Rousseau: música y lenguaje

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Rousseau debió redactar el artículo «Musique» en los primeros meses de 1749; la iluminación de Vincennes, consecutiva a la lectura de la cuestión de la Academia de Dijon («Si el restablecimiento de las Ciencias y las Artes ha contribuido a depurar las costumbres»), tendrá lugar en septiembre de ese mismo año. Sin embargo, cuando leemos los artículos de Rousseau en la Encyclopédie, nos damos cuenta de que las obras nacidas de la iluminación (según el autor) no vienen a ocupar un hueco en el universo intelectual de Rousseau, sino más bien a dotar de una fuerte dimensión moral a una reflexión histórica que ya está bien empezada. En el Discours sur les sciences et les arts, el Fabricio de Rousseau llamará a los romanos a incendiar los anfiteatros y a romper los mármoles de su ciudad:[24]las artes representan un peligro moral y político. Pero ya en el artículo «Musique», si bien la ciencia musical de los modernos no es peligrosa o inmoral, es perfectamente inútil: un sistema menos perfeccionado producía antaño efectos bastante más destacables. La ciencia aporta pocas cosas, produce quimeras y simulacros, ya que la persecución del saber (en todo caso aplicado a los asuntos humanos) es una actividad paradójica que debilita o aniquila el objeto al cual se consagra. En el Essai, vemos que la gramática ha matado al lenguaje apasionado, pero ya en el artículo «Musique», la teoría armónica ha privado a la música de toda su fuerza. Y es en el Segundo Discurso cuando Rousseau lanzará una mirada de moralista sobre el proceso paradójico que hace que cada cambio destinado a mejorar la suerte de los hombres (o presentado como tal) sea también, y sobre todo, un paso que conduzca a la desgracia y la degradación, donde su pensamiento alcanzará la expresión más poderosa. A propósito de la «Sociedad empezada», escribirá: «(...) todos los progresos ulteriores han sido en apariencia otros tantos pasos hacia la perfección del individuo, y en efecto hacia la decrepitud de la especie».[25]

Y es desde esta perspectiva desde la que se puede legítimamente volver sobre la cuestión de la centralidad de la música en Rousseau. Hemos visto que la objeción más fuerte opuesta a esta centralidad era la ausencia de la música en los escritos que Rousseau mismo designa como los elementos fundamentales de un pensamiento construido y coherente. No obstante, si nos aproximamos a la cuestión siguiendo la génesis de las ideas principales del filósofo, vemos que la música se resitúa en dirección al corazón de su sistema. En el Segundo Discurso, Rousseau mostrará cómo las relaciones sociales se degradan a medida que su organización se vuelve más compleja, cómo las instituciones, sin ser absolutamente malvadas, e incluso correspondiendo a necesidades reales, tiran del hombre hacia abajo, convirtiéndolo bien en un esclavo dependiente en todo de su señor, bien en un señor que sin saberlo plenamente es el esclavo de su esclavo. Pero el artículo «Musique», en la parte que hemos comentado, posee con este esquema al menos una analogía estructural. La música que se vuelve erudita, que se dota de reglas, que practica una rica armonía, no es capaz de emocionar a su público como lo hacía antaño en Atenas la música vocal acompañada en caso de necesidad por una flauta de tres agujeros. Además (Rousseau lo dirá en otros artículos), la armonía, que debería ser puesta al servicio de la música, se ha convertido en su señora: el temperamento impone a los instrumentos una lógica armónica que hace que el modo más poderoso de la Antigüedad, el modo enarmónico, no pueda hacerse entender en la música europea. Y por ello podemos afirmar que si la cuestión de la Academia de Dijon da pie a una iluminación moral, la teoría de la historia a la que esta moral se va a incorporar está ya en curso de elaboración mucho antes de que Rousseau tome el camino de Vincennes. La música sigue siendo exterior a eso que T. Todorov llama la doctrina de Rousseau, pero ayuda a comprender su génesis.

Ésta es la principal respuesta que podríamos dar a quienes descartan demasiado rápidamente esta parte de la actividad intelectual de Rousseau. Más allá se perfilan otras perspectivas. En los Dialogues, se sugiere una configuración de la obra que no tiene apenas parangón con la de la carta a Malesherbes: mientras que en el debate entre «el Francés», que durante mucho tiempo ha sido engañado por los enemigos de «Jean-Jacques» y en consecuencia no ha leído su obra, y «Rousseau», que conoce desde hace mucho esta obra, el primero, al descubrir esos escritos y leerlos cuidadosamente, defiende una lectura de tipo filosófico, su interlocutor pondrá en valor todo lo que en la obra de «Jean-Jacques» procede de la ficción del sueño, y sobre todo La Nouvelle Héloïse y Le Devin du village. Le Devin tiene derecho a los elogios más exquisitos. Esta obra se define por lo que no es: «no hay en la música ni trazos eruditos, ni fragmentos de trabajo, ni cantos torneados, ni armonía patética»; y por lo que es: una obra emparentada con La Nouvelle Héloïse, pues Colette y Julie son hermanas («la misma naturalidad, la misma dulzura, el mismo acento»).[26]Se ha pretendido apropiarse este modelo, hacer de las indicaciones de «Rousseau» en Les Dialogues la base de una lectura distinta del conjunto de la obra. ¿Acaso es esto menos legítimo que el proyecto filosófico de las tres críticas que hemos evocado más arriba? Sea el que sea, será un vasto proyecto que habrá que acometer otro día, otro año. Y se concluirá diciendo que el genio de Rousseau invita y exige configuraciones diferentes de su obra. Quienes creen en el interés de sus escritos sobre la música privilegiarán ciertas configuraciones, quienes ven en Rousseau sobre todo un moralista y un filósofo corren el riesgo de privilegiar obras donde la música está relativamente poco en cuestión. Nosotros hemos intentado mostrar, sin embargo, que incluso en una lectura que privilegia la «estructura de la doctrina», no debe faltar la reflexión sobre la música. Es el inmenso esfuerzo intelectual que emprende para sustituir el sistema de Rameau por otra concepción de este arte, lo que conduce primeramente a Rousseau a pensar la historia como una larga y paradójica decadencia, en la que complejidad y perfeccionamiento no arrastran más que consecuencias nefastas, en la que sólo la ópera italiana, únicamente «los cantos tiernos y patéticos de una heroína gimiente», nos permiten ponderar todo lo que se ha perdido.

Traducción de Anacleto Ferrer

[1] Rousseau juge de Jean Jacques, segundo diálogo, Pléiade I, p. 872. En estas notas «Pléiade» designa a Jean-Jacques Rousseau, Œuvres complètes, ed. M. Raymond y B. Gagnebin (París, Gallimard, 19591995), 5 tomos.

[2] Confessions, libro 7, Pléiade I, p. 348.

[3] Primera edición de 1728. La edición traducida pudiera ser la de 1738, o la más próxima de 1741-42.

[4] El sistema de Rameau (que evoluciona con el tiempo) se expone principalmente en la Théorie de l’harmonie (1722), la Génération harmonique (1737) y la Démonstration du principe d’harmonie (1750).

[5] Rousseau: Correspondance complète, ed. R. A. Leigh, II, n.º 162 del 26 de junio de 1751.

[6] Encyclopédie, t. X, p. 901.

[7] Essai sur l’origine des langues, ch. XIX, Pléiade V, p. 428.

[8] Catherine Kintzler: Jean-Philippe Rameau. Splendeur et naufrage de l’esthétique du plaisir à l’âge classique, París, Minerve, 2.ª ed., 1988, p. 171.

[9] Jean Starobinski: «Rousseau et l’expression musicale», en Carlo Ossola (dir.): Parigi/Venezia. Cultura, relazioni, influenze negli scambi intellettuali del Settecento, Florencia, 1998, pp. 137-172.

[10] Jean Starobinski: Jean-Jacques Rousseau, la transparence et l’obstacle, París, Gallimard, nueva edición 1971, p. 9.

[11] Jean Starobinski: Les Enchanteresses, París, Seuil, 2005, p. 25.

[12] Ibíd., p. 23.

[13] Roger D. Masters: The Political Philosophy of Rousseau, Princeton, Princeton University Press, 1968, pp. ix-x.

[14] Ver Tzvetan Todorov: Frêle bonheur. Essai sur Rousseau, París, Hachette, 1985, pp. 72 y 86.

[15] Victor Goldschmidt: Anthropologie et politique. Les principes du système de Rousseau, París, Vrin, 2.ª edición, 1983, p. 12.

[16] El detalle del descubrimiento es dado en la muy completa «Note sur l’établissement du texte» de J. Starobinski: Essai sur l’origine des langues, Pléiade V, pp. CXCVII-CCIV.

[17] Dictionnaire de musique, prefacio, Pléiade V, p. 605.

[18] «No pienso que estos garabatos estén en condiciones de superar la impresión por separado, pero quizá podrían pasar en una compilación general, aprovechando el resto. Sin embargo, desearía que pudiesen ser dados a parte debido a este Rameau que continúa dándome la lata villanamente y que busca el honor de una respuesta directa que seguramente no le dé. Dígnese decidir, Señor, su juicio será mi ley en todos los aspectos. J. J. Rousseau». Correspondance complète, ed. R. A. Leigh, t. 9, Nº 1495, Rousseau a Malesherbes, 25 de septiembre de 1761.

 

[19] Lettre sur la musique française, Pléiade V, p. 328.

[20] Discours sur l’origine de l’inégalité, Pléiade III, p. 142.

[21] Ibíd., p. 148.

[22] Alain Cernuschi reproduce el texto de Chambers y el de Rousseau. Véase Penser la musique dans l’Encyclopédie, París, Champion, 2000, anexo 13.

[23] Encyclopédie, t. X, p. 902. No se trata en estos parágrafos de las invasiones bárbaras, que son determinantes en la historia que cuenta en el Essai sur l’origine des langues, pero ellas están presentes en otros artículos. Ver Mesure, en Musique.

[24] Discours sur les sciences et les arts, Pléiade III, p. 14.

[25] Discours sur les sciences et les arts, Pléiade III, p. 171.

[26] Rousseau juge de Jean-Jacques, segundo diálogo, Pléiade I, p. 867.

ROUSSEAU, EL LENGUAJE Y LA MÚSICA

Sergio Sevilla

Universitat de València

El carácter póstumo de la publicación del Ensayo sobre el origen del lenguaje,su singular mezcla de teoría de la música y filosofía del lenguaje, el poderoso influjo de Emilio y El contrato social han dejado, hasta fecha relativamente reciente, en una oscuridad relativa aquel texto de Rousseau que no se sabría cómo catalogar, del mismo modo, y quién sabe si por las mismas razones, por las que él no encontró el momento oportuno para publicarlo insertándolo en la serie de sus grandes producciones.

Jacques Derrida, en su aportación al coloquio dedicado a Rousseau en Londres en febrero de 1965, avanzaba todo un programa de lectura del ensayo rousseauniano sobre el lenguaje, publicado años más tarde en Márgenes de la filosofía bajo el título «El círculo lingüístico de Ginebra»;[1]bajo ese nombre inscribía la aportación de Rousseau en la larga saga que va de la Gramática general y razonada de Port-Royale a las aportaciones, más de dos siglos después, de Saussure. Voy a ocuparme de substanciar dos posiciones que prolongan la idea de ese escrito de una unidad temática en el tratamiento de la lengua, la sociedad, la convención y la historia, si bien lo haré desde una actitud teórica no coincidente. Sostendré, en primer lugar, la posición que afirma que la ciencia del lenguaje integra en un todo, con partes matizadas, el lenguaje verbal y el musical, porque se trata de comprender la lingüisticidad como rasgo abarcante de la experiencia humana al completo; y, en segundo lugar, la tesis según la cual la actividad lingüística no puede ser comprendida si nos limitamos a la función referencial del lenguaje, lo que colocaría a la música en posición insostenible; todo apunta a una concepción del lenguaje como expresión y configuración de experiencia que, además de otras vecindades ya mentadas en la cultura francesa y ginebrina, podría contactar con la del lenguaje que encontramos en Herder, y que amplía potencialmente la historia efectual de la propuesta de Rousseau.

Si Derrida ha podido lanzar la idea de un círculo lingüístico de Ginebra, es igual de pertinente tomar en serio la de un círculo de intérpretes rousseaunianos, sin cuya lectura es hoy imposible aproximarse a los textos de J.-J. Rousseau; me refiero, como todos saben, a las aportaciones respectivas de Jean Starobinski[2]y Alexis Philonenko.[3]Si Rousseau, al diagnosticar los males de la sociedad presente, encuentra en ellos el remedio, o si lleva a cabo, mediante la crítica, un pensamiento de la desgracia, se ha convertido, a su vez, en una alternativa a la que el intérprete actual no puede escapar en mayor medida que a las antinomias que construye Rousseau en el camino de su pensar. Para reconstruir éste será preciso, por tanto, entrar en diálogo con la mencionada alternativa.

Determinar el lugar que ocupa la teoría de la música en la obra de Rousseau es cuestión discutida, puesto que de ello depende tanto la valoración de esa teoría como la de la coherencia y el sentido unitario del conjunto de su pensamiento. Jean Starobinski, en su estudio introductorio al Ensayo en la edición crítica de los escritos musicales, afirma: «el lector que preste atención al gran borrador del Principio de la Melodía, al Examen de los dos principios avanzados por el Sr. Rameau que procede directamente de ellos, y a los artículos más importantes del Diccionario de Música, constatará que el Ensayo sobre el origen de las lenguas, en los capítulos XII a XX, está estrechamente emparentado con ellos hasta el punto de, en ciertos parágrafos, ser absolutamente superponible a ellos».[4]Sin embargo, el carácter póstumo de la publicación del Ensayo sobre el origen del lenguaje en 1782 y la aparente falta de equilibrio entre los temas de los que se ocupa, el lenguaje y la música, han inclinado a Philonenko a sostener la tesis de la falta de interés teórico genuino del Ensayo, que no añadiría nada nuevo a lo ya dicho sobre el lenguaje en el Discurso sobre el origen de la desigualdad, ni realizaría una aportación genuina sobre la música que no podamos encontrar en El origen de la melodía, o en el Examen de dos principios.[5]No voy a aceptar esa posición de Philonenko. Seguiré, por el contrario, la indicación general de Starobinski, cuya tesis general permite insertar la música en el conjunto temático de la obra de Rousseau. Starobinski afirma: «Rousseau hace de la música un arte de la expresión y comunicación vivientes. Las implicaciones son considerables: la teoría musical se amplía a fin de tomar en consideración las demás modalidades de comunicación, palabra, organización de familias, pueblos y gobiernos. El sistema coherente que se desprende de los escritos de Rousseau pone en estrecha correlación música, política e historia del lenguaje».[6]No llevaré la tesis de Starobinski al extremo de buscar en Rousseau la arquitectura de un sistema; me bastará, para intentar entenderlo, con reconstruir el carácter unitario de su concepción del lenguaje y de la música, desde la perspectiva de una antropología del ser simbólico.

Intentaré hacer ver que el Ensayo sobre el origen de las lenguas donde se habla de melodía y de la imitación musical, cualquiera que sea la posición que ocupe entre Condillac y Herder, parte de una posición original: la fundación del estudio de los signos. Si Leví-Strauss ha visto en el Discurso sobre el origen de la desigualdad y en las Confesiones la fundamentación del punto de vista etnológico,[7]la delimitación de su objeto y la práctica de su método, creo que también es preciso leer el Ensayo sobre el origen del lenguaje como la fundamentación paralela de una ciencia de los signos, que unifica el problema de las pasiones con el de la convicción y el de la verdad; o, en otras palabras, el problema de la música con el de la retórica y el del conocimiento, y la inserción de los tres niveles en la antropología. El Ensayo sobre el origen del lenguaje es un intento coherente de dar un tratamiento unitario a las distintas manifestaciones del hombre como animal simbólico. Veamos en los textos de Rousseau la tesis unitaria y su caracterización semiótica de la música.

El carácter unitario de una teoría de los signos viene impuesto por la unidad del ser humano, a cuyo conocimiento aspira la obra entera de Rousseau. Así, el capítulo XII del Ensayo comienza afirmando que «los versos, los cantos y la palabra tienen un origen común» y que «los primeros discursos fueron las primeras canciones», para llegar a esta expresión de su posición general: «Una lengua que sólo tiene articulaciones y voces no tiene, por consiguiente, más que la mitad de su riqueza. Expresa ideas, es verdad, pero para expresar sentimientos, imágenes, le hace falta además un ritmo y unos sonidos, es decir, una melodía; eso es lo que tenía la lengua griega y lo que le falta a la nuestra».[8]

Una lengua completa –sea en la forma del mito de una lengua griega a cuyos sonidos y ritmo hemos dejado de tener acceso, sea un constructo modélico que equivaliera al de la noción «hombre de naturaleza», esto es, el modelo de un lenguaje perfecto que no ha existido nunca, no existe y, tal vez, no existirá jamás, pero es necesario para juzgar el estado presente de nuestras lenguas–, una tal lengua, digo, ha de expresar, a la vez, ideas y sentimientos, imágenes y melodía.

Esta idea de una completud de la lengua es juzgada por Derrida como la versión rousseauniana del mito de la transparencia y plenitud de lo real, esto es, su propia re-formulación de los conceptos básicos de la metafísica de la presencia. Sin embargo, la lengua que totaliza ideas, sentimientos, imágenes y melodía afirma también su peculiaridad frente al ideal leibniziano de una característica universalis. En esta última, la lengua es vista desde la perspectiva del conocimiento absoluto; Rousseau, en cambio, ve las lenguas como sistemas de signos destinados a producir determinados efectos en el ser humano; el problema que moviliza la indagación de Rousseau no consiste en refutar la prioridad que el Rameau teórico de la música concede a la armonía, para oponer la prioridad de la melodía. Si fuera éste el caso, tendría razón Philonenko al ver en el Ensayo una obra marginal respecto al Discurso de 1753. Digamos colateralmente que Philonenko, para afirmar eso, ha de omitir, como omite, el tratamiento que hace Rousseau de la música. Lo que mueve, a mi juicio, la investigación de Rousseau es la pregunta tácita por cómo explicar el poder de la música sobre las pasiones, es decir, cuál es su efecto sobre el verdadero ser del hombre; para responder a esa pregunta es para lo que necesita una teoría de los signos lingüísticos, que lo son por los efectos que producen sobre el «animal imitador» que es el hombre. Así, Rousseau se interroga también por los efectos persuasivos del lenguaje, sea retórico o racional. Por eso, el saber sobre las lenguas es un capítulo del saber sobre el hombre, sobre la sociedad y sobre «la relación de las lenguas con los gobiernos», título del capítulo con el que concluye el Ensayo. Por eso, «los primeros discursos fueron las primeras canciones» es afirmación propia de esa historia conjetural que Rousseau practica, y por la que nos preguntaremos después.

Rousseau trata las sensaciones como «signos o imágenes» y, como tales, tienen efectos en nuestras almas; es ese carácter de signo el que les permite tener efectos morales y no meramente físicos. «Así como los sentimientos que excita en nosotros la pintura no provienen de los colores, el poder que tiene la música sobre nuestras almas no es obra de los sonidos».[9]Lo que tiene efecto de significado es el signo y no la materialidad de la sensación; cualquier lectura sensualista o burdamente materialista de la pintura o de la música es «funesta para el buen gusto» porque, dice Rousseau, «los colores y los sonidos tienen mucha fuerza como representaciones y signos, pero poca como simples objetos de los sentidos».[10]El lugar central como objeto del saber que está instituyendo es ocupado por el signo, el único capaz de producir «efectos morales» en el sentido lato que da Rousseau a esta palabra. «Los sonidos en la melodía no actúan solamente sobre nosotros como sonidos, sino como signos de nuestros afectos, de nuestros sentimientos».[11]El «signo de nuestros afectos» es signo que causa nuestros afectos. Distintos registros de la misma idea llevan a Rousseau a dar un lugar central a la noción de «imitación», de modo que, para algunos, abre –antes de la Crítica del juicio– una problemática estética: «Así como los sentimientos que excita en nosotros la pintura no provienen de los colores, el poder que tiene la música sobre nuestras almas no es obra de los sonidos. Bellos colores bien matizados agradan a la vista, pero ese placer es pura sensación. Es el dibujo, es la imitación lo que da a esos colores vida y alma, son las pasiones que expresan las que llegan a conmover las nuestras, son los objetos que representan los que llegan a afectarnos».[12]Pero esta introducción de la temática de la estética no comporta posicionamiento a favor de la autonomía de la estética. Como señala Derrida, «si la operación del arte pasa por el signo y su eficacia por la imitación, no puede actuar más que dentro del sistema de una cultura y la teoría del arte es una teo ría de las costumbres. (...) La estética pasa por una semiología e inclusive por una etnología».[13]

 

Detengámonos en la noción de «imitación». La atención especial que hemos de prestar a este concepto no depende sólo de su prosapia pitagórica y platónica; Aristóteles señala el lugar metafísico central que ocupa la noción de mímesis (μίμήσις) cuando dice: «(...) Platón se limitó a un cambio de palabra; en efecto, si los pitagóricos dicen que las cosas que son existen por imitación de los números, aquél dice, cambiando la palabra, que existen por participación».[14]Pero no es tanto el lugar metafísico del concepto lo que importa, a pesar del juego que le da la lectura de Derrida, cuanto la función estética, semiótica y, por fin, antropológica, que Rousseau le asigna al afirmar, al comienzo de El origen de la melodía, que el hombre, en el estado natural, es un «animal imitador que no tarda en apropiarse de todas las facultades que puede extraer del ejemplo de los demás animales».[15]En esta acepción antropológica, que considera la mímesis (μίμήσις) como un instrumento del aprendizaje, parece que estemos lejos del sentido metafísico señalado por Aristóteles; más cerca estamos, sin embargo, de la posición de El Sofista platónico,[16]que define la imitación como «creación de imágenes y no de cosas reales», que hace de la imitación una actividad humana y no divina.

Y Platón especifica más cuando el extranjero dice a Teeteto: «Creo que cuando alguien copia con su propio cuerpo tu figura o hace parecer su voz semejante a la tuya, esta parte del arte de apariencia se llama imitación (μίμήσις)», a lo que Teeteto asiente.[17]El contexto del concepto está aquí tan restringido como en el texto en que Rousseau afirma la capacidad humana de imitar los gritos de los animales.

Entre la más amplia acepción metafísica y la más estricta, referida a la imitación corporal, la noción de mímesis (μίμήσις) abarca en Rousseau los siguientes registros. En una primera acepción permite entender lo que hay de común entre música y lengua poética, en su génesis: «(...) del esfuerzo por retener con versos el tono en que se pronunciaban, surgió el primer germen de la verdadera música, que no es tanto el acento simple de la palabra cuanto ese mismo acento imitado».[18]El acento determina lo poético. Su imitación da origen a la música. La melodía queda definida como una articulación «de los tiempos y de los tonos, es decir, del acento propiamente dicho y del ritmo».[19]En el Diccionario de música Rousseau distingue tres tipos de acento: el gramatical, el lógico o racional y el patético u oratorio. Es la mímesis del último la que da lugar a la música; pero Rousseau organiza un dispositivo para que la mímesis musical tenga en cuenta los tres tipos de acento, y así establece que una música articulada en plenitud con el lenguaje debe dar espacio a los tres tipos de acentuación. Aun reconociendo que «el primer y principal objeto de toda música es agradar al oído», Rousseau añade que «hay que consultar la melodía y el acento musical en el diseño de una canción cualquiera. A continuación, si se trata de un canto dramático e imitativo, hay que buscar el acento patético que transmite al sentimiento su expresión, y el acento racional mediante el cual el músico traduce con precisión las ideas del poeta, pues para infundir en los demás la emoción que nos arrebata cuando les hablamos, es necesario hacerles que comprendan aquello que decimos».[20]La mímesis está guiada por el ideal de volver a articular la unidad perdida entre música y lenguaje.

Un segundo uso de «imitación» hace ambivalente su sentido al aproximarla, en la historia de la separación de la música y de la palabra, al predominio decadente de la armonía que siguió al canto natural original: «Cuando los teatros adquirieron una forma regular sólo se cantó en ellos según modos prescritos, y a medida que se perfeccionaban las reglas de la imitación, se debilitó la lengua imitativa».[21]La «imitación» vale positivamente cuando se trata de una lengua completa, que imita las pasiones de quien se expresa, y las provoca en el oyente. La imitación equivale, en ese caso, a la transparencia comunicativa entre músico y oyente. Cuando, por el contrario, se atiene a «modos prescritos», resuena en la imitación el significado de lo inauténtico, tema también decisivo en la conceptualización de Rousseau (y en algunas estéticas comunicativas actuales, como las de Apel o Habermas, que han potenciado esa dimensión de Rousseau frente a la potenciada por Marcuse). Es la lengua, pues, inauténtica la que surge de la escisión entre razón y pasión, entre verdad, comunicación y persuasión, o, más rotundamente, entre la lengua hablada y la música. Es una lengua, por así decirlo, estéticamente falsa.

En un tercer uso, también representa su papel la noción de «música imitativa» en la polémica contra la prioridad concedida por Rameau a la armonía. Para Rousseau está claro que «todo el principio de la imitación y del sentimiento está en la melodía», lo que no impide que la armonía contribuya a la mímesis haciendo «más perceptible ese piano-forte que es el alma de la melodía así como del discurso que ella imita».[22]Pero ese discurso, esa «imitación» que la melodía realiza es la de las pasiones que expresa y, a la vez, provoca. Incluso en su decadencia presente, hay que hacer de la música «un lenguaje imitativo y apasionado» y, para ello, hay que «acercarla a la lengua gramatical de la que extrae su primer ser».[23]

Ese tratamiento de la música como signos imitativos nos obliga a matizar el tipo de relación que Rousseau establece entre aquello que imita y lo imitado. No estamos ante la idea platónica de la mímesis (μίμήσις) como pálido reflejo de la verdadera realidad; estamos, como ya dije, ante el significado que establece El sofista de la imitación como creación humana; pero ni en Platón ni en Rousseau proviene de la nada esa crea ción; sólo puede ser manifestación de un hacer esencial del hombre. La teoría de los signos se inserta en una antropología que, como veremos enseguida, le da unidad y sentido. En efecto, si nos preguntamos de qué es signo la melodía, según Rousseau «la respuesta viene por sí misma»: «La melodía, al imitar las inflexiones de la voz, expresa las quejas, los gritos de dolor o de alegría, las amenazas, los gemidos. Todos los signos vocales de las pasiones son de su incumbencia. Imita los acentos de las lenguas y los giros que en cada idioma afectan a determinados movimientos del alma. No sólo imita, sino que habla, y su lenguaje articulado, pero vivo, ardiente, apasionado, posee cien veces más energía que la propia palabra. De ahí nace la fuerza de las imitaciones musicales, de ahí nace el imperio del canto sobre los corazones sensibles»..[24]Reténgase la noción capital de «imperio»; no sólo porque la música, como el lenguaje, esté en relación con los gobiernos, sino por un rasgo que establece un vínculo más profundo entre los signos y el hacer humano. La melodía expresa pasiones pero, sobre todo, habla; y habla un lenguaje cargado de energía y fuerza para conmover, esto es, para movilizar los corazones hacia la acción. La música es signo porque tiene un significado práctico, dicho sea en sentido kantiano. La imitación melódica del sistema de acentos poético ejerce su imperio sobre los corazones y, por eso, significa, esto es, opera, como un signo. El significado consiste no sólo en aquello que expresa, sino también en aquello que efectúa. La imitación en la música es cualquier cosa menos reiteración, o representación pasiva.

Para cerrar el círculo de una semiótica en una antropología, en el texto de Rousseau, ese vínculo del signo con la acción postula la noción de sujeto. Rousseau lo introduce como instancia unificadora de la pluralidad de las pasiones y los significados para reducir al absurdo la tesis de la prioridad de la armonía. Si la composición musical prioriza la armonía, «separa de tal manera el canto de la palabra que ambos lenguajes se combaten»; y ¿por qué es esto absurdo? Porque, entonces, «se quitan mutuamente todo carácter de verdad y no se pueden juntar en un sujeto patético»;[25]el sujeto y la verdad vuelven a estar tan cerca como exige la tradición epistemológica moderna; pero la noción de verdad que se atribuye no sólo al habla, sino a la misma «música imitativa» vuelve a dejar oír el registro de la autenticidad. En todo caso, el «sujeto patético» es la instancia unitaria cuya prioridad convierte en absurda cualquier escisión y, particularmente, la escisión entre el lenguaje y la melodía.

La virtualidad retórica del lenguaje, su capacidad de convencer a quienes escuchan, y de funcionar como dispositivo de comunicación, aunque el grado cero de la transparencia sea una conjetura sobre lo originario, hace posible conectar la teoría de los signos de Rousseau con su teoría política.