Read the book: «Tal vez somos eléctricos», page 2

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Naciste diferente. Los bebés tienen cinco dedos en cada mano y en cada pie. Tú no. A ti te ha tocado una mano con solo dos dedos, el pulgar y el anular, y apenas se pueden considerar como tal. La malformación se conoce como simbraquidactilia. Es una palabra que daña el cerebro solo con escucharla, de modo que alguien muy creativo inventó un nombre más simple. Cuando una persona tiene un miembro con aspecto distinto decimos que tiene (redoble de tambores, por favor) una extremidad diferente. Por otra parte, los padres van a su rollo. A tu mano izquierda la llaman «mano especial».

Cuando eres pequeña, tus padres reflexionan seriamente sobre someterte a cirugía, pero, al final, deciden no hacerlo. En lugar de eso, depositan todas sus esperanzas en un enfoque arriesgado llamado autoaceptación. Al principio, parece que funciona. Eres una niña distraída y despreocupada. No sabes qué es tener diez dedos y no parece que haya nada malo en ello. Mamá y papá dejan que lo entiendas por ti misma. Abrocharse las camisas es un rollo y nunca sientes que estés agarrada con la fuerza suficiente al manillar de la bicicleta, pero estas cosas no parecen raras, solo son así.

Luego, creces. Te percatas de que el resto te mira. Siempre te han mirado, pero no te habías dado cuenta hasta ahora. Tu mejor amiga desde la guardería, Isla, te defiende con fiereza de las risitas de los chicos. Comienzas a verte con nuevos ojos. Por primera vez, un doctor te describe como «discapacitada». Siempre has sabido que eres diferente, pero este nuevo término, a pesar de la objetividad con la que se pronuncia, hace que parezca que hay algo mal en ti. Te surge la duda sobre lo «normal» que eres. Empiezas a obsesionarte con tus diferencias de una manera que sabes que no resulta ni saludable ni útil. Te miras la mano hasta que deja de ser tal. Es una pequeña calzone unida a tu muñeca. O una serpiente que se ha tragado una vieja antena de televisor. Es el último fragmento de cinta adhesiva extraído de un rollo que no para de pegarse a sí mismo y se vuelve un nudo frustrante.

Tratas de atraer la atención de los demás para alejarla de lo que te diferencia de ellos. Llevas manga larga en verano, camisetas con eslóganes atrevidos e hipnóticos en la parte delantera. Bromeas, mucho, sobre todo a tu costa.

Cuando llegas a la adolescencia, lo superas. Te aburre el tema. En serio, ¿a quién le importa? Solo es una mano. Nada especial, ni mucho menos. Nadie le presta atención a una mano. Tú no. Ni tus amigos o familia. Eres consciente de ella, pero no te obsesionas. Solo parece que les importa a los desconocidos. El problema es que hay muchos extraños, siempre aparecen más y te recuerdan lo que habías olvidado. Resulta agotador. No tienes energía para educar a cada persona nueva que conoces. O para enfrentarte a los adultos de tu vida que aún no han aprendido. Es más fácil hundirte en la última fila, evitar sus ojos, hacerte pequeñita y callarte, callarte siempre.

18:54

Recojo el botiquín de primeros auxilios y vuelvo a colocarlo en el último estante. Me quedo agachada detrás del mostrador y lo toqueteo durante más tiempo de lo normal. Necesito pensar. ¿A qué ha venido esa llamada telefónica? ¿Por qué me ha pedido que la haga yo? ¡Y la sangre! ¡No podemos olvidar la mala sangre! Tal vez, al ponerme de pie, Mac haya desaparecido por arte de magia para que pueda volver a centrarme solo en mí.

Me levanto y mis plegarias han sido escuchadas, porque se ha desvanecido. No ha costado nada. Miro por la ventana, pero no hay rastro de él. A continuación, me apresuro hacia la puerta principal y echo el pestillo pegajoso para abstraerme del mundo. Suspiro de alivio. ¿O es de decepción? ¿Acabo de desaprovechar el momento más interesante de mi vida? Juro que estaba aquí hasta hace un segundo. Mac Durant. Se ha marchado sin despedirse. Ni darme las gracias por vendarle la mano. De repente, un ruido en la habitación de atrás hace que me gire. Cuando llego, Mac está sujetando uno de los fonógrafos.

—Cuidado —le advierto, aliviada al encontrarlo aquí y, a la vez, asustada de nuevo. Da tanto miedo como toparse con un unicornio: porque has asumido que no es real.

Doy un paso hacia delante y alcanzo el brazo del gramófono antes de que toque el disco. Ya hemos manchado la cara del señor Edison. Lo último que necesito es ser responsable de dañar uno de estos valiosos aparatos.

—Es de los años treinta —le informo—. No se puede romper.

—Tenemos un tocadiscos en casa.

—No es como este.

—Bastante similar. —Supongo que es genial que haya recuperado la confianza al máximo, pero, por desgracia, no tiene ni idea de lo que habla—. ¿Funciona? —pregunta.

Incluso en su estado actual, con el pelo grasiento y desaliñado y un claro rubor en las mejillas, Mac desprende un poder del que es difícil defenderse. Sí, el tocadiscos funciona, aunque no con cualquier disco, solo con los que pertenecían a Edison y estos se usan únicamente durante las visitas guiadas. El museo abre cuatro días a la semana. Hoy, sábado, ha cerrado a las cuatro y volverá a abrir mañana a las diez, si el tiempo lo permite. Sin embargo, hace meses que no trabajo en el Thomas Edison Center y ninguno de los dos debería estar aquí.

Pero aquí estamos. Genial. Vamos a darnos prisa. Abro el panel frontal del fonógrafo más grande y dejo caer la aguja. La música suena alta y llena de vida. La escuchamos durante un largo minuto (aunque me cueste). Por injusto que parezca, me siento responsable de lo que estamos escuchando, como si fuera el artista que ha grabado la canción y lo que pensase Mac me afectara personalmente. Marca el compás con un pie y lo mueve a un ritmo rápido. Echa un vistazo al móvil antes de guardarlo. Cuando la música termina, enfundo la aguja y cierro el panel.

—Es un gran éxito para el público de más de noventa años —comento con la esperanza de que no me asocie con el rollo que le he obligado a soportar.

Entonces se dirige hacia otra exhibición. Su forma de andar, pausada e inquisitiva, crea la absurda sensación de que esto era lo que tenía planeado para la tarde del sábado, repasar la historia de Thomas Edison que llevaba mucho tiempo ignorando. Sigo sus movimientos y lo estudio de perfil (por razones de seguridad, por supuesto). Tiene una nariz pronunciada que le queda bien. Los labios parecen pintados con un caro pincel. Para ser sincera, he soñado despierta con difamar su cuadro.

—¿No deberíais haber cerrado ya? —pregunta Mac—. La cosa se está poniendo fea ahí fuera.

Me dedica una mirada rápida y solo entonces asimila mi apariencia, cada curioso centímetro de ella. La sudadera roja encogida en la lavadora con la que llevaba holgazaneando todo el día es mi apuesta segura de comodidad y vaguería, pero no es un atuendo de trabajo muy convincente. Quizá parezca una empleada del museo por la forma de hablar, pero es evidente que mi aspecto indica lo contrario.

—El taxi está a punto de llegar —contesto—. En cualquier momento. —Una mentira en toda regla.

—Puede que el Gobierno declare el estado de emergencia. —Niega con la cabeza—. Siempre exageran este tipo de cosas. A la gente le encanta el drama.

Gente. Es decir, otras personas. A él no. A Mac Durant no le gusta el drama. Ese es el mensaje que trata de mandar. Aun así, es él quien está provocando el drama ahora mismo. Planeaba esconderme en el museo durante un tiempo, pero, por su culpa, mi refugio ya no es un lugar seguro. Debería irme. Ya.

No quiero volver a casa, pero ¿qué otra opción me queda? No tengo dinero ni móvil. Ninguno de mis amigos vive lo bastante cerca como para llegar a su casa a pie. Tal vez acudiría a Neel en un momento así, pero nos hemos peleado. Volver a casa no tiene por qué significar que vaya a hablar con mi madre. Podría ir directamente a mi habitación y esconderme bajo la manta. Sin embargo, antes de eso, tengo que conseguir que Mac se vaya. Me aclaro la garganta.

—Estoy segura de que tienes… ya sabes, planes o lo que sea.

No responde, está demasiado ocupado leyendo con atención las paredes del museo. Voy a apagar las luces para que pille la indirecta. Es una decisión extrema y tal vez lo descoloque, pero ha llegado el momento de atreverse a hacer las cosas. Supero la aversión a mí misma y me escabullo hasta el interruptor de la luz; sin embargo, cuando lo alcanzo, Mac se interpone en mi camino sin darse cuenta y me veo obligada a retroceder.

—¿Todavía vas en bus? —me pregunta mientras hace una pequeña pirueta para interceptarme.

—Sí —respondo, sorprendida de que lo recuerde—. Por desgracia.

Mac no ha cogido el bus desde primaria y, entonces, casi siempre estaba dormido por las mañanas. Este es un tema del que me encantaría oírle hablar largo y tendido: el pasado, nuestro pasado, los pequeños momentos que compartimos, pero abandona el recuerdo de forma tan abrupta como lo ha evocado.

Decido que es hora de enviar el mensaje que está demostrado que funciona: un bostezo. Mientras Mac explora, hago mi primer intento, pero apenas es audible. En mi segundo intento, proyecto la voz y lo preparo para que suene como un viejo mago que está expulsando una piedra del riñón.

—Tío —digo, sobreactuando—. Estoy supercansada.

Sin percatarse, Mac mira el móvil por millonésima vez y se lo vuelve a meter en el bolsillo. Su siguiente pregunta es absurda dado que he visto lo que ha hecho en los últimos cinco minutos.

—¿Puedo usar el teléfono otra vez?

«¿Por qué no utilizas el tuyo?» sería la respuesta más lógica, pero no la formulo.

—Claro —digo.

Acto seguido, regresa a la sala principal. Cuento hasta diez y lo sigo antes de detenerme al final del pasillo y aferrarme al último trozo de pared. Me inclino con lentitud hacia un lado hasta que uno de mis indiscretos ojos capta una pizca de la escena. Mac mantiene el auricular alejado de su cara mientras piensa sin moverse. Lo levanta, marca y escucha. Cuelga y espera. En ese momento, se gira hacia la ventana, aunque no se ve nada ahí fuera. Se da la vuelta y sé que debería esconderme, pero la mitad de mi cara queda a la vista, lo cual resulta mucho más raro que ver mi cara completa.

—Hola —dice Mac.

Doy un paso al frente y le muestro mi rostro entero.

—Hola.

Se sienta en un taburete detrás del mostrador. Reposa los brazos sobre el cristal, deja caer la cabeza y se la sostiene con las manos. Solo hay una buena razón por la que Mac no querría hacer una llamada desde su propio teléfono: no quiere que la persona a la que está llamando lo identifique. Eso explica la primera llamada al 911. Pero ¿y esta nueva llamada? ¿A quién habrá llamado esta vez?

Levanta la cabeza y mira al techo. Estira el torso y echa el cuello hacia atrás. Suelta un gruñido grave y deja caer la cabeza hacia un lado, sobre la almohadilla de su mano. Lo observo sorprendida. Distraído, pregunta:

—¿Tus padres siguen juntos?

Es una pregunta que no viene a cuento pero que, a la vez, resulta oportuna. Niego con la cabeza. No, no lo están.

—¡Qué suerte!

¿Suerte? No, no estoy de acuerdo. No es ninguna suerte. Si Mac supiera por lo que he tenido que pasar justo hoy porque mi núcleo familiar se ha hecho pedazos…

Se sienta erguido frente a la ventana. Fuera, la nieve es espesa. Los copos se toman de la mano mientras caen. No se ve nada a través de la barrera que forman. Su atención se desvía hacia la pared antes de centrarse en la puerta principal.

—Llega bastante tarde —comenta Mac.

—¿Quién?

—El taxi.

Ah, sí, mi taxi imaginario.

—Será por el temporal —respondo. Me parece bastante creíble.

Se pone en pie y sale del mostrador. A medida que se acerca, su tamaño aumenta. La mano vendada le cuelga. Hundo la espalda en la pared. Cuando pasa a mi lado, oigo el roce de su abrigo, que se desvanece a medida que se aleja de mí. Parece que se dirige hacia la puerta. Por fin, Elvis se marcha del edificio. Sin embargo, no lo hace, pasa por delante de la puerta.

Qué tortura. Cuando me he marchado de casa, me sentía la persona más sola del mundo, pero, ahora que tengo compañía, de hecho con alguien guay, también me resulta aterrador y confuso. Además, no es un buen momento.

—Necesito cerrar —digo para que concluya este rollo coloquial—. ¿Te puedo ayudar en algo más o…? —Mira el móvil de nuevo. ¿Está esperando a alguien? ¿Qué narices ocurre? No lo soporto más—. ¿Por qué sigues aquí?

Levanta la cabeza.

—¿Yo? ¿Y tú?

¿Va en serio? ¿Hola?

—Trabajo aquí, es evidente.

—No has pedido un taxi. Ningún mensaje. Nada.

—Porque… me he olvidado el móvil en casa.

Me dedica una sonrisa de superioridad.

—¿En serio? Hay un teléfono justo ahí. —Siento un nudo en la garganta. Da un paso hacia mí e invade mi espacio vital—. No quiero parecer un capullo, pero no creo que nadie vaya a venir a buscarte.

Toco la pared por si necesito ayuda para mantenerme en pie.

—¿Por qué dices eso?

Señala a la puerta principal. Antes, cuando se ha acercado a la ventana, debe de haber visto el cartel donde se indica el horario del museo.

—Has cerrado a las cuatro —contesta—. Ya pasan de las siete.

En la enorme patraña que he entretejido, llevo tres horas esperando con paciencia desde que ha acabado mi jornada laboral, sin preocuparme de contactar con nadie ni acercarme a la ventana para ver si venía el taxi. Voy vestida como toda una adicta a la televisión. Además, hasta hace un momento estaba hecha un ovillo en el suelo del cuarto de atrás. Y Mac se ha dado cuenta de todo esto. Pensaba que yo era la experta a la hora de prestar atención.

—¿Y?

Sigo sin entender por qué le importa o de qué estamos hablando.

—Y… —dice Mac mientras comienza a trazar con lentitud un círculo por la habitación—, ¿me vas a contar por qué estás aquí?

Me encojo de hombros. Llevo meses, años en realidad, manteniendo la compostura, o intentándolo, pero, después del día que he tenido, me rindo con facilidad. En voz baja, admito:

—No quiero irme a casa.

—Yo tampoco —suspira.

Lo observo. Sigue trazando círculos constantes, aunque ahora parece que deambula nervioso. Lo que debería haber captado desde el principio es que este chico, por alguna razón, no puede quedarse sentado y quieto.

—Bueno… —comenta antes de levantar los brazos en el aire como si se hubiera rendido—, ninguno de nosotros quiere irse a casa. —Sus ojos dorados se topan con los míos al otro lado de la sala—. Pues no lo hagamos.

19:31

Mac se abre el abrigo como un superhéroe y lo cuelga en la pared sobre un gancho inexistente. El abrigo cae al suelo, pero no le importa.

—¿Tenéis algo para comer? —pregunta—. ¿Una máquina expendedora o algo así?

Niego con la cabeza y él tararea una melodía de decepción. Lo he observado en clase, en el bus y en internet. Siempre desprende intensidad, un carácter juguetón inagotable, pero ahora su energía parece desenfrenada. Se balancea sobre los talones, preparado para correr en círculos en nuestra pequeña jaula para hámsteres. Reconozco la camiseta que lleva. Es negra y en ella se lee «Sneaker World», en letras bordadas a la altura del corazón. Me pilla mientras la miro y lee las palabras del pecho como si se hubiera olvidado de que estaban ahí.

—He venido directamente del trabajo —comenta—. Antes has pasado por la tienda, ¿verdad?

—Ah, sí, puede.

Sí que lo he visto. He pasado por Sneaker World esta tarde cuando estaba con mi madre en el centro comercial. Sin embargo, me cuesta creer que me recuerde, ni siquiera vagamente. Soy bastante habilidosa a la hora de pasar desapercibida para los de su especie. Aun así, es la segunda vez que evoca mi presencia en algún lugar. Busca con los ojos algo en lo que centrarse y vuelve a posarlos en mí.

—Quizás podrías hacerme una visita guiada.

—Sí, claro. Son cinco dólares.

Saca la cartera.

—¿Tienes cambio de veinte?

—Era broma. —Pensaba que era evidente.

Se detiene, se encoge de hombros y guarda el dinero. Todavía no se ha dado cuenta de que en ningún momento he aceptado su propuesta de que los dos nos quedemos aquí.

—Lo siento, pero no entiendo nada…, quiero decir, ¿de qué va esto? Todo esto. Es muy… —digo.

Me mira y creo que espera que defina a qué me refiero con «todo esto», pero no lo voy a hacer porque no puedo.

—Créeme —responde Mac cuando deduce que no voy a seguir hablando—. No tenía en mente pasar la noche así.

En eso estamos de acuerdo. Por fin se ha percatado de lo extraña que resulta esta situación. Además, ¿acaba de insultarme? No lo sé. Puedo imaginar qué estaría haciendo esta noche si no estuviera aquí. Asanas de yoga frente al espejo, cervezas compartidas con sus «colegas», mensajes guarros para una chica cualquiera. Ni idea. Por lo que sé, no sale con nadie. Al menos no de forma pública.

—¿Seguro que no tenéis nada para comer? —Se inclina sobre el mostrador y lo olfatea como un carroñero. Tal vez haya algunos caramelos de menta de recuerdo en algún lugar, pero no hay nada más.

—Ahora vuelvo.

Por la cara de interés con la que me mira, cree que voy a regresar con comida, pero, en realidad, solo voy al baño. Necesito tiempo para procesarlo todo.

Sola en el aseo, me miro a los ojos para buscar algún rastro de lágrimas. Espero que mamá esté en casa ahora mismo, asfixiada de preocupación por mí mientras camina de un lado a otro, se muerde las uñas y llama a todas las personas a las que conocemos. Se lo merece después de lo que ha hecho. Aquello me convence: de ninguna manera pienso volver a casa tan rápido. Antes dejaría que mi madre se preocupara. Supongo que eso significa que me voy a quedar aquí con Mac. Espera, dilo de nuevo: me voy a quedar aquí con Mac Durant.

Es el chico que quedó tercero en las votaciones a delegado de la clase en sexto de primaria, a pesar de que ni siquiera se había presentado. En segundo de secundaria, Brian Slatin, el primer chico abiertamente gay que recuerdo haber conocido, le pidió que fuera con él al baile de primavera y Mac aceptó, lo que enfadó a las chicas y confundió a los chicos. En tercero de secundaria, se unió al club LGBTQIA y demostró a cualquiera que pensara que había sido una tontería para llamar la atención (como si Mac estuviera ansioso por conseguirla) que estaba equivocado.

Es hetero, eso está claro. Ha estado con algunas de las chicas más guapas del colegio, incluida la infame (para mí) Finley Wooten. Su relación más larga fue con Claire Wong, un año mayor que nosotros, y duraron casi tres meses. Se dice que Claire se echó a llorar cuando Mac volvió en el semestre de otoño al colegio con la cabeza rapada. Puede que sea la única persona que Isla, Brooke y yo hemos incluido en una de nuestras rondas de FCM, juego en el que se elige entre follar, casarse o matar a los distintos candidatos, y a él nunca lo hemos sacrificado. Parece que nadie está dispuesto a perderlo.

Es amigo de casi todo el mundo. A los profesores se les ilumina la cara cuando hablan de él como si tuvieran que hacerle la pelota. Y a los entrenadores también. Al parecer, Mac tiene tal don como atleta que ha jugado en algunos equipos preprofesionales de fútbol, en lugar de jugar en el del colegio.

Cruza los pasillos como una gacela, nunca se queda merodeando, lo que ensalza cada rápido vistazo a su persona. Al pasar frente a su casa un día, desde el asiento del copiloto del coche de mi madre, lo vi sin camiseta mientras empujaba un cortacésped y nunca me he arrepentido más que en aquel momento de ser demasiado lenta para sacarle una foto. Se rumorea que suele nadar en el YMCA, pero no voy a ponerme un bañador en público para conseguir echarle un vistazo a un chico (bueno, quizá por Timothée Chalamet sí).

Hay deportistas más musculosos, personalidades más provocativas, cerebritos más impresionantes, ligones mucho más encantadores, pero ninguno de ellos es un híbrido hipnotizante de integridad y provocación, conciencia y despreocupación, como Mac. En serio, no es justo que una persona tenga tantos talentos. Quienes lo conocen bien lo llaman por su apellido o, a veces, Doc (porque sus iniciales, M. D., son las siglas en inglés de «Doctor en Medicina»), aunque para mí siempre ha sido Mac Durant.

Verme obligada a quedarme aquí con él no debería entenderse como un castigo, sino como un milagro, algo que te cambia la vida. ¿Cuántas veces he soñado despierta con que algún tío bueno se colara en mi vida para salvarme del eterno aburrimiento? Bueno, pues ha ocurrido. Por fin. Ahora. Está aquí. Por alguna razón inexplicable, está aquí. Conmigo. Asimílalo. Por una vez, deja de darle vueltas y disfrútalo.

Me aliso el pelo y me lo vuelvo a alborotar a propósito para que parezca creíble y accidental. Luego, regreso a la mezcla de fantasía y pesadilla.

Me encuentro a Mac en la sala principal, donde observa una de las fotos más populares y que muestra la torre de acero original que se construyó en la propiedad, muy distinta al edificio de estilo art déco que la sustituye hoy en día.

—La Luz Eterna —Mac lee el letrero de la pared—. ¿Es cierto?

No solo se habla largo y tendido de la Luz Eterna en la entrada del museo, sino que se repite verbalmente a todos los visitantes que pasan por el interior de la torre. La historia es la siguiente: la torre de metal original se construyó para la celebración del quincuagésimo aniversario de la bombilla de Thomas Edison en 1929. Se colocó una bombilla especial al fondo y se la llamó «Luz Eterna». Edison la nombró así porque aseguró que seguiría brillando para siempre. Dos años después, un rayo alcanzó la torre y se desmoronó. Lo sorprendente es que la bombilla nunca dejó de emitir luz y más sorprendente aún es que lleve encendida desde entonces. Todavía sigue brillando.

—Otro mito —digo, de forma que contradigo la historia que he contado a miles de visitantes. Él me mira confundido—. A ver, no estuve allí, claro, pero no hay forma de que inventara una bombilla que lleva encendida casi cien años.

Sonríe.

—Si odias tanto a Edison, ¿por qué trabajas aquí?

Esto es lo que una consigue al ser sincera, que luego tiene que dar explicaciones.

—Edison vendió la imagen de sí mismo como la de un genio, pero lo cierto es que la mayoría de sus inventos fueron un fracaso. Además, era un hombre de negocios terrible, en plan el peor. Sus compañías siempre andaban cortas de dinero. No me gusta que la gente actúe como si fueran más de lo que en realidad son.

Asiente como quien no ha entendido nada y está preparado para dejar de intentarlo, solo que él no para. Este Elvis es incansable.

—¿Así funciona? —pregunta Mac—. Cuando haces visitas guiadas, ¿no paras de criticar? Porque siento que me estoy perdiendo un tour buenísimo.

¡Qué chico!

—No estoy criticando. Considero que algunas de estas cosas son increíbles. Es solo la historia que contamos, la imagen que presentamos al mundo… No todo es…

—Cierto —termina la frase por mí.

Intercambiamos una mirada. Parece que lo está pillando, aunque no sé muy bien qué parte.

—¿Me has pedido que gastase una broma al 911? —pregunto—. Porque estoy bastante segura de que eso es un delito.

Exhala como si lo hiciera por primera vez en toda la noche.

—En realidad conozco al tipo del garaje. No quería que se enterara de que había llamado yo. Por eso te he pedido que lo hicieras tú. No ha estado bien que te haya cargado el muerto de esa manera. Lo siento.

Oh, una disculpa. De modo que ahora va a disculparse. Mi cuerpo se destensa.

—No pasa nada.

Pero ¿será cierto? Nada tiene sentido todavía. Puede que Mac conozca al tipo, que sepa su dirección, ya que viven en la misma calle, pero ¿por qué le iba a importar que se enterara de que había llamado para pedir ayuda? Además, eso no justifica la mano amoratada. Debería haber pedido alguna explicación adicional, pero ya parece demasiado tarde para preguntar.

Entonces, él señala otro tocadiscos.

—¿Cómo suena este?

El fonógrafo al que se refiere es el favorito de todo el mundo. Tiene un enorme cuerno decorado. Cuando la gente se imagina un tocadiscos antiguo, suele pensar en algo así. La guía turística que llevo dentro no puede evitarlo y quiere que cambie la imagen que tiene de mí como mala docente. Debería haber visto las propinas que consigo en verano.

—Los británicos, para decir «cierra el pico», utilizan la frase «put a sock in it», que significa literalmente «ponle un calcetín». —Preparo el gramófono mientras hablo—. La gente quería que sus fonógrafos sonaran más alto, por lo que la compañía de Edison creó este. El problema era que el volumen era demasiado intenso. —Pongo la melodía para mostrarle a qué me refiero y elevo la voz. Me preocupa que esta repentina confianza que he descubierto no merezca la pena y, en realidad, haya malinterpretado su curiosidad, pero ya es demasiado tarde. Me convierto en un autómata y comienzo a recitar el guion de memoria—: Las mujeres que daban fiestas o cenas no querían que sus invitados tuvieran que gritar para oírse. Querían música ambiental. Sin embargo, como no había un adaptador de volumen en estos primeros aparatos, ¿cómo resolvieron las amas de casa este problema? —Estiro la mano tras el tocadiscos para coger el atrezo—. Metieron un calcetín dentro —contesto mientras tapo el agujero de sonido con un par enrollado y, al instante, el volumen se reduce a la mitad.

El público que suelo tener responde con risas, aplausos y «ahhh» audibles, pero Mac no es mi público habitual. No hace ninguna de esas cosas. Entonces, apago la música y se queda mirando el fonógrafo durante un buen rato tras haberlo silenciado.

—Creo que tenemos mil canciones en casa. —La intimidad de lo que acaba de revelar me desorienta, pero intuyo otro rasgo, algo que describiría como tristeza si pensara que Mac Durant es susceptible a ese sentimiento. Se gira hacia mí—. Tienes una voz bonita. —Cada vez que habla, el universo cambia de forma. ¿En qué nuevo mundo estoy ahora?—. Di algo —me pide.

De repente, no se me ocurre ninguna palabra buena que soltar.

—Guay… pizza… bebé…

Mac se echa a reír.

—Es como la de esa actriz, la rubia. —Una descripción muy concreta—. La de las pelis de superhéroes, aunque ahí tiene el pelo en plan rosa o algo así.

Conozco la respuesta, pero no puede ser verdad.

—¿Scarlett Johansson?

—Sí, esa.

Es como si acabara de identificar a un famoso olvidado de los años veinte (algo que podría hacer porque soy una friki de los museos) en lugar de a una de las estrellas actuales más importantes del planeta. Johansson interpreta a Viuda Negra, cuyo pelo es rojo la mayor parte del tiempo, aunque Neel es capaz de explicar por qué le cambia de color en las distintas películas de Los Vengadores. Pero no se trata del pelo.

—Me gusta mucho —dice Mac sobre mi voz.

De repente quiero asaltarlo con sílabas, pero estoy demasiado sorprendida como para mover los labios. No estoy acostumbrada a que chicos que no sean Neel me piropeen. Además, nunca me ha gustado el sonido de mi voz porque suena más grave que el de la mayoría de las chicas. Siempre me ha parecido que tenía una voz aburrida y aletargada, como una persona que despierta de un coma de diez años y se da cuenta de que no todos están emocionados porque vuelva a vivir.

—Creo que, desde que te conozco, nunca te había oído decir más de dos palabras —comenta.

¿Acaso me conoce?

—Gracias —respondo, aunque me siento demasiado incómoda—. Soy una persona callada, supongo. —Sin embargo, hay algo más que él nota y rumia en su mente. Entonces, cambio de tema—. Supongo que te puedo hacer la visita guiada oficial, si te apetece —me oigo decir a mí misma mientras compruebo mi preciosa voz.

—Vale —contesta con un asentimiento, como si no le importara nada—. Oye, pero… —Lo estoy oyendo, de verdad. Continúa—: Me muero de hambre. No he podido cenar nada. —Dímelo a mí. Estoy aquí porque me he saltado la cena—. Vamos a pillar algo —propone.

—¿Te refieres a ahí fuera?

Las ventanas se están volviendo blancas. Es como mirar a través del cristal de una lavadora en funcionamiento.

—Deberíamos irnos —señala mientras coge el abrigo—. Antes de que el tiempo empeore.

Bueno, vale.