Inteligencia social

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Inteligencia social
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Título original: SOCIAL INTELLIGENCE

© 2006 by Daniel Goleman

© de la edición en castellano: 2006 by Editorial Kairós S.A. www.editorialkairos.com

Primera edición: Octubre 2006

Primera edición digital: Junio 2010

ISBN: 978-84-7245-630-3

ISBN digital: 978-84-7245-779-9

Composición: Replika Press Pvt. Ltd. India

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

A los nietos

SUMARIO

Prólogo: El descubrimiento de una nueva ciencia

Parte I: PROGRAMADOS PARA CONECTAR

1. La economía emocional

2. La receta del rapport

3. El wifi neuronal

4. El instinto del altruismo

5. Neuroanatomía de un beso

6. ¿Qué es la inteligencia social?

Parte II: EL VÍNCULO ROTO

7. El “tú” y el “ello”

8. La tríada oscura

9. La ceguera mental

Parte III: EDUCANDO LA NATURALEZA

10. Los genes no son el destino

11. Un fundamento seguro

12. El punto de ajuste de la felicidad

Parte IV: LAS VARIEDADES DEL AMOR

13. Las redes del apego

14. El deseo masculino y el deseo femenino

15. La biología de la compasión

Parte V: LAS RELACIONES SANAS

16. El estrés es social

17. Los aliados biológicos

18. Un consejo personal

Parte VI: CONSECUENCIAS SOCIALES

19. La zona de rendimiento óptimo

20. El correccional conectado

21. Del “ellos” al “nosotros”

Epílogo: Lo que realmente importa

Apéndice A: Una nota sobre las vías superior e inferior

Apéndice B: El cerebro social

Apéndice C: Una revisión de la inteligencia social

Agradecimientos

Notas

PARTE I: PROGRAMADOS PARA CONECTAR

PRÓLOGO EL DESCUBRIMIENTO DE UNA NUEVA CIENCIA

Durante los días que precedieron a la segunda invasión estadouniense de Irak, un puñado de soldados se encaminó hacia una mezquita local para hablar con el imán con la intención de recabar su apoyo de cara a organizar el abastecimiento de las tropas. Pero la multitud, temerosa de que los soldados fuesen a arrestar a su imán o destruir la mezquita, un santuario sagrado, no tardó en congregarse en las proximidades del templo.

Centenares de musulmanes devotos rodearon entonces a los soldados gritando y levantando los brazos mientras se abrían paso entre el pelotón, armado hasta los dientes. El oficial que estaba al mando de la operación, el teniente coronel Christopher Hughes, cogió entonces rápidamente un megáfono y, dirigiéndose a sus soldados, les ordenó: «¡Rodilla en tierra!». Luego les invitó a dirigir hacia el suelo el cañón de sus fusiles y, por último, les gritó: «¡Sonrían!».

En ese mismo instante, el estado de ánimo de la muchedumbre experimentó un cambio. Es cierto que algunos todavía gritaban, pero la inmensa mayoría sonreía y hasta unos pocos se atrevieron a palmear la espalda de los soldados, mientras Hughes les ordenaba recular lentamente sin dejar de sonreír.1

Esa respuesta rápida e inteligente culminó un vertiginoso ejercicio de cálculo social que Hughes se vio obligado a realizar en fracciones de segundo y en el que tuvo que “leer” el nivel de hostilidad de la muchedumbre, estimar la obediencia de sus soldados, valorar la confianza que tenían en él, descubrir una respuesta instantánea que, trascendiendo las barreras culturales y de lenguaje, calmase a la multitud y atreverse a llevarla a la práctica.

Esta capacidad, junto a la de entender a las personas, es uno de los rasgos distintivos que deben poseer los policías (y también, obviamente, los militares que se ven obligados a tratar con civiles furiosos).2 Con independencia de lo que pensemos acerca de la campaña militar en cuestión, ese incidente pone de manifiesto la inteligencia social del cerebro a la hora de enfrentarse exitosamente a situaciones tan complejas y caóticas como la mencionada.

Los circuitos neuronales que sacaron a Hughes de ese apuro fueron los mismos que se activan cuando, en mitad de un callejón desierto, nos cruzamos con un desconocido de aspecto siniestro y decidimos seguir adelante o escapar corriendo. Son muchas las vidas que, a lo largo de la historia, ha salvado ese radar interpersonal y que aun hoy en día sigue siendo esencial para la supervivencia.

De manera bastante menos urgente, los circuitos sociales de nuestro cerebro se ponen en marcha en cualquier encuentro, no importa si nos hallamos en el aula, en el dormitorio o en la sala de ventas. Estos circuitos están activos cuando la mirada de los amantes se cruza y se besan por vez primera, cuando reprimimos el llanto, y también explican la intensidad de una charla apasionante con un amigo.

Este sistema neuronal se activa en todas aquellas ocasiones en las que la oportunidad y la sintonía resultan esenciales. De él precisamente se derivan la certeza del abogado que quiere exactamente a tal persona en el jurado, la sensación visceral del negociador que “sabe” que su interlocutor acaba de hacer su última oferta y la convicción del paciente de que puede confiar en su médico. Y también explica la magia de una reunión en la que todo el mundo deja de mover nerviosamente sus papeles, se queda quieto y presta atención a lo que está diciéndose.

En la actualidad, la ciencia se encuentra ya en condiciones de especificar los mecanismos neuronales que intervienen en tales situaciones.

EL CEREBRO SOCIAL

En este libro quiero presentar al lector una nueva disciplina que, casi a diario, nos revela hallazgos sorprendentes sobre el mundo interpersonal.

El descubrimiento más importante de la neurociencia es que nuestro sistema neuronal está programado para conectar con los demás, ya que el mismo diseño del cerebro nos torna sociables y establece inexorablemente un vínculo intercerebral con las personas con las que nos relacionamos. Ese puente neuronal nos deja a merced del efecto que los demás provocan en nuestro cerebro –y, a través de él, en nuestro cuerpo–, y viceversa.

Incluso los encuentros más rutinarios actúan como reguladores cerebrales que prefiguran, en un sentido tanto positivo como negativo, nuestra respuesta emocional. Cuanto mayor es el vínculo emocional que nos une a alguien, mayor es también el efecto de su impacto. Por este motivo, los intercambios más intensos son los que tienen que ver con las personas con las que pasamos día tras día y año tras año, es decir, las personas que más nos interesan.

 

Durante esos acoplamientos neuronales, nuestro cerebro ejecuta una danza emocional, una suerte de tango de sentimientos. En este sentido, las interacciones sociales operan como moduladores, termostatos interpersonales que renuevan de continuo aspectos esenciales del funcionamiento cerebral que orquesta nuestras emociones.

Las sensaciones resultantes son muy amplias y repercuten en todo nuestro cuerpo, enviando una descarga hormonal que regula el funcionamiento de nuestra biología, desde el corazón hasta el sistema inmunitario. Quizá el más sorprendente de todos los descubrimientos realizados por la ciencia actual sea el que nos permite rastrear el vínculo que existe entre las relaciones más estresantes y ciertos genes concretos que regulan el funcionamiento del sistema inmunológico.

No es de extrañar que nuestras relaciones no sólo configuren nuestra experiencia, sino también nuestra biología. Ese puente intercerebral permite que nuestras relaciones más intensas nos influyan de formas muy diversas, desde las más leves (como reírnos de los mismos chistes) hasta otras mucho más profundas (como los genes que activarán o no las células T, los soldados de infantería que posee el sistema inmunológico en su constante batalla contra las bacterias y los virus invasores).

Pero este vínculo es un arma de doble filo porque, si bien las relaciones positivas tienen un impacto positivo sobre nuestra salud, las tóxicas pueden, no obstante, acabar envenenando lentamente nuestro cuerpo.

Casi todos los descubrimientos científicos que presento en este libro han sido posteriores a la aparición, en 1995, de Inteligencia emocional, y cada día aparecen otros nuevos. Cuando lo escribí, mi interés se centró en el conjunto esencial de capacidades humanas internas que nos permiten gestionar adecuadamente nuestras emociones y establecer relaciones positivas. En este nuevo libro, sin embargo, ampliamos el marco de referencia más allá de la psicología unipersonal (es decir, en las capacidades intrapersonales) y nos adentramos en la psicología interpersonal, (o sea, en la psicología de las relaciones que mantenemos con los demás).3

Yo aspiro a que este libro acabe convirtiéndose en un compañero de Inteligencia emocional, ocupándose de explorar las mismas regiones de la vida humana desde una perspectiva levemente diferente y proporcionándonos, en consecuencia, una visión más amplia de nuestro mundo personal.4 Mi atención, por tanto, se centrará en esos momentos efímeros que jalonan las relaciones interpersonales, y, cuando nos demos cuenta del modo en que nos influyen, coincidiremos en que tienen consecuencias muy profundas.

Nuestra investigación responde a preguntas tales como: ¿Qué hace un psicópata peligrosamente manipulador? ¿Cómo podemos contribuir a la felicidad de nuestros hijos? ¿Cuáles son los cimientos de un matrimonio positivo? ¿De qué modo pueden las relaciones protegernos de la enfermedad? ¿Qué puede hacer el maestro o el líder para que el cerebro de sus discípulos o empleados funcione mejor? ¿Cómo pueden aprender a convivir grupos separados por el odio? ¿De qué modo podemos utilizar todos los nuevos hallazgos de cara a construir una sociedad que aliente lo que realmente nos importa?

LA CORROSIÓN SOCIAL

En la medida en que la ciencia pone de manifiesto la necesidad de las relaciones, éstas parecen hallarse cada vez más en peligro. Son muchos los rostros que hoy en día asume la corrosión social.

 Cuando la maestra de un jardín de infancia de Texas le pidió a una niña de seis años que recogiera sus juguetes, ésta cogió una rabieta, se puso a gritar, tiró la silla al suelo, se arrastró bajo la mesa de la maestra y la pateó con tanta rabia que cayeron los cajones. Este episodio jalonó el comienzo de una epidemia de incidentes documentados del mismo tipo entre preescolares del distrito escolar de Fort Worth (Texas)5 que no sólo afectaban a los malos alumnos, sino también a los mejores. Hay quienes explican la escalada de violencia entre los niños como una consecuencia del estrés económico que obliga a los padres a pasarse el día trabajando y dejando a sus hijos en manos de otras personas o aguardando a solas y exasperados su regreso. Otros subrayan la existencia de datos que confirman que el 40% de los niños de dos años de Estados Unidos pasan una media de tres horas diarias frente al televisor, un tiempo que aprovecharían mejor estando con alguien que les enseñase a relacionarse. Y también parece que, cuanta más televisión ven, más desobedientes son.6

 En una ciudad alemana, un motorista yace inmóvil en el pavimento junto a su moto derribada, bajo la atenta mirada de los peatones y de los conductores que aguardan impávidamente que el semáforo cambie a verde. Al cabo de unos quince largos minutos, el conductor de un coche detenido ante el semáforo baja la ventanilla, le pregunta si está herido y se ofrece a solicitar auxilio con su teléfono móvil. Cuando la emisora de televisión que había simulado el incidente difundió la noticia se desató el escándalo porque, en Alemania, a fin de obtener el permiso de conducir, es necesario recibir formación en primeros auxilios para enfrentarse, precisamente, a este tipo de situaciones. «La gente –comentó cierto médico de urgencias de un hospital alemán– pasa de largo cuando ve a otros en peligro. No parece importarles gran cosa.»

 En 2003, los hogares unifamiliares se convirtieron en el estilo de vida más común en Estados Unidos. Tiempo atrás, las familias se reunían en casa al caer la noche pero, en la actualidad, la convivencia entre los miembros de la familia es cada vez menor. Bowling Alone, el aclamado análisis de Robert Putnam sobre el deshilachado tejido social de nuestro país, concluye que, en las últimas dos décadas, el “capital social” (que suele estimarse en función del número de reuniones públicas y la pertenencia a asociaciones) ha experimentado un considerable declive. Mientras en los años setenta dos terceras partes de los estadounidenses asistían de manera regular a reuniones de organizaciones a las que estaban formalmente afiliados, esa tasa cayó espectacularmente en los noventa hasta una tercera parte. Todos estos datos reflejan, en opinión de Putnam, un considerable debilitamiento, en nuestra sociedad, de las relaciones interpersonales.7 Desde entonces ha brotado por doquier (desde 8.000 en los años cincuenta hasta 20.000 a finales de los noventa)8 un nuevo tipo de organización que, a diferencia de lo que ocurría en las antiguas (con sus reuniones cara a cara y un tejido social cada vez más tupido), mantiene a distancia a sus miembros, ya que la pertenencia gira en torno al correo electrónico o postal y su principal actividad no consiste en reunirse, sino en enviar dinero.

Ignoramos los efectos de la conexión y desconexión provocada por las alternativas que nos proporcionan las nuevas tecnologías. Pero todos estos rasgos indican un progresivo debilitamiento de las oportunidades de conexión. El avance inexorable de la tecnología es tan insidioso que nadie ha calculado todavía sus costes emocionales y sociales.

EL AUMENTO DE LA DESCONEXIÓN

Escuchemos las quejas de Rosie García, que trabaja atendiendo el mostrador del Hot & Crusty de la Estación Central de Nueva York, una de las panaderías más atareadas de todo el mundo. Es tal la muchedumbre que a diario pasa por la estación que, duran- te la jornada laboral, siempre hay largas colas de clientes aguardando su turno.

Son muchos, dice Rosie, los clientes que parecen estar completamente abstraídos, con la mirada extraviada y sin responder cuando les pregunta: «¿En qué puedo servirle?».

–¿En qué puedo servirle? –repite entonces–. Pero siguen silenciosos, mirando hacia ninguna parte.

–Cada vez son más –dice– las personas que sólo prestan atención cuando les grito.9

Pero no es que los clientes de Rosie sean especialmente sordos, sino que sus oídos están taponados por los dos pequeños auriculares de un iPod. Están enfrascados y perdidos en alguna de las melodías de su lista de reproducción personalizada, desconectados de todo lo que ocurre a su alrededor y, lo que es más importante, desconectados también de las personas que les rodean.

Mucho antes del iPod, del walkman y del teléfono móvil, obviamente, también había gente que iba de un lado a otro ajena al ajetreo de la vida. Este proceso se inició con el automóvil, que es una forma de atravesar un espacio público aislado dentro de un vehículo acristalado de una media tonelada aproximada de acero arrullado por el sonido de la radio. Las formas de viajar antes de que el automóvil se convirtiera en un lugar común, sin embargo –desde ir caminando, a caballo o en una carreta tirada por bueyes–, obligaban a los viajeros a mantener un estrecho contacto con el mundo que les rodeaba.

El caparazón creado por los auriculares intensifica el aislamiento social, una desconexión que proporciona la justificación perfecta no sólo para no reconocer a los demás como seres humanos, sino para no advertir siquiera su presencia y tratarlos como meros objetos. La vida de peatón brinda, al menos, la oportunidad de saludar a la persona con la que acabamos de cruzarnos, o de pasar unos minutos charlando con un amigo, pero el que está conectado a un iPod puede ignorar fácilmente a los demás y pasar junto a ellos sin tan sólo mirarles.

Desde la perspectiva del que está escuchando música, sin embargo, él no está desconectado, sino relacionándose con el cantante, el grupo o la orquesta que esté escuchando y su corazón late al mismo ritmo que el suyo. Pero lo cierto es que esos “otros” virtuales nada tienen que ver con los seres humanos que caminan un paso o dos por delante y hacia los cuales el arrobado oyente muestra la mayor de las indiferencias. En la medida en que la tecnología se apodera de la atención de las personas y la desvía hacia una realidad virtual, ésta acaba insensibilizándolas, con lo que el autismo social acaba convirtiéndose en una más de las imprevistas consecuencias de la invasión permanente de la tecnología en nuestra vida cotidiana.

Este avance en la capacidad tecnológica de conexión es el que permite que, aun estando de vacaciones, sigamos viéndonos asediados por el trabajo. Una reciente encuesta ha puesto de manifiesto que el 34% de los trabajadores de nuestro país se hallan tan conectados con su oficina que vuelven de sus vacaciones tan estresados –o incluso más– como cuando las empezaron.10 El correo electrónico y el teléfono móvil ignoran las fronteras que separan la vida laboral de la vida familiar y privada, requieren nuestra presencia y nos arrastran a atender el correo electrónico en cualquier momento, independientemente de que nos hallemos en plena excursión campestre, jugando con nuestros hijos o descansando.

Pero los niños tampoco suelen advertir esta ausencia, porque están igualmente obsesionados por su propio correo electrónico, algún juego en red o viendo la televisión en su dormitorio. Un informe francés de una encuesta mundial realizada en setenta y dos países ha revelado que, en 2004, las personas pasaban diariamente un promedio de 3 horas y 39 minutos viendo la televisión; Japón ocupaba, en ese estudio, el primer lugar con 4 horas y 25 minutos, seguido de cerca por Estados Unidos.11

«La televisión –advirtió el poeta T.S. Eliot, en 1963, cuando el nuevo medio estaba difundiéndose en todos los hogares– permite que millones de personas se rían simultáneamente del mismo chiste pero, a pesar de ello, sigan estando solos.»

Internet y el correo electrónico tienen el mismo impacto. Una encuesta realizada en nuestro país sobre una muestra de 4.830 personas ha puesto de manifiesto que son ya muchos los casos en los que Internet ha desplazado a la televisión como forma favorita de pasar el tiempo libre. Y la consecuencia directa de todo ello es que, por cada hora que la gente pasa en Internet, el contacto personal con amigos, colegas y familia disminuyó 24 minutos. Como dice Norman Nie, director del Stanford Institute for the Quantitative Study of Society y especialista en estudios sobre Internet: «Nadie puede recibir un abrazo o un beso a través de Internet».12

 

LA NEUROCIENCIA SOCIAL

Este libro desvela hallazgos muy reveladores sobre el nuevo campo de la neurociencia social. Cuando emprendí la investigación necesaria para escribirlo, desconocía la existencia de este campo, pero no tardaron en llamarme la atención un artículo aquí y una noticia allá señalando la existencia de una comprensión científica más exacta de la dinámica neuronal que subyace a las relaciones humanas:

 A diferencia de lo que ocurre en las demás especies, en el cerebro humano se ha descubierto una gran abundancia de una nueva clase de neuronas, las llamadas células fusiformes, que funcionan con mayor rapidez que las demás y operan cuando nos vemos obligados a tomar decisiones sociales repentinas.

 También se ha descubierto recientemente la existencia de una variedad diferente de neuronas cerebrales, las “neuronas espejo”, que registran el movimiento que otra persona está a punto de hacer y sus sentimientos y nos predisponen instantáneamente a imitar ese movimiento y, en consecuencia, a sentir lo mismo.

 Cuando los ojos de una mujer atractiva miran directamente a un hombre al que encuentran atractivo, el cerebro de éste segrega dopamina, un inductor de placer, cosa que no sucede cuando mira en otra dirección.

Cada uno de esos descubrimientos nos proporciona una instantánea del funcionamiento de lo que ha terminado denominándose “cerebro social”, es decir, de los circuitos neuronales que operan mientras estamos relacionándonos. Ninguno de ellos, aisladamente considerado, nos cuenta la historia completa pero cuando los contemplamos en conjunto, esbozan el perfil distintivo de una nueva disciplina.

Poco después de enterarme de esos descubrimientos conocí el hilo que los conecta cuando casualmente me enteré de que, en 2003, se había celebrado en Suecia un congreso científico sobre “neurociencia social”.

Buscando los orígenes de la expresión “neurociencia social” descubrí que habían empezado a usarlo en los años noventa los psicólogos John Cacioppo y Gary Berntson, a quienes bien podemos considerar como los profetas de esta nueva ciencia.13 En una reciente entrevista con Cacioppo, éste me recordó que «los neurocientíficos se mostraban muy reacios a estudiar lo que sucede más allá del cráneo, porque la neurociencia del siglo XX creía que la conducta social era demasiado compleja».

«Hoy en día –añade Cacioppo– estamos en condiciones de empezar a dar sentido al modo en que el cerebro moviliza nuestra conducta social y en que el mundo social influye en nuestro cerebro y en nuestra biología.» Actualmente director del Center for Cognitive and Social Neuroscience de la Universidad de Chicago, Cacioppo ha sido testigo de excepción de un cambio que ha acabado convirtiendo a este dominio en uno de los temas candentes de la ciencia del siglo XXI.14

El nuevo campo ya ha empezado a dar sus frutos y nos ayuda a resolver algunos de los rompecabezas que tanto han desconcertado a los científicos. Las primeras investigaciones dirigidas por Cacioppo, por ejemplo, pusieron de relieve que, cuando nos hallamos en una relación tensa, la tasa de hormonas del estrés aumenta hasta niveles que resultan dañinos para algunos de los genes que controlan la producción de células que deben enfrentarse a los virus. Hasta entonces, la ciencia había soslayado el estudio de los caminos neuronales de los problemas de relación, que ha acabado convirtiéndose en uno de los principales focos de interés de la nueva neurociencia social.

El aspecto más emblemático de la investigación realizada en este nuevo ámbito es el que está congregando a psicólogos y neurocientíficos en torno a la RMN funcional (o RMNf [resonancia magnética nuclear funcional]), un aparato de imagen cerebral que, hasta el momento, sólo se empleaba para el diagnóstico clínico en el entorno hospitalario. La RMN utiliza imanes muy potentes (que ha llevado a los internos a denominar genéricamente “imanes” a estos aparatos, como cuando dicen: «En nuestro laboratorio tenemos tres imanes») para obtener una imagen extraordinariamente detallada del cerebro. La RMNf emplea grandes ordenadores con el fin de obtener el equivalente de un vídeo que muestra las regiones cerebrales que se activan durante una determinada interacción como, por ejemplo, escuchar la voz de un viejo amigo. Esa investigación está empezando a proporcionarnos respuestas a preguntas tales como: ¿Qué sucede en el cerebro de la persona que contempla a un ser querido, que está atrapado en el fanatismo, o que busca la estrategia más adecuada para ganar un determinado juego?

El cerebro social consiste en el conjunto de los mecanismos neuronales que orquestan nuestras interacciones… la suma de los pensamientos y sentimientos que tenemos acerca de las personas con las que nos relacionamos. Los datos más novedosos y reveladores al respecto indican que el “cerebro social” tal vez sea el único sistema biológico de nuestro cuerpo que nos conecta con los demás y se ve, a su vez, influido por su estado interno.15 Como sucede con otros sistemas biológicos, desde las glándulas linfáticas hasta el bazo, regula su actividad en respuesta a señales que emergen dentro de nuestro cuerpo y no van más allá de nuestra piel. En este sentido, la sensibilidad general de los senderos neuronales de nuestro cerebro es realmente excepcional. Por esta razón, cada vez que nos relacionamos cara a cara (o voz a voz o piel a piel) con alguien, nuestro cerebro social también se conecta con el suyo.

La “neuroplasticidad” del cerebro explica asimismo el papel que desempeñan las relaciones sociales en la remodelación de nuestro cerebro, lo que significa que las experiencias repetidas van esculpiendo su forma, su tamaño y el número de neuronas y de conexiones sinápticas. De este modo, la reiteración de un determinado registro permite que nuestras relaciones clave vayan moldeando gradualmente determinados circuitos neuronales. No es de extrañar por tanto que, sentirnos crónicamente maltratados y enfadados, o, por el contrario, emocionalmente cuidados por una persona con la que pasamos mucho tiempo a lo largo de los años, acabe remodelando los senderos neuronales de nuestro cerebro.

Estos nuevos hallazgos ponen de relieve el impacto sutil y poderoso que sobre nosotros ejercen las relaciones. Y aunque estas novedades puedan resultar desagradables, en el caso de que tiendan hacia lo negativo, también implican que el mundo social nos proporciona, en cualquier momento de nuestra vida, una oportunidad de curación.

Desde esta perspectiva, pues, el modo en que nos relacionamos cobra una importancia anteriormente insospechada.

¿Qué significa, por tanto, a la luz de todos estos nuevos descubrimientos, ser socialmente inteligente?