Viaje a los Pirineos y los Alpes

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Viaje a los Pirineos y los Alpes
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Víctor Hugo

Viaje a los Pirineos y los Alpes


Título original: Les Alpes et les Pyrenées

© del prólogo, 2012 by Juan Pedro Bator

© de la traducción, 2012 by José Miguel González Marcén

© de esta edición, 2020 by Alhena Media

Director editorial: Francisco Bargiela

Edición: Juan Pedro Bator

Composición: Alhena Media

ISBN: 978-84-18086-07-6

Publicado por:

alhena media

Rabassa, 54, local 1

08024 Barcelona

Tel.: 934 518 437

alhenamedia@alhenamedia.info

www.alhenamedia.info

Reservados todos los derechos. Ningún contenido de este libro podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright.

Contenido

Nota del editor

Prólogo

1843 Los Pirineos

I EL LOIRA – BURDEOS

II DE BURDEOS A BAYONA

III BAYONA EL OSARIO DE BURDEOS

IV BIARRITZ

V LA CARRETA DE BUEYES

VI DE BAYONA A SAN SEBASTIÁN

VII SAN SEBASTIÁN

VIII PASAJES

IX ALREDEDORES DE PASAJES

X LEZO

XI PAMPLONA

XII LA CABAÑA EN LA MONTAÑA

XIII CAUTERETS

XIV GAVARNIE

XV LUZ

XVI LA ISLA DE OLÉRON

NOTA EN LA PRIMERA EDICIÓN FRANCESA

1839 Los Alpes

I LUCERNA – EL MONTE PILATUS

II BERNA – EL RIGI

III LOS TITIRITEROS

IV EN LA CARRETERA DE AIX-LES-BAINS

V GINEBRA

Nota del editor

Esta obra contiene la versión castellana de Les Alpes et les Pyrenées, de Víctor Hugo, publicada por primera vez en 1890, pero con algunos cambios. El más significativo ha supuesto la inversión del orden de aparición de las dos crónicas de viaje con objeto de acercar el contenido del libro al lector en lengua castellana, razón por la cual se presenta con el título Viaje a los Pirineos y los Alpes. Otras modificaciones, menos importantes, han afectado a la puntuación y la puesta en página de los párrafos para acercar el texto a las pautas vigentes en la edición actual.

Las palabras que aparecen en castellano en el texto original francés se publican en cursiva, así como otras de diferentes idiomas. En el caso de las expresiones y la toponimia en euskera utilizadas por Víctor Hugo se ha respetado la ortografía empleada por el escritor, por lo general resultado de la transliteración al francés empleada en su época.

Prólogo

Un viajero emocionado y clarividente

Los cuadernos de viaje recogidos en este libro evidencian dos realidades a menudo cuestionadas: la modernidad de su autor y el ya largo pasado del turismo como actividad económica. Viaje a los Pirineos y los Alpes no sólo representa un gozoso e ilustrativo ejemplo de literatura de viajes, sino también una obra que, más allá del espíritu romántico que la alienta, desvela a un Víctor Hugo de ideas adelantadas a su tiempo. Y, por supuesto, tratándose de un escritor de su talla, decidido a precisar sus pasos, reflejar sus sentimientos, contextualizar sus crónicas y no ahorrarse ni vehementes encomios ni acerbas críticas sobre lo que tiene ante sus ojos. Al final del capítulo dedicado a Cauterets, él mismo resume su magnífico talante de viajero: «paso por la vida entre un punto de admiración y un punto de interrogación.»

Las dos crónicas agrupadas en este volumen aparecen en orden inverso al que fueron redactadas. Los cinco capítulos de los Alpes corresponden a la estancia solitaria de Víctor Hugo en esa cordillera en 1839, y todos, salvo el episodio titulado Los titiriteros, recogen las cartas que envió a su esposa Adèle Foucher, amiga de la infancia con la que tuvo cinco hijos. El destinatario de la otra misiva, el pintor Louis Boulanger, uno de sus próximos, es también el interlocutor del relato sobre los Pirineos, pero más bien como una figura retórica escogida por el autor para encabezar los textos con que en 1843 completó dos cuadernos en los que incluyó dibujos suyos, flores y hierbas secas. Víctor Hugo, acompañado en esa ocasión por la actriz Jouliette Drouet, realizó una descripción pormenorizada del recorrido hasta Pamplona y dejó capítulos aislados sobre el resto del viaje, que sin duda habría pulido y desarrollado de no ocurrir la trágica muerte de su hija Leopoldine y su yerno, Charles Vacquerie, al que menciona en alguna de sus cartas.

Pese a su reconocida envergadura literaria y su indesmayable activismo político y social, no deja de sorprender la clarividencia con que Víctor Hugo defiende en Viaje a los Pirineos y los Alpes tesis entonces ultrarrevolucionarias y todavía hoy polémicas. El insufrible coste humano y material de las guerras, el reconocimiento de los derechos de los animales, la interpretación de la naturaleza como un todo, el respeto del patrimonio artístico, la arquitectura dictada por el mimetismo... todos estos temas aparecen tratados en sus páginas con dosis similares de pasión y lucidez. Si no fuera por su imagen de la mujer (basada en la untuosa y falsa adoración propia de la época), las pantagruélicas comidas con que se premia sus largas caminatas y la España arcaica que le encandila (poblada por gentilhombres, curas, guerreros, bandidos y pordioseros, negada de por vida para la producción y el trabajo), se diría que leemos a un escritor actual, algo así como un neorromántico del siglo XXI.

Víctor Hugo se muestra en Viaje a los Pirineros y los Alpes permanentemente emocionado, irritado a veces, casi nunca perplejo, sabiendo siempre dónde está y qué quiere ver. Como, además, habla español y chapurrea el vasco, cuenta con indudables ventajas respecto a la mayoría de los viajeros franceses e ingleses que dictaron el canon romántico de la España del siglo XIX. De todos modos, eso no impide que en ciertas descripciones resulte impostado tanto rasgueo de guitarra, tanta mantilla, la aparición de una tuna de Salamanca de vacaciones en San Sebastián, la percepción del viejo Pasajes como un poblado árabe... Diríase que Víctor Hugo también se siente obligado a pagar su débito al tópico casticista. O, quizá, incluso él más que nadie, porque pese a que en Los titiriteros afirma que nada resulta «más vulgar y literariamente manido que la belleza de los mendigos y los cómicos ambulantes», Esmeralda, la protagonista de Notre Dame de París y arquetipo de esa idealización romántica, es una de sus más famosas criaturas.

Entre las virtudes de este libro cabe destacar dos, propias de la mejor literatura de viajes, y más concretamente de la que tiene la montaña, o la naturaleza, como tema. La primera radica en la omnipresencia del paisaje, tanto durante los trayectos en cabriolé, diligencia o carreta-ómnibus, como desde las ventanas de las posadas y, desde luego, en los repetidos paseos y ascensiones a los montes. Víctor Hugo, como buen romántico, se extasía ante la magnificencia de la naturaleza, a la que considera un elemento vivo que no sólo le incita a conquistarla, sino que también le provoca ensoñaciones y exploraciones interiores. Esto se concreta en una voz narrativa potente que, sin embargo, no empacha gracias a la segunda virtud de las crónicas: el armazón histórico con el que cuentan. Las abundantes referencias a la primera guerra carlista y las vicisitudes gubernamentales del momento facilitan la comprensión de la España de 1843 y, aún mucho más, en lo que se refiere a Suiza, las que permiten interpretar la peculiaridad de las instituciones de ese país. En este aspecto, como en otras cuestiones de las que versa el libro, la catarata de conocimientos del autor ha exigido un buen número de pertinentes notas del traductor.

 

Cuando Mark Twain visitó los Alpes en 1879 encontró colas de carruajes con turistas de hasta una milla de largo, algo que no hubiera extrañado a Víctor Hugo, quien ya se topó con una pequeña multitud en la cima del Rigi cuarenta años antes. Hoy, esa formidable cordillera que se extiende por ocho países es uno de los primeros destinos turísticos mundiales, tanto en invierno como en verano. Los Pirineos, en una escala mucho menor, también resulta una opción estimulante para cuantos buscan disfrutar de la belleza natural, la tranquilidad, el ejercicio, los tratamientos termales... Otro hecho, igualmente indiscutible, es la despoblación de amplias zonas de los dos macizos, sobre todo en los Pirineos, ya apuntado por Víctor Hugo cuando se refiere al «abandono de las regiones intermedias» que traerá consigo la popularización del ferrocarril. Y otra pérdida, asimismo triste e irrefutable, se concreta en la desfiguración como consecuencia del cambio climático de un entorno natural que había pervivido durante siglos. Quien quiera recuperar ahora en verano la visión del circo de Gavarnie nevado tendrá forzosamente que leer el capítulo que le dedica Víctor Hugo o repasar viejas fotografías y películas.

Un último apunte: esta obra describe tanto montañas, valles, lagos y gargantas como ciudades. Cuando fue escrita y aún en el momento de su publicación, cinco años después de la muerte del autor, bajo el concepto de los Alpes y los Pirineos cabían Lucerna, Berna, Ginebra, San Sebastián, Pamplona, Bayona... y hasta Burdeos. Tanto en esas ciudades como en Zug o Pasajes, subido en la imperial de un carruaje o pateando empinados senderos apenas delimitados, Víctor Hugo se siente cómodo y contento. Sobre todo en España, donde nada más cruzar la frontera, el peculiar sonido de una carreta de bueyes, «vizcana» escribe él, le transporta, medio siglo antes de la magdalena de Proust, al viaje que, siendo niño, realizó junto con su madre y sus hermanos desde París hasta Madrid para reunirse con su padre, general napoleónico. Ese estar a l´aise, como dicen los franceses, afila su habitualmente incisiva pluma, sobre todo en Pamplona, donde solo la maravillada visita al claustro gótico de la catedral aplaca sus denuestos a la fachada neoclásica. «¡Ay, amigo mío, qué feo es lo feo cuando tiene la pretensión de ser hermoso!», exclama antes de sugerir un futuro bombardeo de un teatro entonces en construcción y hoy sede del gobierno foral. Ese es, para gozo del lector, el tono general de un Víctor Hugo, que unos días antes, de camino a la capital navarra, aprovecha una parada de la diligencia para «dar limosna a las náyades» lanzando un ramillete de flores silvestres a una cascada. El autor de Los miserables en estado puro.

1843

Los Pirineos

I

EL LOIRA – BURDEOS

Burdeos, 20 de julio

Vosotros, los que sólo viajáis con la mente, los que vais de libro en libro, de pensamiento en pensamiento, y nunca de país en país; vosotros, los que pasáis todos los veranos a la sombra de los mismos árboles y todos los inviernos al calor de la misma chimenea, queréis que os cuente todo lo que he hecho y todo lo que he visto desde que dejé París, para mí como un vagabundo, para vosotros como un solitario. Sea. Obedezco.

¿Qué he hecho desde anteayer, 18 de julio? Quinientas leguas en treinta y seis horas. ¿Qué he visto? He visto Étampes, Orleans, Blois, Tours y Angulema.

¿Queréis más aún? ¿Necesitáis descripciones? ¿Queréis saber cómo son esas ciudades, qué me parecieron, qué botín de historia, arte y poesía recogí haciendo el camino; en definitiva, todo lo que he visto? Sea. Sigo obedeciendo.

Étampes es una gran torre adivinada a la derecha en el crepúsculo por encima de los tejados de una larga calle y oír a los postillones que dicen: «¡Maldito ferrocarril! Dos diligencias destrozadas y los viajeros muertos. El vapor ha hundido los viajes entre Étampes y Étrechy. Pero a nosotros no nos hundirá.»

Orleans es una vela sobre una mesa redonda en una sala humilde en la que una muchacha pálida te sirve un caldo aguado.

Blois es un puente a la izquierda con un obelisco rococó. El viajero sospecha que puede haber casas a la derecha, e incluso una ciudad.

Tours también es un puente, una ancha avenida y un reloj que marca las nueve de la mañana.

Poitiers es una sopa grasienta, un pato con nabos, una caldereta de anguilas, un pollo asado, un lenguado frito, judías verdes, una ensalada y fresas.

Angulema es una farola de gas junto a un muro con la inscripción Café de la Marine, y a la izquierda otro muro con un cartel azul en el que se lee La Rue de la Lune, vaudeville.

Eso es Francia cuando se la ve desde un coche correo. ¿Qué será cuando la veamos desde un tren?

Tengo la impresión de que en otro lugar he dejado escrito que se ha elogiado demasiado al Loira y a Turena. Es hora de hacer justicia. El Sena es mucho más hermoso que el Loira y Normandía, un «jardín» mucho más encantador que Turena.

Un agua amarilla y ancha, riberas llanas, álamos por todos los lados, eso define el Loira. El álamo es el único árbol que resulta molesto. A lo largo del cauce, en las islas, al borde de la orilla, en la lejanía, no se ven más que álamos. En mi interior siento no sé qué relación íntima, no sé qué inefable parecido entre un paisaje lleno de álamos y una tragedia escrita en versos alejandrinos. El álamo es, como el alejandrino, una de las formas clásicas del aburrimiento.

Llovía y había pasado la noche insomne; no sé si eso me había puesto de mal humor, pero todo en el Loira me parecía frío, metódico, monótono, envarado y solemne.

Se encuentran de vez en cuando convoyes de cinco o seis embarcaciones que remontan o bajan por el río. Cada barca no tiene más que un mástil y una vela cuadrada. La de vela más grande precede a las demás y las arrastra. El convoy está dispuesto de manera que las velas van disminuyendo de amplitud de una barca a otra, de la primera a la última, con una especie de mengua simétrica no interrumpida por discordancia alguna, a la que no afecta ningún azar. Sin querer, recuerdas inmediatamente la caricatura de la familia inglesa y crees ver cómo navega a toda vela una completa gama cromática. No he contemplado algo así más que en el Loira; y confieso que prefiero los balandros y los quechemarines normandos, de todas las formas y todos los tamaños, que vuelan como aves de presa, y que mezclan sus velas amarillas y rojas entre la borrasca, la lluvia y el sol, de Quillebœuf a Tancarville.

Los españoles llaman al Manzanares «el vizconde de los riachuelos»; yo propongo que al Loira se le denomine «la vieja dama de los grandes ríos».

El Loira no tiene, como el Sena y el Rin, montones de hermosos pueblecitos y bonitas aldeas construidos en la misma orilla del río cuyos tejados, campanarios y fachadas se reflejan en el agua. El Loira atraviesa las tierras de aluvión a las que se conoce como la Sologne; lleva arena arrastrada por su corriente que muchas veces obstruye o sobrecarga su lecho. De ahí, las frecuentes crecidas e inundaciones en estas planicies, que empujan a los pueblos hacia lo lejos. En la orilla derecha se refugian detrás de los diques. Pero allí están casi fuera del alcance de la vista, el viajero no los divisa.

Y sin embargo, el Loira tiene sus encantos. Madame de Stäel, exiliada por Napoleón a cincuenta leguas de París, se enteró de que a orillas del Loira, exactamente a cincuenta leguas de París, había un castillo que creo se llamaba Chaumont. Se instaló allí, no queriendo agravar su exilio ni un cuarto de legua más. No la compadezco. Chaumont es una noble y señorial mansión. El castillo, que debe datar del siglo XVI, tiene hermoso estilo y sus torres son macizas. El pueblo, al pie de la colina cubierta de árboles, presenta precisamente un aspecto quizá único en el Loira, el de un pueblo del Rin, con una amplia fachada construida al borde del agua.

Amboise es una alegre y bonita ciudad, coronada por un magnífico edificio, y situada a media legua de Tours, frente a tres preciosos arcos del antiguo puente, que desaparecerán uno de estos días tras cualquier embellecimiento municipal.

No hay cosa más grande y hermosa que las ruinas de la abadía de Marmoutiers. A unos pasos de la carretera, es la construcción del siglo XV más original que yo haya visto; una mansión por sus dimensiones, una fortaleza por sus matacanes, un ayuntamiento por su campanario, una iglesia por su pórtico ojival. Tal construcción resume y, por así decirlo, hace patente la especie de autoridad híbrida y compleja que, en los tiempos feudales, se atribuía a las abadías en general y en especial, a la de Marmoutiers.

Pero lo más extraordinario y pintoresco que tiene el Loira es una inmensa muralla calcárea, mezcla de arenisca, pedernal y arcilla, que bordea y encaja su orilla derecha, y que se puede apreciar de Blois a Tours, con una variedad y una exuberancia inexpresables, tan pronto roca salvaje como jardín inglés, cubierta de árboles y flores, coronada por cepas que maduran y por chimeneas que humean, agujereada como una esponja, habitada como un hormiguero.

Hay allí profundas cuevas en las que se escondían los falsificadores que competían con la ceca de Tours e inundaban la provincia de falsas libras tornesas. Hoy, las vastas entradas a esos antros están cerradas por hermosos marcos cuidadosamente ajustados a la roca y de vez en cuando se puede ver a través del vidrio el gracioso perfil de una muchacha que coloca en cajas el anís, la angélica y el cilantro. Los confiteros han reemplazado a los falsificadores.

Y, ya que estoy en lo que el Loira tiene de encantador, agradezco al azar que me haya llevado de forma natural a hablaros de las hermosas muchachas que trabajan y cantan en medio de esta bella naturaleza.

La terra molle, e lieta, e dilettosa,

Simili a se gli habitatori produce.

Al contrario que al Loira, a Burdeos no se le ha alabado bastante, o al menos no se le ha alabado bien.

Elogiamos Burdeos como elogiamos la calle de Rivoli: regularidad, simetría, grandes fachadas blancas y parecidas unas a otras, etc.; lo que para el hombre de gusto quiere decir arquitectura insípida, ciudad fastidiosa de ver. Ahora bien, tratándose de Burdeos, nada resulta menos exacto.

Burdeos es una ciudad curiosa, original, quizá única. Coja Versalles, mézclelo con Anvers, y tendrá Burdeos.

De todas formas, eximo de la mezcla —porque hay que ser justo— a las dos mayores bellezas de Versalles y de Anvers, el castillo de una y la catedral de la otra.

Hay dos Burdeos, el nuevo y el antiguo.

Todo en el Burdeos moderno respira la grandeza, como en Versalles; todo en el viejo Burdeos cuenta la historia, como en Anvers.

Las fuentes, las columnas rostrales, las amplias avenidas tan bien situadas, la plaza Real, que es simplemente la mitad de la plaza Vendôme colocada al borde del agua, el puente de un cuarto de legua, el soberbio muelle, las anchas calles, el teatro enorme y monumental, son cosas que no opacan ninguno de los esplendores de Versalles, y que en el mismo Versalles rodearían dignamente el gran castillo que albergó el grand siècle.

Las encrucijadas inextricables, los laberintos de callejuelas y caserones, la calle de los Lobos, que recuerda el tiempo en el que los lobos devoraban niños en el interior de la ciudad; las casas fortificadas antaño visitadas por los demonios de una manera tan preocupante que un decreto del Parlamento declaró en 1596 que bastaba con que una vivienda fuera frecuentada por el diablo, para que se pudiera rescindir el arrendamiento con pleno derecho; las casas color yesca esculpidas por el fino cincel del Renacimiento; los portales y las escaleras adornadas con balaustres y pilares salomónicos pintados de azul al estilo flamenco; la encantadora y delicada puerta de Caillou, construida en memoria de la batalla de Fornoue; la también hermosa puerta del ayuntamiento que deja ver su campanario, orgullosamente suspendido bajo una arcada calada; los trozos informes del lúgubre fuerte de Hâ; las viejas iglesias: Saint-André con sus dos agujas, Saint-Seurin, cuyos glotones canónigos vendieron la ciudad de Langon por doce lampreas al año, Sainte-Croix, que fue calcinada por los normandos, y Saint-Michel, que fue quemada por el rayo; los amasijos de viejos porches, de viejos frontones y de viejos tejados; los recuerdos que son los monumentos, los edificios que son datos... todos serían dignos, sin duda, de reflejarse en el Escaut como lo hacen en la Gironda, y colocarse entre las casas más caprichosas en torno a la catedral de Anvers.

 

Añada a esto, amigo mío, la magnífica Gironda repleta de navíos, un suave horizonte de colinas verdes, un hermoso cielo, un cálido sol... y amará Burdeos hasta alguien como usted, que solo bebe agua y no mira a las chicas bonitas.

Aquí son encantadoras, con sus blusas naranjas y rojas, como las de Marsella con sus medias amarillas.

En todos los países, un instinto de las mujeres es sumar la coquetería a la naturaleza. La naturaleza les da la cabellera, eso no les basta y añaden el peinado; la naturaleza les da el cuello blanco y flexible, poca cosa, y ponen allí un collar; la naturaleza les da el pie fino y flexible, no basta, y lo realzan con el calzado. Dios las ha hecho bellas, no les parece suficiente, se hacen hermosas.

Y en el fondo de la coquetería hay un pensamiento, un sentimiento, si usted quiere, que se remonta hasta nuestra madre Eva. Permítame una paradoja, una blasfemia que, me temo, contiene una verdad: es Dios quien hizo a la mujer bella, es el demonio el que la ha hecho seductora.

¡Qué más da, amigo! Amemos a la mujer, incluso con lo que el diablo le añade.

Me parece que estoy predicando y eso no me va nada. Volvamos, por favor, a Burdeos.

La doble fisonomía de Burdeos es curiosa; la han hecho el tiempo y el azar. No hace falta que los hombres la estropeen. Ahora bien, no se puede ocultar que la manía de las calles «bien abiertas», como se dice, y de las construcciones de «buen gusto» gana cada día terreno y va borrando del suelo la vieja ciudad histórica. En otras palabras, el Burdeos-Versalles tiende a devorar al Burdeos-Anvers.

¡Que los bordeleses anden con cuidado! Anvers, a fin de cuentas, resulta más interesante por el arte, la historia y el pasado que Versalles. Versalles no representa más que un hombre y un reinado; Anvers representa todo un pueblo y varios siglos. Mantened, pues, el equilibrio entre ambas ciudades, no enfrentéis Anvers con Versalles; embelleced la ciudad nueva, conservad la ciudad antigua. Tenéis una historia, habéis sido una nación, ¡recordadlo y sentiros orgullosos de ello!

Nada hay más funesto y más empobrecedor que las grandes demoliciones. Quien derriba su casa, derriba su familia; quien derriba su ciudad, derriba su patria; quien destruye su morada, destruye su nombre. El viejo honor está en las viejas piedras.

Todos los caserones desdeñados son caserones ilustres; hablan, tienen una voz; atestiguan lo que vuestros padres hicieron.

El anfiteatro de Galiano dice: vi proclamar emperador a Tetricus, gobernador de las Galias; vi nacer a Ausonio, que fue poeta y cónsul romano; vi cómo san Martín presidía el primer concilio; vi pasar a Abderramán, vi pasar al Príncipe Negro. Sainte-Croix dice: vi a Luis el Joven casarse con Leonor de Guyena, a Gaston de Foix casarse con Madelcina de Francia, a Luis XIII casarse con Ana de Austria. El Peyberland dice: vi a Carlos VII y Catalina de Médicis. El campanario dice: bajo mi bóveda se sentaron Michel Montaigne, que fue alcalde, y Montesquieu, que fue presidente. La vieja muralla dice: por mi brecha entró el condestable de Montmorency.

¿Todo eso no vale una calle diseñada a cordel? Todo eso es el pasado; el pasado: algo grande, venerable y fecundo.

Lo he dicho en otra parte, respetemos los edificios y los libros; solamente allí el pasado está vivo, en cualquier otro sitio está muerto. Ahora bien, el pasado constituye parte de nosotros mismos, quizá la más esencial. Todo el caudal que nos lleva, toda la savia que nos vivifica procede del pasado, ¿Qué es un río sin su fuente? ¿Qué es un pueblo sin su historia?

El señor de Tourny, el intendente que en 1743 comenzó la destrucción del viejo Burdeos y la construcción del nuevo, ¿fue útil o funesto para la ciudad? Se trata de una cuestión en la que no entraré. Se le ha erigido una estatua, existe la calle Tourny, el muelle Tourny, el paseo Tourny, bien está. Pero, aun admitiendo que haya servido de tan gran manera a la ciudad, ¿es razón suficiente para que Burdeos se presente al mundo como si solamente hubiera existido el señor de Tourny?

¡Qué va! Augusto os erigió el templo de Tutela; lo echasteis abajo. Galiano os edificó el anfiteatro; lo desmantelasteis. Clodoveo os había dado el palacio de la Pérgola; lo arruinasteis. Los reyes de Inglaterra os habían construido una gran muralla desde el foso de los Curtidores hasta el foso de los Salineros; la arrancasteis de la tierra. Carlos VII os había edificado el Castillo-Trompeta; lo demolisteis. Rasgáis una tras otra todas las páginas de vuestro viejo libro, para no guardar más que la última. ¿Expulsáis de vuestra ciudad y borráis de vuestra historia a Carlos VII, los reyes de Inglaterra, los duques de Guyena, Clodoveo, Galiano y Augusto, y erigís una estatua al señor de Tourny? Es derribar algo muy grande para alzar algo muy pequeño.

21 de julio

El puente de Burdeos simboliza la coquetería de la ciudad. Siempre hay en el puente cuatro hombres ocupados en adecentar el adoquinado y acicalar las aceras. Por el contrario, las iglesias están tristemente desvencijadas.

¿Y sin embargo, no es verdad que en una iglesia todo merece religión, incluso las piedras? Los sacerdotes, primeros demoledores, lo olvidan sin ningún problema.

Las dos principales iglesias de Burdeos, Saint-André y Saint-Michel, tienen, en lugar de campanarios, campaniles aislados del edificio principal, como en Venecia y Pisa.

El campanil de Saint-André, la catedral, es una torre bastante bonita cuya forma recuerda la de Beurre, en Ruán, y que se llama el Peyberland, por el nombre del arzobispo Pierre Berland, que vivía en 1430. La catedral tiene además las dos agujas gallardas y caladas de las que ya le he hablado. La construcción de la iglesia, comenzada en el siglo XI, como lo atestiguan los pilares románicos de la nave, estuvo paralizada durante tres siglos, se reanudó con Carlos VII y fue terminada en el reinado de Carlos VIII. La esplendorosa época de Luis XII dio el último toque y se levantó, en el extremo opuesto al ábside, un porche exquisito que soporta los órganos. Los dos grandes bajorrelieves aplicados al muro bajo el porche son dos cuadros de piedra del más refinado estilo y casi se podría decir, dada la fuerza del modelado, del colorido más magnífico. En el cuadro de la izquierda, el águila y el león adoran a Cristo con una mirada profunda e inteligente, como es conveniente que los genios adoren a Dios. El pórtico, aunque simplemente lateral, es de una gran belleza.

Pero me apremia hablarle de un viejo claustro en ruinas, junto a la catedral, al sur, y en el que entré por casualidad.

Nada hay más triste y más encantador, más imponente y más abyecto. Imagíneselo. Sombrías galerías horadadas por soberbias ventanas ojivales; un enrejado de madera en las ojivas; el claustro transformado en galpón, las baldosas, desempedradas, el polvo y las telarañas por todos los lados; letrinas en un patio vecino, lámparas de cobre oxidado; las cruces negras, los relojes de arena plateados y toda la parafernalia de los coches fúnebres y de los enterradores en los rincones oscuros; y bajo los falsos cenotafios de madera y tela pintada, verdaderas tumbas que se entrevén con sus severas estatuas demasiado bien acostadas para que piensen en levantarse y demasiado dormidas para que piensen en despertarse. ¿No es escandaloso? ¿No habría que acusar al cura de la degradación de la iglesia y de la profanación de las tumbas? Si yo tuviera que indicar a los curas su deber, lo haría en cuatro palabras: ¡Piedad para los vivos, piedad para los muertos!

En medio, entre las cuatro galerías del claustro, las ruinas y los escombros obstruyen un rinconcillo, antaño cementerio, en el que las altas hierbas, el jazmín silvestre, las zarzas y la maleza crecen y se mezclan, se podría decir que casi con una alegría indescriptible. La vegetación se apodera del edificio, la obra de Dios se impone a la obra del hombre.

Y sin embargo, esa alegría no tiene nada de maligno ni de amargo. Es el inocente y majestuoso goce de la naturaleza. Nada más. En medio de las ruinas y de las hierbas, mil flores se abrían. ¡Suaves y encantadoras flores! Sentía cómo sus perfumes venían hacia mí, veía cómo se agitaban sus hermosas cabecitas blancas, amarillas y azules, y me parecía que todas se esforzaban en comprobar quién consolaba mejor a las pobres piedras abandonadas.

Por otra parte, es el destino. Los monjes se van antes que los curas y los claustros se derrumban antes que las iglesias.

De Saint-André, fui a Saint-Michel… Pero me llaman, el coche de Bayona va a partir, ya le contaré la próxima vez lo que me ocurrió en la visita a Saint-Michel.

II

DE BURDEOS A BAYONA

Bayona, 23 de julio

Hay que ser un viajero curtido y coriáceo para encontrarse a gusto sobre la imperial de la diligencia Dotézac, que va de Burdeos a Bayona. En mi vida había encontrado una banqueta acondicionada tan despiadadamente. De todas formas, ese asiento podrá rendir un servicio a la literatura y proporcionar una nueva metáfora a quienes la necesiten. Se renunciará a las comparaciones clásicas que expresaban, desde hace tres mil años, la dureza de un objeto; se dejará tranquilos al acero, el bronce o el corazón de los tiranos. En lugar de decir:

Le Caucase en courroux,

Cruel, t’a fait le cœur plus dur que les cailloux!1

los poetas dirán: «Más duro que la banqueta de la diligencia Dotézac».

No obstante, no se llega a esa posición elevada y ruda sin ninguna dificultad. Primero hay que pagar catorce francos, por supuesto; luego hay que dar tu nombre al conductor. Así que yo di el mío.

Cuando me preguntan sobre mi apellido en las oficinas de las diligencias, omito aposta la primera sílaba y respondo «Go», dejando la ortografía a la fantasía del preguntón. Cuando me preguntan cómo se escribe, respondo «no lo sé», lo que por lo general contenta al escribano del registro; coge la sílaba que le proporciono y recrea el sencillo tema con mayor o menor imaginación, según sea o no hombre de gusto. Esa forma de presentarme me ha valido, en mis diversas excursiones, la satisfacción de ver mi apellido escrito con múltiples variantes: Go, Got, Gaut, Gaud, Gauld, Gaulx, Gaux, Gau…