Un bistec

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From the series: Clásicos
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Un bistec


Un bistec (1909) Jack London

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Traducción: Benito Romero

Edición: Abril 2021

Imagen de portada: Rawpixel

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Portada

2  Página Legal

3  .

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Con el último pedazo de pan, Tom King rebañó del plato hasta la última partícula de salsa y masticó el bocado resultante con aire meditabundo. Cuando se levantó de la mesa, le oprimía una inconfundible sensación de hambre. Y, sin embargo, era el único que había comido. A los dos niños que dormían en la otra habitación los habían mandado a acostarse temprano, con objeto de que, con el sueño, olvidaran que no habían cenado. Su mujer no había probado bocado y estaba sentada en silencio y le contemplaba con mirada solícita. Era una mujer delgada y consumida de la clase obrera, aunque en su rostro aún se adivinaban signos de una belleza pasada. La harina para la salsa se la había pedido prestada a la vecina de enfrente. Los dos últimos peniques se habían ido en comprar el pan.

King se sentó junto a la ventana, en una silla desvencijada que protestó bajo su peso, y de un modo totalmente mecánico se llevó la pipa a la boca y hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta. La ausencia de tabaco le hizo consciente de su acción y, tras fruncir el ceño a causa de su olvido, dejó la pipa a un lado. Sus movimientos eran lentos, algo toscos, como si el peso de sus poderosos músculos le resultara una carga. Era un hombre de cuerpo fornido, apariencia imperturbable y no precisamente atractivo. Sus ropas raídas estaban deformadas. El cuero de sus zapatos era demasiado fino para soportar el peso de las suelas que les había puesto en fecha no muy reciente. Y su camisa de algodón, barata, de a lo más dos chelines, tenía el cuello deshilachado y unas machas de pintura imposibles de quitar.

Pero era el rostro de Tom King lo que mostraba lo que inequívocamente era. Se trataba de la típica cara de un boxeador profesional, de alguien que se ha pasado largos años de servicio en el cuadrilátero y que, debido a ello, había desarrollado y acentuado todos los rasgos propios de un animal de pelea. Tenía un aire decididamente amenazador y, para que ninguno de sus rasgos pasase desapercibido, estaba perfectamente afeitado. Los labios carecían de forma y constituían una boca excesivamente dura, que en su rostro resultaba como una cuchillada. La mandíbula era agresiva, brutal, maciza. Los ojos, de movimientos lentos y párpados pesados, casi carecían de expresión bajo las cejas pobladas, muy juntas. Un completo animal, eso es lo que era, pero los ojos eran lo más animal de todos sus rasgos. Eran adormilados, leoninos... los ojos de un animal luchador. La frente huidiza se inclinaba hacia atrás, hasta el nacimiento del pelo que, cortado al cepillo, mostraba todos los bultos de aquella cabeza de aspecto repugnante. Una nariz, dos veces rota y moldeada irregularmente por incontables golpes, y una oreja en forma de coliflor, permanentemente hinchada y deformada, hasta alcanzar dos veces su tamaño, completaban su apariencia, mientras que la barba, recién afeitada, como estaba, pugnaba por brotar y daba a su rostro un tinte negroazulado.

En conjunto, era la cara de un hombre al que asustaría encontrar en un callejón oscuro o en un sitio solitario. Y, sin embargo, Tom King no era un criminal ni jamás había cometido delito alguno. Aparte de los golpes, propios de su modo de ganarse la vida, nunca le había hecho daño a nadie. Tampoco se le consideraba un tipo pendenciero. Fuera del ring era tranquilo y bonachón, y, en los días de su juventud, cuando el dinero fluía en abundancia, había sido más generoso de lo que le convenía. No abrigaba resentimientos y tenía pocos enemigos. Combatir para él sólo era una profesión. En el ring pegaba para herir, pegaba para destrozar, pegaba para destruir; pero no lo hacía con animadversión. Era una simple cuestión de negocios. El público pagaba para ver el espectáculo de dos hombres tratando de dejarse fuera de combate. El que ganaba se llevaba la mejor parte de la bolsa. Cuando Tom King se había enfrentado con Woolloomoolloo Gouger, veinte años atrás, sabía que sólo hacía cuatro meses desde que a Gouger le hubieran roto la mandíbula en un combate en Newcastle. Y él había trabajado esa mandíbula y la había vuelto a romper en el noveno asalto, y no por animadversión hacia Gouger, sino porque aquel era el modo más seguro de ponerle fuera de combate y llevarse la mejor parte de la bolsa. Tampoco Gouger le había guardado resentimiento por ello. Eran las reglas del juego, y los dos las conocían y se atenían a ellas.

Tom King nunca había sido hablador, y seguía sentado junto a la ventana, malhumorado, silencioso, mirándose las manos. Las venas destacaban en el reverso de las manos, grandes e hinchadas; y los nudillos, aplastados, deformes y machacados, eran testigos del uso a que habían sido sometidos. Nunca había oído decir que la vida de un hombre era la vida de sus arterias, pero conocía perfectamente el significado de aquellas venas grandes y abultadas. Su corazón había bombeado por ellas demasiada sangre a la máxima presión. Ya no hacían su trabajo bien, había forzado en exceso su elasticidad y, con la distensión, habían perdido su resistencia. Ahora se cansaba fácilmente. Ya no podía resistir veinte asaltos, rápidos, violentos, golpeando, golpeando, golpeando, de gong a gong, crueles, impetuosos, acorralado contra las cuerdas y acorralando a su vez a su contrincante contra las cuerdas, ataques todavía más duros y fieros al final, en el veinteavo asalto, con el público de pie, aullando, y él atacando, pegando, esquivando, soltando diluvios de golpes sobre diluvios de golpes y recibiendo, a su vez, diluvios de golpes, y todo el tiempo con el corazón bombeando incansablemente la sangre inflamada a través de las venas correspondientes. Las venas, dilatadas durante el combate, siempre volvían a recuperar su tamaño habitual... aunque no del todo: con cada combate, imperceptiblemente al principio, quedaban un poco más hinchadas que antes. Las miraba, y también los nudillos destrozados, y durante un momento tuvo una visión del esplendor juvenil de aquellas manos antes de aplastar el primer nudillo en la cabeza de Benny Jones, también conocido como El Terror de Gales.

La sensación de hambre volvió a acuciarle.

—¡Dios mío! ¡Lo que daría yo por un bistec! —murmuró en voz alta, cerrando sus enormes puños y escupiendo entre dientes un juramento.

—Traté de que me fiaran Burke y Sawley —dijo su mujer casi disculpándose.

—¿Y no quisieron? —preguntó.

—Ni un solo penique. Burke dijo... —a ella le falló la voz. —¡Maldita sea! ¿Qué te dijo?

—Que creía que Sandel iba a ganar esta noche, y que ya le debíamos bastante.

Tom King gruñó, pero no contestó. Estaba muy ocupado pensando en el bullterrier que había tenido de joven, al que alimentaba con bistecs sin fin. Burke le habría fiado mil bistecs... entonces. Pero ahora los tiempos habían cambiado. Tom King se hacía viejo, y los viejos que pelean en clubs de segunda categoría no pueden esperar que los tenderos les fíen.

Se había levantado por la mañana con ganas de comerse un bistec y las ganas no habían disminuido. No se había entrenado bien para este combate. Aquel año había sequía en Australia, los tiempos estaban difíciles y hasta los trabajos más eventuales eran difíciles de encontrar. No había tenido sparring para entrenarse, y su alimentación no había sido la más adecuada, por no decir suficiente. Había trabajado de peón de albañil los días en que encontró trabajo, y había corrido por el Domain por la mañana temprano, para mantener las piernas en forma. Pero si entrenarse es difícil, lo es más si no se tiene entrenador y sí una mujer y dos niños que alimentar. Su crédito con los tenderos había mejorado ligeramente cuando le propusieron el combate con Sandel. El secretario del Gayety Club le había adelantado tres libras —la bolsa del que perdiera—, y no habían querido darle nada más. De vez en cuando se las había arreglado para que le prestara unos cuantos chelines algún viejo amigo, que le habría prestado más, de no ser por la sequía y porque él también pasaba aprietos. No, era inútil ocultarlo, su entrenamiento no había sido satisfactorio. Tendría que haberse alimentado mejor y tener menos preocupaciones. Además, cuando un hombre ya tiene cuarenta años, le resulta difícil mantener la forma que tenía a los veinte.

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