El desafío de la cultura moderna: Música, educación y escena en la Valencia republicana 1931-1939

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El desafío de la cultura moderna: Música, educación y escena en la Valencia republicana 1931-1939
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Esta publicación ha contado con la colaboración del Aula d'Història i Memòria Democràtica y del Aula de Música, ambas de la Universitat de València.


Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, foto químico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el per miso previo de la editorial.

© de los textos: los autores, 2020

© de esta edición: Universitat de València, 2020

Coordinación editorial: Maite Simón

Maquetación: Celso Hernández de la Figuera

Cubierta:

Ilustración: Ricardo Bastid Peris, Campesinos saludando al tren (ca. 1954), óleo sobre lienzo, 52x63 cm, Museu d’Art Contemporani Vicente Aguilera Cerni (MACVAC) Vilafamés.

Diseño: Celso Hernández de la Figuera

Corrección: David Lluch

ISBN: 978-84-9134-603-6

Edición digital

ÍNDICE

PRÓLOGO, Marc Baldó Lacomba

La capital inverosímil. Valencia, sede del Gobierno republicano (1936-1937), Javier Navarro Navarro

Reacción política conservadora también en la cultura: València, 1931-1939, Juan Carlos Colomer Rubio

La Universidad en guerra, Marc Baldó Lacomba

La educación en la Valencia de los años treinta: continuidades, cambios y rupturas, Sergio Valero Gómez

La enseñanza musical en la ciudad de Valencia durante la Segunda República, Ana María Botella Nicolás

Los espacios para la música en la Valencia republicana, Juan Miravet Lecha y Luisa Tolosa-Robledo

El Grupo de los Jóvenes: su incidencia sociomusical en la Valencia capital de la República, José Pascual Hernández Farinós

La divulgación de la música valenciana en los años treinta. Una aproximación a través de la figura de Eduardo López-Chavarri, Vicente Galbis López

Letra y música. La colaboración creativa entre los escritores y los compositores valencianos durante la Segunda República, Hilari Garcia Gázquez

Las bandas de música en la Valencia republicana, «Auténticos vehículos de cultura popular», Elvira Asensi Silvestre

Fiesta y cambio social. Las Fallas de la Segunda República, Gil-Manuel Hernàndez i Martí

Pintura, artes gráficas y escultura en la Valencia de la Segunda República y la guerra civil, Mireia Ferrer

El teatro en València durante la Segunda República y la guerra civil, Ramon X. Rosselló

Cine en Valencia durante la Segunda República. Buscando su voz, Daniel Gascó

ÍNDICE ANTROPONÍMICO

ÍNDICE ONOMÁSTICO

PRÓLOGO

Este libro nació para contextualizar un acontecimiento musical que protagonizó la Orquestra Filharmònica de la Universitat de València. En efecto, con el objetivo de conmemorar los ochenta años de la capitalidad republicana de Valencia (noviembre de 1936 a octubre de 1937), la Orquestra recuperó y grabó música de los años republicanos. Una de las directrices de esta es precisamente investigar, recuperar y difundir música valenciana olvidada o hasta desconocida. Y la ocasión de la capitalidad republicana de la ciudad era una excelente oportunidad para rescatar una selección de la obra de un grupo de compositores jóvenes, el Grup dels Joves, y ejecutar conciertos monográficos sobre estos compositores.

El Grup dels Joves, estudiado en este libro por José Pascual Hernández, emergió en 1934. Lo integraron Ricardo Olmos (1905-1986), Vicent Garcés (1906-1984), Luis Sánchez (1907-1957), Vicente Asencio (1908-1979) y Emilio Valdés (1912-1998). Estuvieron activos los años que aquí nos ocupan (también después, prosiguiendo sus biografías truncadas por la guerra y sus diversas trayectorias).

Al recuperar obras de estos compositores y esta época, la Orquestra Filharmònica de la Universitat no solo los reivindicaba, sino que, a su vez, reivindicaba el impulso cultural de los años republicanos, esmaltado de iniciativas culturales rompedoras como la que ofrecen estos maestros que entonces tenían entre 22 y 29 años. El proyecto fue impulsado por el musicólogo del Conservatorio Superior «Joaquín Rodrigo» Pasqual Hernández y el director de la Orquestra Filharmònica de la Universitat, Hilari García, y fue empujado por el Vicerrectorado de Cultura de la Universitat. Al Aula de Historia y Memoria Democrática y al Aula de Música nos pareció un acontecimiento importante, lo suficiente como para preparar un libro que contextualizase al Grup dels Joves, que es el que ahora sale a la luz: El desafío de la cultura moderna: música, educación y escena en la Valencia republicana (1931-1939).

La Segunda República es una estrella que sigue brillando en la memoria democrática de los ciudadanos. Esto se debe a su esfuerzo por desarrollar políticas de libertad e igualdad. Una parte importante de las políticas republicanas se centraron en la cultura, un frente por el que apostó con decisión aquel régimen, y lo hizo para ganar el porvenir, consciente de la importancia que tenía la cultura, o si se quiere la palabra, la educación, la creación artística en todos sus campos. Aportaron su esfuerzo gobernantes, partidos de la izquierda y sindicatos, y fue esencial la implicación de intelectuales, artistas y una parte muy activa de la sociedad civil. Los avances en el campo de la cultura constituyen un hito de la época republicana. No es extraño que fuese calificada como «República de intelectuales» por Azorín en 1931.

La cultura, en los años treinta, se apasionó por la modernidad. Venía haciéndolo desde antes, desde principios de siglo. Pero en los años treinta este interés explosionó, estimulado por la fuerza que inyectaban las libertades que se iban desgranando desde abril de 1931. Buscar apasionadamente la modernidad constituyó un aspecto de la cultura republicana. Otro, no menos perceptible y notorio, fue la politización.

En efecto, los agentes de producción y difusión cultural y educativa buscaron la transformación social. Los más –los jóvenes especialmente– entendían que con su trabajo creador contribuirían a mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, a cambiar el país, a que se superase el ensimismamiento castizo, a que se europeizase el solar ibérico...

Durante los años de la República y la guerra, la cultura y la educación fueron preocupaciones esenciales que estuvieron en el centro de la política de los republicanos. Uno y otro aspecto eran factores estratégicos para construir una ciudadanía republicana, laica (en los años republicanos) y además antifascista (en los años de la guerra). Elementos clave, pues, para politizar, la educación y la cultura no fueron solo de un color: expresaban la pluralidad social y, en consecuencia, su compromiso no estaba solo al servicio de una idea, sino de muchas, y entre los años 1931 y 1939 los creadores de la cultura y los docentes tuvieron muchas opciones donde mirar y a las que aportar. Muy distintas unas de otras, y en sus polos de izquierda y derecha, antitéticas: fascismo, catolicismo tradicional, liberalismo, democracia, socialismo, comunismo y anarquismo. La politización de la cultura se manifestó con más fuerza cuando se llegó a la guerra, también de ideas, formas, expresiones artísticas y gustos. Y entonces la pluralidad se polarizó como el país que estaba cortado por trincheras, fue imposible disociar lo cultural de lo político, no en vano la guerra civil española fue una guerra total, por cuanto afectó al conjunto de la sociedad.

De todo esto trata este libro. En su título, El desafío de la cultura moderna: música, educación y escena en la Valencia republicana (1931-1939), hemos pretendido sintetizar su contenido. En sus páginas no se abordan todos los campos de la cultura, pero sí los suficientes como para reconstruir lo que fue un mundo efervescente de ideas, novedades, iniciativas e ilusiones. Educación, política, música, teatro, cine, artes gráficas, pintura, escultura de la Valencia republicana son aspectos que se tratan aquí. Se ensamblan aspectos de la alta cultura (como la producción musical del Grup dels Joves) y de la cultura popular, como las bandas de música (tan importantes como «puerta de acceso a la cultura musical»), la pasión por el sainete o las Fallas y sus transformaciones en los años republicanos.

 

Se vislumbran en este libro las conexiones entre política, intelectuales y artistas. Se señalan algunas de las estrategias que se seguían entonces para crear identidades colectivas o para integrar a miles de «forasteros» que arribaban a la ciudad en guerra; se analiza el analfabetismo y la contumaz lucha –nada sencilla– para vencerlo; se muestran los esfuerzos que se hicieron, especialmente en la guerra, para abrir la enseñanza secundaria y la superior a las capas populares. Se muestran también los espacios donde se hacía la cultura y su importancia: espacios para el teatro amateur, el universitario o el profesional. Se aborda el primer cine sonoro (de hecho, hablado), que amplió la oferta de ocio de las capas populares, dio a conocer otras culturas y produjo la primera película en valenciano (El faba de Ramonet, 1933).

Se manifiesta en estas páginas lo importante que era para la izquierda la creación de una conciencia republicana desde los más diversos ámbitos: el aula, el escenario, el teatro o el cine, la plaza pública, el cartel, la imprenta, el dibujo, las placas del callejero, la postal, el pasquín, el abanico, la octavilla, la escultura, el taller del pintor, la radio, la música popular y la sinfónica, la educación musical y la artesana...

Esta nueva fuerza que tomaba la cultura en los años republicanos debía servir para consolidar la democracia y profundizar, de ese modo, en un cambio social soñado que se procuraba encarnar cada día. Evidentemente, para consolidar la democracia se requería un pueblo instruido y con capacidad crítica y libre, para lo que era esencial la escuela primaria y la misión pedagógica, pero también el estímulo constante de todos los recursos que ponía a su alcance la cultura moderna. Y como no podía ser de otro modo, también se manifiesta en este libro el contrapunto a la política cultural de la izquierda republicana: «la reacción política conservadora en la cultura», o si se quiere, la estrategia política educativa y cultural de la derecha católica, sus medios de difusión, sus plataformas o escenarios y los diversos recursos con los que contó.

Cuando llegó la guerra, esta política cultural y educativa de la España republicana, en todas sus manifestaciones, prosiguió su trayectoria y se modificó para adaptarse a la coyuntura y a las exigencias de la polarización política, lo que requería muchos cambios, como por ejemplo llevar la instrucción primaria a los soldados, abrir el instituto y la universidad a las capas populares, adaptar las funciones de la cultura para defenderse del fascismo, politizar en clave antifascista y a la vez ofrecer una necesaria cultura de evasión.

Se trata, en resumen, de mirar la actividad cultural valenciana en la etapa republicana, tanto la de antes de la guerra civil como la que se llevó a cabo durante esta, con los cambios inmensos que se produjeron en todos los campos de la cultura.

MARC BALDÓ LACOMBA

Universitat de València

LA CAPITAL INVEROSÍMIL
Valencia, sede del Gobierno republicano (1936-1937)

Javier Navarro Navarro

Universitat de València

UNA EXPERIENCIA HISTÓRICA SINGULAR

Valencia, «capital artificial e inverosímil». Así la caracterizó Ilyá Ehrenburg, el conocido escritor ruso y corresponsal de Izvestia, en los meses en los que la ciudad se convirtió en sede del Gobierno republicano durante la guerra civil española. Ehrenburg, por cierto, fue uno de los pocos, de entre los más conocidos personajes soviéticos que visitaron España durante la contienda, que sobreviviría finalmente a las purgas de Stalin durante aquellos años (no así, por ejemplo, Koltsov, corresponsal de Pravda, el embajador Rosenberg o el cónsul en Barcelona, Antónov-Ovséyenko, todos ellos ejecutados entre 1937 y 1940). Sin embargo, pudo plasmar sus recuerdos de la ciudad en sus memorias, escritas muchos años después: Gente, años, vida (Ehrenburg, 1996).

Artificialidad e inverosimilitud, en palabras de Ehrenburg, quizás un tanto exageradas y retóricas, pero que aludían por otro lado a un hecho cierto. La condición de capital de facto de la España republicana y sede del Gobierno legítimo le sobrevino a Valencia de un modo repentino y accidental, una decisión del presidente de su Consejo de Ministros, el socialista Francisco Largo Caballero y sobre cuya causa exacta todavía nos interrogamos.1 En todo caso, la situación del Madrid asediado por las tropas sublevadas a principios de noviembre de 1936 resultaba caótica y su destino incierto, y la percepción de su inminente caída estaba muy extendida. No podemos detenernos aquí en el contexto político, social y militar de aquellos días, pero lo cierto es que la medida no estuvo ni mucho menos exenta de polémica, no tanto por la elección de Valencia (frente a Barcelona, por ejemplo, que acabaría convirtiéndose de hecho en capital desde noviembre de 1937) como por la salida del Ejecutivo de Madrid. En todo caso, la noche del 6 al 7 de noviembre de 1936 se inició el traslado que convertiría a Valencia durante once meses (hasta finales de octubre de 1937) en sede del Gobierno y en capital en la práctica de la Segunda República española.

Resulta difícil describir todas las dimensiones de lo acontecido en la ciudad a lo largo de ese año, un periodo complejo, en medio, además, de una contienda. En las guerras, con la proximidad de la muerte, el tiempo histórico y el ritmo vital se aceleran y todo parece adquirir un aura de excepcionalidad. No se trataba, por otro lado, de un conflicto cualquiera: era una contienda civil (con las consiguientes repercusiones sociales en las retaguardias y en el conjunto de la población) y, al mismo tiempo, una guerra marcadamente ideológica, y que, como es sabido, adquirió una relevancia internacional extraordinaria en el periodo de entreguerras, en medio de la crisis de la democracia y el auge de los fascismos y el comunismo.

A analizar lo ocurrido en Valencia durante ese año nos hemos dedicado, de una u otra manera, desde hace ya algún tiempo. La historiografía valenciana ha abordado el estudio de las diferentes facetas políticas, sociales, económicas y culturales de este periodo.2 La intensa politización que vivió la ciudad, el cambio de su fisonomía urbana, la llegada masiva de refugiados, los bombardeos fascistas, los problemas de abastecimiento o los grandes eventos culturales y propagandísticos que tuvieron lugar aquí son algunos de los fenómenos que han atraído la atención de los investigadores en las últimas décadas.

Lo cierto es que Valencia adquirió una relevancia nacional e internacional como tal vez en ningún otro momento de su historia contemporánea. En referencia a lo primero, no solo porque se convirtió por primera vez en capital en la práctica del Estado, sino también porque, precisamente, a lo largo de los once meses de estancia del Gobierno republicano en Valencia tuvieron lugar hechos decisivos en la trayectoria política de la España republicana durante la guerra. Se consolidarían entonces las tendencias generales que marcarían en adelante la evolución política en la retaguardia. Se vivirá en esos momentos, de noviembre de 1936 a octubre de 1937, el fin definitivo de la etapa revolucionaria, la desaparición de la opción de la hegemonía sindical que pudo pretender en algún momento Largo Caballero y el triunfo de la opción centralizadora y de orden que supondrán los gobiernos de Negrín hasta el final de la contienda, con los acontecimientos de mayo de 1937 como decisivo punto de inflexión.

El protagonismo de Valencia fue también sin duda internacional. Fue en esta etapa cuando se fijó definitivamente la dimensión europea y global del conflicto. Nunca antes se había hablado tanto de Valencia en la prensa internacional, con las menciones al «Gobierno de Valencia» que llenaban las páginas de los diarios de todo el mundo. Reporteros, fotógrafos o escritores extranjeros visitaron la ciudad en estos meses y sus impresiones acabarían plasmadas en los artículos que redactaron entonces o en sus ensayos, memorias, poemas, relatos o novelas escritos con posterioridad.3

En definitiva, fue un periodo breve pero intenso en la vida de la ciudad. El traslado del Gobierno a Valencia no solo situó a esta en el centro de atención nacional e internacional, desde donde viviría un periodo pleno de acontecimientos de gran trascendencia, sino que también cambió la imagen urbana y la vida cotidiana de sus habitantes. En primer lugar, y de manera muy visible ya desde las primeras semanas –fruto en buena medida del aire de improvisación y accidentalidad con el que se decidió y ejecutó el traslado, así como del momento crítico de aquellos días de noviembre–, la capitalidad transformó la imagen externa de la ciudad, haciéndola crecer en su protagonismo político de una manera brusca, casi de la noche a la mañana. Valencia pasaba a situarse ahora en primer plano del conflicto. La afluencia creciente de refugiados y evacuados de todo tipo, militares, burócratas, profesionales y técnicos, políticos, asesores, periodistas, intelectuales, delegados y diplomáticos extranjeros, convirtió Valencia en una gran urbe sobresaturada y cosmopolita, centro oficial de la República y objeto de atención internacional. Pero paralelamente, y tal vez a más largo plazo, la ciudad experimentó cambios sociales y culturales que muchos observadores recogerían en su momento, al tiempo que la guerra se instalaba poco a poco en la vida de los valencianos y se intensificaban las transformaciones que el conflicto iría trayendo paulatinamente al corazón de la ciudad.

VALENCIA, CAPITAL Y CRUCE DE CAMINOS

Desde que la noche del 6 al 7 de noviembre de 1936 comenzaron a llegar a Valencia, a través de la carretera de Madrid, los primeros efectivos de empleados y administrativos, así como todo el edificio humano de la maquinaria estatal, el centro de la ciudad y sus edificios más importantes empezaron a revestirse de un inevitable aire de oficialidad gubernamental. La tarea más urgente fue sin duda acomodar al Gobierno y, muy pronto, al cada vez mayor número de refugiados que huían de Madrid y de los frentes. Las instituciones republicanas, los distintos ministerios y sus departamentos, así como las sedes de los principales partidos y sindicatos, se instalaron en diferentes puntos de la ciudad. Para ello se utilizaron medio centenar de edificios emblemáticos que fueron habilitados en poco tiempo para servir de residencias oficiales, despachos o dependencias administrativas. Algunos de ellos ya funcionaban como oficinas estatales, ampliando así su uso o dándoles uno nuevo. Otros eran hoteles, sedes de partidos o entidades de signo conservador, así como edificios nobiliarios o residencias de grandes familias burguesas normalmente ubicados en el centro de la ciudad, y que fueron incautados en esos momentos. Estos últimos eran propiedad de aristócratas o representantes de la alta burguesía valenciana que o bien habían huido, o bien cedieron –dadas las circunstancias– estos inmuebles para tal fin.4

La nueva condición de capital, lógicamente, no solo trajo a la ciudad a los funcionarios estatales y responsables del Gobierno con sus respectivas familias, o las cúpulas de las diferentes organizaciones y entidades políticas y sindicales de la España republicana. Embajadas de distintos países se instalarían también en Valencia, con todo su personal administrativo y diplomático. Una de las más conocidas e importantes, por el peso específico que tendría en la España republicana, sería la de la Unión Soviética, ubicada en el Hotel Metropol, en la calle Xàtiva, frente a la Plaza de Toros y la Estación del Norte. Valencia pasaría a ser ciudad diplomática, escenario de encuentros, relaciones y rivalidades internacionales en torno al hecho que centraba en esos momentos la atención de la opinión pública y de los gobiernos de muchos países: la guerra civil española. Junto a los diplomáticos, no faltaron los asesores militares y espías, observadores de organismos internacionales, dirigentes políticos y periodistas y reporteros extranjeros, y a veces incluso todas esas cosas a la vez. Asimismo, numerosos intelectuales y artistas foráneos pasaron también por Valencia o residieron temporalmente en ella, como periodistas o simples testigos de los acontecimientos, a menudo para tomar partido y testimoniar su solidaridad con la República española. Conocidos hoteles, como el ya mencionado Metropol, el Inglés o el Victoria, albergaron a muchos de estos acompañantes del Gobierno de la República, entre ellos personajes tan célebres como Ernest Hemingway, Julien Benda, Ilya Ehrenburg, Alexei Tolstoi o Mihail Koltsov.

 

También acudieron a la ciudad numerosos intelectuales y artistas procedentes de otras zonas de la España republicana, evacuados de las zonas ya ocupadas o en peligro por el avance franquista. Muchos de ellos simpatizaban con la causa antifascista, aunque ni mucho menos todos. Los más conocidos serían aquellos procedentes del Madrid asediado por los rebeldes y amparados por el Ministerio de Instrucción Pública, en ese momento bajo la responsabilidad del comunista Jesús Hernández, cuyo partido se implicó a fondo en esta labor de agitación cultural entendida también como propaganda antifascista. El Ministerio habilitó un edificio de entre sus nuevas dependencias, el Hotel Palace (número 42 de la calle de la Paz), creando allí una «Casa de la Cultura» que sirviera también como refugio y lugar de confluencia de estos intelectuales, escritores, artistas y científicos. Los valencianos llamarían popularmente al inmueble el Casal dels Sabuts. En general, y a pesar del momento excepcional, las urgencias bélicas y la utilización de la actividad cultural como arma propagandística y de guerra (aunque también en parte gracias a todo ello), Valencia se convirtió en punto de encuentro de una pléyade de artistas plásticos, escritores e intelectuales en general que colaboraron en distintas iniciativas puestas en marcha durante estos meses: revistas, libros, congresos, exposiciones, actos públicos, etc. La nómina es extensa, pero podemos citar a Antonio Machado, Rafael Alberti, María Teresa León, León Felipe, Luis Cernuda o Rosa Chacel, entre otros muchos. A los españoles cabe sumar, como señalábamos antes, los procedentes de países americanos y europeos, de simpatías republicanas, que residieron durante un tiempo en Valencia o acudieron para participar en algunas de estas iniciativas, por ejemplo, el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, inaugurado en Valencia, probablemente el evento más conocido de entre los celebrados en la ciudad y al que haremos referencia posteriormente. Más allá del Congreso, lugares del entorno de la concurrida calle de la Paz, como los cafés Ideal Room o El Siglo, el ya citado Hotel Palace, las dependencias de la Universidad Literaria o la sede valenciana de la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura, en la calle Trinquete de Caballeros, fueron locales habituales de encuentro de muchos de estos creadores y artistas valencianos, españoles y extranjeros.

Pero no todos los recién venidos a Valencia fueron, por supuesto, políticos, funcionarios, escritores, periodistas o intelectuales. La inmensa mayoría de los refugiados eran gente anónima, que acudieron a la ciudad huyendo de la guerra, el avance de los ejércitos franquistas y la más que probable represión por parte de los golpistas: mujeres y hombres de todas las edades, con una presencia muy significativa de niños y niñas en muchos casos separados de sus familias en peligro o huérfanos de guerra. Procedían del Madrid sitiado y castigado por las bombas, pero también del sur de España, donde la ocupación del territorio por los sublevados resultó especialmente cruenta y represiva. A ellos se unían también las personas que acudían a la capital desde pueblos cercanos o la población flotante de paso por la ciudad. A lo largo de 1937 el número de refugiados se incrementó, primero con la llegada de más huidos del sur, tras la caída de Málaga, y posteriormente del norte, tras el desplome del frente del Cantábrico. La presencia creciente de estos refugiados de a pie, varias decenas de miles, que se ubicaron como pudieron por Valencia y sus alrededores, se convirtió hasta el final de la guerra en un hecho cotidiano en la vida de la ciudad. Se hizo palpable la solidaridad, pero también los inevitables problemas de vivienda, abastecimiento, salud o trabajo, o incluso los choques culturales con la población autóctona. Por otro lado, los registros no nos transmiten en absoluto la situación real de un incremento de la población que acudía a la ciudad y que escapaba a los recuentos y padrones municipales y que aumentaba notablemente el censo. La sensación general fue de una Valencia que se multiplicaba en sus efectivos demográficos, de unas calles sobrepobladas. La prensa recoge esta percepción, mostrándonos la imagen de unos tranvías repletos, la del conflictivo aumento de la mendicidad o la de los grupos de niños vagando por la ciudad.5

¿UN «LEVANTE FELIZ»?

La llegada de estos refugiados a la nueva capital republicana desde el otoño de 1936 se explicaba lógicamente por la segura ubicación de Valencia en la retaguardia, con un frente no lejano, pero todavía estable y en buena medida inactivo (Teruel), así como el hecho de que a esas alturas la ciudad parecía vivir en buena medida al margen de la guerra: ni los bombardeos ni los problemas de abastecimiento se habían hecho visibles todavía, como sí lo serían a partir de 1937. El contraste con la situación de Madrid resultaba evidente, así como su condición de refugio, lo que permitió que la prensa madrileña hablara de un «Levante feliz»: una ciudad aparentemente a espaldas del conflicto, donde todavía se podía comer bien y divertirse mejor. Así, se señalaba a los «antifascistas que habían montado sus trincheras en los cafés de Valencia», mientras que José Luis Salado, director de La Voz de Madrid, se refería al «placer antifascista de ahorcar el seis doble». La construcción de la imagen de esa Valencia servía en realidad para reafirmar el mito de la resistente y heroica Madrid. La alusión a su hedonismo ayudaba por otra parte, de una manera más general, a criticar la falta de compromiso de la retaguardia en el esfuerzo bélico y defender el mantenimiento de una adecuada moral de guerra. Valencia era por entonces la ciudad de las paellas y los banquetes en los restaurantes de la playa de las Arenas o en el Hotel Victoria, donde no faltaba comida, la de los mercados llenos de víveres o la del «frente de la calle Ruzafa», con sus teatros, clubs y cabarets, símbolos de la vida nocturna y la frivolidad. La prensa valenciana, mientras y desde otra perspectiva, interpretaba la situación como producto de la nueva presencia de los «señoritos» madrileños, militares, burócratas o diplomáticos extranjeros, y en general vividores y ociosos –por no decir también emboscados y quintacolumnistas– que habían proliferado por la ciudad, algunos sorprendentemente bien relacionados o situados, que tomaban el baño en la playa y gastaban su dinero a espuertas en los restaurantes y locales de moda. A menudo se les hacía responsables del incremento de los precios, mientras la mayoría de la población comenzaba a experimentar crecientes privaciones.

Fuera por la presencia de estos, por el aumento en general de su población de acogida o por las necesidades de evasión propias de un contexto de guerra, la oferta de ocio en Valencia (y pese a las demandas moralizantes de sindicatos y partidos en pro de una ética de sacrificio adecuada a las circunstancias bélicas) se incrementaría especialmente en los primeros meses de estancia del Gobierno en la ciudad. Las demandas de restauración y de espectáculos como el teatro o el cine, y en menor medida de deportes o toros, aumentaron. Estos últimos, aunque no desaparecieron ni mucho menos en un principio, sí que se vieron más tempranamente afectados por el conflicto y su actividad fue disminuyendo progresivamente hasta casi desaparecer (no ocurriría lo mismo con el boxeo o la pelota, por ejemplo, que sí tuvieron cierta regularidad). Sin embargo, los teatros y cines mantuvieron sus salas abiertas diariamente y de forma ininterrumpida durante toda la guerra; la afluencia de público no se resintió, ni tampoco los ingresos en taquilla. Por supuesto, intervino en ello el ya comentado aumento de la población, y por tanto de público, así como la necesidad sindical de asegurar los puestos de trabajo y los salarios en este sector; también el hecho de que teatros y cines sufrieron en menor medida las disposiciones restrictivas en horarios y actividad que sí incidieron en cabarets, music-halls e incluso en bares y tabernas. En definitiva, los siete teatros y la treintena de cines de Valencia continuaron funcionando y ofrecieron una programación en la que, como regla general, cabe señalar que acabó imperando la diversión y los espectáculos de entretenimiento –tanto en el cine como en los distintos géneros teatrales– frente a la minoritaria presencia de obras o películas de contenido social, adaptado a las circunstancias o revolucionario. En cuanto al ocio nocturno, los music-halls, night clubs o cabarets y la prostitución clandestina (siempre presente) volvieron a dar un tono de dolce vita a la ciudad coincidiendo con el traslado del Gobierno. Se hizo popular el ya citado «frente de Ruzafa» –en esta calle y en las adyacentes, como la de Ribera, se concentraban buena parte de los teatros y cabarets más famosos de Valencia– en la prensa o entre aquellos que visitaban la ciudad. Estos locales, sin embargo, verían muy condicionada su existencia, como ya se ha dicho, por la restricción de horarios, los toques de queda nocturnos y las campañas moralizantes, y su actividad iría disminuyendo progresivamente.