Bartleby, el escribiente

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Bartleby, el escribiente
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Bartleby, el escribiente


Bartleby, el escribiente (1856) Herman Melville

© Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Diciembre 2020

Imagen de portada: Melancholy III (1902) by Edvard Munch.

Traducción: Benito Romero

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor

Índice

1  Portada

2  Página Legal

3  Bartleby, el escribiente. Una historia de Wall Street.

Bartleby, el escribiente. Una historia de Wall Street.

Soy un hombre más bien mayor. La naturaleza de mis ocupaciones, en los últimos treinta años, me ha puesto en contacto más que frecuente con lo que parecería ser un grupo interesante, y en cierto modo singular, de hombres sobre los que, hasta donde yo sé, no se ha escrito nada: me refiero a los copistas judiciales o escribientes. He conocido a muchos de ellos, profesional y particularmente y, si quisiera, podría relatar diversas historias que harían sonreír a caballeros benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero renuncio a las biografías de todos los otros escribientes si puedo contar algunos pasajes de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo haya visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. Creo que no hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada se puede asegurar, salvo que provenga de las fuentes origínales y en su caso son muy exiguas. Lo que vieron, mis asombrados ojos de Bartleby es todo lo que sé de él, excepto, en verdad, un nebulosa rumor que figurara en el epílogo.

Antes de presentar al escribiente, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos de mis empleados, mis asuntos, mi oficina y mi ambiente general, porque tal descripción es indispensable para una comprensión adecuada del protagonista de mi relato.

En primer lugar, soy un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica, y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes invadan mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la fría tranquilidad de un cómodo retiro tramito cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, me consideran un hombre eminentemente seguro. El finado John Jacob Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmas, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia; la segunda, el método. No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado John Jacob Astor, nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido esférico y tintinea como el oro en lingotes. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado John Jacob Astor.

Poco tiempo antes del período en qué comienza ésta pequeña historia, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el antiguo cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me enojo; raras veces me dejo llevar por una indignación excesiva ante las injusticias y los abusos, pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo había contado con toda una vida de beneficios y sólo recibí los correspondientes a unos pocos años. Pero esto es al margen.

Mis oficinas ocupaban un piso escaleras arriba en el número X de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanca de un espacioso pozo de ventilación cubierto por una claraboya, y que abarcaba todos los pisos.

Este espectáculo era más bien insípido, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman "vida". Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la permanente sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un telescopio, pues estaba a pocas varas de mis ventanas, para beneficio de espectadores miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso, a causa de la gran elevación de los edificios vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enorme tanque cuadrado.

En el período anterior al advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis órdenes, y un muchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el segundo, Nippers; el tercero, Ginger Nut. Éstos son nombres que no es fácil encontrar en las guías. Eran en realidad sobrenombres, mutuamente conferidos por mis empleados, y que expresaban sus respectivas personas o caracteres. Turkey era un inglés bajo, obeso, de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana, podríamos decir, su rostro tenía un matiz rosado, pero después de las doce —su hora de almuerzo— resplandecía como una hogar navideño lleno de leña, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso gradual) hasta las seis de la tarde; después yo no veía más al propietario de ese rostro, quien, coincidiendo en su cenit con el sol, parecía ponerse con él, para levantarse, culminar y declinar al día siguiente, con la misma regularidad y la misma gloria.

En el decurso de mi vida he observado singulares coincidencias, de las cuales no es la menor el hecho de que en el preciso momento en que Turkey, con roja radiante faz, emitía sus más vividos rayos. Comenzaba el período durante el cual su capacidad de trabajo quedaba seriamente afectada para el resto del día. No digo que entonces se volviera absolutamente haragán u hostil al trabajo. Por el contrario, se volvía totalmente enérgico. Había en él una extraña, ardiente, temeraria, frenética y disparatada actividad. Se descuidaba al mojar la pluma en el tintero. Todas las manchas que figuran en mis documentos fueron producidas por él después de las doce del día. En las tardes, no sólo propendía a echar manchas: a veces iba más lejos y se ponía ruidoso. En tales ocasiones, su rostro ardía con más vivida ostentación, como si se arrojara carbón de piedra en antracita. Hacía con la silla un ruido desagradable, desparramaba el contenido de la caja de arena; al cortar las plumas, las rajaba impacientemente, y las tiraba al suelo con súbitos arranques de ira; se paraba, se echaba sobre la mesa, golpeando sus papeles de la manera más indecorosa; triste espectáculo en un hombre ya entrado en años. Sin embargo, como era por muchas razones mi mejor empleado y siempre antes de las doce era el ser más juicioso y diligente, capaz de despachar numerosas tareas de un modo difícil de igualar, me resignaba a pasar por alto sus excentricidades, aunque, en verdad, ocasionalmente, me veía obligado a reprenderlo. Sin embargo lo hacía con suavidad, pues aunque Turkey era de mañana el más cortés, más dócil y más reverencial de los hombres, estaba predispuesto por las tardes, a la menor provocación, a ser áspero de lengua; de hecho, insolente. Por eso, valorando sus servicios matinales, como yo lo hacía, y resuelto a no perderlos —pero al mismo tiempo, incómodo por sus provocadoras maneras después mediodía— y como hombre pacífico, poco deseoso de que mis amonestaciones provocaran respuestas impropias, resolví, un sábado al mediodía (siempre estaba peor los sábados), sugerirle, muy bondadosamente, que tal vez ahora que empezaba a envejecer, sería prudente abreviar sus tareas; en una palabra, no necesitaba venir a la oficina más que de mañana; después del almuerzo era mejor que se fuera a descansar a su casa hasta la hora del té. Pero no, insistió en cumplir sus deberes vespertinos. Su rostro se puso intolerablemente fogoso y, gesticulando con una larga regla en el otro extremo de la habitación, me aseguró enfáticamente que, si sus servicios eran útiles de mañana, ¿cuánto más indispensables no serían de tarde?

—Con toda deferencia, señor —dijo Turkey entonces—, me considero su mano derecha. De mañana, ordeno y despliego mis columnas, pero de tarde me pongo a la cabeza, y valientemente arremeto contra el enemigo, así —e hizo una violenta embestida con la regla.

—¿Y los borrones, Turkey? —insinué yo.

—Es verdad, pero con todo respeto, señor, ¿contemple estos cabellos! Estoy envejeciendo. Seguramente, señor, un borrón o dos en una tarde calurosa no pueden reprocharse con severidad a mis canas. La vejez, aunque borronea una página, es honorable. Con respeto; señor, los dos estamos envejeciendo.

Este llamado a mis sentimientos amistosos resultó irresistible. Comprendí que estaba resuelto a no irse. Hice mi composición de lugar, resolviendo que por las tardes le confiaría sólo documentos de menor importancia.

Nippers, el segundo de mi lista, era un muchacho de unos veinticinco años, cetrino, melenudo, con aspecto de pirata. Siempre lo consideré una víctima de dos poderes malignos: la ambición y la indigestión. Evidencia de la primera era cierta impaciencia en sus deberes de mero copista y una injustificada usurpación de asuntos estrictamente profesionales, tales como la redacción original de documentos legales. La indigestión se manifestaba en racha de sarcástico mal humor, con notorio rechinamiento dientes, cuando cometía errores de copia; innecesarias maldiciones, silbadas más que habladas, en el ardor del trabajo, y especialmente por un continuo disgusto con el nivel de la mesa en que trabajaba. A pesar de su ingeniosa aptitud mecánica, nunca pudo Nippers arreglar esa mesa a su gusto. Le ponía astillas debajo, cubos de distinta clase, pedazos de cartón y llegó hasta ensayar un prolijo ajuste con tiras de papel secante doblado. Pero ningún invento resultaba. Si para comodidad de su espalda levantaba la cubierta de su mesa en un ángulo agudo hacia el mentón, y escribía como si un hombre usara el empinado techo de una casa holandesa como escritorio, la sangre circulaba mal en sus brazos. Si bajaba la mesa al nivel de su cintura, y se agachaba sobre ella para escribir, se quejaba de dolor de espalda. La verdad es que Nippers no sabía lo que quería. O, si algo quería, era verse libre para siempre de una mesa de copista. Entre las manifestaciones de su ambición enfermiza, tenía la pasión de recibir a ciertos tipos de apariencia ambigua y trajes rotosos, a los que llamaba sus clientes. Comprendí que no sólo le interesaba la política barrial: a veces hacía sus negocios en los juzgados, y no era desconocido en las antesalas de The Thombs. Tengo buenas razones para creer, sin embargo, que un individuo que lo visitaba en mis oficinas, y a quien pomposamente insistía en llamar mi cliente, era sólo un acreedor, y la escritura, una cuenta. Pero con todas sus fallas y todas las molestias que me causaba, Nippers (como su compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra clara; y cuando quería no le faltaban modales distinguidos. Además, siempre estaba vestido como un caballero y con esto daba tono a mi oficina. En lo que respecta a Turkey, me daba mucho trabajo evitar el descrédito que reflejaba sobre mí. Sus trajes parecían grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos. Sus sacos eran execrables; el sombrero no se podía tocar. Pero mientras sus sombreros me eran indiferentes, ya que su natural cortesía y deferencia, como inglés subalterno, lo llevaban a sacárselo apenas entraba en el cuarto, su saco ya era otra cosa. Hablé con él respecto a su ropa, sin ningún resultado. La verdad era, supongo, que un hombre con renta tan exigua no podía ostentar al mismo tiempo una cara brillante y una ropa brillante.

 

Como observó Nippers una vez, Turkey gastaba casi todo su dinero en tinta roja. Un día de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia: un sobretodo gris, acolchado, de gran abrigo, abotonado desde el cuello hasta las rodillas. Pensé que Turkey apreciaría el regalo, y moderaría sus estrépitos e imprudencias. Pero no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado ejercía un pernicioso efecto sobre él, según el principio de que un exceso de avena es perjudicial para los caballos. De hecho, igual que le sienta la avena a un caballo impetuoso e inquieto, así le sentó a Turkey la chaqueta. Le daba insolencia. Era un hombre a quien perjudicaba la prosperidad.

Aunque en lo referente a la indulgencia consigo mismo de Turkey yo tenía mis presunciones; en lo referente a Nippers estaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus faltas en otros aspectos, era por lo menos un joven sobrio. Pero la propia naturaleza era su tabernero, y desde su nacimiento le había suministrado un carácter tan irritable y tan alcohólico que toda bebida subsiguiente le era innecesaria. Cuando pienso que en la calma de mi oficina Nippers se ponía de pie, se inclinaba sobre la mesa, estiraba los brazos, levantaba todo el escritorio y lo movía, y lo sacudía marcando el piso, como si la mesa fuera un perverso ser voluntarioso dedicado a vejarlo y a frustrarlo, claramente comprendo que para Nippers el aguardiente y el agua eran totalmente superfluos. Era una suerte para mí que, debido a su causa primordial —la mala digestión—, la irritabilidad y la consiguiente nerviosidad de Nippers eran más notables de mañana, y que de tarde estaba relativamente tranquilo. Como los paroxismos de Turkey sólo se manifestaban después de mediodía, nunca debí sufrir a la vez las excentricidades de los dos. Los ataques se relevaban como guardias. Cuando el de Nippers estaba de turno, el de Turkey estaba franco, y viceversa. Dadas las circunstancias era éste un buen arreglo natural.

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