No obstante, mientras así juzgaba deprimida corriendo a toda prisa por las calles, bruscamente, en una u otra parte, como un chispazo de luz inesperado, aparecía el prodigio de una ventana abierta, y en la ventana, tras la franqueza de la reja ancha, eran bustos, ojos, espejos, arañas rutilantes, palmeras, flores, toda una alegría intensa e interior que se ofrecía generosamente a la tristeza de la calle…

¡Ah! ¡la fraternidad, y el cariño y la bienvenida, y el abrazo familiar de las ventanas abiertas!… ¿Pero cuál era?… ¿cuál era?… ¿cuál era por fin la casa de Abuelita?…

Y de pronto, ante una casa ancha, pintada de verde, con tres grandes ventanas cerradas y severas, se detuvieron los autos. Mis primos bajaron a toda prisa, penetraron en el zaguán, empujaron la entornada puerta del fondo, y fue entonces cuando apareció ante mis ojos el patio claro, verde y florecido de la casa de Abuelita.

Era la primera impresión deslumbrante que recibía a mi llegada a Venezuela. Porque el patio de esta casa, Cristina, este patio que es el hijo, y el amante, y el hermano de tía Clara, cuidado como está con tanto amor, tiene siempre para el que llega, yo no sé qué suave unción de convento, y una placidez hospitalaria, que se brinda y se ofrece en los brazos abiertos de sus sillones de mimbre. Sobre la tierra fresca del medio, crecen todo el año rosas, palmas, novios, heliotropos, y el jazminero, el gran jazminero amable que subido en el kiosco todo lo preside y saluda siempre a las visitas con su perfume insistente y obsequioso. Junto a la puerta de entrada, a la izquierda, por el amplio corredor, se esparcen abundantes sobre mesas y columnas, la espuma verde de los helechos y las flechas erectas y entreabiertas de los retoños de palma. Al entrar aquella tarde y mirar el patio busqué por todas partes con los ojos, y fue a través de este bosquecillo verde, allá en el fondo del corredor, encuadrada por el respaldar de su sillón de mimbre, donde reconocí por fin la blanca cabeza de Abuelita.

Viendo entrar a mis primos, se había puesto instantáneamente en pie y al distinguirme de lejos en el grupo que avanzaba, me llamó a gritos con la voz y con el temblor maternal de sus brazos abiertos:

—¡Mi hija, mi hija, mi hijita!

Y no quiero detallarte, Cristina, cómo, ni cuántos, fueron los abrazos y los besos que entre lágrimas me dio Abuelita, y me dio luego tía Clara, porque el detallarlos resultaría largo, monótono y repetido. Sólo te diré que hubo llanto, evocaciones, detallar minucioso de mi fisonomía, de mi cuerpo, de mis movimientos; nuevos besos, nuevas lágrimas, y el dulce nombre de mamá siempre repetido que me cubría como un velo y me transformaba en ella ante el cariño torrencial, efusivo, indescriptible de Abuelita y de tía Clara. Yo me sentía también sorprendida, emocionadísima, y para cortar la escena, conteniendo las lágrimas, con los ojos turbios comencé a inspeccionarlo todo, arriba, abajo, y al ir reconociendo poco a poco las viejas cosas familiares me di a preguntar risueña por los predilectos de mi infancia:

—¿Y los canarios, Abuelita?… ¿Y la gata negra… aquella… aquella del lazo colorado?… ¿Y los pescaditos de la pila?… ¡Toma!… pero si ya no hay pila ni hay naranjos en el patio: ¡no me había fijado!

Tía Clara explicó:

—Todo está cambiado. La casa se reformó hace siete años antes de la muerte de Enrique. Mira: se quitó la pila, se puso el mosaico, se pintó al óleo, se decoró de nuevo, se cambió la romanilla del fondo; pero los naranjos —añadió sonriendo— nunca estuvieron aquí sino en el otro patio… ¡y allá están todavía!

Volví la cabeza para mirar la nueva romanilla del fondo, y a su puerta vi agrupadas las cabezas más o menos negras y lanudas de las cuatro fámulas que constituyen el servicio doméstico de Abuelita cuyos ojos me contemplaban ávidos de curiosidad. Yo las abarqué a todas en una rápida ojeada indiferente. Pero como en la rapidez de la ojeada hubiese sentido la atracción de unos ojos, volví a mirar de nuevo y entonces, iluminada ya por el vivo chispazo del recuerdo, lo mismo que había hecho Abuelita un momento antes, yo también ahora, abrí efusivamente los brazos y corrí hacia la romanilla exclamando a voces alegrísima:

—¡Ah!… ¡Gregoria! ¡Gregoria!… ¡Pero si eres tú, viejita linda!…

Y en un abrazo largo y fraternal de almas que se comprenden, Gregoria y yo sellamos de nuevo nuestra interrumpida amistad.

Porque has de saber, Cristina, que Gregoria, la vieja lavandera negra de esta casa, contra el parecer de Abuelita y de tía Clara, es actualmente mi amiga, mi confidente y mi mentor, pues aun cuando no sepa leer ni escribir la considero sin disputa ninguna una de las personas más inteligentes y más sabias que he conocido en mi vida. Nodriza de mamá, se ha quedado desde entonces en la casa donde desempeña el doble papel de lavandera y cronista, dada su admirable memoria y su arte exquisito para planchar encajes y blanquear manteles. Cuando yo era chiquita y me venía a pasar el día aquí en la casa de Abuelita, era Gregoria quien me daba siempre de comer, quien me contaba cuentos y quien a escondidas de todos me dejaba andar descalza o jugar con agua, atendiendo de este modo al bienestar de mi cuerpo y de mi espíritu. Y es que su alma de poeta que desdeña los prejuicios humanos con la elegante displicencia de los Filósofos Cínicos, tiene para todas las criaturas la dulce piedad fraternal de San Francisco de Asís. Este libre consorcio le ha hecho el alma generosa, indulgente, e inmoral. Su desdén por las convenciones la preservó siempre de toda ciencia que no enseñara la misma naturaleza. Por esta razón, además de no saber leer ni escribir, Gregoria tampoco sabe su edad, que es un enigma para mí, para ella y para todo el que la ve. Blanqueando manteles y planchando camisas, mira correr el tiempo con la serena indiferencia con que se mira correr una fuente, porque ante sus ojos franciscanos, las horas, como las gotas de la hermana agua, forman juntas un gran caudal fresco y limpio por donde viene nadando la hermana muerte. Como te he dicho ya, cuando yo era chiquita, me cuidó siempre con la ternura poética con que se cuidan las flores y los animales. Por eso, aquella tarde, al reconocerla asomada a la puerta de la romanilla, corrí hacia ella movida por el mismo impulso que hace temblar de alegría y de felicidad la cola agradecida de los perros.

Al sentirme entre sus brazos, Gregoria, cuyos sentimientos brotan siempre al exterior ensartados en los matices sonoros o delicadísimos de unas carcajadas especiales, sorprendida y feliz, salpicó un largo rato su risa intensa de emoción con estas pocas palabras:

—¡Dios la guarde!… ¡Dios la guarde!… ¡Haberse acordado de su negra!… ¡de su negra fea!… ¡de su negra vieja!…

Y tanto nos abrazamos, y tanto se rio Gregoria y tanto se prolongó la escena, que Abuelita tuvo que intervenir al fin:

—Bueno, Gregoria, ya basta: ¡hasta cuándo! ¡Que empiezas con la risa, y no acabas de reírte nunca!

Y luego, cariñosa, Abuelita añadió dirigiéndose a mí:

—Ven tú, hijita, ven a quitarte el sombrero y a que te refresques un poco. Ven, vamos a que veas tu cuarto.

Apoyada ella en mi brazo y seguidas de todo el mundo atravesamos un pedazo de patio, cruzamos el comedor, y llegamos al segundo patio, aquí, al patio de los naranjos, donde se abre la puerta y la ventana de este cuarto silencioso y cerrado con llave desde el cual te escribo ahora.

En el umbral de la puerta nos detuvimos a mirarle.

A primera vista me pareció sonriente con sus muebles claros y su cainita blanca. En aquella hora gris del crepúsculo llegaba a él, más intensamente que nunca, cierto encanto melancólico que parece desprenderse siempre de estos gajos verdes donde amarillean a veces las naranjas, y flotaba también en el ambiente ese olor a engrudo y a pintura fresca que tienen las habitaciones recién empapeladas. Inmóvil sobre el umbral, Abuelita, apoyada en mi brazo, empezó a explicar:

—Este cuarto era el de Clara. Lo amueblé para ella tal como está ahora hace ya muchos años…, cuando se casó María, tu Mamá. Antes dormían las dos juntas en una habitación más grande que está cerca de la mía. Clara ha querido ahora cedértelo todo. Como los muebles son blancos y alegres, es más natural que sean para ti…

—Mira, —interrumpió de golpe mi prima— es un milagro que tía Clara haya convenido en darte su cuarto y sus muebles. Con nosotros, antes, cuando veníamos aquí ¡era una exageración! No nos dejaba ni pasar siquiera porque decía que echábamos a perder los muebles y que de tanto entrar y salir se llenaba de moscas la habitación.

Tía Clara no contestó nada y Abuelita continuó:

—Sí; Clara te ha dejado su cuarto y se viene ahora cerca de mí al cuarto que era de su padre, de tu abuelo. Allí están todavía sus muebles, unos muebles de caoba muy cómodos y más serios que estos otros… Por supuesto que todo se pintó y se empapeló de nuevo para tu llegada. Mira, te pusimos a los dos lados de la cama los retratos de tu Papá y de tu Mamá para que te acompañen siempre. Este tocador era también de Clara; ella misma lo vistió de nuevo. ¡No sabes lo que ha trabajado para terminar el bordado antes de tu llegada! Anoche a las doce: ¡estaba cosiendo todavía!…

El tocador; los retratos; el flamante papel de las paredes; los muebles blancos; tía Clara; la observación de mi prima; todo me había ido produciendo una emoción suave. Había en el arreglo del cuarto profusión de detalles que demostraban unan disposición minuciosa, un afán muy marcado de que todo resultase alegre, elegante, a la moda. Este esfuerzo hecho en un medio ambiente tan atrasado, tan añejo, me conmovía; y me conmovía sobre todo al comprobar lo poco que habían logrado realizar en mí el efecto deseado. Aquellos cuadros altos, simétricos, el bordado de colorines del tocador, el viso tan encendido, la cortina de la cama, la disposición de los muebles, todo, absolutamente todo, estaba contra mi gusto y mi manera de sentir. Me daban ganas de desbaratar el trabajo enteramente, de hacerlo otra vez a mi gusto, y pensando en lo que esta especie de vandalismo hubiese herido a la pobre tía Clara la consideré un instante profundamente, con lástima, con cariño intenso.

 

Durante la explicación de Abuelita, ella, no había dicho ni una sola palabra. En pie junto a la puerta, guardando silencio, tenía la callada y humilde desolación de las vidas que se deslizan monótonas, sin porvenir, sin objeto. Y sin embargo, bajo su pelo canoso, con su fisonomía alargada y marchita de cutis muy pálido, era bonita tía Clara y a pesar del vestido de raso negro recién hecho y pasado de moda, era también distinguida, con esa distinción algo ridícula que tienen a veces en los álbumes los retratos ya viejos.

Y mirándola así con agradecimiento y con ternura, en un segundo rapidísimo recordé cómo allá, en los tiempos de mi infancia, cuando yo venía a quedarme aquí con Abuelita, ella, tía Clara, se sentaba por las tardes en el sofá del salón y hablaba horas enteras con un señor que me daba caramelos y me hacía muñecos y gallitos con pedazos de papel. Yo solía jugar con aquellos gallitos sentada silenciosamente en el suelo, sobre la alfombra, mientras ellos dos, en el sofá, continuaban su charla que yo encontraba misteriosa en vista de lo prolongada y lo monótona. Ahora por primera vez, después de tantos años, mirándola en pie junto a la puerta, recordé la diaria y olvidada escena, y recordándola pensé: «Si aquel señor, como no cabe duda, era el novio de tía Clara: ¿qué había sido de él?… ¿por qué no se casaron?…». Y para demostrarle mi interés y la fidelidad con que había conservado su imagen a través del tiempo, estuve a punto de describirle la escena tal como la recordaba y de hacerle después la pregunta. Afortunadamente ya con la palabra en la boca me detuve aún a tiempo. Comprendí que podía haber en ello algún secreto dolor; que quizás el dolor se anidaría aún en las románticas ruinas de la cabeza gris y que iba sin duda a lastimarlo con la indiscreción de tal pregunta. Entonces, para expresarle mi cariño en otra forma, cambié bruscamente de tema y dije sonriendo que todo, todo en el cuarto estaba precioso y que recibía con amor y con muchísima alegría aquellas cosas que por tanto tiempo la habían acompañado a ella.

Pero esto no era cierto. Cristina: ¡no!… Mientras tal decía mirando primero la cabeza gris junto a la puerta, y mirando luego la blanca cortina de punto sobre la cama, tenía el alma oprimida de angustia, de frío, de miedo; ¡yo no sé de qué! y es que lúcidamente, en la faz de los muebles sentía agitarse ya el espíritu de aquella herencia que me legaba tía Clara… ¡Ah! ¡Cristina!… ¡la herencia de tía Clara!… ¡Era un tropel innumerable de noches negras, largas, iguales que pasaban lentamente cogidas de la mano bajo la niebla de punto de la cortina blanca!…

Y por primera vez, en aquel instante profético, sintiendo todavía en mi brazo la suave presión del brazo de Abuelita, vi nítidamente en toda su fealdad, la garra abierta de este monstruo que se complace ahora en cerrarme con llave todas las puertas de mi porvenir, este monstruo que ha ido cegando uno después de otro los ojos azules de mis anhelos; este monstruo feísimo que se sienta de noche en mi cama y me agarra la cabeza con sus manos de hielo; éste que durante el día camina incesantemente tras de mí, pisándome los talones; éste que se extiende como un humo espesísimo cuando por la ventana busco hacia lo alto la verde alegría de los naranjos del patio; éste que me ha obligado a coger la pluma y a abrirme el alma con la pluma, y a exprimir de su fondo con substancia de palabras que te envío, muchas cosas que de mí, yo misma ignoraba; éste que instalado de fijo aquí en la casa es como un hijo de Abuelita y como un hermano mayor de tía Clara; sí; éste: ¡el Fastidio, Cristina!… ¡el cruel, el perseverante, el malvado, el asesino Fastidio!…

Pero este fastidio cruel que presentí por vez primera la tarde de mi llegada, este fastidio que me ha hecho analista expansiva y escritora, tiene una raíz muy honda, y la honda raíz tiene su origen en la siguiente reveladora escena que voy a referirte y que ocurrió una mañana, a los dos o tres días de mi llegada a Caracas.

Sería a cosa de las once y media. Abuelita, tío Pancho, tía Clara y yo, nos hallábamos instalados hacia el fondo del corredor de entrada, allí mismo, en aquel bosquecillo verde que te he descrito ya; en donde se esparcen varios sillones de mimbre alrededor de una mesa; en donde vi blanquear el día de mi llegada la cabeza de Abuelita y en donde ella se instala diariamente con su calado, sus tijeras y su cesta de costura. Aquella mañana habíamos entrado por fin en plena normalidad. O sea que yo, luego de pasar dos días en una especie de exhibición ante las relaciones góticas de Abuelita, es decir, ante un reducido número de personas de ambos sexos más o menos uniformadas en cuanto a ideas, vestimenta y edad, las cuales acudieron a conocerme y a felicitar a Abuelita por mi feliz llegada, y las cuales, durante unas visitas muy largas, me hicieron todas con ligerísimas variantes, los mismos cumplidos y las mismas preguntas, aquella mañana, digo, terminado ya el desfile, yo había podido al fin entregarme a mi libre albedrío y a mis personales ocupaciones. La mañana, dedicada por entero al arreglo de mi cuarto, había sido muy bien aprovechada. Al dar las once me hallaba cansada y satisfecha, porque hermanando el espíritu de conquista al espíritu de conciliación, había logrado imponer mi gusto moderno y algo atrevido, sobre el gusto rutinario, simétrico y cobardísimo de tía Clara. Sin herir susceptibilidades la obra primitiva se encontraba ya reformada, y bajo la presidencia de dos muñecas parisienses, rubias, petulantísimas, y vestidas de seda que esponjaban como pantalla sus dos crinolinas, rosa la una y verde la otra, sobre mi mesa de noche y sobre mi escritorio, el cuarto se veía ahora bastante contemporáneo y bastante bien. Poco después de las once, vinieron a avisarme que tío Pancho había entrado a saludarnos como suele hacer cuando vuelve a esa hora del Ministerio de Relaciones Exteriores donde desempeña un empleo. Al tener noticias de su llegada, dejé al punto de contemplar mi obra, y fue entonces cuando entre helechos y palmas, hacia el fondo del corredor de entrada, me instalé en tertulia con él, con Abuelita y con tía Clara.

Como era sábado, día de repasar, tía Clara se hallaba ante una cesta llena de medias y de ropa, zurciendo una servilleta de hilo ya muy vieja y usada; Abuelita, inclinándose mucho sobre las rodillas calaba uno de esos pañuelos de seda que doblados luego en cuatro, atados con un lacito, y puestos en una caja de cartón, distribuye el día de su santo a los nietos; tío Pancho, sentado en una mecedora, fumándose un tabaco refería una historia muy interesante que hacía detener de pronto el calado de Abuelita o el zurcido de tía Clara y que a mí no me interesó nada porque trataba de personas que me eran completamente desconocidas. Mirando las matas del patio descansaba con fruición de la doble fatiga moral y material ocasionada por el arreglo de mi cuarto, reflexionando al mismo tiempo cuál sería la manera más eficaz de desviar el curso de aquella conversación que me aburría. De pronto dije atropellando resueltamente la interesante historia:

—¡Oye, tío Pancho, quiero comunicarte un proyecto! ¡vamos a ir de paseo a Los Mecedores, los dos; hoy, mañana, pasado, cuando a ti te parezca! Me siento romántica. Tengo unos deseos inmensos de presenciar un crepúsculo acostada sobre la hierba, en pleno aire, mirando desde abajo la copa de los árboles y, detrás de los árboles, el cielo; ¡deseo muchísimo ver otra vez Los Mecedores! Recuerdo que cuando chiquita me llevaban allá a hacer ejercicio y me gustaba mucho. Tomábamos el tranvía y llegábamos cerca de una iglesia que se llamaba… ¿cómo era?…

—La Pastora.

—Eso es. ¡Pues vamos a ir un día a Los Mecedores, los dos!… ¡Ah! y a propósito, Abuelita, ¿cuándo vamos a la hacienda de papá, a San Nicolás?… ¿Es tío Eduardo quien la administra siempre, verdad?…

Aquella pregunta que había sido hecha con entera naturalidad y alegría, se quedó durante un rato como suspendida en el espacio, y hubo un silencio, Cristina, un silencio intenso y trágico durante el cual Abuelita y tía Clara sin levantar la cabeza de la costura, levantaron la vista y se miraron un instante por encima de los ojos redondos de sus respectivos lentes. Luego, volvieron a la costura, y fue entonces cuando Abuelita, cosiendo y sin mirarme se decidió a hablar en un tono muy dulce y conmovido:

—San Nicolás es de Eduardo, mi hija.

Y esto lo dijo con la misma compasión con que se le habla a los niños muy pobres cuando quieren comprar en las tiendas un juguete de lujo. Después de la frase compasiva y breve, hubo otro silencio mucho más largo, más intenso y más trágico que el anterior. Era el silencio horrible de la revelación. Envuelta en la voz de Abuelita, la verdad se había presentado a mi espíritu tan clara y terminante que no pedí ninguna explicación, ni hice ningún comentario. Comprendí que debía ser irremediable y decidí aceptarla desde el principio con valentía y con altivez. Sin embargo, Cristina, las consecuencias que surgían en tropel de aquella revelación eran demasiado enormes para que yo me las viese al momento y para que su vista no desencadenase en mi alma una horrible tempestad interior. ¡San Nicolás era de tío Eduardo! No sabía cómo, ni por qué, pero ¡era de tío Eduardo! por lo tanto, yo, que me creía rica, yo, que había aprendido a gastar con la misma naturalidad con que se respira o se anda, no tenía nada en el mundo, nada, fuera de la protección severa de Abuelita, que se inclinaba ahora sacando la aguja por entre las hebras del pañuelo de seda, y fuera del cariño jovial de tío Pancho, que también callaba enigmático recostado en la mecedora, apretando entre los dientes el tabaco encendido y oloroso… Con mis ojos espantados les miré a los dos y seguí luego contemplando interiormente la horrible noticia que se abría de golpe ante mi porvenir, como una ventana sobre una noche lúgubre: ¡la pobreza!… ¿Comprendes bien, Cristina, todo lo que esto significaba?… Era la dependencia completa con todo su cortejo de humillaciones y dolores. Era el adiós definitivo a los viajes, al bienestar, al éxito, al lujo, a la elegancia, a todos los encantos de aquella vida que había entrevisto apenas durante mi última permanencia en París, y a la que aspiraba yo con vehemente locura. Era también el adiós definitivo para ti y para tantas otras cosas y personas que no había conocido nunca y que presentía esperándome gloriosas por el mundo… ¡el mundo!… ¿sabes?… ¡todo el caudal de felicidad y de alegría que se agita más allá de las cuatro paredes de hierro de esta casa de Abuelita!… ¡Ay! la alegría, la libertad, el éxito ¡ya no serían míos!… Y ante semejante idea, sentí que un nudo me apretaba espantosamente la garganta y que un torrente de lágrimas me asediaba impetuoso y terrible…

Para poder disimular y contener las lágrimas empecé por bajar los ojos y clavarlos en el suelo. Allí, me di a contemplar fijos sobre el mosaico los zapatos de Abuelita, tía Clara y tío Pancho. No sé por qué me pareció que aquellos zapatos tenían una fisonomía especial y que con ella me estaban mirando. Es muy curioso el observar, Cristina, cómo en los momentos de crisis aguda los objetos que nos rodean se animan de vida. Hay veces que parecen hacerse cómplices del mal que nos tortura; otras, por el contrario, nos miran con una intención cariñosa y triste como si quisieran consolarnos. En aquel instante me pareció que aquellos seis zapatos en sus diversos aspectos o actitudes, tenían todos la expresión uniforme que tienen los públicos. Y era una expresión no sé si de burla o de lástima. Ambas cosas me desagradaban igualmente; pero como quería triunfar de mi emoción me dije que se burlaban de mí. Juzgué mi situación ridícula. Recordé la mirada de inteligencia que habían cambiado Abuelita y tía Clara por encima de sus lentes. Pensé que si tenía una crisis de llanto, ellas la referirían sin duda a tío Eduardo, me imaginé a tío Eduardo comentándola a su vez con su mujer y sus hijos; y enardecido terriblemente mi orgullo ante esta última imagen, acabé por triunfar de mi gran emoción. Entonces, para asumir al punto una actitud cualquiera, alcé la cabeza, miré a los circunstantes, respiré con violencia, exclamé:

—¡Ay! ¡qué calor!

 

Y levantándome del asiento que ocupaba, me senté de un salto con mucha agilidad sobre una mesita o columna dedicada a sostener una de las grandes macetas de palma que en aquel instante tomaba el aire y el sol en el patio; una vez allí, me puse la mano izquierda en la cintura y me di a balancear el pie derecho con un movimiento acompasado de péndulo, cuyo extremo llegaba hasta hacer chocar la punta de mi zapato contra el borde de aquella mesa de mimbre alrededor de la cual se hallaban Abuelita, tía Clara y tío Pancho. Sentía que semejante actitud debía darme un aspecto de absoluta despreocupación y balanceaba el pie con estoicismo, con orgullo y con convicción.

Pero todo esto que detallado aquí parece larguísimo había ocurrido apenas en el breve espacio de un minuto. Bajo el rítmico balanceo de mi pie los tres circunstantes continuaban aún en completo silencio e inmovilidad. Sólo Abuelita, optó de repente por levantar los ojos del calado, me observó unos segundos y como mi actitud pareciese convencerla del todo, volvió a bajar la vista y siguió calando con mucha tranquilidad el pañuelo de seda. Se imaginó cándidamente que la noticia anunciada por ella como una bomba, me tenía sin cuidado. Eso era lo que yo quería y por lo tanto me sentí satisfecha. Pero te aseguro, Cristina, que desde aquel momento, Abuelita comenzó a desprestigiarse muchísimo ante mis ojos. Comprendí que tenía muy poca penetración y que carecía en absoluto de sutileza psicológica. En el fondo me alegro de que así sea. Es muy incómodo vivir con personas dotadas de penetración y de sutileza psicológica. Se pierde en absoluto la independencia y no es posible engañarlas jamás porque todo lo ven. Sin embargo, Abuelita tiene entre sus relaciones fama de gran inteligencia. ¡Ah! pero desde ese día cuando me dicen a mí: «el talento de tu Abuela» yo exclamo inmediatamente en mi fuero interno: «¡No es verdad, no tiene ninguno!».

Como te decía, Abuelita, luego de observarme sin hacer comentario, volvió a su costura, enhebró la aguja que se le había desenhebrado, dio unas cuantas puntadas, levantó otra vez la cabeza, volvió a observarme y entonces dijo:

—María Eugenia, hija mía, oye: eres distinguida, bien educada, tienes bastante instrucción, sabes presentarte correctamente, y sin embargo algunas veces tomas esos modales de muchacho de la calle. Mira: en lugar de sentarte en una silla como los demás, estás sentada ahí arriba, al nivel de mi cabeza en esa columna que se puede venir abajo con tu peso. Se te ven las piernas hasta las rodillas, tienes una mano en la cintura lo mismo que las sirvientas, y estás balanceando el pie con un movimiento vulgarísimo… Además, fíjate, mira, al darle así a la mesa con la punta del zapato echas a perder a un tiempo las dos cosas: la mesa y la punta de tu zapato nuevo…

Terminada esta exhortación dejé de balancear el pie y me quité la mano de la cintura, pero como sentía una necesidad violenta de destruir algo, sin bajarme de la columna, cosa que hubiera sido demasiada obediencia, empecé a surcar con la uña una hoja de palma que para desgracia suya se encontraba a mi alcance. Abuelita entretanto había vuelto a sumirse en el calado y callaba de nuevo. Su pensamiento debió caminar ahora por el terreno de los asuntos económicos, porque al cabo de un rato dijo con entera naturalidad:

—Se me olvida siempre preguntarte, María Eugenia: ¿trajiste los diez mil bolívares que te giró Eduardo a París por medio de Antonio Ramírez?… Con el cambio me parece que alcanzaban a unos cincuenta mil francos…

—Sí; en efecto, cincuenta mil francos, de los cuales, Abuelita, la última moneda de oro la cambié en la Habana. Por cierto que si no va tío Eduardo a buscarme a bordo, te advierto que de mi propio pecunio no hubiera podido pagar quien me cargase una maleta —y balanceando otra vez el pie, pero con impulso tan fuerte que estuve a pique de irme para atrás con columna y todo añadí—: ¡No me quedó ni un céntimo, ni medio céntimo, ni un cuarto de céntimo! ¡Nada! ¡nada! ¡¡nada!!

Abuelita soltó el pañuelo, el dedal, la aguja, y se quitó los lentes espantada:

—¿Gastaste todos los diez mil bolívares?… ¿los tiraste a la calle?… ¡Ave María! ¡qué locura!… Si se lo dije a Eduardo: “No mandes ese dinero sin advertir antes a Ramírez” pero se empeñó en girarlo por cable y ¡aquí está el resultado!… ¡De modo que gastaste los diez mil bolívares!… Pero dos mil fuertes colocados al nueve te hubieran producido unos quince fuertes mensuales, mi hija: tal vez se hubieran podido colocar al diez, hasta al doce y hubieran sido entonces ochenta o cien bolívares al mes… piensa… hubieras tenido algo, muy poco, una miseria, pero en fin algo, ¡algo para gastos de bolsillo siquiera!… Ese dinero se mandó a París, sólo por previsión, en caso de un accidente, de una enfermedad. Un mes antes se había girado al consulado una letra para tu viaje, para pagar cualquier gasto extraordinario que hubiera ocasionado la muerte de tu padre y para tu luto. ¡Era más que suficiente!

¡Ah! el celo extremado de Abuelita hacia aquellos dos mil fuertes, último jirón de mi patrimonio, me crispaba horriblemente los nervios, ahora que ante mis ojos acababan de esfumarse los muchos miles que representaba San Nicolás. Mientras ella hablaba exaltadísima, yo, que me encontraba ahora sobre la columna, inmóvil y heroica como el Estilita, tuve de pronto el firme presentimiento de que tío Eduardo había rendido con mi herencia las cuentas del Gran Capitán, y sentí una rabia espantosa. Esta rabia alcanzó su período álgido cuando Abuelita dijo: «hubieras tenido muy poco, una miseria, pero en fin, algo, algo…» y como me imaginase al punto la cabeza antipática de tío Eduardo, me apresuré a insultarla con toda mi alma, dirigiéndole en pensamiento y de carretilla los siguientes apostrofes: «Viejo avaro, ladrón, canalla, cursi, gangoso, escoba vestida de hombre» e injustamente, hice a Abuelita cómplice de mi desgracia. Entonces, con el objeto de molestarla de cualquier manera, cuando terminó de hablar, fingiendo buen humor, exclamé alegrísima:

—¡Ay! Abuelita, Abuelita ¡y cómo se conoce que no has estado nunca en París! Yo me hice mis vestidos de luto en Biarritz; ¡claro! pero lo que pasa siempre: te haces un vestido nuevo, llegas a París y parece viejo… Mira, en París, Abuelita, no me puse ni una vez los vestidos de Biarritz, ni los estrené, ni me molesté en guardarlos siquiera, porque su vista, sí, el verlos nada más de lejos, colgados en el armario me repugnaba: olían a colegio, a ingenuidad, a burguesía, ¡qué horror! ¡Ah! fue en París, Abuelita, donde ya aprendí a vestirme, donde sentí de lleno esta revelación del chic!… Los vestidos de Biarritz que eran más o menos… ¡pss!… diez o doce, se los regalé todos a la camarera del hotel… como eran negros, a la camarera le quedaban bastante bien, con la cofia de batista y esos delantalitos de…

Abuelita me interrumpió desesperada, y con los lentes trémulos, enarbolados en la mano derecha, exclamó varias veces, en ese tono trágico en que se lamentan las catástrofes irremediables:

—¡Qué locura, Señor, qué disparate, cincuenta mil francos en trapos cuando ya estaba equipada para el viaje!

—¿Pero no viste ayer mis vestidos, mis sombreros, mis medias, y mis combinaciones de seda, o crees acaso, Abuelita, que eso se regala en París?… ¡Si demasiado barato lo compré todo! aquello representa lo muy menos… lo muy menos: ¡ochenta mil francos!… A ver, tú, tú, tío Pancho, que según dices has pagado muchos sombreros en París, di: ¿están caros mis sombreros? ¿están caros?…