Cuentos góticos

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Cuentos góticos
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Cuentos góticos


Cuentos góticos (1976) Mary Shelley

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Marzo 2022

Imagen de portada: Rawpixel

Traducción: Benito Romero

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  El mortal inmortal

2  Roger Dodsworth: el inglés reanimado

3  Ferdinando Eboli

4  Historia de pasiones

5  La transformación

6  El sueño

7  El heredero de Mondolfo

8  Valerio, el romano reanimado

El mortal inmortal

El día 16 de julio de 1833 es un día muy importante para mí. ¡En esta fecha cumplo trescientos veintitrés años!

¿El Judío errante? Me temo que no, ya que él ha vivido su más de dieciocho siglos. En comparación, yo soy apenas un pequeñuelo. Entonces, ¿soy inmortal? Es una pregunta que ronda en mi cabeza, día y noche, desde hace trescientos años, y aún no he podido dar con la respuesta. Hoy encontré una cana entre mi pelo castaño que, sin duda alguna, da entrada a la decrepitud . No obstante, puede ser posible que haya permanecido oculta durante todos estos años; pues no es extraño que algunas personas hayan encanecido por completo antes de cumplir los veinte años.

Contaré mi historia y usted, querido lector, será aquel que decida por mí. Sí, contaré mi historia, y así podré pasar algunas horas de esta terrible eternidad a la que me encuentro encadenado. ¡Para siempre! ¿Puede ser? ¡Vivir para siempre! He escuchado hablar de brujería y encantamientos en los que las personas fueron obligadas a pasar un profundo sueño, para despertar, cien años después, tan jóvenes como aquel día en que cerraron los ojos; he oído hablar de los siete durmientes, sin que sea agotador ser inmortal: pero, ¡desgracia!, la carga del interminable tiempo, el tedioso paso de las horas, que parece no avanzar. ¡Qué feliz era el legendario Nourjahad! Pero será mejor que regrese a mi historia.

Todo el mundo ha oído hablar de Cornelius Agrippa. Su recuerdo es tan inmortal como sus trucos me hicieron a mí. Todo el mundo también ha oído hablar de su alumno, quien, sin saberlo, cayó en las garras de la terrible bestia durante la ausencia de su maestro y fue destrozado por él. El informe, cierto o falso, de este accidente fue escuchado con grandes inconvenientes para el renombrado filósofo. Todos sus alumnos le abandonaron en el acto, sus sirvientes desaparecieron. No tenía a nadie cerca para que alimentara con carbón sus fuegos, que siempre debían estar vivos, mientras dormía; o cuidara de los colores cambiantes de sus medicinas mientras estudiaba. Experimento tras experimento fracasó, ya que un par de manos no bastaba para acabarlos: los espíritus oscuros se rieron de él por no ser capaz de retener a un solo mortal a su servicio.

Entonces yo era muy joven y terriblemente pobre; además, estaba muy enamorado. Había sido, durante casi un año, el pupilo de Cornelius, aunque me encontraba ausente cuando sucedió el terrible accidente. Al regresar, mis amigos me imploraron que no me quedara en la morada del alquimista. Temblé mientras escuchaba la historia que me narraron; no me hizo falta una segunda advertencia. Y cuando Cornelius llegó y me ofreció una bolsa de oro si permanecía bajo su techo, sentí como si el mismo Satanás me estuviera tentando. Me castañetearon los dientes, el pelo se me puso de punta y corrí a la velocidad que me lo permitieron las débiles rodillas.

Mis titubeantes pasos me condujeron al mismo lugar al que durante dos años había sido atraído cada noche: una fuente de puras aguas blancas y burbujeantes junto a la cual había una muchacha de cabellos oscuros, cuyos ojos brillantes estaban clavados en el sendero que yo solía recorrer todas las noches. No puedo recordar la hora en que no amé a Bertha. Habíamos sido vecinos y compañeros de juegos desde la infancia; sus padres, como los míos, eran humildes pero respetables, y nuestra relación había sido una fuente de gozo para ellos. En una hora nefasta, una fiebre maligna se llevó a su padre y a su madre, dejando a Bertha huérfana. Habría encontrado un hogar bajo mi techo paterno, pero, lamentablemente, la vieja dama del castillo próximo, rica, sin hijos y solitaria, declaró su intención de adoptarla. A partir de ese instante Bertha vistió con sedas, habitó en un lugar de mármoles y se le consideró favorecida por la fortuna. Sin embargo, en su nueva familia, Bertha siguió siendo leal al amigo de días más humildes; a menudo visitaba la cabaña de mi padre, y cuando se le prohibió venir, se desviaba hacia el bosque cercano y se encontraba conmigo junto a su umbría fuente.

A menudo declaró que no le debía una lealtad a su nueva protectora, igual de sagrada a la que nos unía a nosotros. No obstante, yo seguía siendo demasiado pobre para casarme, y ella se cansó de verse atormentada por mi culpa. Tenía un espíritu altanero pero impaciente, y se encolerizó por los obstáculos que impedían nuestra unión. Ahora nos encontrábamos después de un periodo de ausencia, y ella había estado profundamente molesta mientras yo me encontré lejos; se quejó con amargura y casi me reprochó el ser pobre. Yo me apresuré a responder:

—¡Aunque pobre, soy honesto! ¡Si no, pronto podría ser rico!

Esta exclamación provocó mil preguntas. Temí asustarla contándole la verdad, mas logró sacármela; y entonces, lanzándome una mirada de desdén, dijo:

—¡Dices amarme, pero temes enfrentarte al Diablo por mí!

Protesté que sólo había temido ofenderla, pero ella siguió pensando en la magnitud del premio que recibiría. Así animado, humillado por ella, empujado por el amor y la esperanza, riéndome de mis últimos temores, con pasos rápidos y corazón ligero, regresé a aceptar la oferta del alquimista y al instante me instalé en mi puesto.

Pasó un año. Me convertí en poseedor de una considerable cantidad de dinero. La costumbre había desterrado mis temores. A pesar de la más dolorosa vigilancia, jamás había detectado rastro de un pie satánico, ni el estudioso silencio de nuestra morada se vio perturbado alguna vez por un aullido demoníaco. Aún mantenía mis citas robadas con Bertha, y la esperanza vivía en mí, pero no el gozo perfecto, pues Bertha imaginaba que el amor y la seguridad eran enemigos, y su placer era el de dividirlos en mi pecho. Aunque de corazón leal, tenía una naturaleza algo coqueta, y yo era celoso como un turco. Me menospreciaba de mil maneras, aunque jamás reconocía estar equivocada. Me enloquecía de ira, y luego me obligaba a pedirle perdón. A veces manifestaba que yo no era demasiado sumiso, y entonces me contaba alguna historia de un rival, favorito de su protectora. Estaba rodeada por jóvenes vestidos con seda —ricos y despreocupados—, ¿qué posibilidad tenía el humilde aprendiz de Cornelius comparado con ellos?

En una ocasión, el filósofo me exigió tanto tiempo personal que fui incapaz de reunirme con ella tal como era mi deseo. Éste se hallaba ocupado en un importante trabajo y yo me vi obligado a quedarme, día y noche, alimentando sus hornos y vigilando sus preparados químicos. Bertha me aguardó en vano junto a la fuente. Su altivo espíritu se encendió ante mi descuido, y cuando por fin logré escaparme durante los pocos minutos que se me concedían para dormir, esperando consolarla, me recibió con desdén, me despidió con desprecio y juró que cualquier hombre poseería su mano en lugar de aquel que no podía estar en dos lugares al mismo tiempo por su amor. ¡Sería vengada! Y en verdad que lo fue. En mi sucio refugio oí que había ido de caza en compañía de Albert Hoffer. Éste tenía el favor de su protectora, y los tres pasaron montados en sus caballos delante de mi humeante ventana. Me pareció que mencionaban mi nombre, seguido por una risa despectiva mientras sus oscuros ojos se alzaban con menosprecio hacia mi morada.

Los celos, con todo su veneno y su miseria, entraron en mi pecho. Derramé un torrente de lágrimas al pensar que jamás la llamaría mía, y lancé mil maldiciones a su inconstancia. No obstante, aún tuve que avivar los fuegos del alquimista y atender los cambios de sus ininteligibles medicinas.

Cornelius había guardado vigilia durante tres días y tres noches, sin cerrar nunca los ojos. El progreso de sus alambiques era más lento de lo que esperaba: a pesar de su ansiedad, el sueño le pesaba en los párpados. Una y otra vez hacía a un lado la somnolencia con energía más que humana; una y otra vez penetraba en sus sentidos. Observó sus crisoles con añoranza.

—Todavía no están listos —murmuró—; ¿ha de transcurrir otra noche antes de que el trabajo esté conseguido? Winzy, tú eres vigilante, eres leal... tú has dormido, muchacho, tú has dormido anoche. Mira ese frasco de cristal. El líquido que contiene es de un rosa pálido, en el momento en que su tonalidad cambie, despiértame; hasta ese momento podré cerrar los ojos. Primero se volverá blanco, y luego emitirá destellos dorados, pero no aguardes hasta entonces. Cuando el rosa se desvanezca, levántame.

 

Apenas oí las últimas palabras, ya que habían sido musitadas casi en sueño. Y aun así no cedió del todo ante la naturaleza.

—Winzy, muchacho —repitió—, no toques el frasco... no te lo lleves a los labios; es un filtro... un filtro para curar el amor; tú no quieres dejar de amar a tu Bertha... ¡cuídate de beberlo!

Y durmió. Su venerable cabeza se hundió en su pecho, y oí débilmente su respiración regular. Durante unos minutos observé el frasco; la tonalidad rosada del líquido permaneció inalterada. Luego, mis pensamientos vagaron: visitaron la fuente y repasaron mil escenas encantadoras que jamás serían renovadas... ¡jamás! Víboras y culebras se cobijaban en mi corazón mientras la palabra “¡jamás!” se formaba a medias en mis labios. ¡Mujer falsa! ¡Falsa y cruel! Nunca más me sonreiría como le sonrió aquella noche a Albert. ¡Mujer despreciable, detestable! No me quedaría sin ser vengado, vería morir a Albert a sus pies, ella moriría también bajo mi venganza. Había sonreído con desdén y triunfo, sabía de mi desgracia y de su poder. Sin embargo, ¿qué poder poseía? El de estimular mi odio, mi absoluto desprecio, mi... ¡oh, todo menos mi indiferencia! Si tan sólo pudiera conseguir eso, mirarla con ojos indiferentes, transfiriendo mi amor rechazado a una mujer más hermosa y más leal, ¡eso sí que sería una victoria!

Un relámpago brillante surgió ante mis ojos. Había olvidado la medicina del adepto; la miré maravillado: relámpagos de admirable belleza, más brillantes que los destellos que emite un diamante cuando se posan los rayos del sol en él, salían de la superficie del líquido, un olor de lo más fragante y grato invadió mi olfato; el frasco parecía un globo de brillo vivo, adorable al ojo y de lo más invitador al paladar. El primer pensamiento que tuve, inspirado por los sentidos menos nobles, fue: “beberé... debo beber”. Alcé el frasco a los labios.

—¡Me curará del amor, de la tortura!

Ya había vaciado la mitad del licor más delicioso que jamás hubiera probado un paladar humano cuando el filósofo se agitó. Me sobresalté y dejé caer el frasco de cristal: el líquido llameó y danzo sobre el suelo mientras yo sentía la mano de Cornelius en mi cuello al tiempo que gritaba:

—¡Desgraciado! ¡Has destruido el trabajo de mi vida!

El filósofo ignoraba que yo hubiera bebido algo de su droga. Creía, con mi asentimiento tácito, que había levantado el frasco por curiosidad y, asustado por su brillo y los destellos de intensa luz que emitía, lo había dejado caer. Nunca le saqué de su engaño. El fuego de la medicina estaba apagado, la fragancia desapareció... y él se calmó, como todo filosofo bajo la prueba más dura, y me mandó a descansar.

No intentaré describir el sueño de gloria y felicidad que bañó mi alma en el paraíso durante las restantes horas de aquella noche memorable. Las palabras serían opacas y huecas para explicar mi gozo o la alegría que dominaba mi pecho cuando desperté. Caminaba en el aire... mis pensamientos moraban en el cielo. La tierra parecía el cielo, y mi herencia en ella era la de un trance de júbilo.

“Esto es estar curado del amor —pensé—. Veré a Bertha hoy y encontrará a su amor frío y distante; demasiado feliz para ser desdeñoso, ¡pero terriblemente indiferente hacia ella!”.

Las horas transcurrieron rápidamente. El filósofo, seguro de que había tenido éxito en una ocasión y creyendo que podría tenerlo de nuevo, comenzó a mezclar la misma medicina una vez más.

Se encerró con sus libros y drogas, y yo disfruté de vacaciones. Me vestí con esmero, me miré en un viejo pero bruñido escudo que me sirvió de espejo. Creí que mi apariencia había mejorado de manera maravillosa. Me apresuré a salir de los límites de la ciudad, con el alma bañada por el júbilo y rodeado por la belleza del cielo y de la tierra. Encamine mis pasos haca el castillo, y ya podía ver sus altas torreras con corazón ligero, pues estaba curado del amor. Mi Bertha me vio lejos mientras subía por la avenida. No supe qué impulso súbito animó su pecho, pero al verme bajó con la agilidad de un fauno por las escaleras de mármol y corrió hacia mí. Sin embargo, otra persona me había observado. La vieja bruja de noble cuna, esa que se llamaba su protectora, y que era su tirana, también me había visto. Cojeó, jadeante, terraza arriba, mientras un paje, tan feo como ella, la ayudaba y la abanicaba mientras avanzaba, y detuvo a mi hermosa niña con las siguientes palabras:

—¿Adónde vas, mi intrépida señora, adonde con tantas prisas? De regreso a tu jaula, ¡los halcones andan sueltos!

Bertha juntó las manos, con los ojos aún clavados en mi silueta cada vez más próxima. Vi el enfrentamiento. Cuánto odié a la vieja bruja que frenaba los amables impulsos del suavizado corazón de mi Bertha. Hasta ahora, el respeto por su posición social me había hecho evitar el castillo de la anciana dama; en esta ocasión desdeñé tales consideraciones triviales. Estaba curado del amor y elevado por encima de todos los temores humanos. Aceleré el paso, y pronto llegué a la terraza. ¡Qué hermosa se veía Bertha! Sus ojos lanzaban llamas, las mejillas le brillaban con impaciencia y furia, estaba mil veces más encantadora y grácil que nunca. Yo ya no la amaba. ¡Oh, no! ¡La adoraba, la idolatraba!

Aquella mañana había sido hostigada con algo más que la vehemencia habitual para que consintiera en un matrimonio inmediato con mi rival. Se le reprochó el aliento que le había mostrado, y se la amenazó con echarla en desgracia y humillación. Ante esa amenaza, su orgulloso espíritu se sublevó; pero cuando recordó el desdén con que me había tratado y cómo, quizá, de esa manera había perdido a la única persona que ahora consideraba su único amigo, lloró con remordimiento y con furia. En ese momento aparecí yo.

—¡Oh, Winzy! —exclamó—. Llévame a la cabaña de tu madre; rápido, deja que abandone los lujos odiados y la perfidia de esta noble morada, llévame a la pobreza y la felicidad.

La abracé con arrebato. La vieja dama estaba muda de ira, y comenzó a soltar imprecaciones cuando nos encontramos ya de camino hacia mi casa natal. Mi madre recibió a la hermosa fugitiva, que había escapado de una jaula de oro en busca de la naturaleza y la libertad, con ternura y júbilo; mi padre, que la amaba, le dio una calurosa bienvenida. Fue un día de gozo que no necesito la adición de la poción celestial del alquimista para sumirme en el deleite.

Poco después de aquel memorable día, me convertí en el marido de Bertha. Dejé de ser el alumno de Cornelius, pero seguí siendo su amigo. Siempre sentí gratitud hacia él por haberme conseguido, aunque involuntariamente, esa espléndida pócima de un elixir divino, que, en vez de curarme del amor (¡triste cura!, solitario e infeliz remedio para males que parecen bendiciones al recuerdo), me había inspirado valor y decisión, haciéndome ganar un inestimable tesoro en la persona de mi Bertha.

A menudo recordaba maravillado ese periodo embriagador casi de trance. La bebida de Cornelius no había cumplido la misión para la que él afirmaba que había sido preparada, pero sus efectos eran más potentes y felices de lo que pueden expresar las palabras. Poco a poco habían pasado, aunque aún permanecían, y coloreaban la vida con tonalidades de esplendor. A menudo Bertha se preguntaba por mi ligereza de corazón y mi inusual júbilo, ya que antes yo había sido más bien de disposición seria, incluso triste. Me amaba más por mi temperamento vivaz, y nuestros días estuvieron en alas de la alegría.

Cinco años después fui llamado repentinamente al lecho del moribundo Cornelius. Me había mandado buscar, solicitando mi presencia inmediata. Le encontré tumbado en su camastro, debilitado hasta la muerte. La vida que aún le quedaba animaba sus penetrantes ojos, que estaban clavados en un frasco de cristal, lleno con un líquido rosado.

—¡Mira —dijo, con voz rota y remota— la vanidad de los deseos humanos! Por segunda vez mis esperanzas estaban a punto de verse coronadas, y por segunda vez fueron destruidas. Mira ese licor... ¿recuerdas que hace cinco años también lo preparé con el mismo éxito? Entonces, como ahora, mis sedientos labios esperaban probar el elixir de la inmortalidad... ¡tú me lo quitaste! Y ahora ya es demasiado tarde.

Habló con dificultad, y volvió a caer sobre la almohada. No pude evitar preguntar:

—¿Cómo, reverendo maestro, puede una cura para el amor restaurar la vida?

Una débil sonrisa le iluminó la cara mientras escuchaba con atención su respuesta apenas inteligible.

—Una cura para el amor y para todas las cosas: el elixir de la inmortalidad. ¡Ah! ¡Si ahora pudiera beber, viviría para siempre!

Mientras hablaba, el líquido lanzó un destello dorado: una fragancia que recordaba perfectamente inundó la atmósfera. Cornelius se incorporó, débil como estaba —la fuerza pareció invadir milagrosamente su cuerpo—, alargó la mano... una explosión sonora me sobresaltó. ¡Una lengua de fuego salió disparada del elixir y el frasco de cristal que lo contenía quedó reducido a átomos! Giré los ojos hacia el filósofo; había vuelto a echarse: tenía los ojos vidriosos, las facciones rígidas... ¡estaba muerto!

¡Pero yo vivía, y viviría para siempre! Eso dijo el desafortunado alquimista, y durante unos días creí sus palabras. Recordé la gloriosa ebriedad que había seguido a la pócima que tomé. Reflexioné en el cambio que había sentido en mi cuerpo... en mi alma. La extraordinaria elasticidad del primero, la vigorosa ligereza de la segunda. Me observé en un espejo y no pude percibir ningún cambio en mis facciones en el periodo de cinco años que había transcurrido. Recordé los colores radiantes y el grato aroma de aquella pócima deliciosa: era valioso el don que concedía. Entonces, ¡yo era inmortal!

Unos pocos días después me reí de mi credulidad. El viejo proverbio de que “uno no es profeta en su propia tierra” era cierto con respecto a mí y a mi difunto maestro. Lo amé como hombre y lo respeté como sabio, pero despreciaba la noción de que podía dominar los poderes de la oscuridad, y me reí de los temores supersticiosos con que lo contemplaba el vulgo. Era un filósofo sabio, pero no tenía relación alguna con ningún espíritu salvo los de carne y hueso. Su ciencia era, sencillamente, humana; y la ciencia humana, pronto me convencí a mí mismo, jamás sería capaz de conquistar las leyes de la naturaleza, hasta llegar a aprisionar el alma para siempre en su morada carnal. Cornelius había preparado un brebaje que tonificaba el alma —más embriagador que el vino— más dulce y aromático que cualquier fruta: probablemente poseía fuertes poderes medicinales que impartían júbilo al corazón y vigor a las extremidades, pero sus efectos pasarían... ya estaban disminuyendo en mi cuerpo. Yo era afortunado por haber bebido salud y gozo, y quizá larga vida, de manos de mi maestro, pero mi suerte terminaba ahí. La longevidad era bastante diferente de la inmortalidad.

Seguí manteniendo esa creencia durante muchos años. A veces me invadía un pensamiento... ¿De verdad había estado engañado el alquimista? Sin embargo, mi creencia habitual era que me encontraría con el destino de los hijos de Adán a su debido tiempo... quizá un poco más tarde, pero a una edad natural. No obstante, no cabía duda de que mantenía un aspecto maravillosamente juvenil. Se reían de mí por mi vanidad de consultar el espejo tan a menudo, pero lo consultaba en vano: mi frente permanecía sin arrugas, mis mejillas, mis ojos, toda mi persona continuaba tan impecable como en mi vigésimo cumpleaños.

Me sentí atribulado. Miraba la belleza desvanecida de Bertha... más bien parecía su hijo. Poco a poco nuestros vecinos comenzaron a realizar observaciones similares, y al final descubrí que se me conocía por el nombre de El sabio encantado. La misma Bertha empezó a sentirse inquieta. Se volvió celosa e irritable, y por último empezó a cuestionarme. No teníamos hijos; estábamos solos los dos. Y aunque a medida que envejecía, su espíritu vivaz se tornaba un poco malhumorado, y su belleza disminuía tristemente, yo la amaba en mi corazón como la amante que había idolatrado, la esposa que había buscado y ganado con un amor tan perfecto.

 

Finalmente, nuestra situación se hizo intolerable. Bertha tenía cincuenta años... yo veinte. Con vergüenza, yo había adoptado en cierta medida los hábitos de una edad más avanzada. En el baile ya no me mezclaba con los jóvenes y alegres, sino que mi corazón se unía a ellos mientras contenía los pies, y me convertí en una penosa figura entre los jóvenes de nuestra villa. Pero antes del tiempo que ahora menciono, las cosas se vieron alteradas y nos encontramos universalmente aislados. Se decía que nosotros —al menos yo— habíamos mantenido una relación perversa con alguno de los supuestos amigos de mi antiguo maestro. Sentían pena por la pobre Bertha, pero la abandonaron. A mí se me observó con horror y odio.

¿Qué debía hacer? Nos sentábamos delante del fuego invernal: la pobreza se había hecho sentir, pues nadie compraba los productos de mi granja, y a menudo me había visto obligado a viajar treinta kilómetros hasta algún lugar donde no era conocido para venderlos. Es verdad que habíamos ahorrado algo para un día aciago... y ese día había llegado.

Nos sentábamos junto a nuestro solitario fuego invernal: el joven de corazón viejo y su vieja esposa. Una vez más, Bertha insistió en conocer la verdad; rememoró todo lo que había oído decir acerca de mí, y añadió sus propias observaciones. Me invocó a soltar el hechizo; describió cuánto más hermoso era el cabello cano que mis rizos castaños; habló sobre el respeto y el honor que se ganaban con la edad... cuán preferibles a la poca consideración que se le prestaba a los jóvenes: ¿es que yo imaginaba que los despreciables dones de la juventud y la buena apariencia superaban la desgracia, el odio y el desdén? No, al final se me quemaría como un practicante del arte negro, mientras que ella, a quien no me había dignado comunicarle ni una parte de mi buena fortuna, podría ser lapidada como cómplice mía. Por último, insinuó que debía compartir mi secreto con ella y concederle los mismos beneficios de los que yo disfrutaba, de lo contrario, me denunciaría... Entonces prorrumpió en lágrimas.

Así, acosado, consideré mejor contar la verdad. Se la revelé con toda la ternura que fui capaz de mostrar, y sólo hablé de una vida muy larga, no de inmortalidad... representación que, por cierto, coincidía más con mis propias ideas. Cuando finalicé, me levanté y dije:

—Y ahora, Bertha mía, ¿denunciarás al amante de tu juventud? No lo harás, lo sé. Pero es demasiado duro, mi pobre esposa, que tú debas sufrir por mi mala suerte y las malditas artes de Cornelius. Te dejaré; tienes suficientes riquezas, y los amigos regresaran con mi ausencia. Me iré, joven como parezco, y fuerte como soy, puedo trabajar y ganarme el sustento entre extraños, desconocido y sin despertar sospechas. Te amé en la juventud; Dios es testigo de que no te abandonaría en la vejez, pero tu segundad y felicidad así, lo requieren.

Cogí la gorra y me dirigí hacia la puerta. Al instante los brazos de Bertha me rodearon el cuello y presionó los labios contra los míos.

—No, esposo mío, mi Winzy —dijo—. No te irás solo... llévame contigo. Nos iremos de este lugar y, como tú afirmas, entre extraños pasaremos desapercibidos y estaremos seguros. No soy tan vieja como para avergonzarte, mi Winzy, y me atrevo a decir que el hechizo pasará pronto, y, con la bendición de Dios, adquirirás un aspecto mayor, como es lo correcto. No me dejarás.

Devolví el abrazo con calor.

—No lo haré, mi Bertha. Sólo por tu bien había pensado en algo semejante. Seré tu esposo leal y fiel mientras estés conmigo, y cumpliré con mi deber hacia ti hasta el último momento.

Al día siguiente nos preparamos en secreto para nuestra partida. Nos vimos obligados a realizar grandes sacrificios pecuniarios... no pudo evitarse. Por último, conseguimos una cantidad suficiente para mantenernos, como mínimo, mientras Bertha viviera; y, sin despedirnos de nadie, abandonamos nuestro país natal para refugiarnos en un lugar remoto de la Francia occidental.

Fue cruel trasladar a la pobre Bertha de su ciudad natal y de sus viejos amigos a un nuevo país, un nuevo idioma y nuevas costumbres. El extraño secreto de mi destino hizo que este traslado fuera insignificante para mí, pero sentí gran compasión por ella, y me alegró ver que encontraba compensación a sus desgracias en una variedad de circunstancias ínfimas y ridículas. Lejos de todos los chismosos, se afanó por reducir la aparente disparidad de nuestras edades con mil artes femeninas: maquillaje, vestidos juveniles y vivacidad de modales. No podía enfadarme: ¿acaso yo mismo no llevaba una máscara? ¿Por qué irritarme con la de ella por tener menos éxito? Me afligió profundamente recordar que ésta era mi Bertha, a quien tanto había amado y a quien había ganado con tanto arrebato: la joven de ojos y cabello oscuros, con sonrisas de encantadora astucia y paso de fauno... esta anciana remilgada, bobalicona y celosa. Debía haber reverenciado sus rizos grises y mejillas marchitas, ¡pero esto! Era mi obra, lo sabía, pero no por ello deploraba menos esta clase de debilidad humana.

Sus celos jamás descansaban. Su principal ocupación era descubrir que a pesar de la apariencia exterior yo mismo envejecía. Sinceramente, creo que la pobre alma me amaba de verdad en su corazón, pero jamás una mujer tuvo una manera más atormentadora de expresar afecto. Veía arrugas en mi cara y decrepitud en mi andar, mientras que yo marchaba con vigor juvenil, siendo el más joven de entre los jóvenes. Nunca me atreví a dirigirme a otra mujer. En una ocasión, imaginando que la bella del poblado me contemplaba con ojos de aceptación, me compró una peluca gris. Su discurso constante entre sus conocidos era que aunque yo parecía tan joven, mi cuerpo estaba enfermo. Y afirmaba que el peor síntoma era mi aparente salud. Mi juventud era una enfermedad, decía, y que debía estar preparado constantemente, si no para una muerte súbita y terrible, al menos sí para despertar una mañana con el pelo cano, y encorvado con todas las marcas de los años avanzados. Sus advertencias se mezclaban con mis interminables especulaciones respecto a mi extraño estado, y adquirí un vivo interés, aunque doloroso, en escuchar todo lo que su rápida inteligencia y excitada imaginación podían decir sobre el tema.

¿Por qué seguir con estas nimias circunstancias? Vivimos durante muchos y largos años. Bertha tuvo que permanecer en cama por una parálisis: la cuidé como una madre lo haría con su hija. Se tornó irritable y aún seguía obsesionada con el tiempo que yo la sobreviviría. Siempre ha sido una fuente de consuelo para mí el hecho de que realicé mi deber con escrupulosidad hacia ella. Había sido mía en la juventud, y era mía en la vejez, y por fin, cuando la cubrí con la mortaja, llore al sentir que había perdido todo lo que de verdad me unía a la humanidad...

Desde entonces, ¡cuántas han sido mis preocupaciones y aflicciones y cuán pocos y vados mis gozos! Me detengo aquí en mi historia, no continuaré más. Un marinero sin timón o compás arrojado a un mar tormentoso, un viajero perdido en un páramo, sin hito o estrella para guiarle... ése he sido yo, pero más perdido y desvalido que ellos. A éstos podría salvarlos un barco que se acerca o una cabaña lejana, pero yo no tengo ningún faro, excepto la esperanza de la muerte.

¡Muerte! ¡Misteriosa amiga de cara lúgubre de la débil humanidad! ¿Por qué a mí, de entre todos los mortales, has apartado de tu abrazo protector?

¡Oh, por la paz de la tumba, el silencio del féretro, deja de trabajar en mi cerebro y que mi corazón no lata más con emociones afectadas sólo por diversas formas de tristeza!

¿Soy inmortal? Vuelvo a mi primera pregunta. En primer lugar, ¿no es más probable que la pócima del alquimista tuviera más bien longevidad que vida eterna? Tal es mi esperanza. Y ha de recordarse que sólo bebí la mitad de la poción. ¿No era necesaria la totalidad para completar el encantamiento? Haber bebido la mitad del elixir de la inmortalidad sólo es ser medio inmortal; así, mi siempre se ve truncado y anulado.