Carta al padre

Text
From the series: Clásicos
Read preview
Mark as finished
How to read the book after purchase
Carta al padre
Font:Smaller АаLarger Aa

Carta al padre


Carta al padre (1952) Franz Kafka

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Diciembre 2021

Traducción:

Imagen de portada: Rawpixel

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Portada

2  Página Legal

3  .

.

QUERIDO PADRE:

En alguna ocasión me preguntaste por qué decía yo que te temía. Como siempre, no pude responderte, porque por un lado está el miedo que me inspiras y por otro, porque por el mismo temor hay muchos detalles, más de los que podría tener en cuenta al hablar. Incluso ahora, mi escrito será insuficiente por el mismo miedo y sus consecuencias que me inhiben ante ti, rebasando por completo mi memoria y mi entendimiento.

Para ti siempre ha sido muy simple, por lo menos así parece a juzgar por lo que hablaste de mí frente a otros sin discriminación alguna.

Las cosas para ti son así: tú has trabajado afanosamente durante toda tu vida sacrificando todo por tus hijos, especialmente por mí; por lo que yo he vivido con tranquilidad, con libertad para elegir qué estudiar, sin problemas de alimentación, sin ningún problema serio. Conociendo la "gratitud de los hijos" no has exigido nada, aunque sí esperabas por lo menos un halago, una señal de afecto; en cambio yo no he hecho más que estar en mi habitación, con libros, amigos y con ideas locas; nunca hemos platicado con confianza, ni hemos ido al templo juntos; no te visité en Franzensbad, ni conozco el significado de familia; nunca me he interesado por tus negocios, ni tu fábrica, ni tus asuntos en general; he ayudado a Ottla en su egoísmo mientras que por ti no he movido un dedo (ni siquiera te he invitado al teatro); sólo me intereso por mis amigos. Reflexiona en tu juicio sobre mí y te darás cuenta que me recriminas no por algo malo o indecente (exceptuando quizás mi último proyecto de matrimonio), sino por mi ingratitud, mi distanciamiento; y me crees el único culpable por esto y piensas que si tú tienes algo de culpa es sólo por haber sido siempre bueno conmigo; como si fuera tan fácil cambiar el curso de las cosas.

Acepto la interpretación de tu inocencia de nuestro distanciamiento, en la medida en que ambos somos inocentes. Si pudiera lograr que lo reconocieras, entonces sería posible no una nueva vida –para eso somos viejos ya–, pero sí una especie de paz, que mitigaría tus constantes reproches.

Tienes idea de lo que quiero decir. Hace poco me comentaste: "Siempre te he querido aunque no te haya cuidado como lo hacen otros padres, precisamente porque no sé fingir como ellos." Es cierto padre, tú no sabes fingir y tu bondad hacía mí es incuestionable. Pero afirmar que los demás fingen sólo por que tú no lo haces es incorrecto, o será –según mi opinión– que hay algo entre nosotros que nos separa y que en cierta forma tú eres causante de ello, pero sin ser culpable. Si piensas así, entonces estaremos de acuerdo.

No digo que lo que soy ha sido sólo por tu influencia. Sena muy exagerado (y tiendo a esta exageración). Pero es muy posible que sin tu influencia tampoco me hubiera convertido en el hombre que tú deseabas que fuera. Sería quizás más débil, más inseguro, más temeroso, más intranquilo, no un Robert Kafka, ni un Karl Hermann, simplemente distinto de como soy ahora, pero tal vez podríamos soportarnos mejor el uno al otro. Hubiera sido feliz de tenerte como amigo, como jefe, como abuelo, incluso (aunque con ciertas dudas), como suegro. Como padre eres demasiado fuerte para mí, particularmente porque tuve que enfrentarte solo los primeros años (para lo cual era muy débil), debido a que mis hermanos murieron pequeños y mis hermanas nacieron mucho después.

Haz la comparación de ambos: yo, para decirlo pronto, soy un Löwy con algunos rasgos de los Kafka, pero sin tener la voluntad de vida, de comercio, de conquista de ellos; soy más sensible, más retraído, más tímido. Tú, por el contrario, eres un verdadero Kafka en fuerza, salud, apetito, en el poder de tu voz, en la facilidad de palabra, en la satisfacción de ti mismo, en tu visión del mundo, en la perseverancia, en la presencia de ánimo, en el conocimiento de los hombres, en la generosidad; pero paralelamente a todas estas cualidades corresponden defectos y debilidades. Aunque pensándolo bien, no serías un verdadero Kafka en tu visión del mundo comparado con mis tíos Philipp, Ludwig o Heinrich. Ellos eran más alegres, más liberados, más naturales, más frívolos, menos severos que tú.. (Por cierto, heredé este aspecto de ti y me he manejado bien a pesar de no tener en mi carácter el contrapeso que tú tienes.) Aunque seguramente tu carácter era diferente, tal vez eras más feliz antes de que tus hijos, especialmente yo, te decepcionáramos. Y ahora, tal vez, con los nietos y el yerno has recuperado la felicidad que tus hijos, a excepción de Valli, no pudieron darte. Eramos tan diferentes y por lo mismo tan peligrosos el uno para el otro, que probablemente hubieras podido acabar completamente conmigo. Esto no sucedió, pero sí, tal vez, algo más grave. Recuerda que no creo que seas culpable de nada. Tú causaste en mí el efecto que debías causar. Y sucumbir a este efecto no debes creer que fue por maldad de mi parte.

Yo era un niño temeroso y seguramente terco como todos los niños; mi madre de seguro me consentía; pero no creo que haya sido difícil de sobrellevar; con una caricia, una palabra dulce, una mirada bondadosa hubieran podido conseguir de mí lo que quisieran. Tú eres un hombre bondadoso y flexible ( lo que sigue no contradice lo anterior, sólo es la visión de un niño), pero un niño no está siempre atento en buscar la bondad de las personas. Me trataste de la misma forma en que fuiste tratado: con rudeza, gritos e irascibilidad, pero te parecía lo apropiado ya que deseabas convertirme en un joven fuerte y valiente.

No recuerdo cómo me tratabas en los primeros años, pero puedo representarme algo de ellos por evidencias posteriores y por la forma en que tratas a Félix. Aunque está como agravante tu juventud que te hacía más violento, más irascible y más despreocupado que hoy. Inmerso en tus negocios te dejabas ver sólo una vez al día y por esto mismo causabas en mí una impresión tan fuerte, que apenas se puede perder con la costumbre.

Claramente recuerdo sólo un incidente de los primeros años. Tal vez lo recuerdes también. Alguna noche yo lloraba pidiendo agua y no por tener sed, sino solamente para llamar su atención o para distraerme. Viendo que tus fuertes amenazas no sirvieron de nada, me sacaste de la cama y me dejaste en la terraza un momento, en camisa de dormir, solo, con la puerta cerrada. No quiero decir que fue malo lo que hiciste, tal vez era la única forma de recobrar el reposo nocturno. Lo que quiero es caracterizar tus métodos educativos y sus efectos sobre mí. Posiblemente me hice más obediente, pero ya tenía el trauma. Nunca pude asociar correctamente el pedir agua sin sentido alguno (que para mi era natural) y el hecho extraordinariamente terrible de haber sido echado. Años después sufría con la idea de que aquel hombre enorme, que era mi padre, vendría sin razón alguna a sacarme de la cama en la noche y llevarme a la terraza; lo que significaba además, que no era nada para él.

Esto fue sólo el inicio, pero el sentimiento de nulidad que me abate constantemente (aunque puede ser un sentimiento generoso y fructífero), se debe a tu influencia. Yo necesitaba un poco de aliento, de amistad, un poco de libertad para ser yo. Pero tu buena intención, claro está, me animaba por otro camino. Te alegrabas cuando por ejemplo, marchaba y saludaba correctamente, pero yo no quería ser soldado; o cuando comía con apetito, cuando bebía una cerveza, cuando cantaba o repetía cosas que te agradaban; pero nada de eso pertenecía a mi futuro. Actualmente, sólo me apoyas cuando te sientes afectado, cuando sientes herido tu amor propio (por ejemplo, con mi intención de casarme), o cuando es herido mi orgullo, como cuando Pepa me insulta. Entonces se me recuerda mi valor, a los partidos a los que yo hubiera podido aspirar, se me da ánimos y Pepa es condenada por completo. Pero, a pesar de que a mi edad los estímulos no sirven de mucho, me ayudaría bastante si me apoyaras cuando no sólo se tratase de mí.

Necesitaba mucho aliento, pues me sentía oprimido simplemente con tu corpulencia. Recuerdo, por ejemplo, cuando íbamos a nadar y nos desnudábamos en una caseta de baño. Yo, flaco y débil; tú en cambio, fuerte, grande, imponente. Yo me sentía infeliz no sólo ante t¡, sino ante el mundo entero, pues tú eras para mí la medida de todas las cosas. Salíamos de la caseta, y yo me sentía un pequeño esqueleto vacilante, descalzo, con miedo al agua, incapaz de imitar tus movimientos al nadar, que tú me enseñabas con la mejor intención, pero que a mí me desesperaba, me avergonzaba y hacía que recordara con ímpetu todas mis malas experiencias. Lo mejor para mí era cuando tú te desvestías primero y me dejabas solo, entonces retrasaba al máximo mi salida, hasta que regresabas a ver qué sucedía y me sacabas de la caseta. Te agradecía que parecieras ignorar mi apuro. Me sentía orgulloso del cuerpo de mi padre; por cierto, la diferencia entre ambos todavía subsiste.

 

A todo esto se aunaba lo espiritual. Habías llegado tan alto, solo y por tu propio esfuerzo, que tenías una confianza absoluta en tu opinión. Sentía una enorme admiración por ti, sobre todo cuando yo apenas era un joven en formación. En tu sillón gobernabas al mundo. Tu opinión era la correcta y cualquier otra era errónea, excéntrica. Tu confianza en ti mismo era tan grande que no tenías siquiera que ser consecuente para seguir teniendo razón. Podía ser que en algún asunto no tuvieras que ver, por lo que cualquier opinión tuya debía ser falsa. Podías renegar, por ejemplo, de los checas, de los alemanes, de los judíos, con poco criterio pero con toda lucidez, y al final tú tenias la razón. Para mí, tú lograste lo enigmático que poseen los tiranos, cuyo derecho no se fundamenta en el pensamiento sino en su persona. Así me parecía.

Para mi casi siempre tenías la razón. No sólo en el diálogo, sino también en la realidad. Mi pensamiento entero se encontraba bajo tu fuerte presión, incluso el que no coincidía con el tuyo. Todos mis pensamientos, que aparentemente eran independientes, siempre esperaban, con impaciencia, la decisión de tu fallo. No hablo de algún pensamiento elevado en particular, sino de todo pequeño intento de la infancia. Cuando algo me hacía feliz y llegaba a casa a expresarlo era recibido con un irónico suspiro, un movimiento negativo de cabeza, un golpeteo impaciente de dedos sobre la mesa: "He visto algo mejor o ¡Vaya, qué preocupaciones las tuyas!" o "No tengo cabeza para eso" o "A ver qué logras con eso" o "¡Qué acontecimiento!"

Naturalmente que no se te exigía que celebraras cada tontería infantil, ya que tú tenías múltiples ocupaciones, pero tu opinión, siempre contraria a la mía, me desilusionaba profundamente. Después este antagonismo se reforzó y eras contrario a mis ideas aun si alguna vez tenías la misma opinión que yo. Me llené de desengaños a través de ti. El valor, el ánimo, la confianza, la alegría, no perduraban hasta el final si estabas en contra o podía suponerse tu oposición; que en efecto así era a casi todo lo que yo hacía.

Esto no sólo se veía en las ideas, sino también en los afectos. Bastaba que yo mostrara un poco de interés por alguien (que no era frecuente dado mi carácter), para que tú te interpusieras insultando y humillando a esa persona sin importarte mis sentimientos o mi opinión. Eran niños, seres inocentes a los que agredías, como por ejemplo al actor yiddisch Löwy que sin conocerlo lo comparaste agriamente con una sabandija; frecuentemente sacabas a relucir el refrán de los perros y las pulgas cuando te referías a las personas de mi agrado. Recuerdo especialmente al actor, pues anoté lo que opinabas de él con la siguiente observación: "Así se expresa mi padre de mi amigo, al que casi ni conoce, sólo por el hecho de ser mi amigo. Esto siempre podré reclamárselo cuando me eche en cara la falta de amor y de agradecimiento filiales." Nunca comprendí tu insensibilidad al causarme daño y vergüenza con tus palabras y tus juicios; era como si no supieras lo que hacías. Seguramente tú también sufriste con mis palabras, pero yo lo reconocía después. Me dolía y me arrepentía de lo que decía, pero no podía dominarme. Tú descargabas todo sin sentir pena, ni mientras lo pronunciabas, ni después. Se estaba completamente indefenso ante ti.

Así era toda tu educación. Creo que tienes talento de educador; hubieras sido de provecho para una persona de tu tipo; él habría advertido la sensatez de tu juicio, no se preocuparía y llevaría sus asuntos con calma. Pero para mí, siendo un niño, tu palabra era mandato divino, nunca la olvidaba y la tomaba como el medio más importante para juzgar el mundo, sobre todo para juzgarte a ti, y en eso fallaste por completo. Comíamos juntos cuando yo era niño, y era el momento en que dabas lecciones sobre buenos modales al comer. Debía comerse todo lo que servían; no se permitía hablar sobre la calidad de la comida, pero tú con frecuencia decías que estaba incomible; la llamabas "bazofia"; decías que la bestia (la cocinera) la había echado a perder. Comías todo caliente y con grandes bocados y tan rápido que tenía que apresurarme. Reinaba un silencio tenebroso en la mesa, sólo interrumpido por la advertencia: "Come primero, habla después o "Más aprisa, más aprisa, más aprisa" o "¿Ves? Hace rato que terminé de comer." Nadie podía romper los huesos con los dientes, tú sí; nadie podía sorber, tú sí; era preciso cortar el pan limpiamente, pero a ti no te importaba que el cuchillo estuviera sucio de salsa. Se debía cuidar que no cayeran al piso residuos de comida, pero bajo tu lugar era donde más había. En la mesa sólo se permitía comer, pero tú te limpiabas y cortabas las uñas, afilabas los lápices, te hurgabas las orejas con el palillo de dientes. Compréndeme padre que para mi esto hubiera sido insignificante, pero no podía pasarlo por alto por la razón de que tú hacías lo que a mí me reprimías. De ahí que el mundo se dividiera en tres partes: una en la que yo estaba, solo, con reglas únicamente inventadas para mi y a las cuales, no sé por qué, no podía obedecerlas del todo; en el segundo, infinitamente lejos del mío, estabas tú, que eras el que gobernaba, dictando leyes y enfureciéndote cuando no se cumplían; y en el tercero vivía toda la demás gente, feliz y libre de las órdenes y de la obediencia. Yo vivía casi siempre avergonzado por obedecer órdenes que sólo existían para mí, o por no obedecerlas, y esto era un gran atrevimiento al enfrentarme a ti; tampoco las obedecía cuando estaban fuera de mi alcance aunque a pesar de ello me lo exigías como si fuera algo evidente; ésta era la más grande vergüenza de todas. No se conducían así las reflexiones, sino los sentimientos del niño.

You have finished the free preview. Would you like to read more?