7 mejores cuentos de Mark Twain

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From the series: 7 mejores cuentos #49
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7 mejores cuentos de Mark Twain
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Tabla de Contenido

Título

El Autor

Los diarios de Adán y Eva

Los McWilliams y el timbre de alarma

Una historia de fantasmas

El desventurado prometido de Aurelia

El hombre que riñe con los gatos

El lamento de la viuda

El cuento del niño malo

About the Publisher




El Autor


Samuel Langhorne Clemens (Florida, Misuri, 30 de noviembre de 1835 - Redding, Connecticut, 21 de abril de 1910), mejor conocido bajo su seudónimo de Mark Twain, fue un escritor, orador y humorista estadounidense. Escribió obras de gran éxito como El príncipe y el mendigo o Un yanqui en la corte del Rey Arturo, pero es conocido sobre todo por su novela Las aventuras de Tom Sawyer y su secuela Las aventuras de Huckleberry Finn.

Twain creció en Hannibal (Misuri), lugar que utilizaría como escenario para las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Trabajó como aprendiz de un impresor y como cajista, y participó en la redacción de artículos para el periódico de su hermano mayor Orion. Después de trabajar como impresor en varias ciudades, se hizo piloto navegante en el río Misisipi, trabajó con poco éxito en la minería del oro, y retornó al periodismo. Como reportero, escribió una historia humorística, La célebre rana saltarina del condado de Calaveras (1865), que se hizo muy popular y atrajo la atención hacia su persona a escala nacional, y sus libros de viajes también fueron bien acogidos. Twain había encontrado su vocación.

Consiguió un gran éxito como escritor y orador. Su ingenio y espíritu satírico recibieron alabanzas de críticos y colegas, y se hizo amigo de presidentes estadounidenses, artistas, industriales y de la realeza europea. Carecía de visión financiera y, aunque ganó mucho dinero con sus escritos y conferencias, lo malgastó en varias empresas y se vio obligado a declararse en bancarrota. Con la ayuda del empresario y filántropo Henry Huttleston Rogers finalmente resolvió sus problemas financieros.

Twain nació durante una de las visitas a la Tierra del cometa Halley y predijo que también «me iré con él»; murió al siguiente regreso a la Tierra del cometa, 74 años después. William Faulkner calificó a Twain como «el padre de la literatura norteamericana».




Los diarios de Adán y Eva


Adán

Esta nueva criatura de pelo largo se entromete bastante. Siempre está merodeando y me sigue a todas partes. Eso no me gusta; no estoy habituado a la compañía. Preferiría que se quedara con los otros animales. Hoy está nublado, hay viento del este; creo que tendremos lluvia... ¿Tendremos? ¿Nosotros? ¿De dónde saqué esa palabra...? Ahora lo recuerdo: la usa la nueva criatura.

Eva

Toda la semana lo seguí y traté de entablar relaciones con él. Yo soy la que tuvo que hablar, porque él es tímido, pero no me importa. Parecía complacido de tenerme alrededor, y usé el sociable “nosotros” varias veces, porque él parecía halagado de verse incluido.




Los McWilliams y el timbre de alarma


La conversación fue pasando lenta, imperceptiblemente, del tiempo a las cosechas, de las cosechas a la literatura, de la literatura al chismorreo, del chismorreo a la religión, y por último hizo un quiebro insólito para aterrizar en el tema de los aparatos de alarma contra los ladrones. Fue entonces cuando por vez primera el señor McWilliams demostró cierta emoción. Cada vez que advierto esa señal en el cuadrante de dicho caballero me hago cargo de la situación, guardo profundo silencio y le doy la oportunidad de desahogarse. Empezó, pues, a hablar con mal disimulada emoción:

“No doy un céntimo por los aparatos de alarma contra ladrones, señor Twain, ni un céntimo, y voy a decirle por qué. Cuando estábamos acabando de construir nuestra casa advertimos que nos había sobrado algo de dinero, cantidad que sin duda había pasado desapercibida también al fontanero. Yo pensaba destinarla para las misiones, pues los paganos, sin saber por qué, siempre me habían fastidiado; pero la señora McWilliams dijo que no, que mejor sería instalar un aparato de alarma contra los ladrones, y yo hube de aceptar el convenio. Debo explicar que cada vez que yo quiero una cosa y la señora McWilliams desea otra distinta, y hemos de decidirnos por el antojo de la señora McWilliams, como siempre sucede, ella lo llama un convenio. Pues bien: vino el hombre de Nueva York, instaló la alarma, nos cobró trescientos veinticinco dólares y aseguró que ya podíamos dormir a pierna suelta. Así lo hicimos durante cierto tiempo, cosa de un mes. Pero una noche sentimos humo, y mi mujer me dice que más vale que suba a ver qué pasa. Enciendo una vela, me voy para la escalera y tropiezo con un ladrón que salía de un aposento con una cesta llena de cacharros de hojalata que en la oscuridad había tomado por plata maciza. Iba fumando en pipa.

“—Amigo —le dije—, no se permite fumar en esta habitación.

“Confesó que era forastero y que no podíamos esperar que conociese las normas de la casa, añadiendo que había estado en muchas por lo menos tan buenas como aquella y que nunca hasta entonces se le había hecho la menor objeción en ese sentido. En toda una larga experiencia, puntualizó, en ningún sitio se pensó jamás que tales normas obligasen a los ladrones.

“Yo repuse:

“—Pues nada, siga fumando, si esa es la costumbre; creo, no obstante, que conceder a un ladrón el privilegio que se niega a un obispo constituye una clara demostración de la relajación de los tiempos en que vivimos. Pero dejando eso a un lado, ¿con qué derecho entra usted en esta casa, furtiva y clandestinamente, sin hacer sonar la alarma contra los ladrones?

“Pareció confuso y avergonzado, y con visible embarazo declaró:

“—Le pido mil perdones. No sabía que tuviesen ustedes una alarma contra ladrones, pues de haberlo sabido la habría hecho sonar. Le suplico que no lo comente donde puedan oírlo mis padres, porque están viejos y delicados, y tan imperdonable infracción de los convencionalismos consagrados por nuestra civilización cristiana podría cortar con demasiada brusquedad el frágil puente que pende en las tinieblas entre el presente pálido y evanescente y las grandes profundidades solemnes de la eternidad. ¿Le importaría darme una cerilla?

“—Sus sentimientos lo honran —contesté—, pero si me permite decirlo, la metáfora no es su fuerte. Déjese la pierna quieta: estos fósforos solo se encienden con la caja, y aun así no siempre, si puede darse crédito a mi experiencia. Pero volviendo al asunto: ¿cómo ha entrado usted aquí?

 

“—Por una ventana del segundo piso.

“Así había sido, en efecto. Procedí a rescatar mis cacharros de hojalata según las tarifas de las casas de compra-venta, descontando los gastos de publicidad; di las buenas noches al ladrón, cerré la ventana tras él y fui a presentar mi informe ante el cuartel general. A la mañana siguiente mandamos aviso al de las alarmas contra ladrones, vino y nos explicó que la razón de que la alarma no se hubiera disparado era que solo la primera planta de la casa estaba conectada a la misma. Era lo que se dice una idiotez: en una batalla, tanto da no llevar armadura en absoluto como llevarla solo para las piernas. Así pues, el técnico conectó a la alarma todo el segundo piso, nos sacó trescientos dólares más y se fue como si nada. Al cabo de cierto tiempo sorprendí una noche a un ladrón en el tercer piso cuando se disponía a bajar por una escala de mano con un lote de efectos variados míos. Mi primer impulso fue el de partirle la cabeza con un taco de billar; pero el segundo fue el de abstenerme de tal designio, ya que el hombre se encontraba entre la taquera y yo. El segundo impulso era sin duda alguna el más sensato, de modo que me contuve y procedí a la consabida transacción. Recuperé los efectos a la misma tarifa que la vez anterior, descontando el diez por ciento en concepto de uso de la escalera de mano, que era mía, y al día siguiente mandé llamar otra vez al experto, el cual conectó a la alarma el tercer piso a cambio de otros trescientos dólares.

“Para entonces el «avisador» alcanzaba ya dimensiones impresionantes. Tenía cuarenta y siete etiquetas con los nombres de las diversas dependencias y chimeneas de la cassa, y ocupaba el espacio de un ropero. El timbre era del tamaño de una palangana y había sido instalado sobre la cabecera de nuestro lecho. Un alambre iba desde la casa hasta el alojamiento del cochero en la caballeriza, quien junto a su almohada tenía un gong.

“Era para que nos hubiésemos encontrado ya a nuestras anchas; sin embargo, había un pero. Todas las mañanas, a las cinco, la cocinera abría la puerta de la cocina en cumplimiento de sus obligaciones, ¡y para qué contar la que se armaba! La primera vez que sucedió tal cosa pensé que había llegado el juicio final. No lo pensé dentro de la cama, sino fuera, y es que el primer efecto de ese timbre apocalíptico es el de proyectarlo a uno a través de la casa y estamparlo contra la pared, y dejarlo allí enroscado y retorciéndose como una araña cuando cae en la tapa de la estufa, hasta que llega alguien y cierra la puerta de la cocina. Con toda sinceridad, no hay estruendo que pueda compararse ni remotamente a la horrísona estridencia de ese timbre. Pues bien, semejante catástrofe acontecía regularmente todas las mañanas a las cinco en punto, haciéndonos perder tres horas de sueño; porque cuando ese artilugio despierta a uno no se limita a despabilarlo a medias; lo despabila del todo, en cuerpo y alma, y uno ya está listo para dieciocho horas de vigilia integral: dieciocho horas en el más inconcebible desvelo que hayamos experimentado en la vida. Cierto visitante se nos murió una vez en casa, y lo pusimos para velarlo aquella noche en nuestro dormitorio. ¿Cree usted que el difunto esperó al juicio final? No, señor; se incorporó a las cinco de la mañana siguiente del modo más simple y automático. Yo sabía de antemano lo que iba a pasar; lo sabía a ciencia cierta. Cobró su seguro de vida y siguió viviendo tan campante, ya que había sobradas pruebas del absoluto rigor científico de su fallecimiento.

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