Anatomía de un imperio

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Anatomía de un imperio
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ANATOMÍA DE UN IMPERIO

ESTADOS UNIDOS Y AMÉRICA LATINA

BIBLIOTECA JAVIER COY D’ESTUDIS NORD-AMERICANS

http://puv.uv.es/biblioteca-javier-coy-destudis-nord-americans.html http://bibliotecajaviercoy.com

DIRECTORAS

Carme Manuel

(Universitat de València)

Elena Ortells

(Universitat Jaume I, Castelló)

ANATOMÍA DE UN IMPERIO

ESTADOS UNIDOS Y AMÉRICA LATINA

Ed. Valeria L. Carbone y Mariana Mastrángelo

Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americans

Universitat de València

Anatomía de un imperio: Estados Unidos y América Latina Valeria L. Carbone y Mariana Mastrángelo, ed.

1ª edición de 2019

Reservados todos los derechos

Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN: 978-84-9134-502-2

Ilustración de la cubierta: Sophia de Vera Höltz

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es publicacions@uv.es

Índice

PRESENTACIÓN

Pablo Pozzi

INTRODUCCIÓN

Valeria L. Carbone y Mariana Mastrángelo

PRIMERA PARTE

LOS ORÍGENES DEL IMPERIALISMO NORTEAMERICANO. EXPANSIONISMO TERRITORIAL Y VISIONES CRÍTICAS DESDE AMÉRICA LATINA EN LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XX

Presentación

¿Un imperialismo excepcional? Reflexiones sobre el excepcionalismo estadounidense a la luz de la guerra hispano-cubano-estadounidense (1898)

Malena López Palmero

La guerra filipino-estadounidense (1899-1902). Un “laboratorio de ensayo” hegemónico

Darío Martini

Las Escenas norteamericanas en la “era del imperio” o la porosidad del pensamiento martiano

Ariela Schnirmajer

Carlos Pereyra y la interpretación latinoamericana de ‘El o Los mitos de Monroe’

Mariana Mastrángelo

SEGUNDA PARTE

IMPERIALISMO CULTURAL ESTADOUNIDENSE. EXPANSIONISMO IDEOLÓGICO, HEGEMONÍA Y RESISTENCIA ANTIMPERIALISTA EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX

Presentación

Más allá de las armas. Guerra, cultura y diplomacia en las relaciones entre Brasil y Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial

Francisco César Alves Ferraz

El imperialismo norteamericano y el sindicalismo latinoamericano (1961-1976)

Pablo Pozzi

Estados Unidos, el radicalismo negro estadounidense y la lucha antimperialista en el Tercer Mundo: un análisis de la visita de Stokely Carmichael a Cuba durante la Organización Latinoamericana de Solidaridad (1967)

Valeria L. Carbone

Imperialismo estadounidense y reacción popular en Argentina. Tres casos de una historia invisibilizada

Leandro Morgenfeld

Absolutismo cultural, cine y la dominación de Estados Unidos desde mediados del siglo XX

Fabio Nigra

Los autores

Presentación

Pablo Pozzi

En 2017 se cumplieron tres décadas desde que la Universidad de Buenos Aires (UBA) inauguró lo que fue, durante bastante tiempo, la primera y única cátedra de Historia de los Estados Unidos de América en Argentina. Desde aquel momento, y hasta el día de hoy, la UBA ha producido una cantidad notable de especialistas y obras que estudian a la potencia del norte. Al mismo tiempo, el objeto de estudio demandó planificar y desarrollar estrategias especiales para su abordaje. Estudiar a Estados Unidos desde América Latina necesariamente implica el planteo de objetivos, hipótesis y perspectivas distintos a los que se plantea la historiografía norteamericana. Eso no significa algún tipo de ponderación o valoración, ya que ambas perspectivas tienen mucho que aportar. De hecho, la interrelación entre ambas sugiere nuevas aproximaciones y enfoques.

Esta obra presenta una selección de trabajos cuyos autores se formaron en la discusión de esas perspectivas. Cada uno contribuye con su enfoque particular, tanto en postura como en hipótesis, a que América Latina mejore su comprensión global de la principal potencia del continente. La riqueza de los artículos no reside solo en la amplitud temática, sino en la variedad de enfoques y aproximaciones. Al mismo tiempo, todos tienen como objetivo dialogar con potenciales lectores latinoamericanos y contribuir a la comprensión de los Estados Unidos.

Tras cada uno de estos estudios subyacen algunos conceptos claves: la idea de que la realidad latinoamericana sugiere nuevas hipótesis; el supuesto de que sin investigación original estas hipótesis no pueden ser puestas a prueba; el postulado de que sin conocer en profundidad la realidad nacional no lograremos explicar los vericuetos de la política exterior que llevan a cabo los diversos gobiernos norteamericanos; la tesis de que la historia de América Latina es incomprensible sin tomar en cuenta la tensión y los conflictos con Estados Unidos. En la base de todo lo anterior existe la convicción de que la relación entre ambas zonas geográficas puede ser correctamente caracterizada como imperialista. Este es un término que ha caído en desuso desde el colapso de la Unión Soviética (URSS), por suponerse que era un concepto derivado de la teoría marxista, y las diversas teorías del imperialismo han dejado de ser centrales en el discurso académico-político mundial. Sin embargo, las usinas propagandísticas norteamericanas no han dejado de promover una visión que ubica a su propia nación como una potencia que jamás fue imperialista. Por último, más allá del silenciamiento del fenómeno imperialista que permea la historiografía actual, lo que hay que considerar es que ha cambiado el mundo. La era de la globalización y de la transnacionalización implica también la gestación de estados supranacionales y de un sustancial incremento en el flujo de capitales. En este sentido, el fenómeno imperialista, detectado por John A. Hobson, Nikolái Lenin y muchos otros entre 1900 y 1916, sigue siendo central para la comprensión de las relaciones internacionales. Asimismo hay que considerar que sus características se han agudizado y quizás hasta mutado, si bien retiene su esencia.

En realidad, más allá de que el término fuera originalmente acuñado por Hobson en 1902, “imperialismo” es un término analítico utilizado para describir una realidad existente, y no un adjetivo tomado de la lucha política. Contamos con una inmensa bibliografía científica que discute, estudia y analiza lo que significó, desde fines del siglo XIX, un nuevo fenómeno histórico, caracterizado por el reparto del mundo entre pocas potencias y los grandes flujos de capitales. Entre los marxistas Karl Kautsky, Nikolái Bujarin, Nikolái Lenin, Rosa Luxemburgo, Paul Baran y Paul Sweezy hicieron importantes contribuciones al debate. Las posturas contrarias tuvieron como protagonistas a importantes pensadores como Joseph Schumpeter, Pierre Renouvin, Leonard Woolf, David Landes y David Fieldhouse. Indudablemente, la postura más influyente en la historiografía norteamericana ha sido la de John Gallagher y Ronald Robinson, formulada originalmente en 1953. Su planteo hace eje en que, si bien el imperialismo es una función de la expansión económica, no es una función necesaria (1951: 2). Esto permite argumentar que Estados Unidos puede expandirse económicamente a través del mundo pero sin ejercer de potencia imperialista, lo cual sirvió como base de apoyo para que diversos historiadores norteamericanos diferenciaran entre la expansión norteamericana y la de otras potencias.

 

Estados Unidos llegó tardíamente al reparto del mundo, y recién se convirtió en una “potencia imperial” a partir de la guerra hispano-cubano-estadounidense (y filipina, podríamos agregar) de 1898. Esto le permitió producir formas imperialistas que tomaron cierta distancia de las tradicionales potencias europeas. De hecho, se desarrollaron nuevos métodos del imperialismo norteamericano, con expansiones territoriales que no se reconocieron como coloniales. La coerción económica se apoyó en el imperialismo cultural capitalista que homogeneiza deseos y consumos, y los conforma con el american way of life. Por detrás de un discurso republicano y democrático, y de una capacidad de cooptación notable de las elites locales, el imperialismo norteamericano se basó en lo mismo que sus pares europeos: la intervención militar y los flujos de capitales, combo destinado a poner la economía de las zonas dominadas en función de las necesidades de sus empresas y sectores dominantes. En este sentido, las definiciones planteadas por Hobson se aplican perfectamente a los Estados Unidos.

Como demuestran varios de los autores aquí presentados, el imperialismo norteamericano fue un fenómeno ligeramente diferente del europeo, porque sus objetivos se hallaron determinados por el hecho de haber llegado tardíamente en comparación con las potencias europeas. Su expansión fue territorial, pero sobre todo fue económica. La combinación de imperialismo y momento histórico (tardío) le otorgó a la expansión norteamericana una flexibilidad escasamente similar a la que tuvieron las potencias europeas. Esta flexibilidad se ha mantenido hasta nuestros días, e incluye conceptos como el “imperialismo de los derechos humanos”, el uso de las ONG como formas de penetración, el accionar de los organismos supranacionales (del tipo Fondo Monetario Internacional o Banco Mundial), la ocupación territorial vía bases militares de ultramar, e inclusive el ejercicio de su poder a través de subimperialismos, como en el caso de Israel. Dichos conceptos avanzan en paralelo a un imperialismo cultural mediante el cual la dominación de la potencia se ve reforzada a través de la penetración y difusión de sus criterios y de sus valores morales y políticos. Según los propios norteamericanos, es tan importante la Séptima Flota (destacada en el Pacífico) como Hollywood. En síntesis, el hard power siempre va acompañado del soft power. En este sentido, el imperialismo norteamericano ha sido singularmente consciente de que su poderío depende de dos apoyos centrales. El primero es el de su propia población, dentro de la cual algunos sectores se benefician directamente de la relación imperial (desde empresarios hasta estratos medios profesionales) y otros son fuertemente influenciados por construcciones ideológicas y culturales, como por ejemplo el racismo. El segundo apoyo es el de ciertos sectores sociales pertenecientes a las naciones dominadas. Estados Unidos se ha mostrado singularmente adepto a la idea de que el imperialismo no es una relación de dominación externa a la nación, sino un proceso que se desarrolla en alianza con la clase dominante local, la cual se beneficia en lo económico, y también encuentra un apoyo central en el poder imperial para reforzar y mantener su propia dominación. Esta relación simbiótica, donde el imperialismo es posible solamente por su articulación con los sectores dominantes de las naciones dominadas, demuestra que, como nuevo fenómeno histórico, el imperialismo no está vinculado a la expansión territorial sino más bien al flujo de capitales y a la dominación de una burguesía que se ha ido convirtiendo en una clase mundial.

El ex presidente George W. Bush señaló que el mundo tiene la suerte de estar dominado por una potencia relativamente benigna como lo es Estados Unidos (Grondin, 2006). Esto revela una visión imperialista que se remonta a la “misión civilizadora” por la cual los europeos eran obligados, por razones sobre todo humanitarias, a tomar el control de distintas partes del mundo. Bush dejó esto muy en claro al insistir en 2004 con que “Estados Unidos es una nación con una misión, y esa misión proviene de nuestras creencias fundamentales. No tenemos ningún deseo de dominar, ninguna ambición de imperio. Nuestro objetivo es una paz democrática, una paz fundada en la dignidad y los derechos de cada hombre y mujer”. Ningún primer ministro británico podría haberlo dicho mejor: bajo su percepción, el imperialismo se construye y se lleva a cabo como una misión civilizadora.

Bibliografía

Bush, G. W. (2004). XLIII President of the United States. Address Before a Joint Session of the Congress on the State of the Union, 20 de enero. En línea: <http://www.presidency.ucsb.edu/ws/index.php?pid=29646> (consulta:10-10-2018).

Gallagher, J. y Robinson, R. (1953). The Imperialism of free trade. En Economic History Review, segunda serie, vol. 6, núm. 1.

Grondin, D. (2006). Hegemony or empire? The redefinition of US power under George W. Bush. Nueva York, Routledge.

Introducción

Valeria L. Carbone y Mariana Mastrángelo

The flag follows the investor.1

Debemos contextualizar los orígenes del imperialismo moderno en lo que Eric Hobsbawm (1999b) denominó la “era del imperio”, que se dio entre 1875 y 1914. Siguiendo al autor, la era que se inauguró estuvo signada por un nuevo tipo de imperialismo: el imperialismo colonial. Por tratarse de instituciones antiguas, no podemos atribuirles a los imperios y los emperadores el mismo significado que cobraron desde la década de 1870. Una nueva acepción se le atribuyó al concepto de imperialismo (que durante mucho tiempo fue considerado como un neologismo) y fue producto de los debates que se generaron en la época en torno a la conquista colonial sobre el mundo no civilizado. El nuevo objetivo era llevar la civilización y el progreso a lo ignoto, a lo que por definición era “atrasado” y “bárbaro”. Significaba “vestir la inmoralidad de la salvaje desnudez con camisas y pantalones que una benéfica providencia fabricaba en Bolton y Roubaix” (Hobsbawn, 1999a: 63). De esta manera, el concepto de imperialismo adquirió una dimensión económica, que no ha perdido desde entonces.

A partir de 1880, la supremacía económica y militar de los países capitalistas se tradujo en la conquista, anexión y administración de tipo formal e informal sobre los países no desarrollados. Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos, Bélgica, Estados Unidos y Japón se lanzaron a la conquista de África, Asia, Oceanía, América Latina y el Caribe. El acontecimiento más importante del siglo XIX fue la creación de una economía global y la división internacional del trabajo, que penetró de forma progresiva en los rincones más remotos del mundo, con un nivel acelerado de transacciones económicas, comunicaciones y movimiento de productos, dinero y seres humanos que vinculó a los países desarrollados entre sí y con el mundo subdesarrollado (Hobsbawn, 1999a: 71). Las necesidades económicas de los países desarrollados requerían cada vez más de mercados para colocar su excedente de producción y fundamentalmente de materia prima, en especial las relacionadas con la combustión, como el petróleo y el caucho, propios de este período. El petróleo provenía casi en su totalidad de Europa (Rusia) y de Estados Unidos. Pero ya en ese momento los pozos petrolíferos de Medio Oriente fueron objeto de enfrentamientos y negociaciones diplomáticas. El caucho era un producto netamente tropical, que se extraía de la explotación de los nativos del Congo y del Amazonas y que luego se cultivaría en Malasia. El estaño procedía de Asia y Sudamérica; el cobre, fundamental para las industrias automotriz y eléctrica, se encontraba en Chile, Perú, Zaire y Zambia. Asimismo, existía una gran demanda de metales preciosos y de oro, lo que convertía a Sudáfrica y sus minas en un lugar muy apreciado por las grandes potencias.

Además de las demandas vinculadas a la nueva tecnología, el crecimiento demográfico en las grandes metrópolis significó la expansión del mercado de productos alimentarios. En principio, las demandas eran de productos básicos que provenían de zonas templadas, requiriendo carnes y cereales que se producían a muy bajo coste y en grandes cantidades en diferentes zonas de asentamiento en Norteamérica, Sudamérica, Rusia y Australia. Pero con las transformaciones y la rapidez del transporte se incorporaron productos exóticos y tropicales, como el azúcar, el té, el café, el cacao y las frutas tropicales (Ibíd.: 72-73).

Para las modernas sociedades industriales, según sugieren Scott Nearing y Joseph Freeman (1966: 12-13), no solo era necesario asegurar mercados para vender sus productos o controlar las fuentes de materias primas necesarias –como la comida, el petróleo o los minerales–, sino que había que garantizar las oportunidades en los negocios para las inversiones del excedente del capital. Hasta 1914, los países imperialistas habían establecido sus dominios en los continentes menos desarrollados y, siguiendo la máxima de la “bandera sigue a las inversiones” (Ibíd.: 13), organizaron una maquinaria militar y naval lo suficientemente poderosa como para proteger sus tratados y sus inversiones de los intereses de las potencias rivales.

Estos son los orígenes y las características del imperialismo moderno; ahora es necesario conceptualizarlo. ¿Cómo definimos entonces qué es imperialismo, un término tan complejo que fue tema de discusión durante más de un siglo? Dos versiones marcaron gran parte del debate sobre el tema. Una de ellas la planteó el autor liberal inglés John A. Hobson, quien consideraba que el imperialismo implicó el uso de la maquinaria gubernamental (o estatal) para satisfacer intereses privados, en su mayoría capitalistas, y asegurarles ganancias económicas fuera de sus países de origen (1929: 100). Como bien observó este autor, uno de los primeros en definir y nombrar este término, el imperialismo comenzó a estar en boca de todos y se utilizó para indicar el movimiento más poderoso del mundo contemporáneo. Los debates subsiguientes fueron muy variados y apasionados, y como señala Hobsbawn, no se centraron en el período 1875-1914, sino en las discusiones en el seno del marxismo. Fue el análisis del imperialismo realizado por Lenin en 1916 el que se convirtió en un elemento central del marxismo revolucionario de los movimientos comunistas a partir de 1917 (Hobsbawn, 1999b: 71-72). Para Lenin, el “nuevo imperialismo” tenía sus raíces en una nueva fase específica del desarrollo del capitalismo que, entre otras cosas, conducía a la:

[…] división territorial del mundo entre grandes potencias capitalistas y una serie de colonias formales e informales y de esferas de influencia. Las rivalidades existentes entre los capitalistas que fueron causa de esa división engendraron también la Primera Guerra Mundial. (1917: 66)

En este sentido, nos interesa aquí ampliar la visión economicista del concepto de imperialismo. Dado que este libro se centrará específicamente en imperialismo norteamericano, la temporalidad es amplia: parte desde 1898 y recorre casi todo el siglo XX. Para este fin, proponemos incorporar a su análisis otros elementos de índole cultural e ideológica. Siguiendo a Edward Said, el imperialismo se define como la práctica, la teoría y las actitudes de un centro metropolitano dominante que rige un territorio distante (1996: 43). El imperio deviene así en una relación formal o informal, en la cual un Estado controla la efectiva soberanía de otra sociedad política. Esta puede lograrse por la fuerza, la colaboración política, la dependencia económica, social o cultural. El imperialismo no es simple acumulación y adquisición, sino que se asienta en una estructura ideológica que incluye la convicción de que ciertos territorios y pueblos “necesitan” y “ruegan” ser dominados, así como en nociones que son formas de conocimiento ligadas a tal dominación: el vocabulario de la cultura imperialista clásica está plagado de palabras y conceptos como “inferior”, “razas sometidas”, “pueblos subordinados”, “dependencia” y “expansión” para justificar la dominación. Asimismo, ni la cultura ni el imperialismo están inertes; por lo tanto, sus experiencias históricas son dinámicas y complejas. Un análisis del imperialismo, en este sentido, debe partir de la idea de culturas híbridas, mezcladas, impuras, haciendo énfasis en el vínculo establecido entre la cultura dominante y la cultura dominada (Ibíd.: 51).

 

Podemos, de esta manera, afirmar que el imperialismo se define como un proceso o una política de establecer o mantener un imperio (Doyle, 1986: 45). La experiencia norteamericana se basó desde un principio en la idea de un Imperium, un dominio, un Estado soberano que se extiende en población y territorio, aumentando su fuerza y poder (Van Alstyne, 1974: 1). En este sentido, la geografía se modificó. En una primera instancia, se proclamó que había que construir el territorio norteamericano. Para tal fin, se combatió, desterró y exterminó a los pueblos originarios de este a oeste en tan solo un siglo. Y ya cuando la República crecía en el tiempo y en poder hemisférico, aparecieron esas tierras lejanas que se convertirían en vitales para los intereses norteamericanos, en las que había que intervenir y luchar: las islas del Pacífico, el Caribe, América Central, Vietnam, Corea y Medio Oriente. Paradójicamente, tan influyente había sido el discurso que insistía en la idiosincrasia norteamericana, en su altruismo, que el imperialismo como concepto o ideología dejó de estar presente en sus textos de historia.

La cultura imperialista norteamericana puede así palparse en su lenguaje, en su discurso, en su insistencia de llevar la libertad y la democracia a cada rincón del mundo. Es en este sentido que el imperialismo norteamericano se prefiguró también como un proyecto de expansión cultural y dominación ideológica que implicó no solo la construcción de un “otro” subalterno en los términos de la cultura dominante, sino de la configuración de una ideología de dominación de esos “otros inferiores”. Michael Hunt es uno de los historiadores que ha sabido destacar el peso de la ideología y de los valores culturales en la visión del “otro” y, en consecuencia, la definición de la política exterior estadounidense. Específicamente para el caso latinoamericano, Hunt ha resaltado que la política exterior estuvo plagada de nociones de dominación, tutelaje, supervisión y de la misión de “no permitir que [los latinoamericanos] corrompieran sus propias sociedades, impidieran el avance de la civilización en el Nuevo Mundo y causaran la intervención de potencias externas exhibiendo su derrumbe moral” (1987: 131).

Según la visión norteamericana, habría países diferenciados; sin embargo, no encontramos una unidad entre ellos, aunque sí una política basada en intereses estratégicos según la época y la cercanía con los Estados Unidos. En ese sentido, América Latina fue considerada como “el patio trasero” y área de influencia por excelencia, justificando su expansión y penetración en el destino manifiesto, la doctrina Monroe, el corolario Roosevelt, la política del gran garrote y la doctrina de seguridad nacional. Por ello mismo, en el presente libro los artículos seleccionados se estructuran en torno a la expansión de los Estados Unidos sobre Centroamérica, el Caribe y Latinoamérica, sumándose el caso de Filipinas, en el contexto de la guerra con España por los territorios de ultramar que esta perdió a fines del siglo XIX.

Podemos trazar una breve cronología de la expansión norteamericana sobre su “patio trasero”. El primer período se extiende desde 1898 hasta 1947. El eje central en esta etapa fue la intervención militar directa, la subyugación económica y financiera, la presión diplomática a favor de empresas estadounidenses y una pugna por imponer sus criterios e intereses e ir desplazando a otras potencias, fundamentalmente a los españoles, ingleses y rusos.

En un segundo período, desarrollado entre 1947 y 1959, Estados Unidos se enfocó en fortalecer la dominación que ejercía sobre la región en el complejo contexto de los cambios que se estaban produciendo en el orden internacional con el fin de la Segunda Guerra Mundial. El Gobierno norteamericano se propuso cooptar el apoyo de la región a sus políticas de Guerra Fría, patrocinando la firma de un tratado de seguridad colectiva suscripto por las naciones americanas (el Pacto de Río, 1947) y la creación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR). En 1948 impulsó la concertación del Pacto de Bogotá, el cual aportó un componente de seguridad y cooperación colectiva “en caso de agresión externa” que quedó institucionalizado en la formación de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y fue reforzado en 1952 con la elaboración de una doctrina de seguridad nacional hemisférica de “contención global del comunismo”. El objetivo era imposibilitar la entrada y expansión del comunismo en una región que era considerada coto privado norteamericano desde la formulación de la doctrina Monroe, en la que los inversionistas norteamericanos jugaban un papel central en las economías de Centroamérica y Sudamérica, y donde su influencia era prácticamente indiscutible.

Un tercer período comienza en 1959. Este año se convirtió en un parteaguas por el acercamiento de la Revolución cubana a la Unión Soviética (URSS), lo que significó un peligro para la intención de hegemonía continental de Estados Unidos. Una vez establecida la hegemonía continental norteamericana, en la coyuntura de un crecimiento económico vertiginoso y de las postrimerías de la Revolución cubana, John F. Kennedy lanzó la Alianza para el Progreso. A partir de un planteo por el cual los Estados Unidos eran “socios” de América Latina, la Alianza fue un proyecto de desarrollo y reforma regional que –excluyendo a Cuba– abarcaba créditos para la conformación de industrias dirigidas a suplir necesidades regionales, la conformación de mercados comunes, la integración americana en un mercado único y la reforma agraria. Esto se combinaba con la creación de un sector técnico y capacitado para efectivizar este desarrollo, por lo que la educación recibiría un fuerte incentivo. Asimismo, se promovería la democracia (en versión norteamericana) como forma de gobierno. Los instrumentos privilegiados de esta política fueron: el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), la OEA, el Instituto Americano para el Desarrollo del Sindicalismo Libre (IADSL) y la Agencia de Información de los Estados Unidos (United States Information Agency, USIA).

Identificamos un cuarto período entre 1964 y 1976. Este “ciclo de dictaduras represivas” se inicia en 1964 con el golpe de Estado en Brasil y culmina con el golpe en la Argentina, en 1976. Esto le permitió a Estados Unidos eliminar físicamente los “proyectos políticos alternativos” y profundizar el proceso de reorganización de los aspectos socioeconómicos del continente. A partir de ese momento, se inició un período de democracias restringidas (proyecto de la Comisión Trilateral), en el cual, anulado lo que se entendía como “peligro anticapitalista” y eliminadas las posibles oposiciones, el planteo consistía en liberar el juego político. De lo contrario, se suponía que mantener la presión podría generar una renovada ronda de radicalización. Por ende, lo ideal eran regímenes electorales tutelados, cuyo modelo fue la reforma electoral chilena de 1980. Esta se basó en la reorganización política brasileña de 1979, con nuevos partidos oficialistas instrumentados desde el poder y presidentes nombrados de forma indirecta (como Tancredo Neves y José Sarney). De ahí la política de derechos humanos de Jimmy Carter (1977-1981), cuyo eje principal fue la relegitimación de la presidencia ante su propio electorado, pero que a su vez sirvió para generar presión en torno a las aperturas restringidas.

El surgimiento en 1977 de una nueva ronda de movimientos revolucionarios, esta vez en Centroamérica, y el éxito de la revolución sandinista obligaron a Estados Unidos a repensar su táctica antisubversiva. A partir de 1980, aprendiendo de la experiencia argentina y analizando el problema de la revolución, Estados Unidos decidió que no había que aplastarla, sino desangrarla. El objetivo era demostrarle a la población que la revolución social no solo no resuelve nada, sino que empeora las cosas. Tanto en Nicaragua como en Guatemala y El Salvador se aplicó la denominada “guerra de baja intensidad”. Otro eje importante del gobierno de Carter fue la modificación de la política de enfrentamiento con el comunismo. El criterio era que, en lugar de ser una confrontación Este-Oeste, debía ser un enfrentamiento Norte-Sur. Así como se buscó la distensión con China (diplomacia del ping-pong) también se generaron aperturas hacia Cuba y la URSS. La idea básica era que la superioridad de la vida cotidiana estadounidense (niveles de consumo) generaría contradicciones en estos países. Uno de los efectos fue la liberación de la posibilidad de viajar a Cuba, y el resultado fue el eventual éxodo del Mariel (1980).2 Esta política, a su vez, generó contradicciones en el seno de los sectores dominantes norteamericanos, por lo que la política osciló entre la agresión abierta (de bloqueo/invasión) y el ataque indirecto bajo el disfraz de aperturas. Como telón de fondo estaba el tema de la deuda externa: elemento clave no solo para comprender las relaciones con América Latina, sino también las estrategias de acumulación de Estados Unidos y la propia debilidad del sistema.

Un quinto período comienza con la década de 1980, cuando en el marco de la Segunda Guerra Fría lanzada por el gobierno de Ronald Reagan (1981-1989) se apuntó a dirigir y consolidar las democracias restringidas. Estados Unidos no vio a América Latina como una unidad, o sea un bloque de países, sino como naciones con intereses claramente diferenciados. Eso le permitió privilegiar a algunos, como es el caso de Chile, y aislar a otros, por ejemplo, a Perú durante el gobierno de Alan García. En esta época, Brasil se perfiló como un desafío regional autónomo con una política exterior propia a partir del poderío económico generado por el “milagro brasileño”. La contrapartida fue Chile con una política exterior fuertemente ligada a Estados Unidos, dada su creciente participación en las exportaciones hacia el mercado interno norteamericano. En menor grado, Argentina intentó una política no alineada de acercamiento a Estados Unidos. Ante la iniciativa venezolana-brasileña para renegociar la deuda, Argentina participó para después hacer un acuerdo bilateral. El tema de la deuda externa (sobre todo en el caso latinoamericano) va ser fundamental para mantener el flujo de remesas de capitales que equilibran la balanza de pagos. En otras palabras, a partir de 1975 la balanza comercial de América Latina con Estados Unidos va a ser ampliamente favorable al primer sector, y se verá equilibrada por la balanza de pagos, que a partir de ese momento será ampliamente deficitaria.