La Peste Escarlata

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La Peste Escarlata
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Jack London




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Índice







La Peste Escarlata









La Peste Escarlata




 El camino, de borroso trazado, seguía lo que en otro tiempo había sido el terraplén de una vía férrea que, desde hacía muchos años, ningún tren había recorrido. A derecha e izquierda, el bosque, que invadía e hinchaba las laderas del terraplén, envolvía el camino en una ola verde de árboles y matorrales. El camino no era otra cosa que un simple sendero, con anchura apenas suficiente para que dos hombres avanzaran de lado. Era algo así como una pista de bestias salvajes. Aquí y allí se veían fragmentos de hierro oxidado que indicaban que, debajo de la maleza, seguía habiendo rieles y traviesas. En cierto punto, un árbol, al crecer, había levantado en el aire un riel entero, que quedaba al descubierto. Una pesada traviesa había seguido al riel, y seguía unida a él por medio de una tuerca. Debajo se veían las piedras del balasto, medio recubiertas de hojas muertas. El riel y la traviesa, enlazadas de aquel modo extraño, apuntaban hacia el cielo, fantasmagóricamente. Por vieja que fuera la vía férrea, se constataba sin dificultad, por su estrechez, que había sido de vía única. Un anciano y un muchacho iban por el camino. Avanzaban con lentitud, ya que el viejo estaba doblado bajo el peso de los años. Un comienzo de parálisis hacía que sus miembros y sus ademanes temblequearan, y caminaba apoyado en su bastón. Un gorro de piel de cabra le protegía la cabeza del sol. Por debajo de este gorro pendía una franja de ralos cabellos blancos, sucios y desgreñados. Una especie de visera, ingeniosamente hecha con una ancha hoja curva, le protegía los ojos de un exceso de luz. Banjo esa visera, la mirada del pobre hombre, bajada hacia el suelo, seguía atentamente el movimiento de sus propios pies en el sendero. Su barba caía en greñas torrenciales hasta su cintura, y hubiera debido ser, igual que los cabellos, blanca como la nieve; pero, como ellos, testimoniaba una negligencia y una miseria extremas. Un mísero vestido de piel de cabra, de una sola pieza, colgaba sobre el pecho y la espalda del viejo, cuyos brazos y piernas, lastimosamente descarnados, y cuya piel marchita- testimoniaban una edad muy avanzada. Las desolladuras y cicatrices que le cubrían los miembros, así como lo atezado de su piel, indicaban que hacía largo tiempo que aquel hombre estaba expuesto al choque-directo con la naturaleza y los elementos. El muchacho andaba delante suyo, ajustando el ardoroso vigor de sus piernas a los pasos lentos del viejo que le seguía. También él tenía por única vestidura una piel de animal: un trozo de piel de oso de bordes desiguales, con un agujero central por el que se lo pasaba por la cabeza. Aparentaba todo lo más doce años, y llevaba, coquetonamente colocada encima de una oreja, una cola de cerdo recién cortada. 



 Llevaba en la mano un arco de tamaño medio y una flecha, y en su espalda colgaba un carcaj lleno de flechas. De una funda que le pendía del cuello, sujeta por una correa, salía el mango nudoso de un cuchillo de caza. El muchacho era negro como una mora, y su modo ágil de moverse recordaba el de un gato. Sus ojos azules, de un azul intenso, eran vivos y penetrantes como barrenas, y su color celeste contrastaba extrañamente con la piel quemada por el sol que los enmarcaba. Su mirada parecía saltar incesantemente hacia todos los objetos circundantes, y las aletas de su nariz palpitaban y se dilataban en un perpetuo acecho del mundo exterior, del que recogían ávidamente todos los mensajes. Su oído parecía igualmente fino, y estaba tan adiestrado que operaba automáticamente, sin ningún esfuerzo auditivo especial. Con toda naturalidad, sin la menor tensión adicional, su oído percibía, en la aparente calma reinante, los más leves sonidos, los distinguía unos de otros y los clasificaba: el roce del viento en las hojas, el zumbido de una abeja o una mosca, el rumor sordo y lejano del mar, que llegaba atenuado en un débil murmullo, el imperceptible rascar de las patas de un pequeño roedor limpiando de tierra la entrada de su guarida... De pronto, el cuerpo del muchacho se tensó en posición de alerta. El sonido, la visión y el olor lo habían advertido simultáneamente. Tendió la mano hacia el viejo, lo tocó, y ambos permanecieron inmóviles y silenciosos. Algo había crujido delante de ellos, en la pendiente del terraplén, hacia su cima. Y la veloz mirada del muchacho se clavó en los matorrales cuya parte superior se movía. Entonces, un gran oso pardo se les mostró, saliendo ruidosamente, y también él se detuvo instantáneamente, al ver a los dos humanos. Al oso no le gustaban los hombres. Gruñó rabiosamente. Lentamente, dispuesto a afrontar lo que viniera, el muchacho colocó la flecha en el arco y tensó la cuerda, sin dejar de mirar a la bestia. El viejo, por debajo de la hoja que le servía de visera, espiaba el peligro, tan quieto como su acompañante. Durante unos momentos, el oso y los dos humanos se miraron. Luego, en vista de que la bestia, con sus gruñidos, manifestaba una creciente irritación, el muchacho hizo un signo al viejo, con un leve movimiento de cabeza, de que era conveniente dejar libre el sendero y bajar la pendiente del terraplén. Eso hicieron, el viejo primero y luego el muchacho, que-le seguía andando hacia atrás, con el arco tenso y dispuesto a tirar. Cuando llegaron abajo, esperaron hasta que un fuerte ruido de hojas y de ramas movidas, al otro lado del terraplén, les hizo saber que el oso se había alejado. Volvieron a la cima, y el muchacho dijo, con una risita prudentemente atenuada: -¡Ése era grande, abuelo! El viejo hizo una seña afirmativa. Meneó tristemente la cabeza, y contestó, con una voz de falsete parecida a la de un niño: -Cada día hay más. ¡Quién hubiera pensado que viviría lo bastante para ver unos tiempos en que se corre peligro de muerte por el mero hecho de circular por el territorio del balneario de Cliff-House! En la época de la que te hablo, Edwin, cuando yo era un niño, acudían aquí, en verano, a decenas de miles, hombres, mujeres, niños y niñas. Y entonces no había osos por aquí, puedes estar seguro. O, al menos, eran tan escasos que se los metía en jaulas y se pagaba dinero por verlos. -¿Dinero, abuelo? ¿Y eso qué es? Antes de que el viejo contestara, Edwin se dio un golpe en la frente: se había acordado. Se metió la mano en una especie de bolsillo inserto en la piel de oso, y sacó de él, triunfalmente, un dólar de plata, abollado y deslustrado. Los ojos del anciano se iluminaron cuando se inclinó sobre la moneda. -Mi vista es mala -murmuró-. Mira tú, Edwin, si puedes descifrar la fecha que lleva. El niño se echó a reír y exclamó, divertidísimo:



 -¡Eres increíble, abuelo! ¡Sigues tratando de hacerme creer que estos pequeños signos que hay ahí quieren decir algo! El viejo gimió profundamente, y acercó el pequeño disco a dos o tres pulgadas de sus ojos. -¡Dos mil doce! -exclamó, finalmente. Luego se lanzó a un parloteo chistoso. -¡Dos mil doce! Fue el año en que Morgan V fue elegido presidente de los Estados unidos por la Asamblea de Magnates. Debe ser una de las últimas monedas que se acuñaron, porque la muerte escarlata llegó en el año dos mil trece. ¡Señor! ¡Señor! ¡Cuando pienso en ello! Hace sesenta años. ¡Y hoy soy el único superviviente de aquel tiempo! ¿Dónde has encontrado esta moneda, Edwin? Edwin, que había escuchado a su abuelo con la benévola condescendencia que se merecen los desvaríos de los débiles mentales, respondió en seguida: -¡Me la dio Hu-Hu! La encontró cuando guardaba su rebaño de cabras, cerca de San José, la primavera pasada. Hu-Hu dice que es plata... Pero, ¿no tienes hambre, abuelo? ¿Por qué no seguimos andando? El pobre hombre, después de devolverle el dólar a Edwin, asió su bastón con mayor fuerza y se apresuró hacia el sendero, brillándole de gula los ojos. -Esperemos musitó- que Cara de Liebre haya encontrado algún cangrejo... ¡Quizá dos cangrejos! Es bueno de comer, lo que tienen dentro los cangrejos. Muy bueno de comer, cuando ya no se tienen dientes, y cuando uno tiene nietos como vosotros, que quieren a su abuelo y se sienten obligados a conseguirle cangrejos. Cuando yo era niño... Pero Edwin había visto algo; se había detenido, y, llevándose un dedo a los labios, hizo al anciano signo de callarse. Colocó una flecha en la cuerda de su arco y avanzó, al amparo de una vieja tubería de agua medio reventada que, al estallar, había desplazado un riel. Bajo la parra silvestre y las plantas trepadoras que la cubrían se veía la gruesa tubería oxidada. El muchacho, avanzando de aquel modo, llegó junto a un conejo que estaba sentado junto a un matorral y que le miró, titubeante y tembloroso. La distancia era todavía de al menos cincuenta pies. Pero la flecha voló certeramente al blanco, veloz como el rayo, y el conejo, alcanzado, emitió un chillido de dolor. Luego se arrastró chillando hacia el matorral, tratando de ocultarse. El muchacho, como la flecha, era un rayo, un rayo de piel tostada y de flotante piel de animal. Mientras corría hacia el conejo, su musculatura se tensaba y destensaba como un conjunto de resortes de acero que operaran, poderosos y flexibles, en el interior de sus miembros secos. Asió al animal herido, lo remató golpeándole la cabeza contra un tronco de árbol que quedaba a su alcance, y luego volvió junto al viejo y le entregó la presa para que la llevara. -Es bueno, el conejo; muy bueno -musitó el vejestorio-. Pero como golosina deliciosa al paladar, prefiero el cangrejo. Cuando era niño... Edwin, impaciente ante la fútil locuacidad del viejo, le; interrumpió. -¿A qué vienen -dijo, cortándole la palabra tantas frases a propósito de cualquier cosa, frases que no tienen ningún sentido? Se expresó con menos cortesía, pero ése fue más o menos el sentido de lo que dijo. Tenía un modo de hablar gutural e imperativo, y la lengua que empleaba estaba claramente emparentada con la del viejo, que era, a su vez, una derivación bastante corrompida del inglés. Edwin prosiguió: 

 



 -Me pone nervioso oír constantemente cosas que no entiendo. ¿Por qué, abuelo, por ejemplo, llamas a un cangrejo «una golosina»? Un cangrejo es un cangrejo, Y se acabó. ¿Qué quiere decir eso que añades? El viejo suspiró sin contestar, y ambos Prosiguieron su camino en silencio. El ruido del romper de las olas fue aumentando, y, cuando ambos emergieron del bosque, se mostró repentinamente el mar, más allá de las grandes dunas de arena. Entre aquellas dunas, unas cuantas cabras mordisqueaban una hierba escasa. Estaban al cuidado de otro muchacho, vestido con pieles de animales, y de un perro, que no era ya sino una débil reminiscencia del perro y se parecía mucho más al lobo. En primer plano se elevaba el humo de una hoguera vigilada Por un tercer muchacho, de aspecto no menos tosco que los dos anteriores. A su alrededor estaban tendidos varios Perros-lobo, semejantes al que guardaba las cabras. A un centenar de yardas de la orilla del mar había un amontonamiento de peñascos despedazados, y al rugir de las olas que los azotaban se mezclaba una especie de ladrido ronco. Era el mugir de enormes leones marinos que se arrastraban entre las rocas, unos para tenderse al sol, otros para combatir entre ellos. El viejo se dirigió hacia el fuego, acelerando el paso y husmeando el aire con avidez. -¡Mejillones! -exclamó, extasiado, con su vocecilla temblorosa, al llegar junto al fuego-. ¡Mejillones! ¿No es cierto, Hu-Hu? ¿No será un cangrejo? ¡Dios mío! ¡Muchachos, qué buenos sois con vuestro abuelo! Hu-Hu, que aparentaba la misma edad que Edwin, respondió, con una mueca que pretendía ser una sonrisa: -Come, abuelo, come todo lo que quieras. Mejillones o cangrejos. Hay cuatro. El paralítico entusiasmo del viejo era un espectáculo penoso. Se sentó en la arena lo más aprisa que se lo permitieron sus miembros agarrotados, y sacó de entre los tizones un mejillón de roca de gran tamaño. El calor había hecho que se abrieran las valvas, y se veía la carne del mejillón, color salmón y cocida en su punto. Con prisa febril, el viejo asió el suculento bocado entre el pulgar y el índice y se lo llevó rápidamente a la boca. Pero el mejillón quemaba y, al cabo de un instante, lo escupía profiriendo aullidos de dolor, mientras le rodaban unas lágrimas por las mejillas. Los jovencitos eran auténticos salvajes, y salvaje era su cruel regocijo. Rompieron a reír ante el ardiente chasco del viejo, que consideraron sumamente divertido. Hu-Hu se puso a hacer inacabables, cabriolas y Edwin se retorcía de risa en el suelo. El pequeño guardián de las cabras acudió, atraído por el ruido, y no tardó en sumarse a la hilaridad. -Enfríalos, Edwin... Enfríalos -suplicó el viejo sufriente, sin ni siquiera enjugarse las lágrimas que seguían brotando de sus ojos-. Enfría también un cangrejo, Edwin... Ya sabes cuánto le gustan los cangrejos a tu abuelo. Un chisporreteo salía del fuego, que hacía que todas las valvas de los mejillones se abrieran y estallaran en un vapor húmedo. Los moluscos eran su mayor parte de buen tamaño: medían entre tres y seis pulgadas de largo. Los muchachos los sacaron del fuego valiéndose de palitos, y los alinearon en una vieja cepa arrojada a la playa por el mar para que se enfriaran. El viejo gemía: -En mis tiempos, nadie se burlaba de este modo de los viejos... Se les respetaba... Los muchachos no prestaron la menor atención a las quejas y recriminaciones del vejestorio. Pero el viejo fue ahora más prudente, y no se quemó la boca. Todos se habían puesto a comer, haciendo mucho ruido con la lengua y chasqueando los labios. El tercer niño, que se llamaba Cara de Liebre y que tenía ganas de reír un poco más, colocó disimuladamente un poco de arena en uno de los mejillones, que ofreció luego al viejo. Cuando éste se lo metió en la boca, la arena le dañó las encías y las mucosas bucales e hizo una mueca horrible. Recomenzó entonces la risa, tumultuosamente. El viejo no se daba cuenta de que había sido objeto de una broma pesada. Balbuceaba lastimosamente y escupía con todas sus fuerzas. Finalmente, Edwin se apiadó y le tendió una calabaza de agua fresca, con la que el viejo se enjuagó la boca. -A ver, Hu-Hu, ¿dónde están los cangrejos? preguntó Edwin-. Hoy, el abuelo tiene hambre. Al oír hablar de cangrejos, los ojos del viejo brillaron de gula, y Hu-Hu le tendió uno, que era de muy buen tamaño. El caparazón y las patas estaban enteros, pero vacíos. Con manos temblorosas y emitiendo grititos de impaciencia, el viejo quebró una de la patas, pero- no encontró sino vacío. -¡Un cangrejo, Hu-Hu! -gimió-. ¡Dame un cangrejo de verdad!... -¡Nos hemos burlado de ti, abuelo -contestó Hu - Hu-. No hay cangrejos. No he encontrado ninguno. La decepción se pintó en la cara arrugada del vejestorio, que volvió a echarse a llorar a mares mientras los muchachitos se reían inconteniblemente. Disimuladamente, Hu-Hu reemplazó el caparazón vacío, que el viejo había dejado en el suelo delante suyo, por un cangrejo lleno, cuyas patas y caparazón estaban ya quebrados y cuya blanca carne emitía un aroma delicioso. El olfato del viejo sintió un divino cosquilleo, y bajó la mirada, sor prendidísimo. Su lúgubre humor se trocó acto seguido en alegría. Husmeó y luego, con un ronroneo beatífico, se puso a comer. Y, mientras masticaba con las encías, mascullaba una palabra que no tenía ningún sentido para sus oyentes: -Mayonesa... Mayonesa... Hizo chasquear la lengua, y Prosiguió: -¡Mayonesa! Eso sí que sería buena cosa... ¡Y pensar que hace más de sesenta años que ha desaparecido, Han crecido dos generaciones sin conocer su maravilloso perfume. ¡En otros tiempos, en todos los restaurantes la servían con los cangrejos! Una vez saciado, el viejo suspiró, se secó las manos frotándoselas en sus muslos desnudos, y su mirada se perdió en el mar. Luego, sintiendo el bienestar de un estómago lleno, se -puso a rebuscar en su memoria. -¿Sabéis, hijos míos, sabéis que yo he visto estas orillas hirviendo de vida? Aquí se apretujaban cada domingo hombres, mujeres y niños. En vez de osos a la espera de devorarlos, había allá arriba, en la cima del acantilado, un magnífico restaurante donde uno encontraba todo lo que quería comer. Vivían entonces en San Francisco cuatro millones de personas. Y ahora, en todo el territorio, no quedan ni cuarenta- También el mar estaba repleto de barcos, de barcos que entraban y salían sin parar por la Puerta de oro. Y en el aire había innumerables dirigibles y aviones, que podían superar las doscientas millas Por hora. Sí, ésa era la velocidad mínima que exigían los contratos de la compañía aérea que hacía el servicio postal entre Nueva York y San Francisco. Hubo un hombre, un francés, que ofreció la velocidad de trescientas millas. ¡Hum, hum! Esto pareció excesivo, y demasiado arriesgado, a los ojos de la gente retrógrada. Pero el francés insistía, y tenía base sólida para hacerlo, y hubiera logrado lo que prometía de no haber sido por la gran peste. Cuando yo era niño, había todavía gente que recordaba haber visto los primeros aeroplanos. Yo vi los últimos. Han pasado sesenta años... Los niños escuchaban su monólogo con aire distraído. No comprendían casi nada de lo que decía, y estaban hartos de su machaconería, tanto más cuanto que, en sus ensueños en voz alta, empleaba un inglés más puro, que no tenía sino una lejana relación con la tosca jerga que ellos empleaban y que el viejo empleaba al hablar con ellos. -En cambio, los cangrejos, en aquel tiempo -prosiguió-, eran más escasos, porque los pescaban por todas partes, y era un manjar muy apreciado. Se autorizaba su pesca durante un solo mes del año. Hoy pueden capturarse todos los días del año. ¡Esto, en aquel tiempo, hubiera parecido prodigioso! En aquel momento se produjo una viva agitación entre las cabras que comían hierba entre las dunas, y los tres muchachos se pusieron en pie. Los perros que estaban acurrucados junto al fuego corrieron a unirse con su compañero, que había permanecido junto a las cabras y que gruñía furiosamente. El rebaño entero derivó hacia sus protectores humanos. Media docena de formas grises y flacas se deslizaban furtivamente por la arena, y tenían en jaque a los perros, a los que se les erizaba el pelo del lomo. Edwin lanzó contra las formas una flecha que erró el blanco. Pero Cara de Liebre, armado con una honda semejante a la que debió emplear David en su lucha con Goliat, hizo volar una piedra, que cruzó silbando el aire. La piedra cayó de lleno entre los lobos, que desaparecieron hacia las negras profundidades del bosque de eucaliptos. Su huida hizo reír a los muchachitos. Regresaron, satisfechos, a tenderse en la arena junto al vejestorio, que gemía desoladamente. Había comido demasiado, y la digestión se le hacía pesada. Y, apretándose el vientre con ambas manos, entrelazando los dedos, prosiguió sus lamentaciones. -El trabajo humano es efímero y se desvanece como la espuma del mar... Sí, eso es. El hombre, en este planeta, domesticó a los animales útiles y destruyó a los nocivos. Roturó la tierra y la liberó de la vegetación salvaje. Luego, cierto día, desaparece, y la marea de la vida primitiva vuelve a subir, barriendo la obra humana. La mala hierba y el bosque invaden los campos, los animales de presa vuelven a atacar a los rebaños, y ahora hay lobos en la playa de Cliff House. Esta idea pareció asustarlo. Se detuvo. Luego prosiguió: -Si en un solo territorio desaparecieron cuatro millones de seres humanos, si los lobos feroces vagan hoy por aquí, y si vosotros, progenie bárbara de tanto genio extinguido, os veis obligados a defenderos, con armas prehistóricas, de los colmillos de los cuadrúpedos invasores, todo ello se debe a la muerte escarlata. -Escarlata... Escarlata... -murmuró Cara de Liebre al oído de Edwin-. El abuelo repite a menudo esta palabra. ¿Tú sabes lo que significa? El viejo oyó la pregunta, y declamó, con su voz agridulce: -Los arces escarlata, cuando llega el otoño, me estremecen como un toque de clarín, dijo un poeta. Edwin explicó a Cara de Liebre: -El escarlata es el rojo... Tú no lo sabes porque te has educado en la tribu del Chófer. Ninguno de sus miembros ha sabido jamás nada. El escarlata es el rojo... Yo sí lo sé. Cara de Liebre protestó: -Si el escarlata es el rojo, ¿por qué no decir rojo? ¿Qué sentido tiene complicarlo todo con palabras que la gente no entiende? El rojo es el rojo, y se acabó. -Rojo no es la palabra adecuada -replicó el viejo-. La peste no era roja, era escarlata. El cuerpo y la cara del que se veía atacado por ella se ponían escarlata en el plazo de una hora. Lo sé porque lo vi. Hay que decir escarlata. Pero Cara de Liebre no estaba convencido. Se obstinó: -A mí me basta con decir rojo. Papá no utiliza ninguna otra palabra. Dice que todo el mundo murió de muerte roja. El viejo se irritó. -Tu padre, como muy bien dice Edwin, es un hombre del vulgo, y es hijo de un hombre del vulgo. Nunca ha tenido educación. Tu abuelo era un chófer, un criado. Tu abuela era de buena cepa, eso es verdad. Era una dama. Pero ni sus hijos ni sus nietos se le han parecido. Antes de la muerte escarlata era la mujer de Van Warden, uno de los doce magnates de la industria que gobernaban América. Valía más de mil millones de dólares. ¿Te das cuenta, Edwin? Más de un millón de monedas iguales a la que tú llevas en el bolsillo. Luego vino la muerte escarlata, y esa mujer se convirtió en la mujer de Bill el chófer. Bill tenía la costumbre de pegarle palizas. Lo vi con mis propios ojos. Ya ves, Cara de Liebre, quién fue tu abuela. En el curso de esta discusión, Hu-Hu, perezosamente tendido en la arena, se entretenía cavando en ella con el pie. De repente dio un grito. Su dedo gordo había dado con un objeto duro, y se había rasguñado. Se puso en pie, y examinó el agujero que había abierto. Los otros dos muchachos se le unieron, y se pusieron a cavar rápidamente entre los tres, apartando la arena con las manos. Aparecieron tres esqueletos. Dos de ellos eran de adultos, y el tercero correspondía a un adolescente. El vejestorio se acercó de rodillas al agujero, y se inclinó sobre él. -Son víctimas de la peste escarlata -proclamó-. Así morían, en todas partes. Se trata sin duda de una familia que huía del contagio y que cayó muerta aquí, en la playa de Cliff House. Éstos... Pero, ¿qué haces, Edwin? Edwin, con la punta de su cuchillo de caza, había empezado a hacer saltar los dientes de la mandíbula de uno de los esqueletos. -¡Santo Dios! Pero ¿qué haces? -repitió el viejo, despavorido. -Es para hacerme un collar -contestó el muchacho. Los otros dos muchachos imitaron a Edwin, raspando o golpeando con la punta o el mango de sus cuchillos. El viejo gemía: -Sois unos salvajes, unos auténticos salvajes. Ya hemos llegado a la moda de adornarse con dientes humanos. La próxima generación se perforará la nariz y las orejas y se adornará con huesos de animales y con conchas. De eso no cabe duda. La raza humana está condenada a hundirse cada vez más en la noche primitiva antes de recomenzar algún día un nuevo ascenso sangriento hacia la civilización. Hoy, la tier

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