Hijas del viejo sur

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Hijas del viejo sur
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HIJAS DEL VIEJO SUR

LA MUJER EN LA LITERATURA FEMENINA

DEL SUR DE LOS ESTADOS UNIDOS

Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americans

http://www.uv.es/bibjcoy

Directora

Carme Manuel

HIJAS DEL VIEJO SUR

LA MUJER EN LA LITERATURA FEMENINA

DEL SUR DE LOS ESTADOS UNIDOS

Constante González Groba, ed.

Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americans

Universitat de València

Hijas del viejo sur: La mujer en la literatura femenina

del Sur de los Estados Unidos

©Ed. Constante González Groba

La preparación y publicación de este libro

han sido posibles gracias a la financiación

del MINECO (proyecto FFI2010-17061)

1ª edición de 2012

Reservados todos los derechos

Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN: 978-84-9134-142-0

Imagen de la portada: Sophia de Vera Höltz

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

publicacions@uv.es

Índice

INTRODUCCIÓN

La mujer en la historia y en la literatura del sur de los Estados Unidos

Constante González Groba

CAPÍTULO I

Louisa S. McCord: la mujer sureña como ángel custodio de la civilización esclavista

Carme Manuel

CAPÍTULO II

La mujer en la novela de Ellen Glasgow: el rechazo de la lady sureña y la defensa de la “nueva mujer”

Constante González Groba

CAPÍTULO III

Damas y esclavas, madres y mamis en el Viejo sur: Gone with the Wind de Margaret Mitchell y “The Old Order” de Katherine Anne Porter

Susana María Jiménez Placer

CAPÍTULO IV

El tomboy cuestiona las rígidas dicotomías de género y raza de la sociedad sureña

Constante González Groba

CAPÍTULO V

Sureña y subalterna: narrando la rebelión de la mujer en Alice Walker

Jesús Varela Zapata

Introducción

La mujer en la historia y en la literatura del sur de los Estados Unidos

Constante González Groba

Quienquiera y comoquiera que sea la mujer del sur de los Estados Unidos (hay tantas variedades e interpretaciones que es imposible decirlo con certeza), sí es innegable que tiene una importancia crucial en la cultura y en la historia del sur, y que es fundamental para entender las realidades y los mitos de dicha cultura. La mujer sureña tiene, pues, una importancia crucial a la hora de estudiar y entender a la mujer estadounidense porque es tan distintiva en la historia de dicha mujer como lo es el sur en la historia de la nación americana.

A pesar de la intensa relación de la cultura del sur de los EE. UU. con la mujer (Dixie es, al fin y al cabo, un nombre de mujer), apenas se hicieron estudios sobre la mujer sureña antes de la década de 1980. The Southern Lady, el estudio de Anne Firor Scott publicado en 1970, marcó un punto de no retorno. Al igual que la historia del sur, la de la mujer en dicha región tiene unas características específicas. A lo largo de la historia, el sur no dio muchas feministas, y a menudo las pocas que dio definían el feminismo de forma distinta al resto del país. Hasta bien entrado el siglo XX, prácticamente ninguna feminista blanca del sur era abolicionista. La industrialización llegó relativamente tarde al sur y, como las mujeres sureñas no trabajaron juntas en fábricas hasta después de la guerra civil, no se establecieron muchos lazos de unión para compartir intereses y luchar por objetivos comunes. Además, el sistema esclavista hizo imposible el establecimiento de lazos de unión entre mujeres de distintas razas y clases sociales.

La atención prestada en las últimas décadas a la categoría que se ha dado en llamar género ha venido aportando nuevas y cambiantes perspectivas e interpretaciones sobre los momentos cruciales de la historia del sur estadounidense: los orígenes y la experiencia de la esclavitud, la guerra civil, la Reconstrucción, la segregación (Jim Crow), y el movimiento por los derechos civiles. Como bien apunta Sara Evans, todas las mujeres del sur de los EE. UU. han resultado de alguna manera afectadas por la conexión entre la cuestión racial y los roles e imágenes sexuales (1353). Los colonos blancos del sur trajeron consigo la imaginería occidental sobre la naturaleza femenina con su consiguiente polarización entre la virgen, pura e inaccesible, y la prostituta, peligrosa y degradada. Esta dicotomía iría englobando complejas asociaciones con imágenes de luz y oscuridad, del bien y el mal, hasta adquirir una realidad concreta y tangible con la formación de la casta de plantadores blancos dependientes del trabajo de esclavos de una raza considerada inferior.

La realidad del Viejo sur era muy diferente de la leyenda de esplendor aristocrático y armonía social propagada por las innumerables novelas románticas del último cuarto del siglo XIX, cuando el sur blanco se aferró al mito de la Causa perdida. La vida de las mujeres de la época colonial y de los años anteriores a la guerra civil era mucho más complicada de la que se reflejaba en las novelas anteriores a las de escritoras realistas e iconoclastas como Ellen Glasgow, que en las primeras décadas del siglo XX desmitificó la versión tradicional de la mujer sureña. Existían diferencias claras entre la mujer blanca cuyo marido tenía cientos de esclavos y aquella cuyo marido solo tenía una docena, y entre la esposa del que tenía solo unos cuantos esclavos y la del que no tenía ninguno. Antes de la guerra civil, la inmensa mayoría de las mujeres blancas eran las esposas de pequeños agricultores, llamados yeomen farmers, cuyas familias poseían escasos esclavos, o ninguno. La vida de estas mujeres blancas, como la de las negras, estaba caracterizada por un trabajo arduo y continuo, que incluía el cuidado del huerto y los animales domésticos, hilar, tejer, coser, cocinar, limpiar la casa y criar los hijos. Aunque el trabajo en el campo se consideraba impropio de la mujer blanca, el tabú se dejaba de lado cuando la necesidad apremiaba (Evans 1354).

Mientras que las colonias de Nueva Inglaterra del siglo XVII fueron pobladas por familias, las de la región del Chesapeake se poblaron fundamentalmente con hombres solteros y sin familia, ya que los plantadores preferían hombres jóvenes para trabajar en los campos de tabaco. Ello dio lugar a una notable desproporción entre el número de hombres y mujeres (seis hombres por cada mujer). La presión ambiental obligaba a muchas mujeres a casarse a los 16 o 17 años. La vida de la mujer en el sur colonial no difería mucho de la de Nueva Inglaterra: cuando era necesario trabajaba en el campo, pero ocupaba la mayor parte de su tiempo en labores domésticas, cuidando huertos, cosiendo, haciendo pan y preparando comida, cuidando niños y animales domésticos. En la práctica totalidad de los casos, los límites de la plantación eran los límites de la vida de estas mujeres, vida caracterizada por una inmensa soledad.


La plantación, ilustración de las señoras Cowles Social Life in Old Virginia Before the War, Thomas Nelson Page, 1897

El rápido aumento de los esclavos en el sur colonial del siglo XVIII tuvo una incidencia notable en la vida de la mujer blanca y en la de la negra. La plantación se convirtió en una unidad social independiente que incluía la casa familiar y los esclavos y que era la unidad dominante de producción y reproducción (Fox-Genovese 38), en contraste con el sistema capitalista incipiente en el norte, que era incompatible con el sitema esclavista que no aceptaba la libertad individual y la oferta libre de la fuerza de trabajo en el mercado libre característico de la sociedad burguesa (Fox-Genovese 53).

El sistema esclavista condicionó la vida de la mujer sureña al confinarla en hogares muy aislados en una sociedad rural y férreamente controlados por el hombre y, en el caso de las mujeres negras, ni siquiera por sus propios hombres (Fox-Genovese 53). Al pertenecer a hogares no regidos por sus propios maridos, hermanos o padres, la experiencia de las mujeres negras difería radicalmente de la de las blancas. La autoridad del plantador adquirió, así, tonos patriarcales y su poder absoluto sobre los esclavos le confirió un mayor poder sobre los subordinados de su propia unidad familiar. Al mismo tiempo, la necesidad de proteger la sexualidad de su esposa y demás mujeres blancas de la familia reforzaba su poder absoluto sobre los esclavos (Berkin 1520).

 

El patriarcado no tenía cabida en el mundo de los esclavos. Al tener tanto el hombre como la mujer negra la condición de súbditos, aquel no podía ejercer su autoridad sobre la mujer. Para la mujer negra el matrimonio no daba lugar a la transición de la autoridad y la casa paternas a las del marido. Para esta mujer su rol como esclava estaba por encima de su rol como esposa (Berkin 1520).

Después de la Revolución, en el norte la mujer sufrió un proceso de idealización conocido como republican motherhood, que reconocía a la mujer un papel activo, no como ciudadana de pleno derecho y políticamente activa, pero sí como educadora de futuros ciudadanos. Se promocionó y favoreció la educación de la mujer para prepararla como agente socializador, con la consiguiente desaparición de la consideración de la mujer como intelectualmente inferior. El caudal educativo adquirido en escuelas y academias llevó a la mujer del norte a una mayor autoestima y a una participación cada vez más intensa en la sociedad, que servirían de fermento para las demandas de reforma social de las décadas de 1830 y 1840. En el sur, la vida de la mujer continuó restringida exclusivamente a la esfera privada y su educación no era precisamente un valor admirado y fomentado, tanto que cuando llegó la guerra civil las mujeres del sur tenían el nivel más alto de analfabetismo de todo el país. Para la mujer negra, la educación estaba prohibida por ley. Los historiadores atribuyen la prohibición de educar a los negros al miedo de los plantadores a las rebeliones lideradas por negros alfabetizados. Nada más paradójico que el florecimiento del comercio de esclavos justamente durante el período de la Ilustración en Europa y América (Weaks 9).

El ideal de la madre republicana no podría haber penetrado en el sur debido al aislamiento de las mujeres blancas de todas las clases en una región eminentemente rural, sin acceso a la compañía de otras mujeres y sin ambientes urbanos que facilitasen la relación entre mujeres y la formación de asociaciones. Además, las mujeres sureñas, blancas y negras, se casaban y morían más jóvenes, y tenían más hijos que sus hermanas del norte. Al acceder más temprano a las obligaciones adultas de esposa y madre, la mujer sureña, al contrario de la del norte, no disponía de ese período vital para adquirir una educación adecuada.

El pedestal en el que el patriarcado sureño colocó a la mujer blanca la dejó privada de una voz propia, y pocas mujeres del sur se expresaron públicamente por escrito antes del siglo XIX. Las primeras publicaciones de mujeres sureñas fueron textos políticos publicados en periódicos para defender el boicot al té inglés por parte de los colonos en 1773-74 (Weaks 9). Debido al alto grado de analfabetismo que imperaba en el sur, donde solo una de cada tres mujeres blancas era capaz de escribir su nombre, habilidad que sí tenían por lo menos 3 de cada 5 hombres (Weaks 11), los editores y los libreros no hacían esfuerzos por promocionar sus productos en tamaño desierto cultural. Si algo leían las mujeres sureñas del período, eran almanaques, libros religiosos o de economía familiar y, después de la Revolución, libros de normas de conducta, normalmente escritos por hombres, como el famoso The Ladies Calling (1673), además de revistas como The Female Spectator y The Ladies’ Magazine. Estas publicaciones promovían los ideales que constituían lo que se llama southern womanhood: delicadeza, castidad, maternidad, religiosidad (Weaks 13). En un ambiente en el que la mujer no tenía la menor oportunidad para publicar o se le prohibía por códigos de género y raza, la escritura de diarios le ofrecía unas posibilidades de autoexpresión que quedaban en lo semiprivado. Estos diarios pasaban de madres a hijas y eran, así, no solo vehículos de autoexpresión sino también de instrucción para niñas y jóvenes (Weaks 13-14).

Como apunta Elizabeth Turner, la guerra civil no significó lo mismo ni tuvo las mismas consecuencias para los hombres que para las mujeres (1). De hecho, hace ya años que muchas historiadoras muestran más interés por el “frente doméstico” que por el frente de batalla. De los 800.000 hombres que lucharon en el ejército confederado, cerca de un tercio murieron o resultaron heridos, y fueron muchos más los que volvieron a casa con la mente y el corazón destrozados por la tragedia. Durante la guerra, cerca de 200.000 hombres negros se liberaron de la esclavitud mediante su servicio en el ejército del norte, mientras que muchísimas mujeres y niños negros se emanciparon de facto mediante la huida a localidades situadas tras las líneas enemigas. Debido a la pérdida de la mayoría de los hombres adultos y también la de muchos esclavos, los hogares basados en la posesión de esclavos, tan importantes en la estructura socioeconómica del sur, resultaron trágicamente fracturados por un conflicto bélico al que habían recurrido para preservar dicho orden social (Whites 70). El patriarcado sureño se desmoronó, debido no solo a la derrota de los hombres sureños a manos de los del norte sino también a la pérdida del férreo control sobre los esclavos y las mujeres.

Mientras los hombres se batían en el frente, muchas mujeres blancas lucharon denodadamente por mantener los negocios y las haciendas familiares. Ello las llevó a asumir actuaciones y roles previamente considerados no femeninos. Se dio así la paradoja de que los hombres fueron al frente a luchar por el Viejo sur y sus códigos patriarcales de género, a la vez que dicha guerra cambió drásticamente el rol de la mujer. Obligada a bajarse del pedestal, la mujer sureña acomodada experimentó una nueva dimensión y variedad en su vida que difería de la imagen en la que siempre se había visto reflejada. Es muy probable que la mayoría de las mujeres blancas cuestionasen, con mayor o menor convicción, la validez de unos roles que exigían una posición de inferioridad y subordinación en la familia y en la sociedad. Numerosas mujeres de la Confederación descubrieron por sí mismas una nueva identidad conferida por el enorme sufrimiento y por las privaciones del período bélico, en el que la mujer blanca perdió poder dentro del hogar en relación con los privilegios de su raza y tuvo que asumir incluso algunas de las labores que venían haciendo los esclavos. Así pues, las mujeres de la Confederación perdieron poder económico, igual que sus maridos, pero ganaron un considerable poder doméstico durante la guerra y lo mantuvieron durante algún tiempo después ante sus hombres derrotados y devastados física y espiritualmente. La mujer negra lo pasó todavía peor durante la contienda, sobre todo cuando el ejército confederado destinó los esclavos varones a trabajos forzados y los plantadores obligaron a los esclavos que quedaban a trabajar todavía más que antes (Turner 6-7).


Soldados confederados, muertos durante la Segunda Batalla de Fredericksburg, 1863

Fotografía del capitán Andrew J. Russell para Mathew Brady

Los cambios en los roles de género que se produjeron durante la guerra civil fueron inmensos: si el hombre blanco perdió la capacidad para proteger y dominar su hogar y su hacienda como había hecho siempre, el hombre negro adquirió no solo la libertad sino también el poder sobre su propio hogar una vez terminada la contienda. Ahora la mujer negra podía dar prioridad a su propio hogar y familia como nunca había podido hacer durante la esclavitud, y sus hijos y su marido eran suyos, y no propiedad del amo esclavista. Después de la emancipación, la mujer negra tenía por fin un estatus legalmente reconocido como madre y esposa y una vivienda que, aunque fuese una mísera cabaña, era suya. Como apunta Elizabeth Turner, la mujer negra consideró la emancipación como algo similar al éxodo bíblico de los israelitas, aunque en el caso de los negros estadounidenses esta analogía está cargada de ironía ya que, una vez emancipados por un Moisés llamado Abraham Lincoln, tardaron más de un siglo en acceder a la Tierra Prometida de los derechos civiles y la igualdad ante la ley (Turner 14).

En el caso de la mujer blanca, no es del todo seguro si durante la guerra se hizo consciente de lo positivo que era disponer de unos privilegios y responsabilidades tradicionalmente masculinos o si, por el contrario, deseaba volver cuanto antes a una posición de sumisión a un marido poderoso que le garantizaba privilegios de raza y de clase en la sociedad sureña (Whites 72). Parece lógico suponer la existencia de numerosas dudas y de debate interior entre un cierto resentimiento por el hecho de que los hombres habían sido incapaces de proteger su posición privilegiada como lady, y el descubrimiento durante la guerra de una capacidad de decisión y de trabajo que la imagen de la lady siempre le había negado. Elizabeth Turner postula que la mayoría aceptó el retorno del hombre sureño a su posición de dominio a cambio del retorno al estatus de southern lady, mientras que algunas otras permanecieron conscientes de los cambios producidos durante una guerra en la que habían demostrado unas capacidades para la lucha y la responsabilidad individual que las habilitaba para unos roles mucho más activos en el ámbito doméstico y en el social (26). Muchas mujeres de plantadores sintieron un cierto alivio al verse libres de los esclavos, a la vez que no podían entender el hecho de que los esclavos no mostraron el más mínimo afecto por sus amos. Tuvieron que aprender a hacer muchas labores domésticas que habían hecho los esclavos y dejar de ser damas ociosas.

En Tomorrow Is Another Day (1981), Anne Goodwyn Jones observa cómo la experiencia y la fortaleza adquiridas por las mujeres blancas durante la contienda inspiraron miedo en unos hombres que se sentían amenazados por la amazona y la mujer de carácter fuerte. El miedo subconsciente a causar aprehensión en el hombre, junto con la influencia del llamado cult of true womanhood que reguló la conducta femenina desde 1820 hasta la guerra civil, llevaron a la mujer blanca a una síntesis de los nuevos roles y energías con el concepto tradicional de feminidad, lo que dio lugar a las famosas “magnolias de acero”, a “the oxymoronic ideal of the woman made of steel yet masked in fragility” (Jones 13). De esta forma, la mujer dejó de ser una amenaza para el hombre y el concepto sureño de feminidad retuvo gran parte de su carácter patriarcal, ya que las nuevas fortalezas femeninas se reservaban para el ámbito doméstico y se ponían al servicio del marido, de la familia, y del sur. Si antes de la guerra civil el trabajo era una deshonra para la mujer, después de la contienda se convirtió en una obligación para contribuir al sostenimiento de las devastadas economías familiares, y la nueva fortaleza y autonomía adquiridas por la mujer durante la guerra habrían de ponerse al servicio de los valores patriarcales, ayudando al marido deprimido, al hermano soldado o al amante descorazonado por la derrota (Jones 13-14).

Después de la guerra civil, que trajo consigo no solo la emancipación sino también más libertad para que la mujer buscase trabajo fuera de casa, la literatura femenina reflejó cada vez con mayor intensidad las experiencias y la influencia de la mujer más allá de los confines de la esfera doméstica. A veces las escritoras eran renuentes a revelar su identidad (la escritora Mary Murfree, de Tennessee, utilizó el seudónimo de Charles Egbert Craddock), pero no a escribir sobre los acelerados cambios en sus vidas. Las numerosas bajas producidas por la guerra obligaron a muchas mujeres a reconstruir sus vidas sin sus maridos, padres o hermanos. El aumento del número de mujeres solteras debido a la escasez de hombres impulsó a muchas familias a dar educación superior a sus hijas y a autorizarlas a trabajar fuera del hogar. Muchas se hicieron profesoras y algunas, escritoras. Las mujeres blancas de estratos sociales menos favorecidos se incorporaron paulatinamente a la creciente mano de obra industrial. Como observa C. Vann Woodward, entre 1885 y 1895 el número de mujeres en las fábricas de Alabama se incrementó en un 75% (226). Privada del estatus de la southern lady, la mujer pobre se fue incorporando al trabajo en las fábricas de algodón y de tabaco a partir de 1880. La mujer negra solo tenía acceso al trabajo como sirviente doméstica o como lavandera independiente. Aunque el hombre negro se fue incorporando poco a poco a la industria textil para hacer los peores trabajos, y siempre separado de los hombres y mujeres blancos, la mayoría de las fábricas textiles no admitieron mujeres negras hasta la década de 1960 (Turner 39).

 

En “The New Woman of the New South”, un influyente artículo de 1895, Josephine Henry describía a las mujeres “who stand on higher intellectual ground, who realize their potentialities, and who have the courage to demand a field of thought and action commensurate with their aspirations. [...] To them the drowsy civilization of the age appeals for some invigorating incentive to higher aims and grander achievements. They believe with Emerson that ‘all have equal rights in virtue of being identical in nature.’ They realize that liberty regards no sex, and justice bows before no idol” (353-54). A pesar de la fuerte oposición a la igualdad de género, los numerosos cambios en las relaciones domésticas producidos a raíz de la guerra, y que se reflejaban y debatían en la literatura de la época, apuntaban a la aparición de la llamada new woman de finales del siglo XIX. En el sur, esta figura emergió con más retraso y dificultades que en el resto del país, debido al poderío de la imagen de la southern lady. Según Anne Firor Scott, los argumentos en contra del sufragio femenino resaltaban la imagen de la mujer sureña tradicional en peligro de masculinizarse si se alejaba de su ámbito tradicional (170). El conflicto entre la mujer nueva y la tradicional es, como veremos en el capítulo II, uno de los temas centrales de la prolífica narrativa de Ellen Glasgow. En sus novelas constatamos cómo el sur estaba siendo invadido por el industrialismo, por lo modernidad y también por el impulso de una nueva mujer que exigía una educación mejor, mayor independencia financiera y más poder político.

La nueva mujer que surgió en el sur contribuyó enormemente a la llegada de un nuevo mundo. Pero la mujer blanca siguió en muchos aspectos aferrada a su pedestal, especialmente en lo que respecta a sus privilegios y su actitud para con la mujer negra, cuya lucha por la igualdad era mucho más dolorosa e intensa. Josephine Henry cita una carta de una mujer inteligente y acomodada de Beaumont, Texas, que escribió que “The women of the South should be the very first to work for the ballot, to preserve its homes, its institutions and its individuality from the great influx of opposing forces from the North, East and West, from the foreigner and negro. The Southern woman has now the choice to inherit her land or pass into a tradition” (362). Nada más paradójico que la defensa de la participación de la mujer blanca en la acción política para defender un sistema patriarcal que en realidad la sometía a cambio de ciertos privilegios, entre los que se contaba el mantenimiento de la supremacía racial.

Intersecciones de género y raza:

belles y ladies blancas; la no-mujer afroamericana

Durante muchos años, el estudio y el concepto de la mujer sureña estuvieron íntimamente relacionados, en la historia y en la literatura, con la imagen de la southern lady y, en su versión más joven, la southern belle. Como apunta Sara Evans, la verdad es que muy pocas mujeres sureñas vivieron la vida de la lady o exhibieron la totalidad de sus características: inocencia, modestia, moralidad, devoción sacrificada a la familia y blancura inmaculada (1353). Según la imagen de sí mismo que el sur se construyó, la belle es la muchacha blanca de familia acomodada durante ese glamuroso período intermedio entre la condición de hija y la de esposa, esa joven que utiliza su belleza para atraer caballeros jóvenes hasta que se decide por el que le parece más apuesto. Poseedora de encanto y de tradición aristocrática, y a menudo experta en actividades de su ámbito como la música y la equitación, la belle tiene que encontrar el necesario equilibrio entre el flirteo y la inocencia sexual y manifestar inteligencia sin ser intelectual. Es experta en utilizar las cualidades que fascinan al hombre a fin de obtener la protección de este. Todos tenemos en la memoria la maestría con la que Scarlett O’Hara, esa belle voluble y perpetua que prácticamente no llega a ser lady, utiliza su atractivo sexual para tentar y seducir, pero sin romper nunca esa frágil envoltura de modestia y castidad.

La concepción sureña de la mujer es sin duda heredera de la imagen de la lady de la Inglaterra victoriana y de su equivalente americano de true womanhood. La mujer sureña de antes de la guerra civil era objeto de una fuerte presión para seguir los códigos del cult of true womanhood que exigían sumisión, religiosidad, rectitud moral y domesticidad. Los libros y revistas de la época caracterizaban a la mujer perfecta como una lady encantadora y delicada, un objeto precioso que no podía mancharse ni dañarse con el trabajo en el campo. Sus roles principales eran el de madre y esposa, y su ámbito de acción era el hogar. Una de las más celebradas descripciones de la típica lady de una plantación es la proporcionada por Thomas Nelson Page:

What she was only her husband divined, and even he stood before her in dumb, half-amazed admiration, as he might before the inscrutable vision of a superior being. What she really was was known only to God. Her life was one long act of devotion to her husband, devotion to her children, devotion to her servants, to the poor, to humanity. Nothing happened within the range of her knowledge that her sympathy did not reach and her charity and wisdom did not ameliorate. (38)

La mujer liberada del trabajo duro y asentada en el pedestal era el mejor indicador de la riqueza y posición social del marido. La institución de la esclavitud era la que, en último término, confería tanto privilegio a la mujer blanca y, así, Anne Firor Scott sitúa acertadamente la base del pedestal en la esclavitud: “Any tendency on the part of any of the members of the system to assert themselves against the master threatened the whole, and therefore slavery itself. It was no accident that the most articulate spokesmen for slavery were also eloquent exponents of the subordinate role of women” (Scott 17). Esta posición le daba poder dentro de la plantación, sobre todo sobre los esclavos, pero la aislaba del mundo exterior.

El mito de la lady fue un instrumento crucial del patriarcado sureño para mantener el statu quo y para someter a la mujer blanca y a los esclavos negros. No sorprende, pues, que los más ardientes defensores de la esclavitud y, más tarde, de la segregación, fuesen también partidarios fanáticos de mantener a la mujer en su lugar. La existencia de la mujer sureña ideal, colocada en una urna como un objeto delicado, tiene una perfección eminentemente ficticia y frágil, inseparable de lo ilusorio y la ausencia de libertad. Varios estudios han subrayado la infantilización de este ideal de mujer que pervivió en el sur incluso después de la abolición de la esclavitud, caracterizada por la coexistencia de una situación de privilegio con una personalidad inmadura y falta de sentido práctico, producto de una sumisión prolongada y excesiva (Bartlett y Cambor 10).

En la ideología sureña, la imagen de la mujer blanca pura, religiosa, delicada, y madre y esposa ideal, encontró su contrapunto trágico en la mujer negra, en cuya imagen sí sobresalía la sexualidad que había que reprimir en la mujer blanca. Las relaciones sexuales entre mujeres blancas y hombres negros estaban terminantemente prohibidas por suponer la violación del poderoso tabú de la pureza racial blanca. Sin embargo, el acceso del hombre blanco a la mujer negra no encontraba apenas obstáculos durante la época de la esclavitud ni la de la segregación. Tanto en el caso más que frecuente de violación como en el de relaciones consentidas, el hombre blanco se representaba como víctima de las artimañas y de la sexualidad viciosa de la mujer negra, sin que la casta y santa mujer blanca pudiese hacer nada para domar los instintos de su varón cuando este confrontaba la sexualidad animal de la mujer negra. En vez de víctima, la mujer negra era, sobre todo durante la esclavitud, considerada culpable de mancillar la santidad conyugal de la mujer blanca. Más animal que persona, la mujer negra estaba excluida de los códigos morales y los parámetros de feminidad imperantes en una cultura en la que lo femenino era sinónimo de lo blanco. El sistema era tan perverso que la pureza moral del sur blanco dependía de la consideración de la mujer negra como una especie de cloaca de vicio y suciedad.


Southern belle, ilustración de las señoras Cowles Social Life in Old Virginia Before the War, Thomas Nelson Page, 1897

Gracias a esta vía de escape, en el sur había menos prostitución en la mujer blanca y menos crímenes de violencia sexual. Como la mujer negra estaba privada de cualquier aspiración a la decencia o la pureza, el hombre blanco que explotaba su cuerpo apenas comprometía su honor. A mayor cantidad de relaciones entre hombres blancos y mujeres negras, más se elevaba la consideración de la mujer blanca como bastión de la pureza de la casta superior, en virtud de su inaccesibilidad para los varones de la casta inferior y de su calidad de guardiana de la legitimidad del linaje familiar. W. J. Cash, en su clásico estudio The Mind of the South (1941), conjeturó que el hombre blanco, preocupado por el daño infligido a su mujer por el elevado tráfico sexual entre hombres blancos y mujeres negras, trató de acallar su propia conciencia y a la vez compensar a su mujer mediante el recurso a la mitificación y “by proclaiming from the housetops that Southern Virtue, so far from being inferior, was superior, not alone to the North’s but to any on earth, and adducing Southern Womanhood in proof” (86). William Taylor, en Cavalier and Yankee (1961), modificó la tesis de Cash sobre la glorificación de la mujer blanca como compensación por las infidelidades del hombre blanco con la mujer negra y atribuyó dicha idealización al miedo. Como apunta Taylor, eran muchas las razones de la mujer blanca acomodada para odiar el sistema esclavista, aparte de la tentación sexual que suponían las esclavas para el marido y los hijos de aquella. La soledad de la vida en las plantaciones, el miedo a las rebeliones, los problemas de controlar sirvientes ineficaces eran otros motivos de preocupación para las ladies. Taylor supone incluso que los plantadores sospechaban que sus esposas podrían ser secretamente receptivas a las aspiraciones a una mayor libertad manifestadas por las mujeres de otras partes del país, sin minusvalorar el hecho de que las virtudes atribuidas a la lady (pureza, rectitud moral, compasión, etc.) eran más compatibles con el abolicionismo que con la esclavitud. Todo esto, según Taylor, obligó al hombre blanco del sur a utilizar la caballerosidad como soborno: