Hacia la madurez espiritual

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Hacia la madurez espiritual
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HACIA LA MADUREZ ESPIRITUAL

Vencer el Mal en la Vida Cristiana

William Still

Publicaciones Faro de Gracia

P.O. Box 1043

Graham, NC 27253

www.farodegracia.org

Publicado por:

Publicaciones Faro de Gracia

P.O. Box 1043

Graham, NC 27253

www.farodegracia.org

ISBN 978-1-629461-68-7

Agradecemos el permiso y la ayuda brindada por Christian Focus Publications Ltd, Geanies House, Fearn, Ross-shire, IV20 1TW, Scotland, para traducir e imprimir este libro al español, Toward Spiritual Maturity, by William Still.

© Trustees of the Estate of William Still and F. Lyall 2010 Published in English by Christian Focus Publications Ltd, Geanies House, Fearn, Ross-shire

IV20 1TW, Scotland

All Rights Reserved.

© 2014 Todos los Derechos Reservados

Publicaciones Faro de Gracia

Traducción por Scott W Moore y Juan Ramón Martínez Gómez

Redacción por Carlos Roberto Peña Barrera

Diseño de la portada por Small Reflections, artista Greg Warner

Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, por ningún medio, sin el consentimiento escrito de la casa publicadora, excepto por citas breves usadas para revisión en una revista o periódico.

© Las citas bíblicas son tomadas de la Versión Reina-Valera © 1960 Sociedades Bíblicas en América Latina. © renovada 1988, Sociedades Bíblicas Unidas. Utilizado con permiso.

Contenido

Prefacio

Capítulo Uno: Él es Nuestra Paz

Capítulo Dos: Primera Dimensión de la Cruz: Eliminación de los Pecados

Capítulo Tres: Segunda Dimensión de la Cruz: El Reinado del Pecado Derrocado

Capítulo Cuatro: Tercera Dimensión de la Cruz: La Derrota de Satanás

Capítulo Cinco: El Entrenamiento Militar del Soldado Cristiano

Capítulo Seis: El Servicio Cristiano y la Guerra Espiritual

Capítulo Siete: La Madurez Espiritual

Apéndice Uno

Apéndice Dos

También disponible por este autor:

HACIA LA MADUREZ ESPIRITUAL

Vencer el Mal en la Vida Cristiana

William Still

Prefacio


La historia de la Iglesia cristiana está puntuada con un número de libros que pueden describirse mejor como “breves, pero trascendentales”. Esta categoría incluye La Libertad del Hombre Cristiano de Martín Lutero, El Libro de Oro de la Vida Cristiana de Juan Calvino, La Caña Cascada de Richard Sibbes, La Vida de Dios en el Alma del Hombre de Henry Scougal, entre otros. Aunque se pueden leer en un par de horas, de todos modos contienen suficientes principios, perspectivas y sabiduría espiritual para toda la vida.

Hacia la Madurez Espiritual, de William Still, puede ser incluido en esta categoría. Contiene la esencia destilada de su ministerio pastoral. Como otros varios libros de esta misma categoría, este explica principios que fueron descubiertos por el autor muy temprano en su ministerio y puestos a prueba a lo largo del camino. El contenido de estas páginas fue expuesto en su ministerio público de la Palabra y aplicado en su consejería privada. Asimismo, se volvió parte integral del latido de la vida de su congregación. Con la bendición de Dios, sus enseñanzas sobre “las tres dimensiones del mal” (aunque no es algo que él innovó), cobraron vida y llevaron tanto iluminación como ayuda espiritual a varias generaciones de cristianos. Sin lugar a dudas, dicho resultado puede darse en esta generación, y este breve libro puede considerarse como un “salvavidas” y fuente de restauración para los lectores, a fin de llevarles estabilidad y firmeza.

William Still fue el pastor de la Iglesia Gilcomston South, de Aberdeen, Escocia, desde 1945 hasta poco antes de su fallecimiento, en 1997. Indiscutiblemente fue el personaje de mayor influencia entre los evangélicos de su país por ese tiempo. Raras veces viajaba más allá de las fronteras de su tierra natal. Después, poquísimas veces salía de los límites de su propio condado Aberdeenshire. Sin embargo, su vida y ministerio tocaron a miles de personas jóvenes, quienes, como estudiantes, aprendieron bajo su ministerio y, aparte, muchas más leyeron sus Bible Study Notes [Apuntes de estudio bíblico], que escribió para los miembros de su congregación. Estos apuntes fueron leídos en algunos lugares remotos de la tierra; estos y su no muy conocido ministerio de oración de su congregación hicieron que el mundo se volviera también su parroquia, así como lo fue para Wesley.

William Still nunca se casó, pero invirtió enérgicamente sus horas en el ministerio personal y la exhortación, en prepararse para predicar en el púlpito y en escribir y, finalmente, en la vida familiar de su congregación. Desde su adolescencia, hasta más o menos los veinticinco años, tuvo muy poca educación académica formal, que en muchos aspectos explica la particularidad de su ministerio de la Palabra.

Nunca me olvidaré cuando lo oí por primera vez. Alguien había motivado a mi padre para que, cuando yo fuera a estudiar a la Universidad de Aberdeen, escuchara a William Still, en Gilcomston South; pues impartía emocionantes lecturas bíblicas. Nunca había escuchado de él ni de su iglesia, ni de sus lecturas bíblicas. Mi ignorancia desapareció un domingo por la tarde, en septiembre de 1965 cuando, como estudiante de 17 años, sentado cerca de la última banca del templo, vi subir al púlpito un señor que me pareció de edad avanzada (aunque tenía en ese momento menos años de los que yo tengo hoy), que daría inicio a la celebración.

Me sentía muy tímido y quizá asombrado de él, como para iniciar una plática. Siempre le escuchaba sentado, cerca de la última banca, pero sin hablarle, por cerca de un año y medio. No me di cuenta (como ahora) de que si el oyente puede ver al predicador, este también puede verlo. Él me observaba esperando pacientemente y preguntándose acerca de cuándo saldría de mi “capullo” para iniciar una conversación con él. Un día, después de la celebración de la tarde, me tocó salir delante de él por la puerta del templo. De repente, sentí que una mano agarró mi brazo, y me volteé. Luego escuché su inconfundible voz que me preguntaba: “¿Cuándo me visitarás?”. Asustado, respondí: “No sabía que se podía. ¿Me permite visitarle?”.

De esta manera, comenzó nuestra amistad y recibí sus consejos paternales, por muchos años. Aunque éramos personas muy diferentes, con puntos de vista muy distintos, sabía que necesitaba aprender de otros. Sin embargo, al recordarlo, se me viene a la mente una carta escrita por un comerciante inglés del siglo XVII, en la cual dice que un predicador que escuchó cuando visitó Escocia, Robert Blair, le “mostró la majestad de Dios”; luego, que “un chaparro de buen semblante”, Samuel Rutherford, le “enseñó la hermosura de Cristo”; y después, que David Dickson, “un anciano bien favorecido, de carácter muy formal”, le “manifestó lo escondido de su corazón”. Mientras agradezco lo mucho que me influyeron personas vivas y otras ya fallecidas, me acuerdo de William Still como uno que, de varias maneras, combinaba estas características de Blair, Rutherford y Dickson en un solo ministerio. Su persona y ministerio me impactaron profundamente. Mi oración es que muchas otras, cuando lean esta nueva edición del libro original escrito hace unos cincuenta años, experimenten ese mismo impacto.

Sinclair B. Ferguson

Pastor, La Primera Iglesia Presbiteriana

Columbia, Carolina del Sur

Seminario Teológico “Redeemer” de Dallas, Texas, EUA

Capítulo Uno
Él es Nuestra Paz

La bendición fundamental de la salvación es la paz de Dios, de la cual fluyen las bendiciones más ricas: como el amor, el gozo y la gloria. Y no es solo la piedra angular de la vida del cristiano, “que sobrepasa todo entendimiento” (Filipenses 4:7), sino la cima que gobierna en nuestros corazones (Colosenses 3:15). Sin embargo, antes de considerarla, tenemos que comprender la naturaleza del “Dios de paz” (Filipenses 4:9), cuya obra en los corazones es llenarlos de paz: primero en las personas y luego, en lo que hacen.

El Señor es el Dios de paz. Él se encuentra en paz consigo mismo. Una implicación fundamental de las Sagradas Escrituras es que el Dios uno y trino estuvo, está y siempre estará en perfecto acuerdo consigo mismo, persona con persona, oficio con oficio, y que está satisfecho consigo mismo en la plenitud y perfección de su sabiduría, amor y poder. Cuando la inteligencia infinita encuentra perfecciones infinitas en sí misma, la estabilidad infinita e integridad del carácter están seguras. Esta integridad o rectitud es simplemente otro nombre para la justicia de Dios.

 

La naturaleza justa y el carácter de Dios son, de manera implícita, expresados en las demandas que Él pone sobre los hombres en los Díez Mandamientos. Las tablas escritas por el dedo de Dios son el centro de su gloria, la “Shekinah” que se movía sobre el tabernáculo en el desierto. Los rayos de la luz gloriosa del Señor brillaban sobre las tablas de piedra para señalarlas. Más allá de sus leyes, vemos el carácter del Dios que las dio. Las leyes nos dicen cómo es su carácter. Está implícito en las leyes el hecho de que, como Dios es de este modo, santo y justo, desea que sus criaturas sean así también.

Sabemos que Dios es amor, pero su carácter suele expresarse en las Escrituras en términos de justicia (como se enseña en la epístola a los Romanos). Esta justicia no es una mera regla ni una simple forma, sino que es la esencia de su ser. La justicia en Dios no es solo una regla sino su vida y pasión. Él se regocija tanto en esta que la desea para sus criaturas, y no solo por su propio bien como una semilla, sino por su fruto, que es la paz (cf. Isaías 32:17; Hebreos 12:11).

Sin embargo, decimos que Dios no es solo justicia. La Biblia enseña que la justicia pertenece tanto al corazón divino como a la mente divina. Aunque en Éxodo 20 vemos la justicia, la santidad y la ira de Dios en su expresión más álgida [“Muy limpio eres de ojos para ver el mal” (Habacuc 1:13); “el alma que pecare, esa morirá” (Ezequiel 18:4)], en el capítulo más impactante del Antiguo Testamento encontramos misericordia y amor. ¡Qué descubrimiento! Dios, que da los mandamientos, es antes que todo el Salvador que ha librado a su pueblo de la servidumbre (cf. Éxodo 20:1-2). El corazón de Dios que arde en justicia y santidad también lo hace en amor, misericordia, gracia y perdón. Él, que es justo y desea la justicia para sus hijos, los hace justos por medio de su perdón y amor redentor. Para nuestro asombro descubrimos que la roca de su ley y verdad, que es tan dura por fuera, resulta estar llena de su amor.

No obstante, si he considerado al Señor como el “Dios de paz”, con el propósito de considerar “la paz de Dios”, he pasado de manera inconsciente de un lado a otro. Esto no los debe sorprender, porque las energías de su naturaleza divina son las que necesariamente desea impartir a sus criaturas.

Me sorprendente que varios estudios sobre la obra de Cristo no definen clara y sistemáticamente las dimensiones de la obra de su muerte. El cristianismo evangélico distingue entre pecados y el pecado, fruto y raíz; pero la tercera dimensión, la obra de Satanás, es reconocida raras veces. Sin embargo, para descubrir el mal el ser humano, es necesario conocer la tercera dimensión, ya que la persona y obra del enemigo son el impedimento más grande en la madurez cristiana. Y a Satanás le encanta hacer esto. Por lo tanto, no cabe duda que no le agradará que los lectores entiendan algo sobre él y sus demonios. El dios de este mundo ha cegado a muchos cristianos (cf. 2 Corintios 4:4). Es por eso que me he propuesto exponer de manera secuenciada de las tres dimensiones de la muerte de Cristo.

Capítulo DosPrimera Dimensión de la Cruz:Eliminación de los Pecados

Ya dije que las energías de la naturaleza de Dios son las que quiere impartir a sus criaturas. ¿Cómo puede lograr esto? Este será nuestro primer tema.

Aquellos que estudian la historia de la doctrina de la expiación de Cristo llegan a la conclusión de que ninguna perspectiva sola cubre todo el panorama. Sin embargo, ciertos puntos de vista se aproximan más al corazón de la verdad que otros. Por ejemplo, no es errado contemplar la muerte de Cristo como el ejemplo supremo de amor sacrificial; pero su muerte es más que eso. Si no lo vemos, ello explica la debilidad espiritual de muchos que sostienen el carácter ejemplar como la totalidad de la verdad acerca de la muerte de Cristo. Porque su muerte no es un mero despliegue de amor en acción, sino la eliminación de los pecados que forman una barrera frente al amor entre Dios y el hombre. Su muerte no es tan solo una exhibición sino una eliminación. De hecho, es más una eliminación que una exhibición, porque una cosa es mostrar a los pecadores lo que deben hacer, y definitivamente otra cosa hacerlo por ellos, cuando se encuentran incapacitados para hacerlo por su cuenta. No solo requerimos “fotos” (representaciones o imágenes) sino fuerzas; no solo diagramas sino dinamismo. Esto es lo que tenemos con la muerte de Cristo, que resulta efímera si no sirve para una eliminación objetiva, verdadera y acertada de nuestros pecados.

Observemos cómo este hecho queda claramente declarado en Isaías 53:6: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas.… Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros”. Pablo corrobora esto en Romanos 4:7-8 cuando cita del Salmo 32: “Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos [eliminados]. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado”. Y luego, en Romanos 4:25, dice: Jesús nuestro Señor “fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación”. Pedro nos dice: “Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24). No es posible evadir las palabras claras y repetidas de la Escritura: Cristo quitó nuestros pecados.

Juan 1:29 nos lleva un paso más adelante. Pregonó que el Cordero de Dios, sobre el cual nuestros pecados son cargados, nos los quita todos. ¿Cuestionamos esto? Deje que la Biblia resuelva nuestras dudas:

“Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados.” (Isaías 44:22)

“Echaste tras tus espaldas todos mis pecados.” (Isaías 38:17)

“El volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados.” (Miqueas 7:19)

“Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar de nosotros nuestras rebeliones.” (Salmo 103:12)

“Este es el pacto que haré con ellos después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré. …y nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones.” (Hebreos 10:16-17)

Entonces Cristo toma nuestro lugar, lleva nuestros pecados, culpa, castigo y vergüenza “en su cuerpo sobre el madero”; y resucita en el tercer día sin nada de eso, de modo que queda eliminado para siempre. Todo pecado que hayamos cometido en nuestra vida pasada hasta el fin queda eliminado para siempre, y nunca jamás se levantará contra nosotros. Porque el Cristo sin mancha de pecado se hizo “criminal” ante Dios al tomar nuestro lugar. Cristo fue constituido por Dios como el recolector de nuestra “basura”, que lleva la inmundicia de nuestro pecado con sus propias manos puras. ¡Amor inefable en acción!

Sin embargo, quizá una objeción se pueda levantar contra la afirmación de que Dios puede perdonar pecados antes de que sean cometidos. Es así de sencillo: ninguna cuestión de castigo ni separación eterna de Dios puede levantarse contra un pecador perdonado en el estado de gracia.

Dos cosas deben ser distinguidas: el trato de Dios para con los pecadores, y para con los santos. Nuestra conversión da a entender que su perdón eliminó para siempre todos nuestros pecados. Aunque abarca mucho más que eso. El creyente también es declarado justo en Cristo, porque fue llevado a un nuevo nacimiento. Todavía no queda totalmente sin pecado, pero como Juan nos dice: la simiente de Dios permanece en él y no puede pecar (1 Juan 3:9). Ya que su mente y su albedrío se unen a Cristo, su actitud con respecto al pecado queda radicalmente alterada. La enemistad y la rebelión contra Dios fueron crucificadas, y el pecado ya no se manifiesta como la causa de soberbia voluntaria y placer perverso, sino como una causa de tristeza, vergüenza y repudio hacia sí mismo.

Entonces, la actitud de Dios con respecto a los pecados de sus santos hijos difiere de su reacción frente a los pecadores, aunque aborrece igualmente el pecado en ambos, ¡y más en los santos! Es más, la actitud de los santos con respecto a sus pecados difiere de la actitud del pecador a los suyos. No hay consecuencias penales cuando se peca después de la conversión, porque el hijo de Dios se encuentra dentro de la gracia (cf. Romanos 5:2), y aunque la disciplina puede ser aguda, el creyente sabe que queda libre de toda condenación (8:1). Si no podemos colocar esta grande roca de paz eterna en el fundamento de nuestra vida cristiana, ¿qué seguridad podemos tener en que permanecerá lo que edificamos sobre este fundamento?

Entonces, ¿los pecados de los santos no son graves? ¡Por supuesto que sí! Causan distanciamiento entre el Padre y sus hijos. Dios no los va a repudiar, por más graves que sean [la historia de Israel comprueba esto (cf. Óseas 11)]. No obstante, su presencia se retira de ellos. Aunque se mantiene firme sobre sus promesas de perdón, justificación y santificación, pero sin comunión activa con ellos. El Padre es nuestro Padre y, como hijos, seguimos siendo sus hijos, pero no habrá comunicación hasta que el pecado se confiese, hasta que no haya arrepentimiento, hasta que no se busque la purificación y la comunión. Esto se presenta plena y claramente en 1 Juan 1:6 y 2:2. Un estudio cuidadoso de este pasaje despeja toda confusión con respecto a los dos tipos de perdón: el que nos libra de la condenación eterna, y el que nos mantiene en comunión diaria con Él. Ambos los provee la muerte de Cristo, el Mediador y Salvador del pecador, y el Abogado del santo.

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