La Lista De Los Perfiles Psicológicos

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La Lista De Los Perfiles Psicológicos
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La
Lista
de los
Perfiles
Psicológicos
Juan Moisés de la Serna
Editorial Tektime
Copyright © 2019 – Juan Moisés de la Serna

“La Lista de los Perfiles Psicológicos”

Escrito por Juan Moisés de la Serna

1ª edición: junio 2019

© Juan Moisés de la Serna, 2019

© Ediciones Tektime, 2019

Todos los derechos reservados

Distribuido por Tektime

https://www.traduzionelibri.it

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros medios, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

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Prólogo

―En el principio no existía nada, salvo la luz. Al menos así me lo había contado, y también que sería eso, precisamente lo que vería en mis últimos momentos. Pero no era aquello tal y como esperaba. Extrañamente me sentía ligero, como si todas las preocupaciones que me estaban aprisionando estos días se hubiesen difuminado.

»Ni siquiera la prisa que me había hecho correr tanto en la carretera, tenía ahora el más mínimo interés para mí. Me sentía tranquilo, ligero, sin cargas ni ataduras. Me parecía ver todo ahora con más claridad y perspectiva. En realidad, había desperdiciado mucho tiempo de mi vida, con tanto esfuerzo baldío, por aparentar, por conseguir, por lograr más que otros, y todo ahora me parecía tan banal.

Dedicado a mis padres


CAPÍTULO 1. LA INVITACIÓN

―En el principio no existía nada, salvo la luz. Al menos así me lo había contado, y también que sería eso, precisamente lo que vería en mis últimos momentos. Pero no era aquello tal y como esperaba. Extrañamente me sentía ligero, como si todas las preocupaciones que me estaban aprisionando estos días se hubiesen difuminado.

»Ni siquiera la prisa que me había hecho correr tanto en la carretera, tenía ahora el más mínimo interés para mí. Me sentía tranquilo, ligero, sin cargas ni ataduras. Me parecía ver todo ahora con más claridad y perspectiva. En realidad, había desperdiciado mucho tiempo de mi vida, con tanto esfuerzo baldío, por aparentar, por conseguir, por lograr más que otros, y todo ahora me parecía tan banal.

»De repente recordé los mejores momentos de mi vida, cuando estaba con mis padres, allá cuando todavía era un crío, en la adolescencia, con mi primer amor, mi matrimonio y mis niños, y en cambio, no había ni rastro de los grandes éxitos personales o al menos esos que yo consideraba, como mi graduación, mi primer empleo o mis ascensos.

»Tampoco vi nada de todo lo que había conseguido alcanzar, mi casa, el chalé, el coche. Sólo veía escenas entrañables, llenas de amor y ternura, que me reconfortaban y me hacían pensar que lo verdaderamente importante era precisamente eso en la vida, y no tanto lo que se alcance o se quiera lograr, como el amor dado y recibido de los demás.

–¡Bien!, vas haciendo progresos, cada vez vas teniendo más conciencia de lo que te sucedió, aunque parece que todavía tienes muchas lagunas.

–Doctor, ¿cree que hablar de esto me ayudará a recordar?

–Es la única forma que sé de hacerlo. Cuando alguien ha pasado por una situación como la tuya, en que ha estado tan cerca de la muerte, y, además, con las consecuencias que te ha dejado, es importante hablar de ello.

–Pero ¿por qué no recuerdo sobre mí?, ¿por qué no sé nada de mi pasado, ni siquiera de mi persona?

–Amor, tienes que centrarte en aquello que sí recuerdas, aunque sean esos momentos posteriores al accidente. Yo podría darte alguna información sobre el informe de los bomberos que intervinieron en tu rescate, pero preferiría que tú mismo fueses recordando –indicó la mujer que estaba sentada a su lado.

–Pero ¿y si no llego nunca a recordar? ―protestó mientras se incorporaba de aquel mullido diván, desgastado por las muchas horas que había pasado escuchando a los cientos de pacientes que antes que él, se habían recostado ―, ¿y si no vuelvo a saber quién soy?

–Habitualmente esto se supera, únicamente debes tener la suficiente paciencia, y sobre todo la confianza en la naturaleza humana, ya que, aunque nos parezca asombroso, casi todo se soluciona por sí mismo, con el tiempo suficiente.

–¿Lo ha visto antes?, me refiero, un caso como el mío que se solucione.

–No con las mismas características –señaló el psiquiatra mientras terminaba de realizar algunas anotaciones en aquel cuaderno que utilizaba a modo de registro de la sesión.

–Entonces, ¿cómo está tan seguro de que podré recuperar la memoria? –Insistió el paciente mientras se incorporaba, tras haber escuchado la melodiosa tonadilla del reloj que señalaba el fin de la sesión.

–No desesperes, todo llegará, de momento sería bueno que te centrases en esos sentimientos que me describes, que por otra parte son muy positivos, puede que antes fueses así de positivo ―señaló con una leve sonrisa, mientras depositaba la pluma que utilizaba para roturar aquel cuaderno sobre la oreja izquierda.

–Bueno, haré lo que me dice, pues en realidad es la única esperanza de saber quién soy ―comentó mientras se levantaba y se dirigía hacia el psiquiatra para despedirse.

–Bueno, pues la semana que viene seguiremos hablando ―señaló mientras le estrechaba la mano, y le conducía hacia la puerta de salida, palmeándole la espalda con suavidad.

Abrió la puerta y con un gesto de su mano les despidió, viéndolos abandonar su despacho. Una vez cerrada la puerta, esperó a que hubiesen pasado unos segundos, y expiró enérgicamente.

“¡Qué difícil lo tienen algunos!”, pensó para sí mientras regresaba tras su mesa, donde le aguardaba una cómoda silla, ricamente adornada con brocados floridos y un acabado de caoba, que le daba cierto aire de dignidad, tal y como él había deseado cuando lo adquirió en aquella subasta benéfica.

Se supone que había pertenecido a alguien de alta alcurnia, a uno de esos nobles de solera, nada más y nada menos que a un vizconde o algo así…, pero a saber si era cierto, lo que sí podía afirmar es que cuando se dejaba caer sobre su mullido cojín y depositaba sus codos en los apoya brazos, se sentía muy importante.

“Casi puedo imaginar, cuando entrecierro los ojos, lo que sería una vida en palacio, donde no había que luchar para ganarse el pan cada día, cuya única tarea era pasear por los campos de la propiedad para comprobar que todo iba bien. Una vida privilegiada destinada a unos pocos, hijos de buena cuna, que perpetuaban en sus descendientes una casta proveniente de reyes”

Estaba absorto en mis pensamientos cuando de repente sonó el teléfono:

–Doctor, ya no hay más pacientes por hoy, los dos que faltan lo han cancelado a lo largo de la tarde, por diversas razones ―dijo al otro lado del auricular la voz de la secretaria.

–¿Les has dado cita para otro día? ―pregunté asombrado.

–Sí, la semana que viene les podrá atender como es habitual.

–Perfecto, entonces, si quieres por hoy hemos terminado, ya mañana seguiremos, muchas gracias.

–Vale, pues hasta mañana.

Colgué, algo asombrado de aquella casualidad, que me dejaba a media tarde sin clientes que atender. Era habitual que a lo largo de la semana hubiera uno o dos cancelaciones, casi siempre por motivos personales o por algún imprevisto, pero no dos seguidos.

Cogí el periódico y abriéndolo con avidez busqué algún dato relevante entre aquella maraña de noticias a cada cual más llamativas.

–Esto no va a ser, nadie deja una consulta para ir al balé…, esto tampoco, un estreno de cine a mitad de la semana tampoco es para tanto…, ¡Ah, vale!, ahora lo comprendo, el final de las ligas menores. Seguramente tengan algún hijo en el equipo local o serán muy forofos a este deporte.

A pesar de no compartir aquella afición que en algunos casos llegaba a ser de fanáticos, estaba de acuerdo en que hubiese una actividad en la que uno se pudiese liberar de sus inhibiciones, y que se sintiese identificado con un colectivo al que normalmente no pertenecía, alejado de su casa o de su trabajo.

Era reconfortante ver cómo la gente se reunía en las cafeterías a vitorear a sus equipos y a sufrir por cada pase mal dado o cada regate que no se ha realizado; e igualmente emocionarse hasta el estallido de júbilo cuando el delantero centro robaba el valor, avanzaba entre sus contrincantes y al final lograba marcar.

Pero si aquello es saludable, e incluso catártico, liberando emociones primarias, lo que más me llama la atención es el efecto que provoca cuando juega el equipo nacional; aquello es un revulsivo de sentimiento nacionalista, de hermandad por encima de las diferencias, de unidad ante las adversidades.

Algo que he podido comprobar atónito cuando he viajado al extranjero, donde me he encontrado entre personas que no conocía de nada, que me trataban como un hermano cuando había un partido en el que jugaba el equipo nacional independientemente del país donde me hallase.

Una explosión de júbilo y emociones que parecen haber arrastrado a mis dos pacientes de esta tarde a anteponer su afición a la consulta.

 

En ese momento escuché cerrarse la puerta de la calle. Mi secretaria había salido casi sigilosamente, tal y como ella era. Nunca quería interrumpirme, pues a veces estaba revisando casos, escribiendo notas en los informes de los pacientes que acababa de atender, o consultando alguno de esos libros voluminosos de psiquiatría que se acumulaban en los estantes de la librería.

–Nunca se termina de aprender ―la decía yo, cuando ella me recriminaba que casi no descansase entre paciente y paciente, creo que, por eso, ya no se molestaba en decirme que saliera, aunque sea para coger un café de la máquina de recepción.

Miré por la ventana que daba a un parque cercano y vi cómo había empezado a lloviznar. Eran las cinco de la tarde, pero el sol, parecía tener hoy prisa pues ya casi no se veía la calle, entre aquellos nubarrones negros que se habían apoderado de un cielo claro con el que amaneció.

“Espero a que escampe un poco y luego salgo”, me dije mientras regresaba a mi sillón. Observé a mi alrededor, entre aquellas cuatro paredes, en donde había pasado buena parte de mi juventud, intentando ayudar a las personas a mejorar en sus vidas, lo que ellas misma se permitían hacer.

Era reconfortante ver cómo algunos con un poco de ayuda conseguían avanzar y superar aquellos pequeños baches de la vida que nos retrasan en nuestro desarrollo; en cambio otros…, por muchas sesiones que tuviesen eran incapaces ni siquiera de darse cuenta de su situación y lo perjudicial que era aquello para sí mismo y para la relación con los demás.

“¡Si las paredes hablasen!”, pensé para mis adentros. Cerré el informe de la persona que acababa de atender, después de realizar algunas anotaciones sobre su progreso, y me levanté a guardarlo en el fichero donde tenía clasificado a todos los pacientes que estaba actualmente atendiendo, dejando los cajones de abajo para los que ya lo habían superado o abandonado la terapia.

Estaba buscando el sitio donde colocar la carpeta del paciente en función de su apellido cuando sonó el timbre de la puerta.

“¡Qué raro!, ―me dije―, mi secretaria tiene llave; puede que sea alguno de esos dos pacientes que cancelaron y que por la lluvia se haya suspendido el partido, y venga a recuperar su hora de consulta”, pensé mientras salí del despacho y atravesando la recepción me acerqué a la puerta.

Abriéndola con premura observé como detrás de aquel quicio había una mujer mayor algo desaliñada y que empezaba a rezumar agua sobre la alfombrilla de la entrada.

–Pase usted señora ―dije con suavidad mientras le cedía el paso y me quitaba de delante de la puerta.

–Gracias joven, y disculpe que venga mojada.

–No se preocupe, nadie sabía que el tiempo iba a cambiar de esa manera ―comenté justificando que ni quisiera llevase paraguas, ya que con lo único que se había protegido era con un pañuelo en la cabeza.

–¿Dónde puedo dejar esto? ―preguntó mientras se lo quitaba, con gesto de querer escurrirlo.

–Por aquí tiene un pequeño cuarto de baño, ahí puede escurrir si es lo que quiere ―le dije mientras le indicaba y cerraba la puerta tras de sí.

–Gracias, no quisiera molestar.

–No es ninguna molestia.

La señora entró en el baño y allí debió de escurrir sobre el lavabo buena parte del agua que había conseguido frenar aquel pañuelo evitando así empaparse.

–¿Y el abrigo? ―preguntó saliendo del baño.

–Se lo pongo en el perchero ―dije mientras se lo recogía.

–Es muy amable ―insistió―, por cierto, ¿sabe si el doctor me podrá atender hoy? ―preguntó con voz melosa.

–Seguro que sí, el doctor soy yo ―respondí con una leve sonrisa.

–¡Ah!, pues es usted muy joven, parece que fue ayer cuando salió de la facultad ―comentó contrariada.

–Es que me conservo muy bien, ya se sabe, un poco de ejercicio diario y una buena alimentación.

–¡Ah!, pues me tendrá que dar la receta, pues a mí los años no me han tratado lo que se dice que muy bien ―protestó mientras se echaba la mano sobre un hombro, supongo que sería porque tuviese en este el recuerdo de alguna fractura o algo así―. Bien, ¿dónde podremos hablar? ―preguntó la señora con voz impaciente.

–Pues si quiere en mi despacho ―señalé con asombro por aquella pregunta.

–Prefiero en ese asiento ―dijo señalando al sillón de la sala de espera.

–Pues si prefiere ahí…

–Sí gracias ―dijo y se dirigió al sillón.

La seguí y me senté en la silla de la secretaria que cogí de al lado para ponerme delante.

–Usted me dirá, ¿a qué debo su visita?

–Verá doctor, hace noches que no puedo dormir y no sé muy bien porqué, pero me está empezando a afectar. Al principio sólo me sentía agotada, y bueno, eso es soportable, pero ahora es que no puedo salir a la calle, porque al rato no sé dónde estoy ni lo que voy a hacer, y si entro en una cafetería a tomar algo, me duermo sobre la mesa.

–¿Ha consultado usted a su médico de familia, para ver si le pasa algo?

–He recorrido todos los especialistas, pero ninguno me ha sabido decir a qué se puede deber esto.

–¿Hay algo que lo haya provocado?, me refiero a las primeras veces que se dio cuenta de este problema, ¿sabe si ha pasado algo que pudiese alterar su vida, y que como consecuencia sufra eso?

–Bueno, nada que yo recuerde, o quizás sí, no sé si tiene que ver, es una caja que me encontré en un parque. No me juzgue mal, pero con mi pensión, lo poco que cobro, pues a veces recojo lo que encuentro para ver si me es útil. Ya sé que acumulo demasiado, pero no sabe lo mal que lo pasé en mi juventud.

–¿Acumula? ―pregunté asombrado por aquel comentario.

–Sí, ya sabe, tiene un nombre muy raro, pero no puedo evitarlo. Todo lo que encuentro tiene un sitio reservado en mi casa, ya sé dónde irá.

–¿Sufre Síndrome de Diógenes?

–Si, algo así me dijeron, los de los Servicios Sociales, aquella vez que vaciaron mi piso. Se imaginará…, toda una vida guardando, para que de la noche a la mañana me lo dejasen vacío, sin el más mínimo objeto.

–Pero ¿sabe qué eso no es saludable? ―la señalé extrañado por el giro que estaba tomando aquella conversación.

–Lo sé, pero yo soy muy limpia, algo descuidada, pero todo lo tenía ordenado, y nadie se había quejado de ello.

No quise ahondar más en aquello, primero porque parecía ser un tema doloroso para ella y de lo que se sentía algo avergonzada, y segundo, pues no entendí qué tenía que ver todo aquello con lo de la falta de sueño, así que intenté ahondar un poco más en ese segundo aspecto.

–¿Y bien?, ¿qué relación cree usted que hay entre la falta de sueño y ese algo que cogió?

–¡Ah!, sí, eso ―dijo algo desconcertada―. Verá yo creo que es valioso, pero ni siquiera me he atrevido a abrirlo, está tan bien preparado que me ha dado pena romper el papel en el que está envuelto.

–Pero si no sabe lo que es, ¿cómo le puede quitar el sueño? ―respondí dejando en evidencia la incoherencia de lo que decía.

–Precisamente, no sé lo que es, imagine que son unos zapatos nuevos.

–¿Zapatos? ―pregunté extrañado.

–Sí, o un bonito pañuelo para la cabeza. No sabe la falta que me hace ―respondió emocionada con una gran sonrisa.

–¿Y por qué no lo abre y lo descubre? ―señalé asombrado.

–Pues porque está envuelto en bonito papel de adorno.

–¿Cómo el de un regalo? ―pregunté intentando obtener más datos de aquel objeto.

–Sí, así es, es de color rojo, para mi gusto algo llamativo, y se nota que tenía un lazo, pues ahora sólo queda un trozo pegado.

–Pero cuando usted se lo encontró, ¿había alguien?

–No, no, ya miré y estuve un rato esperando con ello en la mano, pero nadie llegó a reclamarlo, ni siquiera se paraba quien pasaba al lado mía.

–¿Y qué quiere que haga yo? ―pregunté algo desconcertado por la situación.

–Pues que me ayude a dormir.

–¿Y con el paquete? ―la insistí sobre aquel detalle.

–¿Qué le pasa al paquete?

–¿Qué va a hacer con eso?

–¡Ah!, pues no sé, lo dejaré donde estaba, ¿es qué está mal?

–No, en absoluto, es que pensaba, que, si aquello puede ser el origen de su falta de sueño…

–Sí, dígame… ―interrumpió poniendo mucha atención.

–Pues bien, si es así, supongo que si se deshace de ello todo volverá a la normalidad.

–¿Usted cree?

–¡Seguro! ―afirmé con rotundidad, aunque para mis adentros no lo tenía tan claro.

La señora me miró con lástima, como si aquella noticia le hubiese llegado al corazón produciendo un gran dolor.

–¿Qué cree usted que debería hacer?

–No sé, pero si quiere solucionarlo, tendrá que abrirlo.

–¿El paquete?

–Sí, el paquete ―remarqué.

–Pero, si es un regalo que alguien lo está esperando, ¿cómo lo voy a abrir?

–Si lo tiene usted nunca le llegará a su destinatario, seguro que lo da ya por perdido ―comenté intentando mostrar lo aparentemente absurdo de aquella situación.

–Prefiero que lo tenga usted ―afirmó la mujer después de pensárselo un poco.

–¿El qué? ―pregunté sorprendido por aquella resolución.

–Sí, así me puede decir lo que es, y volverlo a envolver una vez que lo haya visto, y yo lo dejaré donde lo encontré ―respondió con una sonrisa nerviosa.

–Pero si lo abro…

–Con mucho cuidado ―interrumpió la mujer con los ojos como platos y una mirada penetrante.

–Sí, eso, lo abro, ¿no perderá su encanto?

–No, mire en su interior y me dice lo que es, y lo cierra como estaba, así creo que podré dormir como lo hacía antes.

Personalmente no estaba muy convencido de que aquella fuese la solución, pero veía que esta señora estaba dispuesta a quedarse lo que restaba de tarde si no le atendía en su petición.

En verdad nunca me había enfrentado a una situación tan desconcertante e incluso absurda, “¡Ya podía abrirlo ella misma sin necesidad de venir a mi consulta!”, pero como quería dar por zanjado el tema le dije,

–¡Déjeme ver ese regalo!

La señora sacó de una bolsa de compra una caja blanca con una tapadera roja y sobre este un lazo ancho del mismo color. “Pues sí que parece una caja de zapatos”, pensé para mí.

Con cuidado quité el lazo que aún tenía y entreabrí la caja a espaldas de aquella señora tal y como ve había pedido. Cuál no sería mi sorpresa cuando no pude por menos que descubrirla entera.

–¿Qué es esto? ―pregunté en voz alta entre alarmado y asombrado.

–¿Son zapatos? ―preguntó la señora emocionada y ansiosa.

–No, es un anillo de pedida y una invitación a un espectáculo de balé.

–¿De balé? ―preguntó la señora algo desilusionada por mis palabras.

–Eso parece y además tiene una dedicatoria, “Aunque no nos conocemos, estoy seguro de que nuestros caminos se cruzarán”.

–¿No dijo que era un anillo de pedida? ―recalcó la mujer tratando de mirar mientras se tapaba los ojos para no hacerlo.

–Sí, ¿por qué? ―pregunté sin entender su expresión.

–¿Cómo va a ser de pedida si no conoce a la otra persona? ― puntualizó la señora.

–¡Ni idea! ―dije algo desconcertado sin saber si aquello era una especie de broma o algo así.

Pareciera que no se le hubiese perdido a nadie esa caja, sino que lo habían dejado a propósito para que otro lo recogiese, una especie de “mensaje en la botella” del que había escuchado algunas historias, pero lo de la invitación al balé, eso era más extraño, ¿sería una cita a ciegas?, pero ¿alguien estaría dispuesto a acudir sin saber con quién?

–¡Qué desilusión! ―afirmó la señora mientras se disponía a abandonar la consulta―, tanto esperar para esto.

–Bueno, piense que ahora podrá dormir mejor sabiendo lo que contiene ―afirmé con una sonrisa forzada.

–¡Ya!, bueno, eso, pero si al menos hubiesen sido unos zapatos, aunque fuesen de otro número distinto al mío ―protestó la señora.

–¡Tenga su caja! ―dije con la intención de devolvérsela una vez cerrada y dejado todo como estaba.

–No la quiero, ¡vaya pérdida de tiempo!, adiós ―concluyó la señora mientras cerraba la puerta tras de sí.

Yo salí tras ella, tratando de que volviese por la caja para depositarla allá donde lo había recogido, pero la señora no quiso saber nada del tema, y metiéndose en el ascensor cerró las puertas forrada de hierro y pulsó hacia la planta baja.

Esa fue la última vez que vi a aquella extraña mujer, que lejos de pedir ayuda con su problema de acumulación de basura, había perdido hasta el sueño por saber lo que contenía una caja, eso sí enlazada con gusto.

“¡Bueno!, y eso que creí haber terminado”, me dije mientras volvía a mi despacho, sintiéndome satisfecho de haber hecho una buena obra por una desconocida, “Ahora ya podrá dormir tranquila”.

 

Miré por la ventana desde mi despacho cuando sonó el reloj de pared tan laboriosamente adornado, “Vaya, se me ha hecho tarde”, pensé mientras metía las manos en mi chaqueta para comprobar que tenía las llaves del despacho.

“Ahora sí que he terminado por hoy”, me dije mientras miraba a mí alrededor para ver si estaba todo ordenado antes de salir de mi centro de trabajo, que era como mi segunda casa, aunque a decir verdad pasaba más tiempo aquí que donde residía.

Estas cuatro paredes, llenas de títulos y de libros, se habían hecho tan habituales, que casi ni me daba cuenta de que estaban ahí, únicamente cuando algo no se encontraba en su sitio, parecía que se había roto el equilibrio de la habitación hasta que volvía a colocarlo allá donde correspondía.

De repente y a punto de apagar las luces, con la mano en el interruptor, vi sobre una de las sillas del despacho aquella llamativa caja que había dejado desilusionada mi última visita.

“A veces es más importante la ilusión que ponemos a las cosas que lo que realmente podemos esperar de ellas”, pensé teniendo en cuenta las circunstancias de aquella señora que había perdido hasta el sueño fantaseando sobre lo que podía contener esa caja.

“Si tan sólo le hubiese echado un vistazo antes, se habría ahorrado muchas vueltas en la cama”, reflexioné por lo que había supuesto para esa mujer, “pero entiendo que a veces la ilusión es lo único que nos queda, y perder esta es quizás lo más difícil”.

Me quedé mirándola y me dije, “¿y ahora qué?”, pensativo dudaba si deshacerme de aquello o dejarlo ahí para ver si al día siguiente volvía la mujer por ello. Curioso recorrí la habitación, me acerqué a aquella caja y volví a abrir aquel llamativo paquete tan bien envuelto.

Estuve tratando de comprobar si había algún objeto más entre el papel de regalo que envolvía a aquellos tres objetos y no encontré nada. Luego revisé si alguna de las dos tarjetas, la entrada y la nota, tenían algo más escrito a parte de lo obvio y comprobé con sorpresa que la hora de la entrada al balé era para hoy mismo, apenas dentro de una hora.

“¡Bueno!, al menos sé dónde encontrar al dueño de esta caja!, será mejor que se la devuelva, aunque no me ha quedado claro la intención de este al abandonar la caja a su suerte. Pues entonces me voy al balé”, me dije decidido mientras recogía la caja, la cerraba lo mejor posible y salía del despacho apagando las luces tras de mí.

“¿Yo en el balé?, hace años que no acudo a un evento artístico como este… muchos años”, me dije intentando recordar la última vez. Quizás me había volcado demasiado en mis pacientes, a los que atendía ya casi como si de una cita se tratase, y cuando se retrasaban sin haber avisado, hasta me ponía nervioso.

Hace tiempo que ni siquiera tenía vacaciones, ya que, en más de una ocasión, cuando regresé de un viaje de placer me encontré a algún paciente que había empeorado, simplemente porque no había recibido su sesión semanal conmigo.

Por eso, y por mi firme convicción de que la salud es lo primero, fui poco a poco abandonando mis viajes de ocio que tanto me gustaban. No tanto a tomar el sol tumbado en alguna playa de arenas blancas, pues era de piel clara y enseguida me quemaba bajo los rayos del sol; si no para realizar visitas culturales a nuevos lugares, adentrándome en sus museos.

Algo que a otros podría parecer aburrido, era para mí enriquecedor, ver cómo pensaban y actuaban en otras latitudes, con ritos y formas de expresarse tan característicos y singulares. Pero bueno, todo eso quedó atrás y de ello apenas quedará algún álbum de fotos y poco más.

–¡Taxi! ―grité nada más salir del edificio después de despedirme del portero, con el que había entablado una buena relación, aunque no me había querido meter en sus asuntos personales, a pesar de que en alguna ocasión me había tratado de abordar para consultarme al respecto.

A veces me costaba mantener la distancia con los demás, sobre todo cuando sabían de mi profesión y querían consultarme algún caso propio o de algún familiar.

La verdad es que no les culpo, pero sí que en ocasiones se volvía algo incómodo el tener que negarme a atenderles en mitad de un pasillo o por la calle, sin darse cuenta ellos de que existe todo un protocolo establecido, para que la persona tenga en consulta, su tiempo, su espacio y su tranquilidad.

A nadie se le ocurriría pedir a un cirujano que le abriese en mitad de la calle, pues es lo mismo que se me pide, que “opere su alma” en cualquier sitio.

–¡Taxi! ―volví a gritar, mientras levantaba la mano.

–¿A dónde quiere ir? ―preguntó el conductor cuando entré en su vehículo.

–Al balé, a ver esta obra ―dije mientras le enseñaba la entrada que había dejado fuera de la caja, la cual llevaba conmigo.

–¿Una buena noche? ―interrogó el taxista con una sonrisa burlona.

–¿El qué? ―indiqué extrañado por su gesto.

–Esta noche va a pescar, eso seguro ―respondió mientras me guiñaba un ojo.

–¿Se refiere a la caja? ―pregunté observando que no perdía ojo de aquel suvenir― bueno no es mía, y se lo tengo que dar a alguien, aunque no sé a quién.

–¡Claro!, ¡claro! ―dijo el taxista mientras rebuscaba en su camisa ―mire, esta es mi mujer, llevamos ya diez años casados y fue en un sitio como el suyo. Bueno, fue en una ópera, aunque a mí no me van esas cosas, a ella le gusta todo eso de arreglarse e ir a sitios elegantes.

»Estuve ahorrando casi tres meses para poder tener una velada inolvidable, al final salió perfecto. Lo único que la había dicho a ella es que se vistiese elegante y que pidiese la tarde libre en su trabajo. Y allí le hice la gran pregunta, y desde entonces seguimos juntos ―comentaba el taxista mientras miraba con cariño la foto ya casi desdibujada de su mujer.

–Bueno yo sí que voy a hacer preguntas, pero no va a ser esa ―traté de aclarar, aunque sin éxito.

–Ya hemos llegado ―dijo el taxista con una amplia sonrisa―. ¡Buena suerte!

–Sí, gracias ―acerté a responder sin querer darle más detalles de aquella extraña tarde en el que había acudido a consulta una mujer de improviso con esta caja que ahora portaba hacia una obra de balé que desconocía.

No es que fuese muy aficionado a este arte, pero en ocasiones, sobre todo cuando acudía a congresos, se organizaban actos culturales alrededor, dignos de contemplarse por el gran esfuerzo que ponían los organizadores de este.

Me encontraba frente a la puerta de un teatro, algo que me llamó la atención, pues no es el lugar habitual para poder presentar un balé. A la hora de acceder al local presenté la entrada y el portero me dijo:

–¡Buenas noches!, le esperábamos con cierto nerviosismo.

–¿A mí? ―pregunté asombrado por aquel saludo tan inusual.

–Por favor, espere que avisaré al resto.

Y dicho eso abrió una puerta interna y voceó:

–¡Ya está aquí!, preparados todos.

–¿A qué todos se refiere? ―volví a preguntar sin saber bien a qué venía aquel revuelo.

–¡Pase!, ¡pase! ―dijo una señorita abriendo una puerta lateral que obstaculizaba el paso al lado de la ventanilla de acceso.

–Gracias, pero no entiendo a qué viene tanta atención ―dije entre sorprendido y abrumado.

–¡Sígame! ―dijo aquella mujer mientras nos adentrábamos por un estrecho pasillo que desembocó en una pequeña sala.

–Por favor, venga aquí ―dijo otra persona desde una butaca.

–¿Por dónde bajo? ―pregunté mirando que me encontraba en medio de un pequeño escenario, mientras aquella mujer se retiraba.

–A su derecha al final hay tres escalones, no son muy grandes ―repuso la persona que se levantaba de la butaca.

Una vez encontré el sitio le dije a aquel que me había recibido con la palma de la mano abierta,

–¿Cuál es mi sitio?

–¡Cualquiera! ―afirmó con una gran sonrisa.

–¿Cómo dice? ―pregunté sorprendido de aquello.

–Sí, el que más le plazca ahora debo retirarme ―dijo mientras subía al escenario por donde yo había bajado, y desaparecía por el mismo sitio que lo había hecho la mujer que me había conducido hasta allí.

–¡Señores y señoras!, buenas noches, antes de nada, agradecerles su presencia, espero que esta obra sea de su interés. Y sin más dilación empezamos ―dijo el taquillero que ahora llevaba una chaquetilla verde y unas mallas del mismo color.

Miré a todos lados para ver si había más espectadores en aquella sala, y no conseguí ver a nadie. Aquello me sorprendió pues no comprendía qué es lo que pasaba allí. Estaba seguro de haber llegado al lugar adecuado, la dirección e incluso el taquillero, todo estaba en orden, a excepción de lo que había pasado de puertas adentro.