Blumfeld, un solterón y otros cuentos

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Blumfeld, un solterón y otros cuentos


Blumfeld, un solterón y otros cuentos (1915) Franz Kafka

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Enero 2022

Imagen de portada: Rawpixel

Traducción: Benito Romero

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Blumfeld, un solterón

2  El maestro del pueblo (El topo gigante)

3  Un viejo manuscrito

4  En la colonia penitenciaria

5  Ante la ley

6  Un fratricidio

7  Un sueño

8  Informe para una academia

9  Un artista del hambre

10  La muralla china

11  El cazador Gracchus

12  El jinete del cubo

13  El buitre

14  La construcción

15  Josefina la cantora

Blumfeld, un solterón

Blumfeld, un solterón, subía a su aposento, lo cual se le hacía fatigoso, pues vivía en el sexto piso. Al subir iba pensando, como en días anteriores, que su vida, absurdamente solitaria, era muy molesta. Para llegar arriba, a su vacío cuarto, debía subir, con íntimo convencimiento, aquellos seis pisos. AlIí, otra vez con el mismo convencimiento, se ponía la bata, encendía la pipa, y, mientras saboreaba un licor de cerezas preparado por él mismo, leía algo en la revista francesa a la cual estaba suscrito desde hacia años. Finalmente, al cabo de una media hora, se metía en la cama, no sin antes haber tenido que tender íntegramente el lecho, pues la criada, rebelde a toda indicación, siempre lo arreglaba según su propio humor. Cualquier acompañante, cualquier espectador de aquellas labores hubiese sido bienvenido a los ojos de Blumfeld. Ya había reflexionado sobre la utilidad de procurarse un perrito, animal este alegre y, sobre todo, agradecido y fiel. Un colega de Blumfeld es dueño de uno así, que no se apega a nadie, con la excepción de su amo, a quien recibe con fuertes ladridos, cuando no lo ha visto durante algún tiempo. Evidentemente, quiere expresar su alegría por haber encontrando, otra vez, a ese extraordinario benefactor que es su señor. Ahora bien, un perro tiene sus desventajas, pues, aunque se le mantenga muy limpio, ensucia la habitación. Eso resulta imposible de evitar ya que no se le puede bañar con agua caliente cada vez que se le hace entrar en el cuarto, lo que, por supuesto, le dañaría la salud. Ahora bien, Blumfeld no admite la suciedad en su vivienda, la limpieza es algo indispensable para él, y varias veces a la semana sostiene disputas sobre este asunto, con la, por desgracia, no muy cuidadosa sirvienta. Como ella es dura de oído, casi siempre la arrastra de un brazo hacia los lugares de la habitación en los que hay algo de polvo. Gracias a tal severidad ha conseguido que en la habitación el orden sea más o menos como él desea. Con la llegada de un perro, él mismo introduciría en su cuarto la suciedad que hasta ahora ha combatido con tanto celo. Aparecerían las pulgas, eternas compañeras del perro. Pero si allí las hubiera, tampoco estaría lejos el momento en que Blumfeld dejaría al perro su confortable cuarto para buscar otra habitación. La falta de limpieza era sólo uno entre los tantos inconvenientes de los perros. Estos padecen con enfermedades no entendidas por nadie. El animal se hace un ovillo en un rincón, o anda renqueando, gime, tose, se sofoca de dolor, se lo envuelve en una manta, se le silba alguna cosa, se le acerca algo de leche, es decir, se le cuida, creyendo que su mal es pasajero. Sin embargo, pudiera ser una enfermedad seria, repugnante y contagiosa. Incluso, si tuviera buena salud, alguna vez tendrá que envejecer y, si no se ha tomado la decisión de deshacerse oportunamente de él, llegará el momento en que la propia edad nos contemplará a través de los ojos lacrimosos del perro. Entonces nos atormentaremos por este animal semi ciego, de lastimosos pulmones y tan gordo que apenas puede moverse. De esa manera, las alegrías que nos dio las pagaremos caras. Aunque a Blumfeld mucho le gustaría tener ahora un perro, prefiere seguir subiendo, en solitario, la escalera por treinta años más, para, después, no ser molestado por un perro que, resoplando más fuertemente aun que él mismo, iría a su lado arrastrándose por los escaIones.

Blumfeld se quedará solo, sin imitar los caprichos de una vieja solterona que quiere tener a su lado a algún ser dependiente de ella, al cual servirá siempre, protegiéndole y dándole cariño, aunque para eso sólo son necesarios un gato, un canario y aun peces de colores. Y si tal cosa fuera imposible, hasta flores en la ventana serán suficientes para ella. Blumfeld, no. El sólo desea un acompañante, un animal del cual no deba ocuparse mucho, al que, de vez en cuando, pueda darle un puntapié sin dañarle, capaz de dormir en la calle, si fuera necesario, y que, al ser llamado por Blumfeld se ponga enseguida a su disposición, ladrando, saltando y lamiéndole las manos. Algo por el estilo quiere Blumfeld, pero al comprender que su deseo le causará algunos problemas, desiste. Sin embargo, algunas veces, como por ejemplo esa noche, su propio carácter le hacer volver a los mismos pensamientos.

Ya arriba, delante de la puerta de su cuarto, al sacar la llave del bolsillo, un rumor que viene de su habitación le llama la atención. Un rumor particular, semejante a un tableteo, intensísimo y cadencioso. A Blumfeld que ha estado pensando en perros, le recuerda el rumor de patas que golpean alternativamente en el suelo. Pero no, no son patas, ellas no producen tableteo. Aprisa abre la puerta y enciende la luz. No está preparado para lo que contemplan sus ojos. Es como brujería, dos pelotillas de celuloide, pequeñas, blancas, con rayas azules, saltan sobre el suelo una al lado de la otra, y cuando una cae la otra se levanta, e incansablemente continúan en su juego. Una vez, en la escuela, durante un conocido experimento de electricidad, él vio saltar, de la misma manera, unas bolitas pequeñas; sin embargo, éstas son, proporcionalmente, más grandes, saltan libremente, y ahora no se está efectuando ningún experimento. Para observarlas mejor, Blumfeld se inclina hacia ellas. Sin duda, son pelotas corrientes, que guardan otras pelotas menores en su interior que producen el ruido de tableteo. Hace un gesto de agarrar algo en el aire, para comprobar si no penden de algún hilo, pero no, se mueven de manera totalmente independiente. Por desgracia, Blumfeld no es un niño pequeño, pues dos pelotas así le hubiesen dado una alegre sorpresa, pero éstas le provocan una impresión más bien desagradable. Algo de valor se debe tener para mantener oculta su vida de soltero y pasar inadvertido, y, ahora, de repente, alguien, no importa quién, ha desgarrado esa vida secreta, con el envío de las dos extrañas pelotas. Quiere apoderarse de una, pero ellas retroceden y lo atraen tras de sí, hacia el interior de la habitación. Es muy tonto ir así, a la caza de ellas", se dice; se detiene, las sigue con la vista, viendo cómo las pelotillas, que, por lo visto, entienden que la persecución ha concluido, también se mantienen en el mismo sitio. Intentaré tomarlas, vuelve a pensar él, y corre hacia ellas. Enseguida, ambas huyen pero, Blumfeld, separando las piernas, las acorrala y en un rincón de la habitación, junto al baúl que allí se encuentra, consigue atrapar una. Es pequeña y fría, y, ansiosa por escapar, se mueve en su mano. La otra, al ver lo que sucede con su compañera salta mucho más alto que antes y prolonga los saltos hasta tocarle la mano. La golpea y salta más arriba. Por lo visto, intenta alcanzar la cara de Blumfeld que también podría apoderarse de ella y encerrar, a las dos, en alguna parte. Por el momento, le parece demasiado absurdo tomar tales medidas contra dos pelotillas. Mirándolo bien, no dejar de tener gracia el poseer dos pelotillas como éstas, que pronto se cansarán y, al rodar bajo un armario, lo dejarán en paz. A pesar de tales reflexiones, Blumfeld, con un cierto enfado, lanza la pelota contra el suelo y resulta milagroso que Ia débil y casi transparente envoltura de celuloide no se rompa. Al instante, las pelotas repiten los saltos a ras de tierra, mutuamente combinados.

Con calma, Blumfeld se desviste, coloca la ropa en el armario, y, como siempre, comprueba si la sirvienta lo ha dejado todo en orden. Una o dos veces mira, por encima del hombro, las pelotas que, sin cesar, se le acercan por detrás, brincan junto a sus talones y parecen perseguirle. Él se pone una bata y decide ir hacia la pared opuesta, para tomar una de las pipas que cuelgan de un soporte. Antes de volverse, mueve, involuntariamente, un pie hacia atrás, pero de alguna manera las pelotillas se las arreglan para esquivarlo y no ser alcanzadas. Luego al ir por la pipa, ellas lo siguen de inmediato. Él camina con pasos desiguales, arrastrando las zapatillas, pero con cada movimiento se produce, casi sin pausa, un salto de las pelotillas, que marcan el paso con él. De repente, Blumfeld se voltea para ver cómo actúan las pelotillas, pero, apenas gira, ellas describen un semicírculo para colocarse de nuevo tras él, y así cuantas veces se vuelve. Como si fueran acompañantes inferiores, ellas procuran no situarse ante Blunifeld. Hasta ese momento, al parecer, se habían atrevido a ello sólo para presentarse, pero ahora ya se encuentran en servicio.

 

Hasta aquí, en todas Ias circunstancias excepcionales, cuando no podía dominar la situación con sus propias fuerzas, BIumfeld siempre ha apelado al recurso de hacer como si nada advirtiese. Con frecuencia, eso le ha dado buenos resultados y, al menos, en la mayoría de las veces, mejoró la situación. Ahora, hace lo mismo y ante el soporte de las pipas, frunce los labios al escoger una que rellena con esmero, y, despreocupadamente, deja que detrás de él las pelotillas prosigan con sus saltos. Sólo vacila cuando se trata de ir a la mesa, pues el sonido, simultáneo, de los saltos y el de sus pasos le provoca una sensación casi dolorosa. Se queda parado, prolongando, sin necesidad, la acción de cargar la pipa y observa la distancia que lo separa de la mesa. Por fin, vence su debilidad y recorre el espacio, con pisadas tan fuertes que ni siquiera oye el sonido de las pelotillas. Sin embargo, cuando se sienta, éstas vuelven a saltar como antes.

Arriba de la mesa, y cerca de su mano, se encuentra una tabla adosada a la pared, y sobre ella la botella de licor de cerezas, rodeada de vasitos, y más allá algunos ejemplares de una revista francesa. Hoy, precisamente, ha llegado un número nuevo y Blumfeld, olvidando el licor, lo toma. Lo domina la sensación de que este día ha respetado sus ocupaciones corrientes, no por rutina, sino para consolarse, y no siente una verdadera necesidad de leer. Contra su costumbre de hojear minuciosamente las páginas una a una, abre la revista al azar y se topa con una gran lámina que, obligándose, mira con gran detenimiento. En ella se ve el encuentro entre el emperador de Rusia y el presidente de Francia, a bordo de un buque. Alrededor, y hasta lo más lejano, hay muchos otros barcos, y el humo de las chimeneas desaparece en el cielo claro. El emperador y el presidente, han ido, con paso rápido, uno hacia el otro y se estrechan las manos. Detrás de ambos, se encuentran dos señores. En comparación con los rostros satisfechos del emperador y del presidente, las caras de los acompañantes parecen muy serias y las miradas de cada uno de los grupos de acompañamiento convergen sobre su respectivo señor. Por lo que se ve más abajo, la acción ocurre en el puente superior del buque, en tanto que, cortadas por el marco de la lámina, se distinguen largas filas de marineros saludando. Muy interesado, Blumfeld observa la lámina, la aparta un poco y la mira pestañeando. Siempre las escenas solemnes, como ésa, le han gustado. El que personas importantes se den la mano de manera tan desenvuelta, cordial y despreocupada, le parece un fiel reflejo de la verdad. Asimismo, es justo que los acompañantes, personas, como es natural, de muy alto rango, cuyos nombres están señalados abajo, conserven con su actitud la solemnidad del momento histórico.

En vez de procurarse todo lo que le es necesario, Blumfeld se encuentra sentado, silencioso, y contempla su pipa, aún no encendida. Se mantiene al acecho y, de súbito, abandona su rigidez y gira de golpe sobre su asiento. También las pelotillas mantienen una vigilancia similar y obedecen ciegamente Ia ley que Ias domina; al mismo tiempo que Blumfeld, ellas cambian de lugar y se ocultan tras él. En este momento, Blumfeld ésta de espaldas a la mesa, y sostiene la fría pipa en la mano. Las pelotillas saltan ahora debajo de la mesa y allí el ruido que producen es amortiguado por la alfombra. Esa es una gran ventaja. El rumor es muy débil y sordo, y se debe poner mucha atención para escucharlo. No obstante, Blumfeld se mantiene atento y lo escucha muy bien. Eso será sólo por ahora pues, probablemente, dentro de un rato dejará de advertirlo.

A Blumfeld le parece que un paso tan poco resonante como el de las pelotillas sobre las alfombras revela una gran debilidad de ellas. Si debajo les pusiera una, mejor, dos alfombras, se verían reducidas casi a la impotencia. Desde luego, sólo por un lapso determinado. Además, su simple presencia representa ya una cierta manifestación de poder.

Ahora Blumfeld podría sacar buen partido de un animal joven y fiero, como un perro, que acabaría muy pronto con las pelotillas. Él se imagina sus maniobras para atraparlas con las patas, cómo las desplazaría de su lugar, cómo las perseguiría por toda la habitación hasta, finalmente, destruirlas con los dientes. Es probable que en poco tiempo, Blumfeld se compre un perro.

Por el momento, deberán temer a las pelotillas sólo Blumfeld, quien no tiene deseos de destruirlas, o, quizá, no tenga la suficiente decisión para hacerlo. De la noche, al volver del trabajo, fatigado y necesitado de descanso, se ha encontrado con esta sorpresa. En realidad, únicamente ahora siente lo cansado que está. Por supuesto, en breve habría que destruir las pelotillas, pero no hoy, probablemente mañana. Cuando se analiza el asunto sim prejuicios, se ve que las pelotillas actúan con bastante moderación. Por ejemplo, a veces, pudieran saltar hacia adelante, exhibirse y luego regresar a su lugar, o brincar más alto y golpear la parte interior de la mesa, desquitándose así del efecto amortiguador de la alfombra. Sin embargo, no lo hacen, no quieren fastidiar a Blumfeld por gusto, y es evidente que se limitan a lo estrictamente imprescindible.

Ahora bien, lo estrictamente imprescindible basta para amargar Ia permanencia de Blumfeld junto a la mesa. Lleva sólo dos minutos sentado ahí y ya piensa en irse a dormir. Una de las causas para ello es que no puede fumar, pues sus cerillos se han quedado sobre la mesita de noche. Habría que ir a buscarlos, pero una vez allí sería mejor acostarse. En esto hay una segunda intención, pues piensa que las pelotillas, en su ciego afán por seguir detrás de él, brincarán sobre la mesa de noche, donde él, al acostarse, las aplastará voluntaria o involuntariamente. La objeción de que los restos de las pelotillas podrían seguir brincando es rechazada. También aquello que está fuera de lo común debe tener fronteras. Aunque, por lo general, las pelotas enteras saltan, pero no sin parar, los trozos de pelotas rotas nunca brincan y aquí tampoco saltarán.

—¡Arriba! —exclama, casi envalentonado por su reflexión y, pisando con energía, va, otra vez, hacia la cama, con las pelotillas siguiéndolo. Su esperanza parece ser cierta. Al situarse deliberadamente muy cerca de la cama, una pelotilla brinca, de inmediato, sobre el lecho. Sin embargo, sucede algo imprevisto y la otra pelotilla se mete debajo. Blumfeld no ha pensado siquiera en la posibilidad de que las pelotillas también sean capaces de brincar debajo de la cama y, a pesar de que comprende lo injusto de su sentimiento, se indigna con una de ellas. Quizá, brincando debajo de la cama la pelotilla cumple, mejor que la otra, con su deber. Todo depende del sitio que escojan, pues Blumfeld no cree que puedan trabajar por separado durante mucho tiempo. Y efectivamente, enseguida la otra pelota salta sobre la cama. "Ya las tengo", se dice Blumfeld lleno de alegría, y se quita la bata para arrojarse sobre el lecho. Entonces, la misma pelotilla vuelve a brincar debajo de la cama. Muy desilusionado, Blumfeld se mueve. Es probable que la pelota no haya hecho más que curiosear allá arriba y lo que vio no le ha gustado. Y la otra también la sigue y, por supuesto, se mantiene abajo, pues allí se está mejor.

—Ahora tendré aquí estos tambores toda la noche —dice Blumfeld mientras se muerde los labios y agacha la cabeza.

Se siente triste, aunque, en realidad, no sabe cómo las pelotillas podrían causarle daño durante la noche. Su sueño es espléndido y enseguida alejará el leve rumor. Para su total seguridad, desplaza hacia las pelotillas, de acuerdo con la experiencia adquirida, dos alfombras. Tal parece que tuviese un perrito al que quisiera acomodar mullidamente. Mientras tanto, los brincos de las pelotillas se han vuelto más lentos y más bajos que antes, como si estuvieran cansadas o soñolienta. Blumfeld se hinca ante la cama, con la lámpara la alumbra por debajo, y le parece que las pelotillas se quedarán para siempre sobre las alfombras, pues caen débil y lentamente y corren sólo un poco más. Sin embargo, después, y cumpliendo con su deber, se vuelven a alzar. Ahora bien, es probable que al asomarse Blumfeld bajo la cama, temprano en la mañana, encuentre dos silenciosas e inofensivas pelotas de niños.

Por lo visto, ellas no pueden continuar con sus brincos, ni siquiera hasta la mañana, pues cuando Blumfeld se mete en cama deja de oírlas. Tratando de escuchar algo, se inclina fuera de la cama, pero no oye ningún sonido. El efecto amortiguador provocado por las alfombras no puede ser tan fuerte, y la única explicación es que las pelotas han dejado de brincar o bien no pueden separarse del todo de las mullidas alfombras y, por el momento, han suspendido los brincos. Quizá, y eso es lo más verosímil, no salten nunca más. Blumfeld podría levantarse y mirar lo que en realidad ocurre, pero satisfecho de que, por fin, reine la tranquilidad, prefiere quedarse acostado, sin rozar siquiera con la mirada las pelotillas, ahora quietas, y gustoso renuncia incluso a fumar. Entonces, se vuelve de lado y se duerme de inmediato.

Pero no se tranquiliza. Como de costumbre, aunque su descanso está libre de sueños, es muy inquieto. Varias veces se despierta bruscamente con la impresión de que alguien llama a la puerta. Desde luego, sabe que nadie llama, pues ¿quién va a llamar durante la noche a un solterón solitario? No tiene duda, pero se incorpora, una y otra vez, y por un instante, la boca abierta, los ojos dilatados, en tensión, mira hacia la puerta, y los mechones de su cabello se sacuden sobre su frente húmeda. Despierta, cuenta, olvida las enormes cifras que resultan y vuelve a sumirse en el sueño. Cree saber de dónde viene el golpetear; no es en la puerta, sino en otro lugar muy distinto. Sin embargo, en la confusión del sueño no logra definir estas suposiciones. Lo único que sabe es que múltiples golpes, pequeños y repulsivos, se entremezclan antes de producir, ellos mismos, un golpe grande y fuerte. Él aceptaría toda la repulsión de los golpecitos si pudiera evitar el otro golpeteo, pero, por alguna razón, es demasiado tarde, no puede hacer nada, no tiene fuerzas ni palabras, su boca se abre sólo para emitir un bostezo mudo y, furioso por eso, esconde el rostro en Ias almohadas. Así pasa la noche.

Por la mañana, la sirvienta lo despierta con un suave golpeteo, que él recibe con un suspiro de alivio. Siempre se ha quejado de ese sonido inaudible y está a punto de exclamar"!Adelante!",cuando escucha un golpeteo, débil, pero vivaz y formalmente belicoso, producido por las pelotillas bajo la cama. ¿Se habrán despertado, y, contrariamente a lo que le pasa a él, se habrán fortalecido durante la noche?

—¡Enseguida! —le grita Blumfeld a la sirvienta.

Sale de la cama con precaución para asegurarse de tener detrás de él a las pelotillas. Se echa al suelo, siempre volviéndoles la espalda, torciendo la cabeza, las mira, y está a punto de echar una maldición. Igual que niños que durante la noche apartan las incómodas mantas, las pelotillas, al parecer con pequeñas y continúas sacudidas nocturnas, han corrido las alfombras tan lejos bajo la cama que ahora el piso debajo de ellas se halla otra vez desnudo y pueden hacer ruido.

—De nuevo a las alfombras —exclama Blumfeld enojado, y cuando las pelotillas, gracias a las alfombras, vuelven al silencio, permite entrar a la sirvienta.

Ésta, una mujer gorda y tonta, siempre rígidamente erguida, sirve el desayuno y hace dos o tres movimientos necesarios. Blumfeld se encuentra de pie, inmóvil, en su bata de dormir, junto a la cama, para retener, allá abajo, a las pelotillas y mientras vigila a la sirvienta para saber si nota algo. Dada la dureza del oído de ella, eso es muy poco probable. A Blumfeld le parece que la mujer se detiene aquí y allá, se apoya en algún mueble y, arqueando las cejas, escucha, pero esa suposición la atribuye a su propia alteración, producida por la mala noche. El se daría por satisfecho si pudiese lograr que ella hiciera su labor algo más aprisa, pero la mujer se mueve con más lentitud que la habitual. Con calma, toma los trajes y zapatos de Blumfeld, los lleva al pasillo y desaparece por un buen rato. Los golpes con que hace la limpieza de la ropa resuenan monocordes y durante todo ese tiempo, Blumfeld debe permanecer en la cama. No puede moverse si no quiere arrastrar tras de sí a las pelotillas, y tiene que permitir que el café, que tanto le gusta caliente, se enfrié. Sólo puede mirar fijamente la cortina de la ventana, más allá de la cual asoma oscuramente el día. Por fin, la sirvienta acaba y se despide. Va a salir, pero aún permanece de pie en la puerta, casi sin mover los labios, y mira detenidamente a su patrón. Blumfeld quisiera retenerla para hablarle, pero ella se retira y él desea abrir la puerta de un tirón y gritarle que es una mujer tonta, vieja y estúpida. Sin embargo, al pensar mejor lo que puede reprocharle, sólo encuentra el hecho de que, sin duda, ella no advirtió nada y, sin embargo, quiso dar la impresión de haber notado algo. ¡Cuánta confusión en sus ideas, y sólo por una mala noche! El que haya dormido mal no explica que anoche se hubiese apartado de sus costumbres, no fumase ni bebiese licor. "Yo", se dice en sus reflexiones finales,"no fumo, ni bebo licor, pero duermo mal". En adelante, velará mejor por su bienestar, y para llevar a la práctica su propósito toma del botiquín casero, sobre la mesa de noche, un poco de algodón, hace con él dos bolitas y se las coloca en los oídos. Enseguida se levanta y prueba a dar un paso. Las pelotillas lo siguen, sí, pero él casi no las oye y con un poco más del algodón las vuelve completamente inaudibles. BIumfeld da unos pasos más, y todo marcha sin ninguna molestia especial. Cada cual en lo suyo. Blumfeld y las pelotillas se hallan ligados entre sí, pero no se molestan. Sólo una vez, al volverse Blumfeld con más rapidez, una pelotilla no puede efectuar, con la presteza necesaria, su movimiento correspondiente y él la golpea con la rodilla. No hay otro incidente. Blumfeld bebe con tranquilidad su café, y, como si no hubiese dormido en toda la noche y hubiese recorrido un largo camino, siente hambre. Después de lavarse con agua fría, sumamente refrescante, se viste. No es necesario que las pelotillas sean vistas por ojos extraños, y por el momento, él no ha descorrido las cortinas, y se ha mantenido en la penumbra. Pero ya a punto de marcharse, comprende que debe hacer algo con ellas, porque, aunque él no cree que se atreviesen, pudieran seguirlo también por la calle. Le llega una buena idea y, abriendo un gran armario se pone de espaldas a él. Sin embargo, las pelotillas, como si adivinasen lo que se planea, evitan entrar y, aprovechando cada resquicio libre entre Blumfeld y el ropero y ya sin otra salida, saltan dentro del mueble, pero enseguida escapan de la oscuridad y de ninguna manera van más allá del borde del armario, y se mantienen casi junto a Blumfeld, con lo cual infringen su deber. De nada les servirán sus pequeñas tretas porque el propio Blumfeld entra de espaldas en el armario y ellas se ven obligadas a obedecer. Con eso se decide su suerte, pues sobre el suelo del mueble hay objetos pequeños de varios tipos, desde botines y cajas hasta maletines, todos muy ordenados (algo que BIumfeld lamenta) que impiden su movimiento. Blumfeld cierra casi por completo la puerta del ropero, da un gran salto, como nunca en muchos años, sale y echa la llave, con lo cual las pelotillas quedan atrapadas.

 

—Esto ha salido bien —dice Blumfeld y seca el sudor de la cara. En el interior del mueble las pelotillas hacen mucho ruido, como si estuvieran desesperadas. Blumfeld, no. Él se siente muy satisfecho. Deja el cuarto y la soledad del corredor resulta benéfica para él. Se quita el algodón de los oídos le encantan los múltiples rumores de la casa que despierta. Aún es muy temprano y hay muy pocas personas.

Abajo, en el zaguán, hay una puerta que conduce al sótano y a la habitación de la sirvienta. Allí, frente a la puerta, está su hijo, un niño de diez años. Es el vivo retrato de su madre y ninguna de las fealdades de ella ha sido olvidada en su rostro infantil. Con las piernas combadas, y las manos en los bolsillos, jadea porque el bocio le dificulta la respiración. Por lo general, al cruzarse con el niño, Blumfeld aprieta el paso para evitar, en lo posible, aquel espectáculo. Sin embargo, hoy le gustaría detenerse un poco. El chico ha sido traído al mundo por aquella mujer y lleva todos los signos de su origen, pero, de cualquier modo y por ahora, es sólo un niño, en cuya deforme cabeza hay pensamientos infantiles. Probablemente, si se le habla y se le interroga de forma compresible, responderá con voz clara, inocente y respetuosa, y quizás, luego de algunos esfuerzos se pudiera acariciar sus tersas mejillas. Eso piensa Blumfeld, pero pasa de largo.

Al salir ve que el día es más agradable de lo que supuso en su habitación. Las brumas matutinas se disipan y en un cielo fuertemente batido por el viento aparecen claros azules. Gracias a las pelotillas, Blumfeld ha dejado su habitación mucho más temprano que de costumbre, incluso olvidó sobre la mesa el periódico sin leer, ganó mucho tiempo y puede irse con tranquilidad. Es notable pero, desde que apartó a las pelotillas, éstas le preocupan muy poco. Cuando le seguían se hubiesen podido admitir como algo de su pertenencia, algo que, en cierta forma, pudo ser tenido en cuenta al formarse un juicio sobre su persona. En cambio, ahora no pasan de ser un juguete olvidado en el armario. Entonces Blumfeld piensa que, quizá, la mejor forma de hacerlas inofensivas sea destinarlas al uso que les es propio. En el zaguán todavía se encuentra el niño y Blumfeld decide regalarle las pelotillas. No prestárselas, sino expresamente regalárselas, lo cual, con seguridad, significará destruirlas. Incluso si fuesen conservadas en buen estado, en manos del niño tendrán mucha menos importancia que en el armario. En la casa verán cómo el niño juega con ellas, otros niños se le unirán, y el criterio irreversible de todos será que son pelotas de juego y no acompañantes permanentes de Blumfeld. Éste vuelve a la casa. En ese preciso momento, el niño ha descendido por la escalera del sótano y va a abrir la puerta de abajo. Blumfeld debe llamar al niño y pronunciar su nombre, que es ridículo, como todo lo relacionado con él.

—¡Alfred, Alfred! —dice.

El niño titubea largamente.

—Ven aquí, te voy a dar algo.

Por la puerta de enfrente han salido las dos niñitas del mayordomo y, llenas de curiosidad, se paran a ambos lados de Blumfeld. Ellas entienden más rápidamente que el niño y no se explican por qué éste no va enseguida. Sin despegar los ojos de Blumfeld, le hacen señas a Alfred, pero no pueden comprender qué clase de regalo le espera. La curiosidad las domina y dando saltitos se apoyan sobre uno y otro pie. Blumfeld se ríe de ellas y del niño que, por fin, parece decidido y sube tiesa y pesadamente la escalera. Con su andar no puede negar a la madre que aparece en la puerta del sótano. Blumfeld grita para que la sirvienta también le oiga y, si fuera necesario, vigile la comisión del encargo.

—En mi cuarto —dice Blumfeld—, tengo dos hermosas pelotillas. ¿Las quieres?

El niño, sin saber qué hacer, sólo mueve la boca, se vuelve y mira hacia abajo, a su madre, interrogándola. En cambio, las niñas comienzan enseguida a saltar en derredor de Blumfeld y le piden las pelotas.

—También ustedes podrán jugar con ellas —les explica Blumfeld y espera la respuesta del niño.

También podría regalar las pelotas a las niñas, pero ellas le parecen demasiado listas y ahora tiene más confianza en el muchacho. Este busca el consejo de su madre, pero sin haber cambiado una palabra con ella, asiente con la cabeza a otra pregunta de Blumfeld, que con gusto prevé que no le darán las gracias por su regalo —La llave de mi cuarto la tiene tu madre y debes pedírsela a ella. Aquí esta la llave de mi armario y allí están las pelotillas. Cierra con mucho cuidado el armario y la habitación. Con las pelotillas haz lo que quieras y no tienes que devolvérmelas. ¿Has entendido? Por desgracia, el chico, de torpeza ilimitada y poco entendimiento, no comprende. Blumfeld ha querido ser muy claro con él, y por eso le ha repetido todo demasiadas veces. Demasiadas veces le ha hablado de la habitación, la llave y el armario, y ahora el niño lo observa no como a un benefactor, sino como a un tentador. Las niñas que sí lo han comprendido todo enseguida, se acercan a Blumfeld y extienden las manos pidiendo la llave. —Esperen —dice Blumfeld que ya se ha enojado con todos.