El labrador marino

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El labrador marino
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El labrador marino


El labrador marino (1900) Jack London

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Abril 2021

Imagen de portada: Rawpixel

Traducción: Benito Romero

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Portada

2  Página Legal

3  .

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Ésa debe ser la lancha del médico —dijo el capitán MacElrath. El práctico se limitó a responder con un gruñido, mientras el otro examinaba, con sus prismáticos, la lancha, la faja de playa y Kingstown, que se alzaba detrás, para luego contemplar la bocana de Howth Head, al Norte.

—La marea es favorable y habrá usted anclado en menos de dos horas —indicó el práctico, intentando mostrarse alegre—. Ring’s End Basin, ¿no es cierto?

Esta vez fue el marino quien gruñó.

—Uno de esos malos días típicos de Dublín.

De nuevo, gruñó el marino. Estaba cansado tras toda una noche

de viento en el Canal de Irlanda, que tuvo que pasar, ininterrumpidamente, en el puente de mando. Y, también, estaba cansado de aquel viaje, en el que invirtiera más de dos años, desde que zarpó hasta el momento de su regreso, con un total de ochocientos cincuenta días.

—Un auténtico clima invernal —exclamó tras un largo silencio—. No puede verse la ciudad. Hoy va a llover mucho.

El capitán MacElrath era un hombre bajito, con la estatura justa para mirar por encima de la lona de protección del puente. Tanto el piloto como el tercer oficial le sobrepasaban en mucho, igual que el timonel, un corpulento alemán, desertor de un buque de guerra, al que alistara en Rangún. Pero esa deficiencia de estatura nada tenía que ver con la habilidad profesional del capitán MacElrath. Por lo menos, así lo reconocía la compañía, y él también lo hubiera sabido, de poder ver el detallado y minucioso expediente personal que aquélla guardaba en sus archivos. Sin embargo, la empresa jamás le había dado a entender que confiara en él. No tenía esa costumbre, considerando preferible que ninguno de sus empleados llegase a creerse indispensable ni, tampoco, demasiado útil. Por otra parte, ¿quién era el capitán MacElrath? Nadie, excepto un patrón de barco, uno sólo entre los ochenta o más patrones que mandaban los ochenta o más buques de la compañía, por todas las latitudes de los océanos.

Debajo de MacElrath, en la cubierta principal, dos tripulantes chinos transportaban el desayuno en unas oxidadas bandejas metálicas, que denotaban el contacto continuo con el agua salada. Un marinero recogía la cuerda de seguridad que se extendía desde el castillo de popa, a través de las escotillas y de las poleas, hasta la escalera del puente.

—Un viaje duro —comentó el práctico.

—Sí, mucho, pero eso no me preocupa tanto como la pérdida de tiempo. Es lo que más me molesta.

Al decirlo, el capitán MacEralth se volvió para mirar la popa y el práctico, siguiendo su mirada, pudo ver la muda pero convincente explicación de la pérdida de tiempo. La chimenea, de color amarillento en la parte baja, aparecía blanca por la sal, mientras que la sirena resplandecía, con destellos cristalinos, bajo los rayos de sol que, de vez en cuando, se filtraban por una espesa nube. Faltaba la lancha de salvamento, al tiempo que algunas barras retorcidas indicaban la fuerza de los golpes de mar que se le infligieron al viejo Tryapsic. También faltaba otro bote. Los maltratados restos de la lancha se encontraban junto a la destrozada claraboya del cuarto de máquinas, cubiertos por una lona. Estaba rota la puerta del comedor de oficiales. Frente a ella, sujeta por unos cables que manejaban el contramaestre y un marinero pendía la enorme red de cuerdas que no pudo detener la violencia del embravecido mar.

—Por dos veces les hablé de esa puerta a los armadores —explicó el capitán—. Me dijeron que no importaba. Pero se levantó una gran tormenta, de las mayores que he visto, y la destrozó. Las olas la arrancaron, lanzándola sobre la mesa de nuestro comedor y destrozando el camarote del jefe de máquinas. Se enfureció mucho.

—Debieron haber sido una olas enormes —comentó el práctico con simpatía.

—Sí, lo eran. El barco se movía mucho. Mataron al primer oficial. Estábamos juntos en el puente y le dije que echara un vistazo a una de las poleas. Batían las olas y me preocupaba. No estaba muy seguro de que resistiera y había pensado en sustituirlo, cuando una ola casi nos saltó sobre el puente. Era una montaña de agua. Nos dejó empapados. De momento, no eché de menos al primer oficial, ocupado en enderezar el buque, hacer que aseguraran la puerta y ponerle una lona a la claraboya. Pero ya no le vi más. El timonel dijo que había bajado a cubierta poco antes de que nos cayese encima aquella ola. Le buscamos en la proa, en su camarote, en la sala de máquinas y, al fin, lo encontraron en la cubierta inferior partido por la mitad.

El practico lanzó un terrible juramento.

—Sí —continuó el capitán en tono cansino—, fue al chocar con una tubería. Le aseguro que le partió en dos, igual que a un arenque. La ola debió alcanzarle en la cubierta superior, arrastrándole a través de todo el buque y por las escotillas, para, al fin, hacer que se golpease la cabeza con aquella cañería. Lo partió como si hubiera sido de mantequilla, por en medio, de modo que un mitad, con un brazo y una pierna, quedaba a un lado y la otra, también con un brazo y una pierna, enfrente. Le aseguro que resultó muy desagradable. Lo recogimos envolviéndolo en una lona para enterrarlo.

El práctico lanzó un nuevo juramento.

—Pero no lo lamenté demasiado —le aseguró el capitán—. En realidad, me quité un peso de encima. Ese primer oficial no era un auténtico marino. No servía más que para complicarme la vida y no me arrepiento de decirlo.

Según afirman, hay tres clases de irlandeses: los católicos, los protestantes y los del norte, y también se dice que éstos no son más que escoceses trasplantados. El capitán McElrath era del Norte, y para mucha gente tenía acento escocés, pero nada conseguía enfurecerle tanto como que le confundiesen con ellos. Era irlandés de los pies a la cabeza e irlandés se sentía, aunque hablase con cierto desprecio de los del Sur e, incluso, de los orangistas. De religión presbiteriana, en su pueblo no llegaban a reunirse ni siquiera cinco personas en la sala de la Liga de Orange. Procedía de la lista de McGill, donde siete mil almas de su mismo temple vivían en tantas buenas relaciones y con tanta “sobriedad” que, en toda el área, no había un solo policía ni una taberna.

El capitán MacElrath jamás se había sentido atraído por el mar. Éste era, tan sólo, el modo de ganarse el sustento, su lugar de trabajo, lo mismo que para otros hombres lo son la fábrica, la tienda o el banco. El ansia de viajar nunca le había envuelto en sus cantos de sirena y la aventura jamás le encendió su espesa sangre. Carecía de imaginación. Para él nada significaban las maravillas de las profundidades. Los tornados, los huracanes, el oleaje o las mareas constituían otros tantos obstáculos en el rumbo de un buque e inconvenientes para su capitán; así únicamente los consideraba. Había visto, pero sin verlas, las muchas maravillas de tierras lejanas. Bajo sus párpados ardían la esplendorosa belleza de los mares tropicales o le mordían las cortantes galernas del Atlántico Norte y del Sur del Pacífico, pero sólo le recordaba mesas destrozadas, cubiertas barridas por el agua, cordajes arrancados, gasto excesivo de carbón, largas travesías y pintura fresca estropeada por la lluvia.

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